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El nombre triplicado

 

Crónica de un “tentetieso”

1940 / 1970

 

Luis Allebroc

 

 

© Luis Allebroc

© El nombre triplicado. Crónica de un “tentetieso”. 1940 / 1970

 

Diseño Portada: Emilio Gil. 2018

El diseño del “Tentetieso” es una obra y una tipografía del gran diseñador gráfico Manolo Prieto, para un número de la Revista “Arte Comercial”, que sus herederos han autorizado expresamente para la portada de este E-book

 

ISBN formato epub: 978-84-685-2532-7

 

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

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Los maestros tienen discípulos,

los profesores tienen alumnos,

….es una sustancial diferencia.

 

 

 

 

 

Esta autobiografía posee una innovación narrativa que consiste en un bucle constante entre un narrador y el personaje, que se intercambian alternativamente el hilo conductor de la narración, con la inserción de textos originales recogidos por el autor.

 

 

Las páginas en tipografía “redonda” corresponden a la historia contada por el narrador en tercera persona.

 

Las páginas en tipografía “cursiva” corresponden a la historia contada por el personaje en primera persona.

 

Esta es la historia de una generación que nace en plena guerra civil, que puede sobrevivir y ser testigo de una de las etapas mas apasionantes y sorprendentes de la historia moderna, no solo por sus convulsiones políticas, o por los increíbles avances e innovaciones tecnológicas, sino por el fascinante futuro que siempre sucede a las grandes catástrofes, que hace que el hombre, como individuo social, que nazca en un periodo de paz de posguerra, renazca de entre esas cenizas como un ave “fénix”, tras una recién estrenada existencia con la sufrida rutina que conllevan la escasez y las restricciones, no solo de libertades sino de medios, de asistencia, de información y en muchos casos hasta de opinión, siendo capaz de levantar el vuelo de las ilusiones y poder ver un horizonte, mas o menos lejano, mas o menos virtual o real, desde una perspectiva sin obstáculos, desde la que iniciar una vida en constante renovación, en la que desarrollar y conseguir todas las ansiadas, legítimas o soñadas aspiraciones, con los esfuerzos necesarios y la superación constante por satisfacer las alcanzables metas; Por conseguir una calidad de vida que cumpla con todas las satisfacciones personales y familiares, sin traumas ni rencores, fruto del resentimiento y la impotencia que la generación anterior no pudo alcanzar y que si lo consiguió, la guerra lo destruyó.

Pero aún así, las necesarias convulsiones políticas y sociales y las revoluciones tecnológicas de la última mitad del siglo ha llevado a esta generación a “sufrir y vencer” todas las adversidades y a resistir erguida y digna, las constantes agresiones de todo tipo, hasta crear una tipología de personaje, que se puede definir como la generación de los “tentetiesos”.

Estos individuos han soportado a lo largo de su existencia las tensiones que producen las alteraciones casi continuas que causan los cambios de opinión, capaces de convertir en falsedades las verdades que se habían establecido como dogmas, donde tanto las seculares convicciones religiosas como las cambiantes vocaciones políticas se modificaban cíclicamente dependiendo del color, y de las influencias de un entorno dominado por la “minoría calumniosa” intelectual y progresista contra la “mayoría silenciosa” callada y resignada para no perder lo conseguido, que nunca fue conquistado.

 

Nacencia y conciencia (1938)

 

La vida es una sucesión de hechos y aprendizaje en los éxitos y en los fracasos, que forman o deforman la personalidad de nuestros congéneres, a los que el valor se les supone, como en el ya derogado “servicio militar”, pero que desde su desvalido nacimiento, necesitado de protección y sustento, hasta su autosuficiencia como ente independiente, la sucesión de acciones y actuaciones en las que experimentar y practicar la ley de “prueba-esfuerzo-efecto”, consiguen perfilar y conformar el carácter y la identidad de todo personaje.

Con estas mismas condiciones de futuro, que todos los nacidos deberán soportar y superar, nace nuestro inefable Luis Pedro Alfonso (el del “nombre triplicado”) en la clínica del Carmen, junto a la patriótica “Puerta del Carmen” de la ciudad de Zaragoza, un 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, sin ninguna connotación con la realidad de este parto, que además fue complicado porque nació con el cráneo cerrado y ni con “fórceps” podían extraerlo del útero materno, lo que ya supuso un ejemplo de los avatares que su destino le deparaba y ante los que debía acostumbrarse a resistir y vencer. Ante esta eventualidad no previsible, se pudo deducir que el nacido había asimilado el abundante calcio que su madre había ingerido, sin saberlo, al comer casi todos los días “caragolins”, caracoles blancos y menudos, característicos del campo leridano, como básico alimento en la escasez del nomadismo forzado de algunas familias durante la guerra “incivil” española.

Ya a los pocos días de abrir sus ojos a un todo “por conocer”, es sometido a la benéfica protección del “bajomanto” de la Virgen del Pilar, que ha debido de protegerle, sin duda, de todas las agresiones, traiciones, envidias, “desjusticias” (una nueva forma desigual de aplicar justicia), donde tiene mas derechos el delincuente-agresor que el delinquido-agredido y demás accidentes físicos, conflictos laborales, empresariales, de tráfico y hasta con la Administración del Estado, consiguiendo sobrevivir con lucidez y una cierta gallardía propia del perfil de un nuevo tipo de personaje y de tipología de individuos, que debemos incluir desde ahora en el género de los “tentetieso”.

 

Mi memoria mas cercana a la percepción de la “consciencia”, que no de la “conciencia”, que aún tardará en aparecer, me la ha procurado no solo la memoria selectiva, sino las fotografías de la familia, que te facilitaban la fabulación de historias y el conocimiento de personajes que relacionados con mi entorno incipiente se han convertido en el principio de mi historia.

Me ha “tocado” vivir y participar de uno de los periodos mas convulsivos de la historia de la humanidad y al mismo tiempo de los avances sociales y tecnológicos mas apasionantes a los que habrá que adaptarse y capacitarse, en una carrera de evolución y evaluación constante, que va a suponer esfuerzos y tensiones, mas intelectuales que físicas, que hasta entonces nadie podía pensar que el ser humano podría resistir.

Desde la consciencia y conocimiento que concede la experiencia de nuestra vida, siempre he lamentado que no podamos recordar y disfrutar conscientemente de aquellos inconscientes e irrepetibles momentos con las indescriptibles sensaciones que “deberíamos sentir”, desde la placidez de la cuna, después de haber succionado el alimento de unos pechos turgentes, tersos, en un gesto tan natural e instintivo, que además supone el grado máximo de protección y amparo que un ser humano no podrá percibir jamás, por mucho que se esfuerce en compararlo con los mejores momentos de felicidad consciente y adulta. Sin embargo algo debe de sentirse ya que puede diferenciar el bienestar del malestar, pero no será un aprendizaje consciente aunque la sucesión de experiencias acumulativas subconscientes, puedan acabar llevándole a la “consciencia” plena por la observación y aprendizaje continuos.

Recuerdo aquí con verdadero placer un anuncio de televisión de pañales de bebés, en el que las imágenes de un primerísimo plano, mostraban en una sola secuencia la cara plácida y relajada de un bebé dormido, que se transformaba con una sonrisa sutil y beatífica en la imagen mas expresiva del placer inconsciente al hacerse “pipi”, sin alterar el sueño mas profundo, en un pañal que era capaz de absorber todo lo ingrato y molesto de esa necesidad fisiológica. Por suerte es esa inconsciencia la que nos protege y libera del terrible sufrimiento que suponen los trastornos intestinales y el crecimiento de los primeros dientes, que de ser conscientes podrían hacernos perder la razón.

 

Sin tiempo para aclimatarse y endurecerse al duro invierno aragonés, en el que el “cierzo” es el dueño y señor del paisaje y del paisanaje de Aragón, a Luis Pedro Alfonso, nuestro inefable personaje, le trasladan a Lérida capital, sede de su ascendente familiar, donde definitivamente comenzará a tomar conciencia del aprendizaje continuo de su recién estrenada vida terrenal, en el seno de una “saga” familiar, cuyo cabeza de familia es un artista autodidacta en el complejo arte de la fotografía, que acaba convirtiendo en su profesión. La “extensa” familia de Luis Pedro Alfonso y digo extensa porque su padre era el segundo de nueve hermanos vivos, con su disciplina y protocolo tradicionales, que se completaba con las dos hermanas que formaban el núcleo familiar de su madre, donde la hermana menor Pilar, fue su madrina de bautizo en la basílica del Pilar de Zaragoza, y que a lo largo de la vida de Luis Pedro Alfonso fue un “pilar” más y fundamental en los momentos mas críticos del devenir de esta historia.

Como era costumbre en aquellos tiempos, al bautizar por tradición a los casi recién nacidos, para que en caso de un no deseado fallecimiento, muy posible entonces por los peligros y enfermedades que acosaban a los infantes, el bien nacido pudiera ir al cielo y no al “limbo”, como espacio infinito y vacío entre el cielo arriba y el infierno abajo, que con gran boato predicaba la religión católica, se disponía que el nombre con el que se debía inscribir en los registros tanto eclesiásticos como civiles, “debía” comprender el del santo elegido, desde luego del santoral “oficial”, en primer lugar, a continuación el del padrino o de la madrina dependiendo del sexo del bautizado y por último el de algún personaje o persona que por su proximidad a la familia se hiciera acreedor a tal honor.

Luis por su padre, Pedro por su padrino y Alfonso por un eminente doctor en medicina, amigo prestigioso de la familia a el que por su edad y “seny” se le llamaba Don Alfonso.

La estancia de Luis Pedro Alfonso en su Zaragoza natal fue muy corta, dado que a las pocas semanas de su nacimiento fue “liberada” Lérida del “yugo opresor”, por las fuerzas “nacionales”, tras algunas incursiones del Tercio de Balvanera, que arrasando y arramblando con todo lo encontraban, los leridanos no sabían a que bando quedarse. Malo conocido......

 

Con lo cual las cosas son como son y mejor no “meneallas”, aunque algo debe pasar porque en lugar de que mi primera palabra fuera “mamá”, como debe ser, la que pronuncie fue un “bum” rotundo y perfectamente conexo con el final del conflicto bélico y las bombas entre los que discurrieron mis primeros días.

Mi primera memoria consciente es la de la percepción de una casa muy burguesa, de la Plaza de la Pahería, junto al edificio singular del Ayuntamiento, donde además de la residencia familiar se encontraba el estudio fotográfico de mi padre, afamado fotógrafo de “galería” y pionero de la iniciática fotografía artística y experimental de la Cataluña del primer cuarto del pasado siglo XX, profesional después de un intenso aunque corto aprendizaje con el prestigioso fotógrafo Massana en Barcelona.

Aquel ambiente “artístico” poco influyó en mi incipiente carácter, pues todo el “arte” se reducía a la “galería” o estudio donde mi padre recibía a sus clientes y los sometía al “sacrificio” de la pose para el retrato, con sus focos y artilugios fotográficos.

La herencia genética de mi padre y de la tecnología “infusa” de Agfa, Kodak o Valca (la única marca nacional), me han otorgado una memoria “fotográfica” que con el tiempo se convertirá en una de mis mas relevantes aptitudes, por lo que conservo en mi memoria unos “flashes”, o imágenes instantáneas, que se convierten en la “consciencia” de una infancia vivida en un tiempo cada vez mas lejano, pero que por extrañas causas de la evolución de la mente humana, cuanto mas edad alcance, mas cercanas y reconocibles serán estas imágenes y otras que hoy pueden parecer olvidadas y que surgirán sin esfuerzo y sobre todo y esto será lo mas sorprendente, sin que la voluntad intervenga en este hecho.

Recuerdo con verdadera placidez la luz y la atmósfera de quietud y serenidad que tenía la galería acristalada de nuestra casa, orientada a pleno levante, sobre el paseo de la “banqueta” del río Segre, llamado así porque la rivera del margen derecho se había rematado con un banco corrido de piedra, sobre el que a modo de respaldo se había colocado la barandilla de protección. El paseo junto al río, toda vez pasado el puente de paso hacia la carretera general, se convierte en un suntuoso bulevar que se inicia con las estatuas de Indivil y Mandonio, ilergetes ilustres que se rebelaron contra la dominación romana y que termina en la estación.

 

El bulevar de frondosos árboles llegaba, y llega, hasta la estación de ferrocarril, que en este tipo de ciudades provincianas se convierte en el centro neurálgico de la ciudad y de su comunicación con el resto de la nación.

Si el clima de Zaragoza era extremo en algunos momentos, el de Lérida era extremo casi siempre; unas nieblas densas y espesas, con unas heladas que llenaban de carámbanos los aleros de los tejados, en unos inviernos largos e interminables y unos veranos calurosos, “chafugosos”, asfixiantes, con una humedad constante del ambiente, por la influencia del río Segre, “nueve meses de invierno y tres meses de infierno”, con primaveras y otoños breves, pero espectaculares por su luz y belleza.

Al otro lado del río se extendía una arboleda espléndida, que pertenecía a los “Campos Elíseos”, parque de la ciudad, que por su gran superficie y no por su “ampuloso” nombre, se convertía en el lugar de recreo y paseo de las familias “bien” de la ciudad.

Las impresiones conscientes de su primera infancia, se reducen a esas instantáneas que consiguen conformar un cierto estado de placer y de una serenidad, como de felicidad “inconsciente”.

 

Los años cuarenta

 

La niñez transcurría con la bonanza de las nulas convulsiones políticas y sociales de una reciente instauración de dictadura política y de escasez de casi todo, de la que por suerte Luis Pedro Alfonso, no tuvo conciencia y su “consciencia” solo se limitaba al entorno familiar y al devenir de los días de una familia catalana con sus costumbres y ritos.

La tía-madrina Pilar era quizás el único familiar que podía tener connotaciones políticas pues tras su época juvenil en la que destacó como veloz jugadora de jockey sobre hierba (¿) (la llamaban la “liebre del Lérida”), fue secretaria del diario “La Mañana”, cuando estuvo dirigido por Emilio Romero, en sus inicios como periodista, del que aún guarda un grato y entrañable recuerdo, convirtiéndose años después en una infatigable “dansaire” del grupo de Coros y Danzas de la Sección Femenina, viajando por todo el territorio español y por Argentina, Uruguay y Brasil.

 

“En casa del herrero, cuchara de palo”. De un padre fotógrafo no hay muchas fotos de la familia, pero si conservo aún una muy singular; debía tener cuatro años y aparecía muy serio y con una pose acorde con la seriedad de un uniforme de “flecha” infantil de la Falange Española (idea supongo de mi madrina Pilar).

Si se han grabado en mi memoria situaciones muy puntuales que debieron de impresionarme hasta el punto de que aún las recuerdo. La llegada a una “masía” de campo en Juneda, en la finca del pueblo cercano a Lérida, con un gran zaguán tras un impresionante portalón, recibido por un señor muy serio que me revolvió los cabellos con la mano mientras decía orgulloso:

- Un altre hereu de la familia

No recuerdo mas que a la hora de dormir me subieron a un cuarto muy grande, con un suelo de baldosas, supongo que de barro, con una cama muy grande y muy alta, a la que se subía por un escalón situado a uno de los lados. No se si todo sería tan grande, porque a la “escala” de esos años las cosas toman una dimensión que no responde a la percepción de los mayores. Debía ser mi abuelo paterno en el “mas” de su finca agrícola donde se cosechaban los frutales tan característicos, por su calidad, de la huerta leridana, la pera limonera y el melocotón.

Aquel ambiente de campo fue una nueva impresión que quedó grabada en mi archivo olfativo, como un olor que significaba vida, salud, sol, tierra mojada, paja y heno, aire limpio.... todo un mundo de gratificantes sensaciones que cuando las he vuelto a disfrutar ya nunca han sido tan intensas como aquella primera vez.

La imagen de mi tía Pilar llena de vida y “volviendo” siempre de sus viajes, cargada de regalos originales y con mil y una historias que contar, me trae a la memoria el día que volvió de Sudamérica de una de sus “tournées” como integrante de los Coros y Danzas de la Sección Femenina, con el primer cinturón y los primeros zapatos de “plexiglas” transparente, que supusieron un verdadero acontecimiento social y la envidia de todas sus amigas.

Mi salud no resistía las agresiones de un clima tan duro y en cierto modo insano, y una serie de males, producto de la mala alimentación, acabaron en un “ganglio” de pulmón. Mi primera prueba de fuerza para vencer al destino. (L)

(L-J) (Símbolos de “agresiones” o satisfacciones del tentetieso).

 

El clima de Lérida, tan poco benigno, afectaría pronto a la salud de Luis Pedro Alfonso, aquejado de un mal que el único síntoma que se transmitía era el de un dolor punzante en la parte alta de la clavícula izquierda y una cierta dificultad para respirar ante el menor esfuerzo, acompañada de unas insistentes y continuas décimas de fiebre, que no le abandonaban nunca. La crisis de su salud, coincidió con la decisión paterna de trasladar su actividad y el estudio fotográfico a Madrid, para ampliar sus conocimientos, desplazándose durante algún tiempo a la capital, para instalarse luego con la familia, ya que en la Capital era “donde bullía l`olla”, de los negocios y del arte y las nuevas corrientes artísticas y culturales se recibían con mayor prontitud e inmediatez (¿).

Con esta convulsa situación familiar, Don Alfonso Franco, el insigne doctor en medicina amigo de la familia, recomienda que la familia se traslade durante algún tiempo a un lugar mas seco y de clima menos caluroso y extremo que la ciudad de Lérida y por la circunstancia del futuro traslado y proximidad a Madrid, se eligió Sigüenza como sitio ideal para la necesaria recuperación de la quebrada salud de Luis Pedro Alfonso.

A Sigüenza llegaron su madre y él, por tren, a finales de otoño de los primeros años de la década de los cuarenta, instalándose en una pensión en la misma calle de la estación, iniciándose una época, que gracias a la dedicación y cuidados de su madre que llegaron hasta el sacrificio mas extremo, se convirtió en una de las épocas mas felices del discurrir por esta vida de la infancia de Luis Pedro Alfonso.

Con un frío seco y el viento amortiguado por las colinas y los inmensos pinares del entorno seguntino, les recibió el invierno con unas nevadas que dejaron una huella indeleble en su recuerdo de niño observador, lo mismo que la confortable estancia en la galería acristalada de la pensión, donde los ocasos de días de sol, eran una verdadera caricia de gozo y placer de los sentidos, sentimiento este que favorecería muy positivamente a la necesaria recuperación. La buena alimentación, la calidad de los alimentos y el reposo casi total en el duro pero sano clima de Sigüenza en invierno y suave en pleno verano, con atardeceres de “jersey” al hombro, fueron sin duda fundamentales de la curación total del mal que aquejó durante ese año y medio largo al iniciático perfil de “tentetieso” de Luis Pedro Alfonso.

 

Mis primeras impresiones de mi llegada a Sigüenza, fueron de emoción contenida por la imponente presencia de su catedral y la imagen de serenidad y quietud que dominaba todo y lo impregnaba de un halo histórico de siglos que le concedía aún mayor importancia a sus calles, algunas en cuestas infinitas que llevaban hasta la cumbre de la colina sobre la que se asienta la villa y en la que aparecían gallardas y resistentes al paso del tiempo y apoyadas en el “tajo” que la rodea, las dignas ruinas del alcázar en el que fue recluida Blanca de Borbón, esposa repudiada de Pedro I de Castilla.

A partir de entonces mi vida en Sigüenza transcurrió rodeada de un bienestar del que no podía disfrutar todo lo que ahora desearía haber sentido en su justa dimensión, pues en ese nivel de consciencia se piensa que todo lo “bueno” que te ocurre es “lo normal” y como por los cuidados de mi madre, que evitaba cualquier esfuerzo por mi parte, mi salud fue mejorando sensiblemente, a costa de su tremendo esfuerzo por empujar cuesta arriba y bajar frenando el extraño engendro, mejor dicho artefacto (hecho con arte) que tuvo que inventarse para llevarme sentado a todos los sitios. Desde la pensión había que llegar por la Alameda hasta el cine Capítol y el último tramo de la calle de San Roque, junto al Seminario y pasando el “tajo” siempre seco del falso río, que bordeaba la villa por el Este, donde comenzaba la inmensa cuesta de mas de un kilómetro, por encima del camino del cementerio, hasta llegar a “la pinarilla”, primer pinar de repoblación reciente, anticipo del extenso pinar que llegaba casi hasta Alcolea del Pinar, en el que pasábamos las mañanas “respirando” el oxigenado aire de aquel paraje realmente virgen y silvestre.

Aún hoy día me sorprende y le doy aun mas valor al esfuerzo, que en algunos casos pudo llegar a la extenuación, que debió suponer para mi madre el subir, y casi peor bajar, aquella cuesta empinada, pedregosa y polvorienta, conmigo en el “carrisilla”, que no carricoche, que su ingenio había conseguido realizar con la ayuda del Tomás, cerrajero con oficio y supongo que con beneficio, con el taller cercano a la estación del ferrocarril y que procuró un eficaz transporte que de otra forma hubiera sido imposible trasladarme ¡todos los días! Al mejor de los SPA que nos puede ofrecer la naturaleza: El bosque de pinos.

 

La contribución más importante a esa recuperación fue la del esfuerzo que solo una madre puede hacer por su hijo. Ana María, la madre de nuestro personaje, como relata el mismo, encargó a un habilidoso cerrajero de Sigüenza, la adaptación de un sillón metálico, como de oficina, al que se le añadió un asidero corrido atrás, un reposapiés delante plegable y cuatro ruedas, no muy grandes, con ejes reforzados y llantas metálicas con rodaduras de goma maciza, vehículo que con tracción materna se convirtió en el transporte suficiente para subir todos los días sentado a Luis Pedro Alfonso al pinar pequeño o “la pinarilla”, como lo llamaba su madre, situado al otro lado del “tajo” que separaba el casco urbano de la colina, tras la que daba comienzo el inmenso pinar de Sigüenza. Aquella excursión diaria, cuesta arriba a la ida y cuesta abajo al regreso, con frío o con calor abrasador en pleno verano, fue la prueba de resistencia más dura a la que someter a una madre.

Como si el esfuerzo físico no fuera suficiente, la madre de Luis Pedro Alfonso, se encomendó a la benéfica influencia de la Virgen de la Salud de la popular ermita del cercano pueblo de Barbatona, participando en la romería “a pié” y empujando la “carrisilla”, de mas de ocho kilómetros a través del gran pinar, hasta llegar a la ermita, cuyos alrededores llenos de “devotos” fue la primera manifestación religiosa en la que participó nuestro ínclito “tentetieso”, donde pudo observar por primera vez el increíble montaje que se organiza alrededor de estas concentraciones místicas, en el que se vendía de todo, hasta el agua fresca, llenando la explanada de la ermita de tenderetes y puestos de los mas insospechados artículos y mercancías, bajo un sol abrasador y con un colorido sorprendente.

Años después Luis Pedro Alfonso pudo saber por el registro de los “exvotos” de la Virgen que la piedra de topacio, como nacido en Sagitario, que alguien le debió regalar el día del bautizo, fue ofrecida por su madre Ana María a la imagen de la Virgen de Barbatona, en agradecimiento por la sanación de su hijo, junto con una figurilla de cera que imitaba la forma de los pulmones.

La piedra de un respetable tamaño, sin poder precisar sus “quilates”, forma parte desde entonces de la corona de la virgen y desde entonces Luis Pedro Alfonso disfruta de una “mala salud de hierro”, achaques y molestias sin trascendencia alguna.

 

Sentado en la silla y luego sentado en el suelo del pinar, al sol en invierno los días que no llovía, venteaba o helaba, que fueron muchos, y a la sombra en verano, mi continuo descanso, la excelente calidad de la comida de aquella zona de Castilla la Nueva en aquel tiempo, ahora Castilla la Mancha y el aire limpio, sano y benéfico del pinar y el clima contribuyeron a una recuperación casi milagrosa del ganglio pulmonar al final del verano.

No sé si el aire solo, o el aire mas la comida, o el aire, la comida y el reposo casi absoluto, o todo ello mas la intercesión de la Virgen de la Salud de Barbatona, el final de este capítulo de mi infancia resistente, fue la total recuperación y sanación del mal que me había traído a Sigüenza.

Para siempre quedará grabada en mi mas lejana memoria aquella romería a la ermita, en cuyo interior se conservan los “exvotos” de cientos de fieles a los que la Virgen ha curado o salvado de enfermedades y males incurables, reflejados en una cantidad ingente de placas de mármol con agradecimientos específicos y moldeados de cera de brazos, piernas, corazones….

Un mundo de dolencias colgando de las paredes en un recogido silencio y fuera el bullicio, el color, el calor, el polvo y el mundo vivo y latente sin saber valorar lo que supone estar sano.

Correr, saltar, esconderse y cambiar piedras de sitio para “parapetarse” en baluartes “inexpugnables” de escasos 40 o cincuenta centímetros de altura y protegerse de las incruentas batallas con piñas secas y a menudo menudas, que aun así y todo producían bajas, tanto en el enemigo como en las propias fuerzas defensoras, fueron mis primeras impresiones de una desconocida libertad e independencia, que con el tiempo se ha convertido en una de las mas importantes señas de identidad de mi personalidad.

Pero las inmensas posibilidades de juegos y “aventuras” con mis primeros amigos, que a lo largo de los años fueron compañeros de veraneo, serían difíciles de recordar, pero si afirmar que todos los días teníamos recursos de imaginación suficientes para “llenar” el tiempo de imaginativos e inocentes entretenimientos, con muy pocos elementos añadidos a los que la propia naturaleza nos podía ofrecer, consiguiendo superar con imaginación la economía de supervivencia de nuestras familias..

 

A partir de entonces la vida de Luis Pedro Alfonso, cambió sustancialmente, pues al recuperar la salud, que nunca supo valorar en qué consistía ese estado de limitación física, pues al no haber necesitado, ni ejercitado el esfuerzo en ningún momento, por la extrema vigilancia de su madre, se debía pensar que ese era el “estado natural” de su corta existencia, hasta que descubrió y disfrutó de las sensaciones desconocidas del ejercicio físico y de las impensables actividades que hasta ese momento solo veía en sus incipientes amigos y a partir de entonces incansables compañeros de juegos.

Subir a la “pinarilla” todos los días del verano, sin el “artefacto” con ruedas, a paso progresivamente mas alegre, confiado y despreocupado, aunque eso si, por el camino del cementerio, mas largo y mas sombreado por los cipreses y plátanos de ambos lados del camino, pero menos empinado y cansino y que al llegar al final del muro izquierdo del camposanto, con unas tumbas de ateos sin cruces en el exterior del recinto ,la vereda hasta las primeras estribaciones del pequeño pinar era plana y casi siempre sorprendente para las primeras sensaciones de independencia real de nuestro personaje, donde pudo empezar a conocer la naturaleza en su impresionante esplendor de los meses de verano, llena de mariposas de mil clases, escarabajos, saltamontes, pájaros de todos los trinos y plumajes, mantis religiosas y alguna que otra agnóstica, que debía ser macho, y la excitante experiencia de marcar con tinta roja los lomos de lagartijas a las que cortar el rabo y esperar a que pasados dos o tres días se pudieran volver a localizar, por conocer sus escondrijos y comprobar con verdadera malsana curiosidad si la cola le había vuelto a crecer, como afirmaban sus primeros amigos, sin que esto nunca pudiera llegar a confirmarse.

Pero aún en pleno verano y más aun en los finales del mes de septiembre, había días en los que, o llovía, o refrescaba tanto que no merecía la pena subir al pinar y solo se podía estar al abrigo de unas espectaculares formaciones rocosas que volando sobre el vacío, bordeaban el lado izquierdo del camino del cementerio, que a nada que los rayos del sol brillaran, el tibio calor que se sentía bajo la protección del alero de la gran roca, sobre todo en los espectaculares atardeceres de Sigüenza, reconfortaba un tanto y posibilitaba el juego dentro de los límites de su influencia.

 

Desde descubrir alacranes bajo respetables piedras a pleno sol, a las que previamente habíamos rodeado con pinaza seca, después de haber eliminado rastrojos y malas hierbas en el entorno, acopiando arena para extenderla después del experimento sobre la pinaza, como unos consumados y virtuales ecologistas, en una época donde esta palabra no existía, ya que solo éramos unos críos bastante responsables y que encendíamos antes de levantar el meño y comprobar alelados como el alacrán se “suicidaba” hincándose la uña y la púa venenosa de su cola en el dorso y esperar a que muriera, cosa que solo conseguimos una vez, tras innumerables fracasos en los que casi siempre se escapaba el “reo” y había que eliminarlo por procedimientos mas expeditivos, aprendiendo que a pesar de la “perfecta planificación” hay que contar con los imponderables y los previsibles imprevistos de la huida de un “reo” sobreviviente.

Mi hermana Ana, dos años menor que yo, apareció con la tía Pilar, el primer verano de mi recuperación, supongo que debió estar durante mi enfermedad al cuidado de la hermana de mi madre, en la casa de Lérida, no es que no la echáramos de menos, sobre todo mi madre, pero con mis cinco años recién cumplidos, Ana era una “pequeñaja” que proteger y que no podía intervenir en los arriesgados juegos y aventuras de los muchachos. Mi padre venía a Sigüenza algunos fines de semana y le íbamos a buscar o despedir a la estación donde paraba el “rapidillo”, que así llamaban al tren que tardaba casi cuatro horas en recorrer los escasos 125 kilómetros desde Madrid en el que también viajaban los padres de mis mas dilectos amigos.

Luisito Diaz Pavón, hijo único de un inspector de Tráfico, responsable de los exámenes de conducción en Madrid. Los hermanos Mario y Carlos Plazzio, hijos de uno de los mecánicos de coches italianos mas prestigiosos de Madrid, con un taller modélico en la calle Padilla junto a la calle General Mola, Mauricio Burrull hijo menor del contable superior de la RENFE y por último los hermanos Rivas, hijos de un alto oficial de Marina, fueron mis compañeros de aventuras, todos los veranos que coincidimos y disfrutamos de la libertad que nos íbamos tomando a medida que nos hacíamos “mayores”, junto con los muchachos del pueblo que también crecían en hacernos la puñeta en las fiestas del pueblo en el paseo de la Alameda, junto al quiosco de la música.

 

La Raposera, “reposera”, como así llamaba su madre a esta zona del camino, orientada a poniente, fue también un mundo de posibilidades para la inmensa fantasía e imaginación de Luis Pedro Alfonso y sus amigos, donde había rocas con formas precisas que se convertían en coche para llevar a los amigos en excursiones y aventuras imaginarias, o en otra que asemejaba una nave espacial con la proa al aire, como el “Halcón Milenario” de sesenta años mas tarde, suspendida sobre el camino. Este era el mundo en el que desenvolvía la personalidad creativa y algo más que fantástica, “fantasiosa”, de nuestro personaje.

Todo fue casi rutinario cada verano hasta el deseado momento de aprender y convertirse en consumado, que no virtuoso ciclista, cuando alquilar una bicicleta era uno de los premios mas apreciados, para convertir simples excursiones en auténticas “aventuras”, hasta llegar a la “huerta del Obispo” por el este, o hasta el campo de fútbol, junto a las “eras” de trillar las semillas de la cosecha del trigo de cada verano, en la zona mas occidental de los confines de Sigüenza y en un recorrido prácticamente plano tanto en un sentido como en otro, único que mantiene un nivel sin cuestas y que atraviesa la villa de levante a poniente, pues en cualquier otro sentido las cuestas son la insalvable orografía de Sigüenza.

Al terminar el primer verano de su recuperación, la familia en pleno se trasladó a Madrid, al piso que servía al mismo tiempo de vivienda y estudio fotográfico, en el que su padre se había instalado el año anterior. Situado en el centro mas comercial y de negocios de la capital, se convirtió en el eje crucial en el desarrollo e integración de Luis Pedro Alfonso en una sociedad que recién salida de una guerra civil, se afanaba por crecer y mejorar, pero en la que el aislamiento político y la escasez de casi todo, provocaba situaciones, que vistas desde los inicios del siglo XXI, parecen mas “batallas” de abuelos que realidades históricas.

La llegada a Madrid de toda la familia, tras un viaje en tren, que como todos los de la época era una aventura en el tiempo y en los huesos, fue un verdadero y sucesivo estupor ante la dimensión de las calles, las fuentes, los árboles, los edificios y sobre todo por la cantidad de gente que había en todos los sitios por donde iba el taxi.

 

Las excursiones en bicicleta y sobre todo el descubrimiento de la captura, que no pesca, de cangrejos con “reteles” en las riberas del todavía tímido río Henares a su paso por la huerta del Obispo, que suponía preparar los trozos de carne en el centro de la red del “retel” y situarlo en algún remanso de la orilla a media tarde, para después de jugar y merendar, acudir a la emocionante extracción de los cangrejos enredados en el ingenioso artilugio.

Mi salida de Sigüenza fue al terminar aquel verano, ya recuperada mi salud, con toda la familia, y en un tren “rápido”, que no el “rapidillo”, que tardaba una hora menos en llegar a Madrid, lo que suponía un billete con ¡suplemento de velocidad!, pero eso si en una segunda clase, con asientos de madera y ventanillas abiertas, por donde entraba toda la carbonilla que necesariamente expulsaba la máquina como resultado de la conversión del fuego en vapor y este en energía, teniendo que cerrarlas cada vez que pasábamos por un túnel para evitar la muerte por asfixia. Pero peor debían ir los de tercera clase, pues además de estos inconvenientes tendrían que soportar los cestos con gallinas, cebollas y verduras de todos los “olores”, que podían convertir el viaje en un calvario, aunque eso si de menor duración que en el “rapidillo” por el benéfico suplemento de velocidad.

En la parada de Jadraque, mi padre compró una gaseosa fresquita que las vendía un muchacho con un traje todo remendado, que las llevaba en un cubo con trozos de hielo. En Guadalajara bajo al andén y compro unas bolsas de almendras garrapiñadas, que ya conocía de Sigüenza pero que en el tren parecieron mucho mas dulces y sabrosas, como debían ser los bizcochos borrachos que compró para los mayores, por la cara de satisfacción, casi de trance, que ponía mi madre.

La llegada a Madrid por la estación de Atocha, con un fuerte olor concentrado de humo y carbonilla, fue para mi un fuerte impacto por su tamaño, las 6 vías llenas de trenes y los andenes repletos de gente con bultos y muchos porteadores con gorra, que con sus carretillas esperaban a los viajeros transportando los bultos y maletas hasta los taxis que esperaban fuera en fila, negros como cucarachas con una raya roja atravesada en las puertas delanteras, siendo esta la primera imagen en mi memoria de una gran ciudad, de la ciudad en la que iba a desarrollarse la parte mas importante de mi vida.

 

Desde la estación de Atocha, el Paseo del Prado, la plaza de la Cibeles, la calle de Alcalá hasta la calle del Clavel, donde el taxi giró para al llegar a la Avenida de José Antonio (Gran Vía), giro a la derecha otra vez, hacia Alcalá, para pararse en el número 9, el nuevo hogar por mucho tiempo, de la familia de Luis Pedro Alfonso.

En el tercero derecha de aquella suntuosa casa, de la arquitectura burguesa característica del estilo que dominó la nueva Gran Vía, habrían de transcurrir sus años de infancia, y pubertad hasta la juventud, convirtiéndose en el centro de su actividad, con las experiencias, las emociones, las ilusiones y las desgracias que forjan y curten la personalidad de todos los niños y que conforman el carácter de todo personaje, predestinado a ser un “tentetieso”.

Pero vivir en Madrid, la gran capital, suponía establecer toda una serie interminable de nuevos códigos de conducta y asumir desconocidos signos y señales, en el tráfico, en los edificios y sobre todo de la sensación de que había una autoridad superior que lo controlaba todo, supuso que el aprendizaje y conocimiento de las condiciones de vida de una capital fue un desafío que hubo que aceptar desde el principio y como una batalla a ganar cuanto antes.

Desde luego fue un verdadero privilegio vivir en plena Gran Vía, enfrente del eterno bar Chicote, y rodeado de las tiendas y joyerías mas prestigiosas del centro de la ciudad y con los cines y teatros que con sus espléndidos carteles contribuían a la imagen moderna y cosmopolita que transmitía Madrid, a pesar de sus carencias, que se podían comenzar a apreciar tan solo dos calles mas allá.

La vida de Luis Pedro Alfonso fue a partir de entonces una sucesión de guiños del destino y en algún que otro caso de traspiés que debió sortear, casi siempre con un inagotable optimismo, o con una irresponsable fuerza o atrevimiento que en mas de una ocasión le produjeron situaciones de sonrojo o vergüenza, no ajena sino propia, y que con el paso del tiempo no llegó a corregir, pues era mas fuerte su intuición que la calculada y medida reacción ante la situación a la que debía enfrentarse. Su seguridad en si mismo, fue la mas de las veces un arma arrojadiza que se volvía contra él, en lugar de ser algo positivo.

 

Mientras se descargaba el equipaje y el portero de la finca (casi todas las casas tenían portero) ayudaba a mi padre a trasladarlo hasta el interior del portal, con mi madre, mi tía Pilar y mi hermana nos dirigimos al ascensor, a través de un portal revestido con un zócalo alto de cerámica andaluza en color azul y blanco, con una escalera de peldaños de mármol blanco y una cabina de ascensor de madera y cristal, rodeada de forja y barandilla con pasamanos de madera, presidido todo ello por un farol de estilo español que acentuaba la dignidad del conjunto.(L)

Aquello me pareció de un lujo y unas proporciones espléndidas, estas acentuadas por la menudez de mi talla y aquello por la sensación indescriptible de subir en aquel ascensor que parecía más una habitación que un vehículo. La casa era inmensa, pues tenía una fachada a la Gran Vía de dos balcones mas una galería acristalada, donde mi padre tenía el estudio fotográfico y la otra fachada daba a la calle Caballero de Gracia, también con dos balcones y galería, donde daba el dormitorio de mi hermana y el mío y el salón comedor de la casa. La cocina, el baño, uno solo, el dormitorio de servicio con su aseo, el dormitorio de mis padres y el laboratorio del estudio daban a un inmenso patio interior, unido todo ello por un interminable pasillo, por el que las carreras infantiles eran frecuentes con continuas reprimendas del severo padre de Luis Pedro Alfonso, al que la agitación y el movimiento incansable de sus hijos le producía una tensión a la que no estaba acostumbrado, tras el tiempo que había permanecido solo en Madrid, en una soledad condicionada por mi enfermedad y que le había provisto de una independencia y de un silencio de su entorno, que ahora se veía turbado, casi constantemente por la actividad de sus hijos.

Los recuerdos de esta época solo se ciñen a las impresiones que recibía de forma mas directa y que han dejado huellas mas o menos imborrables en mi memoria. De todas ellas la del estraperlo ha sido quizás la que mas me impactó, conociéndolo en toda su dimensión al salir del mercado de la calle Barbieri, donde acompañaba a mi madre a hacer la “compra” para comer, todas las mañanas, ya que en aquel entonces los frigoríficos, mejor armarios o cajones revestidos interiormente de zinc, solo se usaban cuando se utilizaba hielo en barras. Rudimentario, pero un lujo para la época.

 

El disfrutar de una escala de las cosas como las que ofrecía esta nueva vida, con toda la vitalidad necesaria para la actividad que a partir de entonces iban a rodear la existencia de nuestro personaje, le hizo adaptarse rápidamente a la nueva y estimulante situación que suponía vivir en una gran ciudad y formar parte de una sociedad en la que iban a ser muy importantes la ilusión y el valor del esfuerzo.

La escasez que debía existir en aquellos momentos de alimentos, de artículos y productos que hoy nos parecen algo secundario por su continuo y habitual consumo, no la pudo apreciar Luis Pedro Alfonso, pues al no haber conocido la abundancia, la escasez era lo cotidiano y natural y porque tampoco había referencias cercanas y posibles para establecer las necesarias comparaciones.

El “estraperlo” de los alimentos básicos, pero de mejor calidad que los de la triste y humillante “cartilla de racionamiento” de los alimentos y artículos a distribuir, dependiendo de la existencia, o no, en los almacenes o economatos del “régimen”, de los cupos de azúcar, pan negro (negrísimo y durísimo), aceite, del que tocara, café (perdón, achicoria), chocolate, patatas, tabaco (mas leña que hoja y solo para los hombres, las mujeres no fumaban para el gobierno) y hasta el jabón que era un taco de un material cerúleo que costaba desgastar y que sin espuma tenía un aroma característico, químico y casi fétido, que marco una época de la infancia de Luis Pedro Alfonso y que se ha convertido en un referente olfativo de pobreza y escasez.

El “chusco” de pan blanco (blanquísimo y tiernísimo) el aceite de oliva (medio refinado) que con solo tres gotas se podía aliñar toda una ensalada y sobre todo el jabón de “tocador”, oloroso, perfumado y con espuma, todo ello a precios imposibles, era el nivel mas inferior del estraperlo, que a este y a otros niveles supuso en su día el enriquecimiento rápido de muchos estraperlistas, que conformaron una nueva clase social, la de los “nuevos ricos”, que produjeron mas inflación en la economía del país, que la lenta pero cierta prosperidad, que poco a poco iba confirmando los esfuerzos de sus ciudadanos por prosperar, aunque algunos solo quisieran progresar. Este ha sido el conflicto sin resolver de las tendencias políticas de algunos partidos, que se empeñan en progresar, olvidando la prosperidad.

 

El hielo había que pedirlo por teléfono a las fabricas de hielo mas cercanas, que un repartidor transportaba en forma de barras en un carro de mano, sobre el que se colocaba una arpillera y las barras de hielo, que se cubrían con la sobrante que caía por los lados y que el hombre que las vendía, manejaba y cortaba por la mitad con un garfio con puño atravesado de madera con el que hacía verdaderos alardes de dominio y virtuosismo, dejando los grandes trozos de hielo en los cubos que las señoras o el “servicio” llevaban para recogerlo.

Después de hacer la compra había que acercarse a un portal u otro, dependiendo de la mercancía que comprar. Para el pan blanco, nos acercábamos a un portal de la calle San Marcos, donde tras la puerta entreabierta una mujer sentada en una silla, cuando le pedías una barra o “chusco”, se lo sacaba debajo del mandil, en el regazo de los muslos donde lo tenía escondido y se lo entregaba a cambio del precio convenido. Si la compra era de aceite o jabón los portales y las estraperlistas eran otros, constituyendo una red perfectamente estructurada, controlada y distribuida, casi siempre, en las cercanías de los mercados.

El ir al economato con la cartilla era algo denigrante pero necesario para superar la sensación de pobreza. (L)

Mi vida a partir de mis primeros días de colegial cambió radicalmente, surgiendo por primera vez una serie de obligaciones desconocidas hasta entonces, con unas nuevas jerarquías de personas que exigían de un protocolo muy preciso en el que en todos los casos dominaba el principio de autoridad, desde el chofer del autobús que nos llevaba y traía del instituto, los vigilantes de la entrada, los bedeles de las clases y curiosamente en menor grado con los profesores, en los que la autoridad se transformaba en respeto y consideración y hasta un apreciable cariño mutuo, sino tenían defectos en los que basar las criticas y las burlas y sonrisitas a escondidas de los despiadados alevines de las clases de párvulos.

El tener que cumplir con un horario inflexible, que a partir de entonces se convertirá en la carga mas dura de toda una vida supeditada a acatar unas normas establecidas, tanto de convivencia como de obligación y relación, hace que mi consciencia se convierta en conciencia y me integre en la disciplina que exige mi nuevo estado de estudiante.

 

La vida consciente de un niño y como en el caso de Luis Pedro Alfonso, comienza en la edad en la que se debe incorporar a la educación reglada, que en aquellos años suponía incorporarse a la escuela en las clases de párvulos, alrededor de los seis años y en primaria hasta los nueve años, siendo comunes las materias, tanto en los colegios e institutos “oficiales” como en los “privados”, estos casi siempre religiosos, pero dominadas todas ellas por la religión, que en párvulos era el aprendizaje del “catecismo” y en la primaria la religión.

Los padres de Luis Pedro Alfonso lo inscribieron, no sin alguna “recomendación”, imprescindible para cualquier gestión, fuera del grado que fuera, en el Instituto “Ramiro de Maeztu”, donde cursó los años de párvulos y los de primaria, hasta que sin cumplir los diez años comenzó el bachillerato.