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Cristina Corsali

 

LÁGRIMAS NEGRAS

 

LA CONVERSACIÓN MUDA

 

 

© Cristina Corsali

© Lágimas negras

© La conversación muda

 

ISBN papel: 978-84-685-2701-7

ISBN epub: 978-84-685-2703-1

 

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

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Mi agradecimiento a

Ana María Rodríguez Saavedra

 

 

 

 

 

LÁGRIMAS NEGRAS

 

 

 

 

Capítulo uno

 

 

 

 

 

El limpiaparabrisas ejecutaba su función a la máxima velocidad en el tercer clic del mando, pero era a todas luces insuficiente para aclarar la cortina de agua que caía sobre el cristal del vehículo con matrícula alemana. «Menudo día para empezar un crucero», lamentó Esther con la mirada fija en los goterones de lluvia que distorsionaban las siluetas. Menos mal que era Marcelo y no ella quien iba conduciendo, así no tendría que escucharlo dándole órdenes: «¡Frena! ¡Más despaaacio! ¡Por aquí! ¡Por allá!...».

Su madre seguía abanicándose en el asiento de atrás, más por nervios que por calor. La habían recogido del aeropuerto de El Prat la noche anterior. No le había hecho ninguna gracia viajar sola en avión a la Península. Si no fuera porque le entusiasmaba la idea de navegar por el Mediterráneo ese verano con su hija, a la que no veía desde hacía años, se habría quedado en La Laguna, yendo al mercado los sábados y a misa los domingos, como siempre, y recibiendo visitas de amigas y familiares a quienes serviría bizcocho de limón y deliciosos cafecitos muy negros y azucarados. El hotelito donde pasaron la noche no había estado mal: cómodo y funcional, pero ella se encontraba algo inquieta, como si tuviera un presentimiento, así que siguió abanicándose.

—¿Qué pasa, doña Asunción? ¿No le llega el aire acondicionado? —le preguntó su yerno intentando disimular la irritación que sentía y poniendo los dedos de la mano derecha sobre la ranura por donde salía el aire frío.

—Sí, mi niño, sí, pero es que es por costumbre —le contestó la suegra con un cargado acento canario que tiñó el aire de esa aprensión adquirida en la infancia por todo lo que era salirse de lo familiar. Tampoco le gustaba mucho que Marcelo quitara las manos del volante. Se santiguó para dispersar los malos augurios y siguió dale que te pego con el abanico.

—Ya estamos llegando, no se preocupe —anunció él con la formalidad de un funcionario mientras la repasaba con desdén por el espejo retrovisor. No pretendía consolarla o tranquilizarla. En realidad le importaba un bledo lo que le ocurriera a su suegra, pero había que seguir manteniendo las formas, aunque estuviera de mal humor. El viaje desde Alemania con Esther había puesto su paciencia al límite. La presencia de su mujer en el asiento de al lado no le aportaba ya el morbo de otros tiempos. Se había convertido para él en un objeto inservible, como un mueble que ya no usaba pero que seguía abarcando su espacio.

El coche se deslizaba a una velocidad imprudente por las anegadas calles y ya estaban llegando al puerto. Se podía ver el barco en la distancia, un edificio flotante con balcones y chimeneas que las alejaría de él por una semana. «Siete días con sus noches» pensó Marcelo, y por segunda vez quitó la mano derecha del volante, en esta ocasión para ajustarse el pantalón a la altura de la cremallera.

Esther continuaba absorta en el limpiaparabrisas, con sus varillas de ave mecánica que se movían hacia dentro y hacia afuera, como un pájaro que parecía querer volar frenéticamente del vidrio, como si intentara despegar desesperadamente, harto como ella de tanta crítica y malas caras. El quejido continuo de las escobillas y su predecible movimiento la hipnotizaron por unos minutos.

Con la cascada que inundaba el cristal le vino a la mente aquel martes veinte de enero, quince años atrás, otro día de chaparrón, cuando aún vivía en la isla y los cielos se abrieron para descargar un volumen cúbico nunca visto antes por aquellas latitudes. Ella, con sus dieciocho años recién cumplidos, creyó que era porque la atmósfera se había contagiado con su llanto. Todavía parecía escuchar la voz del cantante en la emisora de radio local mientras conducía sin rumbo y tuvo que pararse al borde de un barranco porque se ahogaba. Había empezado a llorar, y aunque se le hacía difícil conducir entre las lágrimas y las lluvias torrenciales, arrancó de nuevo y siguió por la carretera de curvas deseando tener la valentía suficiente para despeñarse por un risco. Recordaba muy bien cómo empezó a atragantarse y cómo quiso arrancarse la pena tosiendo. Al final parecía que estaba ladrando como un perro ronco, intentando que su garganta echara la tristeza para afuera, queriendo escupir la injusticia, la frustración y la rabia de que no la dejaran tenerle, de que no le permitieran quererlo.

—¡Cuidado! —gritó doña Asunción presionando con los pies, como si ella pudiera frenar cuando el coche de delante paró de golpe.

—¡Por Dios! ¡Qué susto! —refunfuñó Marcelo olvidando ya las formas, porque entre el aguacero, los suspiros de su suegra y el abanico se le había agotado totalmente la paciencia. «Menos mal que casi hemos llegado» susurró entre dientes mientras le caía una gota de sudor por la sien. Podía ver la terminal. Las dejaría en la misma puerta y adiós muy buenas. Sus amigos lo esperaban en Alicante para jugar al golf unos días y no quería perder ni un solo minuto de lo que prometían ser unas fantásticas vacaciones.

Esther había vuelto al presente gracias al grito de su madre. Si hubiera estado conduciendo quizás habría chocado con el de delante, se dijo con resignación. Entonces habrían tenido que bajarse, sacar los papeles del seguro, discutir con el conductor y Marcelo le habría recordado lo inutilita y lo mala conductora que era, porque siempre se las apañaba para rozar o abollar el coche, se les habría hecho tarde y a saber si se les habría escapado el barco.

Lo que no se le pasaba por la mente en aquel momento, ocupada como estaba con su deseo de haberse despeñado por un barranco de La Punta hacía quince años era que, de no embarcar en ese crucero —y lo dudó bastante cuando su marido se lo propuso— podría perder una oportunidad que llevaba mucho tiempo esperando.

 

 

 

 

Capítulo dos

 

 

 

 

 

Los niños correteaban alegres por los largos pasillos emitiendo grititos que perforaban el aire y los oídos. Esther y doña Asunción tenían que esquivarlos de vez en cuando.

Compartir el camarote sería un desafío. No estaba segura de cómo les iría una semana entera en el barco, pero le daba igual, estaba fuera del influjo de su marido. Casi casi ni le molestaba ya que Marcelo se la hubiera querido quitar de encima engatusándola con un crucero de lujo mientras él se reunía con sus amigos en uno de esos viajes donde se suponía que pasaban el tiempo jugando al golf, pero cuyo objetivo real era desembarazarse de aquella costra pesada de responsabilidades que, amparados por las noches y el alcohol, se descascarillaba en la oscuridad de un bar cualquiera de topless. Ella no tenía ni autoridad sobre el hombre ni ganas de discutir, así que aceptó la invitación encogiéndose de hombros. Él había rechazado de inmediato la sugerencia de ir sola, impulsado por un sentimiento posesivo que surgía igual por una persona que por una cosa. Era suya, aunque no la quisiera, y con la excusa de que nunca veía a su madre, le encasquetó los pasajes de las dos sin darle opción a decidir. Pero eso fue después de haber descartado dejar a Esther en Alemania atendiendo la residencia canina toda la semana. No le gustaba la idea de que se quedara sola con el empleado. No se le escapaba la forma en que lo miraba.

El buque de última generación no dejaba de sorprenderlas durante su paseo. Ya habían dejado las maletas en el camarote con balcón y se habían maravillado con la decoración interior y la amplitud del cuarto de baño. Tenían además suficiente espacio en los armarios para colgar y ordenar toda la ropa. Después de inspeccionar cada hueco, esquina y utensilios para su confort, salieron a descubrir el resto de las instalaciones. Había tantas cubiertas que recorrer y tantas cosas nuevas, que no les costaría estar ocupadas durante los siete días, pensaba aliviada Esther.

—Mira, hija, hay que sacarse una foto aquí, pero qué preciosidad de escalera, ¡qué lujo! —exclamó doña Asunción admirando los escalones con incrustaciones brillantes.

Esther empezó a animarse casi sin darse cuenta, aunque todavía le quedaban restos de un vago desasosiego. Notaba una levísima ansiedad, aunque le pareciera que se había despojado de una mochila que la hundía cada día con el peso de la miseria emocional que había ido acumulando en los últimos años. Hacía tanto que se había resignado al aburrimiento y a la rutina, que la perspectiva de pasarlo bien durante toda una semana estaba descorriendo la cortina de negatividad que la mantenía a oscuras la mayoría del tiempo. Se acordó de todos aquellos perros en la perrera de Alemania, moviendo el rabo cuando era la hora del paseo.

Levantó la cámara y enmarcó la escalera y la figura de su madre, una señora algo encorvada, con el pelo teñido y bien arreglado, que ya había cumplido los setenta.

—Sonríe, mamá, y deja ya el abanico, caramba, que aquí no te va a hacer falta.

No entendía por qué, pero desde hacía años tenía la manía de buscarle a los objetos el parecido con los animales, y ya llevaba rato con la sensación de que el crucero era una descomunal ballena blanca. Tal vez por eso no se le quitaba del todo aquel nudo en el estómago.

Llevaba con su marido una residencia canina en Alemania y quizás fuera la naturaleza de su trabajo lo que la hacía imaginarse que hasta los muebles eran transformers que podían salir corriendo a cuatro patas en cualquier momento. ¿Sería eso lo que llamaban «deformación profesional»? Nunca se lo había dicho a nadie, ni siquiera a Marcelo, y tampoco tenía intención de hacerlo. Ese hábito era algo suyo, un secreto que a veces la atormentaba un poco. Si pasaba por un edificio en construcción visualizaba la grúa como una jirafa gigantesca que se le caería encima. Incluso si veía un helicóptero dando vueltas sobre la ciudad se agobiaba y tenía que esconderse porque le parecía que era como una libélula inmensa. Una vez, en el supermercado, le había dado un ataque de pánico al empeñarse en que los kiwis eran ratones dormidos.

Le costaba admitir que esa costumbre se estaba convirtiendo en una obsesión, pero a veces se quedaba observando embobada a los clientes mientras su mente catalogaba compulsivamente la lista de especies del reino animal para intentar hallar la mejor relación según los rasgos físicos. Marcelo, a quien se le estaba poniendo cara de bulldog, le habría dicho que esas cosas le pasaban porque no tenía hijos y se preocupaba demasiado de sí misma. Él siempre la hería con lo mismo. Cada vez que quería hacerle daño, que era bastante a menudo, la atacaba con eso de que «si fueras madre otro gallo cantaría». Lo cierto era que ella no podía tener niños, aunque Marcelo no sabía el por qué.

—A ver, mamá, pon el brazo sobre la baranda que te voy a hacer la foto ya. Así, muy guapa, hala, ya está. ¿Y el abanico? ¿Qué hiciste con el abanico? ¿Dónde lo metiste ahora?

 

 

 

 

Capítulo tres

 

 

 

 

 

La Laguna, años 90.

Era inusual verse así, en una discoteca, con una copa en la mano. Dos sorbos habían sido suficientes para marearse, así que dejó el ron con Coca-Cola sobre la mesa de cristal y se preparó para disfrutar del espectáculo. Sus amigas, tres compañeras de colegio que habían crecido con ella en el barrio, le habían regalado un peluche enorme por su cumpleaños, un oso marrón que la esperaba en su cama de colcha rosada para darle calor y compañía. Quizás la vieran como una niña chica todavía, por eso le habían dado ese regalo. Sus padres habían hecho una excepción y la habían dejado salir porque cumplía ya los dieciocho años. Además, para celebrar su mayoría de edad le habían prometido que le regalarían un coche cuando se sacara el carnet.

Sus amigas se quejaban de que los padres la tenían demasiado protegida, por eso no se podían explicar que le permitieran ponerse detrás de un volante.

—Es que no se trata de ser estrictos en todo. Saben que soy de fiar y no voy a conducir como una loca. Lo de salir por la noche es otra cosa, porque se preocupan, no quieren que ningún fresco se aproveche de mí —les había dicho esa noche Esther—. Si quieren se terminan mi copa, que no quiero emborracharme—sentenció como para subrayar su carácter responsable.

Sus amigas iban todos los viernes a una discoteca donde actuaba un conjunto de La Habana que los ponían a todos «a gozar» como decía el cantante. «¡Vamos mi gente, a gozaaarrrr!», aunque el infinitivo saliera de su boca más como un gosaaal y todo el mundo comenzaba a menear la cintura y los hombros con la ayuda de las bailarinas cubanas que sacaban a los más reacios a bailar, quisieran o no. La comunidad caribeña y sudamericana del norte de la isla no se perdía la cita semanal, cuando por fin podían moverse con ese ritmo que llevaban en la sangre, hasta que las chicas del grupo cerraban la velada repartiendo, con su gracia y su sabor, aché para todo el mundo: suerte.

En ese momento, los músicos estaban atareados moviendo cables de un lado para otro. En la parte de atrás estaban los timbales y la tumbadora y a un lado, apoyado en un atril, se podía ver un bajo. Al otro lado había un teclado y una trompeta y en pleno centro un micrófono, que sería para el cantante, imaginó la cumpleañera, que miraba las preparaciones sobre el escenario obnubilada. A ella le hubiera gustado ser artista, pero sus padres creían que eso era para otra clase de mujeres.

Le habían dado permiso para regresar a casa a las dos de la madrugada, después de haber convencido a sus padres, con mucho esfuerzo, de que el local no empezaba a llenarse hasta tarde. Estaba absorbiendo todo intensamente a través de sus ojos, con el tacto y con el olfato, como solo se vive una vez la recién estrenada libertad.

Eran solo las once de la noche y ese dato la colmó de anticipación. Le quedaban más de dos horas y media para saborear todas esas cosas que no había tenido la oportunidad de probar, como el alcohol, bailar salsa por primera vez o tal vez incluso establecer una nueva amistad…

La penumbra no le permitía distinguir a la gente sentada en las mesas, lo que aumentaba la intriga y la curiosidad que sentía en su primera incursión en la vida nocturna. Sus amigas la habían intentado persuadir para que se les uniera en la pista, pero a ella no le gustaba esa música americana que el DJ se empeñaba en pinchar y que, a su juicio, no pegaba nada como acto telonero de una banda latina. Ella prefería el producto nacional, en todos sus géneros, desde la canción española hasta el rock, pero en castellano, para entenderlo bien, así que imaginó que disfrutaría con la actuación de esta noche porque, aunque no estuviera demasiado familiarizada con la salsa, por lo menos cantarían en su idioma.

Por el momento andaba enfrascada en la tarea de contemplar el estilo y la ropa de la gente que bailaba, hasta que la música paró y sus amigas regresaron a los asientos acaloradas. Un foco iluminó a un grandullón en el escenario y entonces escuchó la voz, una voz aterciopelada y grave que la cautivó al instante.

—Buenas noches, señoritas, señoras y caballeros y bienvenidos a Melao. Con todos ustedes y sin más demora les invitamos a que disfruten de una velada inolvidable con nuestro grupo Lágrimas negras. ¡A gosaaal!

—¿Oigan?, pero ¿por qué no me habían dicho que este tío estaba tan bueno? —preguntó Esther mientras miraba embobada al metro noventa de cubano que se acababa de sentar en un taburete a cantar la canción que le daba nombre al grupo.

 

Aunque tú, me has echado en el abandono…

 

Por primera vez en su vida, Esther sintió que todo su cuerpo reaccionaba a lo que estaba presenciando y escuchando, como un latido profundo que surgía de algún lugar desconocido y que la estaba haciendo vibrar al ritmo del bolero. Poco a poco la canción la fue impregnando con un melódico ir y venir y con el trasiego de su pantalón vaquero sobre el asiento de piel descubrió que había sensaciones que aún no había experimentado todavía y que ya no podían hacerse esperar más.

 

Yo te lo digo mi amor que contigo moriré…

 

 

 

 

Capítulo cuatro

 

 

 

 

 

Desde el puerto, los pasajeros del hotel flotante de cinco estrellas parecían hileras de hormigas amontonadas en los distintos niveles de las cubiertas. Apoyada sobre la baranda blanca para ver cómo se alejaba el barco de la ciudad, Esther sintió un ramalazo de tristeza y alivio a la vez. Pensó en Marcelo, y aunque hacía años que no lo soportaba —en realidad se casó sin quererle y esto le ponía las cosas muy difíciles—, pidió instintivamente a Dios que lo protegiera en la carretera.

No le deseaba nada malo, aunque no era tonta y sabía que la engañaba desde hacía tiempo, nada más y nada menos que desde que se conocían. Por qué se había casado con ella nunca lo supo. Ella sí sabía por qué lo eligió a él. Nunca se le dieron bien los estudios, no tenía trabajo y andaba por los pasillos de la casa como alma en pena. Te vas a quedar para vestir santos le repetían una y otra vez. Así que a los veintitrés años contrajo matrimonio por aburrimiento con un hombre que ofrecía nuevas fronteras y una oportunidad para olvidar el pasado, pero que la trataba como si fuera idiota solo porque veía y hacía las cosas de un modo diferente a él. Ella sí seguía respetando los votos matrimoniales, a pesar de las decepciones, los desplantes y de chapotear torpemente en una relación donde ya llovía sobre mojado desde hacía mucho tiempo. Llevaban juntos una década y una de las maneras más claras de demostrar su indiferencia hacia ella era que, aunque se habían casado en verano, prefería irse de viaje a su tierra natal en vez de celebrar juntos su aniversario. Ella había aceptado el plan del crucero prácticamente sin rechistar, aunque sería la primera vez que se separaban tantos días.

Las gaviotas revoloteaban sobre la estela del espectacular navío y algunos pasajeros decían adiós a quienes les habían llevado al puerto o simplemente por devolver el saludo a los que admiraban el barco. Ella sabía que su marido no estaba allí. Se encontraría ya a muchos kilómetros de distancia, considerando cómo le gustaba la velocidad y las ganas que tenía de volver a Alicante tras un año de trabajo sin descanso en Alemania.

No ignoraba el hecho de que Marcelo había abierto el negocio en el país germano porque se había enamorado de la alemana que le había enseñado a gozar… a gosal, siendo aún muy joven. Sintió un escalofrío cuando por segunda ver recordó a quien le había enseñado a ella las mismas cosas y, otra vez, la pena revoloteó en su cabeza como esas gaviotas gritonas, porque él tenía esposa y también tenía hijos, o por lo menos eso era lo que le habían dicho sus amigas.

—Qué bonita se ve la ciudad desde aquí, tan grande... —Doña Asunción miraba a su hija de reojo mientras decía estas palabras—. No te preocupes, bobita, que ya verás que llega sano y salvo. Es verdad que le gusta correr, y qué manía con quitar las manos del volante, pero es un muchacho sensato.

Un muchacho sensato. Su madre estaba a años luz de saber la verdad sobre su yerno.

Marcelo se había presentado un buen día en el sur de la isla para pasar sus vacaciones y como tenía carrera de veterinario y se ofreció a ver qué le pasaba a la perrita, que se había empachado con el jamón cocido que había robado de la cocina, les cayó bien instantáneamente. Él se hospedaba en el mismo complejo de apartamentos donde la familia veraneaba cada año y cuando Esther llegó de la playa lo primero que hicieron sus padres fue presentárselo. Qué alivio cuando vieron que a pesar de su pelo corto de color platino —con esa manía que la niña tenía de dar el cante y de ser diferente a las demás— le había hecho tilín y la había invitado a salir esa misma noche. Él no se podía creer su suerte y se quedó prendado de Esther precisamente por esa imagen de mito de Hollywood. A ella no le disgustó Marcelo, que era alto, rubio, con ojos azules y que reunía unas delicadas y definidas facciones que en su conjunto le daban un aspecto aristocrático. «No te preocupes, niña, que ese vuelve. Los peninsulares se enamoran de las canarias y ya no pueden vivir sin ellas», le habían dicho en su casa cuando se le acabaron las vacaciones al veterinario.

Y claro que volvió, con un anillo y una propuesta de matrimonio, pero ella seguía pensando en aquella voz, aquellos ojos y en las manos del que la había hecho sentir mujer por primera vez. Y continuaba recordando también otras cosas tristes que nunca podría ni querría contar.

 

Un jardinero de amor planta una flor y se va;

viene otro y la cultiva de quién de los dos será…

 

—Venga, ma, vamos a sacar las cosas y a colgar la ropa en el armario. Tenemos que ver qué nos ponemos esta noche. ¿Trajiste ropa de salir?

—Pues claro, mija, ¿tú qué te crees que soy, una maguita que no sabe de estas cosas?

—No sé, chica, es que desde que se murió papá no te he vuelto a ver con nada que no sea de color negro.

—Ah, pero el negro es un color bien elegante.

—Pero… ¿vas a seguir con el luto?

—No, mujer, ya verás qué cosas más bonitas me compré.

En el camarote encontraron un folleto con información sobre las actividades programadas en el crucero durante la semana. Marcelo no les había reservado ninguna excursión en tierra, su generosidad y su bolsillo no llegaban a tanto, pero no les importó, había suficiente animación para quedarse en el barco si querían y, además, siempre podrían ir de paseo por su cuenta una vez que llegaran a los distintos puertos del Mediterráneo.

Esther levantó la vista del programa y contempló, sorprendida y divertida a la vez, el arcoíris de prendas veraniegas que su madre había desplegado sobre la cama donde había elegido dormir.

—Me parece que para esta noche me voy a poner este —dijo doña Asunción levantando un vestido de color malva con lentejuelas—. Y estos zapatos —añadió orgullosa, mostrándole a su hija unas sandalias plateadas con tres centímetros de tacón.

—¡Ay, qué bonito! —exclamó aliviada al comprobar que su madre había decido por fin abandonar el ropero de viejita del siglo pasado.

—A ver, ¿a dónde vamos esta noche? —preguntó doña Asunción animada como nunca la había visto antes su hija.

—Pues, primero vamos a cenar, tenemos el turno a las nueve y media, y luego estoy pensando que podríamos ir a tomarnos un Baileys a la sala de fiestas. Tienen un grupo latino, según pone aquí —comentó sin quitar la vista de la información. Y por tercera vez en ese día viajó al pasado y se entretuvo un momento en la noche en que perdió la virginidad, la noche en la que el tiempo se detuvo para ella.

 

… en mis sueños te colmo,

y en mis sueños te colmo de bendiciones…