portadaok.jpg

 

 

 

R. J. Kane

 

Rangard

La Lanza del Destino

 

 

Primera edición: Abril 2016

© R.J. Kane, 2016

© Rangard. La Lanza del Destino

 

ISBN epub: 978-84-685-2597-6

 

Registro DIBAM: 237052

Ilustración de portada: Bloody Sunset

Diagramación de portada: Juan Arias Editado por www.escritores.cl

Impreso en Chile

Maval SPA, Rivas 530, San Joaquín Santiago

 

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

 

portadillaRANGARD.jpg 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Uno no viene a este mundo para hacerlo todo,
sino para hacer algo.

 

Henry David Thoreau

 

 

 

I

 

 

 

 

Ganimedes Duarte y sus acompañantes no eran los únicos en la azotea del edificio esa noche, la cual estaba completamente gélida, y sobre la que el porte de los goterones de lluvia que caían sobre las tejas creaba un ensordecedor ruido. Ante ellos se encontraba Luska, alguien a quien Duarte había esperado enfrentar hacía largo tiempo. «Todo llega al que espera», dicen, y la espera para él había llegado a su fin.

Nara y Jean comenzaron a pasearse detrás de Ganimedes mientras Luska los miraba a lo lejos esbozando una maliciosa sonrisa que acompañó con palabras que Duarte y los suyos, no lograban oír debido al ruido que emitía la lluvia. Luego de eso, fue cuando Luska dio un paso adelante y enseguida, sin siquiera pensarlo, Ganimedes sacó su hoja y la puso frente a sí mismo para recibir el casi invisible golpe que le estaba asestando su adversario.

Luska se dio una media vuelta tratando de golpear a Duarte con su gran espada, pero este volvió a bloquearlo y a la vez dio un golpe de revés que falló en su objetivo; el que dio un giro sobre sí mismo y hacia abajo directo a dar un corte en los pies de su oponente, quien saltó sobre él y le dio paso rápidamente a Jean, que se abalanzó sobre Luska con dos enormes cuchillos, uno en cada mano.

Luska se echó hacia atrás y abajo, hacia el piso, para eludir el golpe y luego, usando el impulso de sus pies lanzó lejos a Jean y volvió a incorporarse, para enseguida agacharse y evitar el corte que le daba por la espalda Nara, la otra acompañante de Ganimedes.

Una lucha de tres contra uno es bastante desigual, pero cuando ese uno supera en agilidad a los tres atacantes, la carga en grupo puede volverse en su contra. El trío intentaba coordinar su ataque, pero era muy difícil. Mientras uno comenzaba, veía cómo el que le antecedía era aturdido o salía despedido por un golpe de Luska, pero lo intentaban otra vez.

Y otra vez. Y otra vez.

—Es demasiado rápido —le dijo jadeante Nara a Ganimedes.

—Solo debemos buscar la oportunidad —le respondió este.

—¿De qué oportunidad me habla?, somos tres atacando al mismo tiempo, pareciera que baila mientras evita nuestros ataques…

Ganimedes no terminó de escucharla y volvió a la carga. Y es que era un hombre tozudo, determinado siempre a hacer lo que debía hacer y llegar a donde tenía que llegar, a como diera lugar, como en este caso puntual. Ganimedes era un hombre físicamente alto, enjuto de rostro y con la barbilla terminada en punta, de donde destacaba una también puntiaguda, y prominente, barba café que le llegaba hasta la base del cuello. Vestido con un abrigo de color negro de un diseño bastante poco usual para la época actual, semejante a una chaqueta militar inglesa del siglo XVIII. Su melena de sienes canas, prolijamente peinada hacia atrás y sujeta con una cola de caballo, dejaba ver con más facilidad su semblante, el que indicaba que se encontraba ante uno de los retos más importantes de su vida.

El choque de espadas y cuchillos contrastaba con el sonido de la lluvia. Y al parecer los esfuerzos que hacían los tres combatientes que enfrentaban a Luska eran inútiles. Jean trataba casi al límite de su resistencia, y al dar una estocada que no dio en el blanco, se encontró con la mano de su adversario en su cara, que hizo que su cabeza fuera estrellada contra un muro dejándolo inconsciente. El dúo restante sentía cómo cada vez más les faltaba el aire, mientras Luska rebosaba de confianza y seguía esquivando golpes y ridiculizándolos.

Pero ya era hora de terminar el juego.

—Al parecer no has aprendido nada, Duarte —le dijo Luska.

—Esto no se ha acabado —respondió este.

Luska soltó una carcajada.

—Pues avísame cuando empiece. Tú y tus niños cazadores sois patéticos, me habéis seguido desde hace tanto tiempo, y cuando finalmente me encontráis, hacéis semejante papelón. Sois la vergüenza de los Wolfhunds me parece.

Ganimedes no pudo esconder su rabia y dio un ataque directo y muy rápido con su espada a Luska, el que la detuvo con la mano desnuda.

—Te dejas llevar por la rabia, Duarte, y finalmente eso te llevará a la tumba algún día —le dijo Luska mientras le ganaba en fuerza a Ganimedes y doblaba su espada hacia abajo.

Nara al ver esto se abalanzó sobre el enemigo, pero no logró golpear nada. A pesar de su también increíble agilidad, eso ni siquiera le dejó ver cuando Luska esquivó el ataque, es como si hubiera atravesado solo aire. Nara se preparaba para atacar de nuevo pero Ganimedes le gritó:

—¡No!

—Pero maestro… —le respondió esta.

—¡Que no! —le replicó Ganimedes.

—Te ves cansado —le dijo Luska a Ganimedes—, me has seguido por todo el mundo para finalmente encontrarnos aquí, y ¿para qué? Debí matarte cuando tuve la oportunidad hace años, pero ¿qué puedo hacer?, hay veces en que soy compasivo, debe de quedarme algo de humanidad en el cuerpo todavía.

—¡No hables como si fueras una persona, monstruo! —le replicaba Ganimedes con dificultad.

Luska sonrió.

—Eres valiente… Pero estúpido. Me cansaste Ganimedes, vas a morir aquí, igual que tu alumno. Dejaré vivir a esta linda chica, pero solo para usarla a mi antojo hasta que no quede nada.

Ganimedes soltó una carcajada dificultosa debido a que aún forcejeaba con el brazo de su enemigo.

—Veo que al parecer has perdido el juicio —le dijo Luska mientras comenzaba a contagiarse de la risa de Ganimedes.

—Eres fuerte… Pero estúpido —sonrió y suspiró Duarte.

En ese momento, Jean, que apenas podía arrastrarse, le enterró una jeringa en la pierna a Luska:

—¿¡Quién es patético ahora!? —gritó Jean antes de que Luska emitiera un alarido de dolor tras la inyección y luego lanzara hacia atrás varios metros a Ganimedes, para finalmente propinarle una salvaje patada en la cabeza a Jean.

Luska comenzó a tambalear y tratar de alcanzar a Nara y Ganimedes que comenzaron a acercarse a él cuidadosa y lentamente. El dolor que sentía era insoportable, lo hacían saber sus alaridos. Sus piernas se doblaron y cayó al suelo sin poder usarlas, estaban sin vida. El mismo fenómeno afectó a sus brazos y su tronco, hasta que finalmente quedó apoyado a un muro mirando fijamente a sus adversarios, convulsionando y dando uno que otro grito de rabia e impotencia de vez en cuando.

Nara se acercó al cuerpo de Jean y le tocó el cuello, pero no era necesario, la expresión de su rostro lo decía todo. Había muerto casi en el instante en que Luska lo había pateado. Ganimedes se acercó un poco al cadáver de Jean, pero no se inclinó para verlo, luego volvió sus ojos con una expresión severa hacia su oponente, que lo miraba desde hace un rato y esbozaba una deforme sonrisa.

—Veo que el chico no lo logró —dijo Luska trabajosamente—, me tomaron por sorpresa, parece que hay cosas que aprendes con los años, pero que de todas maneras se olvidan.

—Fue un error de principiante, no puedo creer que hayas caído con eso —le dijo Ganimedes mientras se agachaba a su lado y encendía un cigarrillo.

Luska suspiró.

—¿Qué me inyectó? —preguntó.

—No lo conoces, es una versión modificada del veneno de la Oxyuranus 1. Es un potente coagulante, por eso el dolor. A ti no te matará, pero me dará tiempo suficiente para hacerlo yo.

Luska sonrió.

—Pudiste matarnos —le dijo Ganimedes.

Luska siguió sonriéndole sin decir nada.

—Eres mucho mejor que esto, y lo sabes —continuó Ganimedes.

—Hay veces en que me canso de pelear, Duarte —le dijo Luska cerrando los ojos.

—¿Qué es lo que hacen aquí? —le preguntó Ganimedes a Luska.

—Lo siento, Duarte —le respondió Luska mientras aguantaba el dolor.

Ganimedes lo miraba con el entrecejo fruncido.

—Tu familia, no fue nada personal, ¿sabes?, solo estaba siguiendo órdenes —le dijo Luska.

—¿Qué hacen en este país, Luska? —le preguntó Ganimedes tratando de ignorar lo que acababa de escuchar.

—De verdad no quería matarlos, pero debíamos exterminar a todos los Wolfhunds, y tú… —sonrió— eras uno de los más peligrosos.

—Sigo siéndolo, al menos para ti ahora —le dijo Ganimedes.

Luska miró con ironía a Ganimedes.

—No desde que tu familia murió. Algo se fue de ti cuando pasó eso, ¿verdad? Nada volvió a ser lo mismo, ¿cierto?

Ganimedes solo lo observaba.

—¿Sabes?, cuando los vi, y los vi bien… Tu familia era tan… Perfecta… —le dijo.

—Maestro, mátelo —interrumpió Nara y Ganimedes le hizo al instante un gesto de silencio con la mano.

—Tu hijo… era más parecido a su madre, pero tenía algo tuyo… tus ojos.

—Basta Luska, quiero que hables. ¿Qué están haciendo tantos de ustedes en este país?

—Tu esposa… bellísima.

El rostro de su esposa pasó fugazmente por la cabeza de Ganimedes, lo que hizo que su corazón se estremeciera por un momento.

—Me rogó para que no matara al niño. Le prometí que lo dejaría vivir, pero que dejara de llorar… Y no pudo, ¿sabes?… Por más que lo intentó, no pudo —Luska suspiró—. Eso sí que fue rápido. Solo lo acaricié con la hoja y él sí dejó de gemir. Fue como si tan solo hubiera apagado la llama de una vela… Y en ese instante ella murió.

—Cállate —le susurró Ganimedes conteniéndose y con los ojos comenzando a humedecerse.

—Más tarde, la maté. Pero ya había muerto. ¿Sabes?, murió en el minuto que degollé al niño y luego miró silente mientras me bebía toda su sangre.

—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Que te calles! —le dijo Ganimedes, apretando los dientes mientras agarraba por la ropa a Luska y azotaba su cuerpo contra la pared, dejando caer una que otra involuntaria lágrima.

Finalmente lo soltó. Luska miraba al hombre mientras este trataba de recuperar la compostura. Tras él, Nara miraba atentamente y tragaba saliva con dificultad. Nunca había visto flaquear emocionalmente así a su maestro. Nunca lo había visto derramar una lágrima, nunca.

—Terminé admirándola —continuó Luska, mientras enfrentaba una gélida mirada de su enemigo—. Murió con una calma determinación.

No fui solo yo esa noche, éramos más, la mayoría solo miró. Pero de todos los que estuvimos en esa misión, y había muchos muy poderosos, fue ella la que dio la más grande demostración de poder. Era admirable. Pero tuve que matarla, la arrojé a los perros… viva. Ni aun así volvió a gemir —sonrió.

Ganimedes se levantó y sacó su espada de la vaina rápidamente. El encuentro iba a acabar. El objetivo era su cabeza y se aprestaba a dar el golpe definitivo.

—Longinos —mencionó Luska de pronto. Ganimedes se detuvo con una catártica expresión—. Sabemos que está aquí, Duarte.

Ganimedes volvió a envainar la espada.

—¿Dónde? ¿Cómo? —le preguntó.

—Tú sabes que las paredes tienen oídos, y alguien le contó a alguien, que escuchó que otro alguien dijo, que había oído… No importa cómo. La familia sabe que está aquí, que estuvo todos estos años. Encontrarla es solo cuestión de tiempo.

Duarte comenzó a pensar y tratar de dimensionar lo que las palabras de Luska significaban.

—Morir ya no se oye tan malo, ¿verdad? —le dijo Luska.

—No lo lograrán —le respondió Duarte.

—Esta no será como las veces anteriores, cazador. Morir… ya no suena tan mal —suspiró para sí mismo.

Ganimedes se incorporó, le dio la espalda a Luska y tomó a Nara del brazo señalándole la salida.

—Le daré saludos a tu esposa en el infierno —le habló Luska.

Dicho esto, Ganimedes se dio vuelta rápidamente hacia a Luska mientras sacaba la hoja de su vaina, para dar un giro, la vuelta completa, y volverla a guardar. Comenzó a caminar hacia la salida junto a Nara, y mientras se iba, le dijo:

—Ella merece más que tu infierno.

Mientras maestro y alumna se alejaban, dejaban a aquel hombre sentado contra la pared, con la lluvia cayendo sobre él, y empujando, gota a gota, la cabeza que Ganimedes había cortado, hacia su regazo, mientras el resto del cuerpo, se desintegraba lentamente.

Comenzaron a bajar las escaleras y Nara se detuvo.

—No podemos dejar a Jean ahí —le dijo a Ganimedes.

—Debemos irnos —le dijo este.

—¡Era su alumno! ¡Como yo! ¿Me dejaría así también si me ocurriera lo mismo? Acabo de ver como se sintió al recordar a su familia, y el ver a su alumno muerto, ¿no le produce nada? —preguntó ella.

Ganimedes se acercó y tomó a la chica de los hombros.

—Siento la partida de Jean más de lo que te imaginas, pero el que se dedica a esto conoce los riesgos. Lo que debe importarnos ahora es ir hacia nuestro próximo objetivo. Debemos hacerlo —le dijo.

—¿De qué habla? ¿Qué objetivo? El objetivo ya lo cumplimos. Si desobedece, el consejo lo amonestará de nuevo —le espetó ella.

—Te lo explicaré en el camino, pero créeme, si Jean y el consejo supieran lo que vamos a enfrentar, harían lo mismo. Vamos —le dijo, y comenzó a bajar.

Nara no podía dejar de sentir que estaba haciendo algo malo al dejar el cadáver de su compañero ahí, abandonado. Pero la severidad de las palabras de su maestro le decía que algo mucho más serio estaba pasando.

Terminaron de bajar rápidamente las escaleras hasta que llegaron a la calle, donde subieron a un automóvil. Sacaron toallas para secarse, y mientras lo hacían, Ganimedes buscó en su cuello un relicario que tenía colgando. Lo abrió y de él sacó una pequeña piedrecita circular de color rojo que puso en la palma de su mano derecha y comenzó a apretarla hasta que se rompió. De ella salió un líquido del mismo color de la piedra. Una gran gota de este comenzó a correr por la palma de su mano, en dirección del inicio de su dedo anular y se detuvo, posteriormente el líquido se absorbió en la piel, quedando marcada como si fuera un tatuaje y luego esta marca, se movió como si de una brújula se tratara, apuntando en cierta dirección. Casi inmediatamente, Ganimedes encendió la máquina.

—¿Adónde nos dirigimos ahora? —preguntó Nara.

Ganimedes miró un letrero que había a un lado del camino que indicaba hacia la dirección que debían seguir.

—A Santiago.

 

 

 

 

1. Genero de grandes, rápidas y muy venenosas serpientes de Australasia, conocidas con el nombre común de taipanes.

 

 

 

II

 

 

 

 

Abrió los ojos con dificultad, sentía esa pesadez, ese cansancio acumulado de muchas horas. Dolor de brazos y de pies. Pero no recordaba por qué.

Comenzó a incorporarse de a poco, mientras apreciaba el sol, que a lo lejos se veía rojo e imponente. ¿Era de mañana o de tarde?, no estaba seguro. Miró el lugar donde se encontraba y parecía no haber reloj, ni radio, ni ningún aparato que le pudiera indicar en qué momento del día se encontraba. De hecho, no reconocía el lugar, no se parecía a ninguno que él pudiera recordar como familiar o conocido. Era solo una cama en medio de una habitación vacía, con una puerta que daba a un pequeño baño, y un minúsculo pasillo que terminaba en una puerta, posiblemente la salida.

La ventana tenía cortinas, pero estaban todas abiertas y corridas hacia la izquierda, y tras el ventanal, que tenía el alto y ancho de la habitación, se encontraba un pequeño balcón desde donde se alcanzaban a ver los edificios del frente y sobre uno de ellos se podía ver un gran letrero con la foto de una chica anunciando alguna especie de producto, pero en un idioma que no le resultaba familiar.

Se restregó los ojos.

Se levantó dificultosamente debido a la sensación de cansancio que aún lo aquejaba, rodeó la cama y se dirigió al baño. Cada paso que daba lo sentía como una tortura. El aire estaba pesado, enrarecido. Encendió la luz y se miró al espejo. Estaba mucho más delgado de lo que recordaba, por lo menos desde la última vez que se había mirado al espejo. Abrió la llave, de la que salió un ruido profundo, metálico y triste. No salió agua en un principio, pero luego sí. Sucia al principio, ya cristalina momentos después. Encogió y juntó las manos para llenarlas con agua y mojar su cara.

Estaba helada.

Lo refrescante del líquido lo despertó un poco, así que volvió a llenar las manos arqueadas con agua y la dejó caer en su cuello.

Más despierto, se inclinó para beber de la llave. Al hacerlo, sintió el frío en su garganta, pero no la sensación de algo mojado en ella. Era un líquido sin consistencia, sin sabor, y extraño, ya que después de un par de sorbos le quedó la impresión de no haber bebido nada.

Se incorporó y volvió a mojarse la cara. Y mientras miraba su rostro blanco, extremadamente delgado y famélico, notó a través del espejo la figura de una mujer que estaba de pie en el balcón.

Se dio la vuelta, pensó que se había confundido, pero no, efectivamente esta estaba allí, tal vez hace rato. Posiblemente no la había visto antes ya que ese sector del balcón estaba cubierto por la cortina. Estaba de espaldas hacia él, mirando el horizonte, desnuda y con el cabello ondeante por el viento.

—¿Hola? —le dijo.

La mujer no respondió.

Comenzó acercándose a la ventana mientras se secaba el rostro con una toalla que encontró en el baño y que lanzó sobre la cama. La mujer seguía de pie sin mirarlo. Inmóvil.

Llegó a la orilla de la ventana que se encontraba abierta hasta la mitad. Desde ahí, logró ver el perfil del rostro de la mujer. De tez blanca, labios rojos, su pelo negro terminaba en una chasquilla sobre sus ojos, que también se movía con el viento. Nariz fina, algo redonda.

Delgada, muy delgada. Ojos tristes. Increíblemente hermosa.

—Hola —volvió a hablarle.

La mujer lo miró, y su cara se deformó al instante. Sus dientes crecieron a un largo impresionante y sus ojos se volvieron rojos como la sangre.

El resto de su cuerpo también sufrió una transformación horrorosa. Fue difícil de observar, ya que al momento, la criatura profirió un chillido ensordecedor y enseguida se abalanzó sobre él, con sus fauces por delante, afiladas, babeantes y a punto de morderlo…

Evan abrió los ojos y despertó sobresaltado en una fracción de segundo. Se incorporó de la cama como si algo lo hubiera empujado y comenzó a mirar hacia todos lados mientras se palpaba la zona del cuello, buscando alguna herida que pensaba que pudiera estar ahí.

—¿Qué fue eso? —pensó en voz alta.

Un fuerte ladrido volvió a sobresaltarlo. Sin darse cuenta, sentado a un costado de su cama se encontraba un enorme perro de color negro: Barón.

—¡Mierda! ¿Quieres matarme de un infarto? —le habló al perro mientras recuperaba el aliento.

El animal dio un ladrido más pequeño seguido de un gemido como respuesta.

Evan comenzó a darse cuenta de lo luminosamente molesta que estaba su habitación, debido a un rayo de sol que le daba justo en el costado del rostro y se sentó en un lado de la cama con los pies en el suelo. Comenzó a mirar el lugar, como tratando de asegurarse de que todo estaba en orden. Su habitación nuca tuvo mucha gracia, estaba pintada de blanco, salvo un sector que estaba pintado de rojo y donde había una repisa llena de máscaras de látex, con forma de monstruos, demonios, zombies y otros seres que vio en películas y de los cuales se volvió fanático. Los miró y sonrió.

—¿Qué hora es? —le preguntó al perro, que lo miraba fijamente. Evan tomó el reloj que estaba en su cómoda—. ¡7:30 de la mañana!

No recordaba que hubiera tanta luz a esta hora.

—¿Tienes hambre, eh? —le dijo al perro—. ¿Y el abuelo?

Se puso de pie al lado de la cama ante la atenta mirada del can y comenzó a estirarse, a hacer sonar sus huesos, y mientras lo hacía, se miró al espejo que había frente a él y recordó su propia imagen, la del sueño del que acaba de despertar. Su rostro, delgado, pero no famélico como recordaba haber visto en el sueño y sus rasgos finos seguían ahí, su pelo negro corto como lo recordaba, su tez muy blanca. El tatuaje tribal de una llama que comenzaba más arriba de su muñeca y terminaba en su hombro, era lo que más le gustaba mirar.

—¡¡Muscular!! ¡Arrrrgggh! —exclamaba mientras hacía gestos frente a su imagen. Tenía músculos, pequeños, pero marcados. Se sentía bien consigo mismo al mirar su torso desnudo. Levantó un poco el pantalón de pijama que usaba para poder mirar sus piernas y mientras tanto el perro seguía mirándolo fijamente. Por un momento, Evan se sintió haciendo el ridículo—. Comida, ya sé —dijo.

Comenzó a caminar hacia la escalera que conectaba su habitación, que en realidad era la buhardilla, con el resto de la casa, mientras el gran danés lo seguía de cerca. Bajó hasta el segundo piso donde dio una rápida mirada en la habitación del abuelo. Ahí, antigua y grande se alzaba la cama. Más grande que la suya por lo menos. El respaldo era de una madera oscura, en la que estaban tallados unos siniestros angelitos que miraban hacia la almohada como si estuvieran vigilando el sueño del que durmiera ahí. La cama estaba hecha y vacía, como el resto de la habitación, donde había muchos más muebles antiguos de color oscuro, que parecían pertenecer más a una tienda de antigüedades que a una casa.

El abuelo definitivamente no estaba allí.

El muchacho siguió bajando las escaleras de esa gran casa, de un lúgubre color café claro. En la pared que acompañaba la escalera de semicaracol, había antiguas cabezas de animales que parecía habían sido cazados hace muchos años.

Cuando más pequeño, siempre pensó en lo tétrico que era todo eso.

Ahora los veía como «parte de la familia».

Continuó bajando, los peldaños de madera sonaban quejumbrosamente a cada paso que daba.

El primer piso estaba mucho más iluminado que el segundo y que la buhardilla que servía de habitación al chico, ya que sus ventanas estaban adornadas principalmente con cortinas de visillo, y al haber mucho sol esa mañana, hacía ver más alegre aquel lugar.

Evan siguió buscando al abuelo dando una mirada en el comedor, no sin antes abrir la puerta de entrada y dar una mirada al jardín. El naciente sol le dio justo en los ojos, y le hizo pestañear. Sabía que no lo encontraría allí de todas maneras, el viejo nunca fue muy de cuidar y preocuparse por la vegetación de la casa, pero también era cierto que era impredecible, así que era mejor mirar. Continuó hacia la cocina pasando por el comedor que ya había revisado con la mirada, seguido del gran perro negro.

Al llegar a la cocina, abrió un mueble del que sacó una lata grande que abrió y que contenía la comida del can, la depositó en un bol y dejó en el suelo para que este comiera.

—Espero que te guste, es todo lo que queda de este mes —le dijo al perro mientras abría el refrigerador y sacaba un gran trozo de queso, el que mascó inmediatamente y un yogurt—. ¿Dónde estará ese viejo? —pensó en voz alta—. ¡Ya sé! —se dijo.

Se tomó rápidamente el yogurt, y se dirigió al comedor, lo atravesó y también el recibidor hasta llegar a una doble puerta que se encontraba semiabierta: la biblioteca.

Abrió lentamente las puertas y se encontró en una habitación un poco más grande que el comedor, y mucho más oscura ya que las cortinas color café casi no dejaban pasar luz, así que las abrió. El haz de luz entrante dejaba ver las partículas de polvo que volaron al correr las cortinas.

—Anciano sucio —dijo.

La habitación debía su nombre a la gran cantidad de estantes llenos con libros de distinto color, grueso y altura. También uno podía darse cuenta de que algunos eran mucho más antiguos que otros, lo que hacía además que el lugar adquiriera un aroma muy especial. «Olor a sabiduría», recordaba Evan que el abuelo siempre le recalcaba sobre esa sensación.

Había además cuadros que contenían imágenes a carboncillo de seres bastante siniestros. Seres alados con grandes colmillos, legiones de ellos. Dibujos de su anatomía. Un par de papiros que también contenían algunos dibujos y que al parecer daban o querían dar indicaciones de alguna especie, como mapas que estaban enmarcados, y que se veían mucho más antiguos que muchos de los libros que había en el lugar. En uno de los rincones se encontraba un sarcófago, que perfectamente podría pasar como parte de aquella decoración extraña, que además incluía candelabros y estatuillas de otras figuras tan siniestras como las de los cuadros. Evan se acercó a él sin embargo y lo abrió. Tenía púas.

Tomó una de las púas con la mano y la dobló hacia abajo, haciendo trabajar un mecanismo que indicó con un pequeño ruido que Evan podía mover fácilmente el sarcófago completo hacia adelante, dejando ver una puerta que mostraba una escalera que bajaba y cuyo fondo se veía iluminado. Bajó las escaleras vociferando levemente:

—Abuelooooo…

Silencio.

—Abuelo, ¿estás ahí?

Una vez que el chico llegó abajo encontró al viejo que estaba sentado en el suelo, en la posición del loto de meditación, con los ojos cerrados y respirando profundamente. Estaba vestido con una camisa y pantalón de tela sedosa de color negro y descalzo. Su pelo cano, largo, estaba tomado atrás con una cola de caballo y su barba, larga, bien peinada, descansaba noblemente sobre su pecho.

En aquella habitación había más pinturas y dibujos de la misma índole que en la biblioteca y además en las paredes se podían encontrar varias cuchillas y espadas de diseño antiquísimo: romanas, griegas, katanas japonesas, tridentes y lanzas provenientes de África, espadas españolas, acero inglés y un par de rifles con sus respectivas bayonetas.

—Abuelo, no le dejaste comida a Barón —le dijo Evan, mientras mascaba violentamente el pedazo de queso que sostenía en la mano.

El viejo seguía con los ojos cerrados.

—¿Abuelo?

No había respuesta.

—Abuelo, sabes que no me gusta que no me contestes, si algún día te pasa realmente algo, no me podré dar cuenta si…

—Si algún día me llegara a pasar algo —lo interrumpió— lo sabrás de inmediato.

Evan suspiró con hastío.

—No entiendo cuál es tu preocupación últimamente —le dijo el viejo—, estoy bastante bien.

—No es lo que dijo el médico la última vez.

—Médicos, creen que conocen mi cuerpo mejor que yo mismo.

—Tuviste un preinfarto, no me suena como que hayas visto venir eso.

—Antes no existían cosas como los preinfartos, son inventos del mundo moderno —le dijo el viejo mientras se incorporaba, para luego comenzar a doblar la toalla en la que estaba sentado. Apagó uno de los cirios que tenía encendidos para el ejercicio y realizó una reverencia frente a un crucifijo y a una caja cerrada que había frente a la imagen y al lado de los cirios.

El viejo guardó todos sus implementos cuidadosamente en un mueble cercano.

—Algún día vas a tener que contarme qué es lo que guardas ahí.

—Es tu herencia, hijo.

—¿Hay dinero ahí? —le preguntó Evan sonriendo.

El viejo lo miró seriamente

—Sí, bueno, lo que tú digas, debe de ser alguna de las cosas viejas que te encanta coleccionar —acotó Evan riéndose.

—¡Oye, niño!, recuerda: res-pe-to por lo ancestral. Puede que todas estas cosas las veas como basura hoy, pero algún día aprenderás a apreciarlas.

—Bueno, abuelo, lo que tú digas. Perdón. Ven, vamos a tomar desayuno.

—¿Yogurt otra vez?

—Con avena anciano, órdenes del médico.

El viejo tomó rápidamente uno de los cirios al momento en que Evan le dio la espalda para subir a la biblioteca y se lo lanzó a la cabeza.

Evan no lo pensó, ni siquiera alcanzó a sentirlo venir. Automáticamente y sin darse vuelta, colocó su mano hacia atrás y atrapó el cirio con la palma.

—Abuelo…

—Buenos reflejos, te he enseñado bien.

—Te he dicho que dejes de hacer eso, un día de estos no voy a darme cuenta.

—No pasará eso muchacho, tienes un ángel en la espalda.

—¡Un ángel! —pensó—. ¡Alas de Ángel!, ¡eso era lo que estaba tratando de recordar el otro día!

—¿Para qué? —le dijo el viejo mientras subía la escalera con él.

—Estábamos pensando con Nahuel qué nos tatuaríamos ahora.

—¿Más tatuajes?

—Abuelo, solo tengo uno.

—Pues con ese es más que suficiente, no entiendo cuál es el afán de los jóvenes de ahora de pintarse el cuerpo solo para lucirse.

—Son como cicatrices de guerra, cuentan nuestra historia.

—¿Historia? ¿De qué historia me estás hablando si eres apenas un chiquillo? ¿Cicatrices de guerra? ¿Qué guerra, niño?

—Me refiero a que cada tatuaje tiene un significado para nosotros…

—Cicatrices de guerra. ¡Estas son cicatrices de guerra! —se descubrió el brazo derecho y le mostró a Evan una gran cicatriz.

—Si sé, si sé, no he estado en los grandes combates que me nombras siempre, ni en una guerra mundial, ni nada de eso…

—La segunda guerra mundial. A tu generación le gusta olvidar esas cosas.

—Porque no hay guerras como esas hoy en día, abuelo.

—Y ojalá no las haya, pero si las hay, estás entrenado para lo que sea, te he enseñado a defenderte lo mejor posible.

Evan se detuvo y miró sonriente al viejo.

—Ehm, sí, también me lo has recalcado todos estos años. Nahuel siempre dice que eres una persona extraña.

—Nahuel aquí, Nahuel allá. El extraño es él —le dijo el abuelo ya en la biblioteca, después de subir las escaleras. Se sentó descansadamente en una antigua mecedora—. No entiendo que alguien que desciende de un pueblo tan orgullosamente guerrero como los mapuches 2 se dedique solo a fiestear, fumar marihuana y pensar en mujeres.

Evan rio.

—¿Quién no piensa en eso en estos días? —le dijo Evan, mientras se dejaba caer en un gran sillón y continuaba comiendo queso. El abuelo lo miró con desaprobación, y el chico lo notó—. ¡Hey!, no me mires así, es lo que hacemos todos a esta edad.

—A tu…

—Dime, ¿no has pensado nunca en contratar a alguna señora que venga a hacer algo de aseo aquí? Siempre me ha gustado tu estudio, pero…

—¡Nada de extraños aquí!

—Pero abuelo…

—No me interrumpas. Como iba a diciéndote, a tu edad yo…

—Si sé abuelo, a tu edad hacías otras cosas, pero los tiempos cambian.

—Las cosas siempre son igual, es el prisma con el que se le mira el que es distinto. No me gusta que salgas tanto, no me gusta lo de los tatuajes y no me gusta Nahuel. Desde hace ya un par de años no entrenas conmigo como deberías, meditas poco, y desde que entraste a la universidad y conociste a ese chico, te pones cada día peor.

Evan suspiró.

—Mira, aún entreno en la universidad…

—¡Pero no como es debido! ¡Y no debes entrenar en la universidad! No me gusta que otras personas se den cuenta de tus habilidades —le dijo el viejo.

—Y no entiendo por qué —le respondió el chico.

—Porque no es bueno que llames la atención —le dijo su abuelo—, no de esa manera por lo menos, puede traerte problemas más adelante con cierta gente.

—¿De qué cierta gente me hablas? Nunca eres claro con respecto a las cosas que me dices —le replicó Evan.

—Lo hago solo por tu bien. Cuando seas más grande, entenderás por qué —le dijo el viejo.

—También, siempre me dices lo mismo, pero…

—Hijo, ¿qué te dice tu corazón? —preguntó el abuelo con una cálida sonrisa.

El abuelo le daba mucha seguridad a Evan. Este sabía en el fondo que, a pesar de que a veces el viejo era demasiado exagerado con la forma en la que intentaba protegerlo o evitar que le pasara algo, lo hacía por su bien. Porque se preocupaba por él. Mal que mal, prácticamente lo había criado desde que su madre murió.

—Lo sé, lo sé —le dijo suspirando y en un tono más calmo—. Trato de ser discreto, y cuando entreno… cuando lo hago, lo hago como me enseñaste, de verdad. Entrenaría más aquí, pero ya no puedo entrenar contigo, recuerda lo que dijo el médico: «Nada de ejercicios bruscos» —dijo poniendo una voz ronca, supuestamente imitando al médico—. Dime, ¿confías en mí?

El viejo miró fijamente a Evan mientras él se acercaba y se inclinaba tomándole las manos.

—Claro que sí, hijo.

—Entonces, abuelo, tranquilízate con eso. Debo estudiar también, la carrera de farmacia no es fácil y entreno allá cuando puedo…

El viejo lo miró con severidad.

—¡No delante de todos! Y practico todo lo que me enseñaste. De verdad —dijo el chico.

El viejo sonrió y le tomó la cara a su nieto con mucho cariño. El chico lo abrazó, y le susurró al oído:

—De todas maneras, hay algunas cosas que me enseñaste que hacen que me vaya muy bien con las mujeres… —dijo Evan en voz baja.

Al momento Evan lanzó una gran risotada y a la vez logró esquivar un golpe que quiso lanzarle el abuelo.

El viejo lo miraba fijamente.

—No te enojes, abuelo, es una broma. Nadie me da bola como siempre. Iré a bañarme, ¿de acuerdo?

Evan comenzó a salir de la habitación, y una vez que le dio la espalda al viejo, sonrió. Miraba contento a su nieto mientras este se alejaba, y suspiraba. Recordaba el tiempo en que el chico tenía cinco años y le enseñaba a caminar con las manos. Como el niño caía y se ponía a llorar mientras él se acercaba, lo confortaba y le curaba las heridas que se hacía en cada caída en las rodillas y los codos, todo bajo la atenta mirada de su hija. A quien el viejo recordaba también cómo Evan corría a abrazar.

Una pequeña lágrima corría por su rostro agrietado por la edad, mientras a la vez contemplaba una sucia foto en un pequeño marco donde se encontraba Evan cuando niño y su madre, junto con él mismo cuando más joven.

—Espero estar haciendo todo bien —dijo el anciano dirigiéndose a la foto.

En ese momento el enorme Barón llegó al lado del viejo. Este lo acarició.

—Si algo me pasara, quedarás tú a cargo, viejo amigo.

El perro miraba cariñosamente cómo el abuelo se levantaba y se ayudaba con el bastón, dirigiéndose hacia el comedor.

Momentos más tarde, Evan salió de la ducha rápidamente, y al secarse, descuidadamente botó la toalla al agua.

—¡Mierda! —se quejó.

Se vistió rápidamente, tomó la toalla y bajó corriendo las escaleras. El desayuno ya estaba listo y su abuelo lo esperaba en la mesa.

—Ya vengo —le dijo Evan.

—¿A dónde vas?

—Al patio, empapé la toalla sin querer.

El chico salió al patio con la toalla mojada y comenzó a hacerla girar a toda la velocidad que podía. A medida que giraba, comenzó a enrollarla en el aire, lo que le iba sacando el agua a cada giro. Los movimientos eran increíblemente ágiles y mientras la prenda giraba, Evan comenzó a dar volteretas en el aire una y otra vez, y la toalla se enroscaba aún más. Finalmente terminó de estrujarla tomándola desde una punta con las manos y desde la otra enganchada con uno de sus pies.

Todo esto lo vio el abuelo desde la ventana. Y una vez que Evan dejó la toalla en el colgador, entró al comedor a desayunar.

—De eso es lo que hablo —dijo el viejo.

—¿Qué?

—Tus movimientos se han vuelto rígidos, con poca flexibilidad, te estás acostumbrando a repetir los mismos, no deben ser tan automáticos, debes sentir el aire sobre el que te estás moviendo. Te hace falta meditación

—Abuelo, ¿viste como salté?, merezco una puta medalla.

—¡Y el lenguaje, jovencito!

—Pero abuelito…

—¡Desayuno! —apuntó el viejo con el bastón hacia la mesa El chico no alcanzó a sentarse y sonó el timbre.

—Debe de ser Nahuel.

—Haz que se limpie los pies por lo menos, para eso está el «limpia pies».

Evan abrió la puerta y en el marco estaba un joven de tez morena, de ojos algo rasgados y nariz gruesa, de pelo liso, melena hasta el cuello y lentes oscuros. Era del mismo tamaño que Evan, pero más corpulento. De pantalones militares y una polera celeste que decía: «Fuck The World». De pronto golpeó a Evan fuertemente en el pecho con la mano abierta.

—¡¡Guasap!! —dijo Nahuel.

—¿Qué mierda fue eso? —le dijo Evan refiriéndose al palmazo.

—Esta es la parte en la que se supone que me atajas la mano o la esquivas o esas cosas que sabes hacer tú —le dijo Nahuel, mientras Evan le hacía un gesto de silencio.

—¿Para qué, idiota? —espetó Evan mientras se sobaba el pecho.

—¿Cómo voy a hacer que te luzcas? —le dijo Nahuel mientras entraba, sin limpiarse los pies como había solicitado el abuelo—. Hola, abuelo. ¿Cómo está?

—Nahuel —le respondió el viejo, mientras miraba el plato y masticaba de mala gana.

—¡Hey, desayuno!, permiso —dijo el muchacho mientras se sentaba en la mesa y comenzaba a ponerle huevo revuelto a un pan y se sirvió café en un tazón vacío.

—Veo que en tu casa no te dan desayuno —acotó el abuelo.

—Abuelo, este tipo vive solo —dijo Evan.

—Asshi es Aguelom, y ño mme gussgta coggginar eng da mmananam, mme ba fdojegga. Amemnas defpehfe tmpno hy pq fui a dj rauma tpa a s csa —dijo Nahuel con la boca llena.

El abuelo puso una expresión de no entender lo que estaba oyendo.

—Que no le gusta cocinar en la mañana, le da flojera, que prefiere no tomar desayuno y que solo pasó porque fue a dejar a una chica a su casa —aclaró Evan.

—Pero no veo que le eso le quite el apetito, y al parecer vive dejando chicas en su casa —le respondió el viejo.

—Mmmm, esto está muy bueno, abuelito —dijo Nahuel después de tragar.

—No soy tu abuelito —respondió el viejo.

—Yo he oído que él a veces le dice abuelito —dijo Nahuel apuntando a Evan con el dedo.

—Porque soy su abuelit… soy su abuelo.

Evan se rio mirando hacia abajo. Nahuel asintió con la cabeza mientras tragaba lo que se echaba a la boca.

—Por supuesto, abuelo, entiendo —le dijo Nahuel al viejo—. Bueno, nieto, ¿estás listo?

—Yep —le respondió Evan.

—Váyanse pronto porque el metro estará lleno a esta hora —les dijo el viejo.

—No lo necesitamos —dijo Nahuel mientras abría su mochila y sacaba un casco—. Toma, un regalo para ti. O sea, no es un regalo, me lo devuelves cuando nos bajemos.

—Si es que llegamos con vida —le dijo Evan mientras recibía el casco que le lanzaba su amigo.

—No me digas que vas a salir en moto con este jovencito —dijo el viejo, asustado.

—Tranquilo, abuelo, soy piloto profesional —dijo Nahuel mientras se levantaba de la mesa—. Estaba todo muy rico, muchas gracias. ¡Andando, Robin!

—¿Por qué tengo que ser Robin? A nadie le gusta ser Robin —dijo Evan.

—¿Quién es el que maneja? —contestó Nahuel.

Evan miró a Nahuel con hastío.

—Después de ti, Batman —dijo Evan resignado mientras Nahuel abría la puerta y salía.

El abuelo se levantó rápidamente y tomó a Evan por el brazo.

—Hijo, ¿de verdad van a viajar en eso?

—Tranquilo, abuelo, no me pasará nada —dijo Evan mientras se reía de la reacción del anciano y luego se dirigió a la salida.

—Pero —dijo el viejo, no sabiendo bien qué responderle— los puede golpear un auto o hacer una mala maniobra. ¿Tú sabes que las caídas en moto son terribles?

Evan se volteó hacia el abuelo con el casco ya puesto.

—Mira, tranquilo, no me pasará nada, ¿de acuerdo? Si veo que Nahuel está manejando de manera descuidada, me bajaré y tomaré el metro. ¿De acuerdo?

El viejo suspiró.

—Bueno, pero llámame cuando llegues allá, ¿sí? Iba a ir al supermercado, pero esperaré a que me llames, ¿sí? —le dijo el viejo.

—No es necesario, abuelo.

—¿Llevas almuerzo? ¿Llevas dinero por si acaso?, te puedo dar un poco más —le dijo el viejo otra vez.

—Estoy bien, abuelo —respondió Evan mientras seguía caminando hacia la salida.

El viejo se detuvo a pensar un segundo y luego siguió caminando tras su nieto lo más rápido que le permitieron sus piernas.

—¡Ah!, se me ocurrió que podría ir al supermercado y mejor los paso a dejar, me queda un poco fuera del camino, pero me puedo desviar un poco. Y después puedo ir a buscarlos a la tarde a la universidad, y Nahuel puede dejar su moto aquí y se la lleva cuando se vaya. Me pueden avisar cuando…

—¡Abuelo! —dijo Evan enérgicamente, y el viejo quedó expectante.

—Tengo dieciocho años, ya no soy un niño y entiende: ESTARÉ BIEN. No me pasará nada, ¿sí?

El viejo asintió con la cabeza.

—Te quiero mucho, viejo —le dijo el chico mientras lo besaba en la cabeza—. Nos vemos en la noche, ¿de acuerdo? —dijo mientras caminaba hacia Nahuel, que ya estaba arriba de la moto scooter que tenía y tocaba la bocina sin parar.

—¡¡¡RÁPIDO, DEDALUS!!! —gritaba Nahuel—. ¡¡No tenemos todo el día!!

Evan se subió en la parte de atrás de la moto y ni bien lo hizo, Nahuel salió a toda velocidad, descuidadamente a la vista del viejo, que se quedó mirándolos alejarse de la casa.

Él y el perro. Solos.

 

 

 

 

2. Los Mapuches o Araucanos son un pueblo amerindio que habita principalmente en el sur de Chile y Argentina.