bian1448.jpg

 

HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Amanda Browning

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Conflictos familiares, n.º 1448 - enero 2018

Título original: His After-Hours Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-731-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Ginny Harte oyó un golpe que procedía de la habitación de al lado y miró sobresaltada la puerta que comunicaba los dos despachos. Por lo que ella sabía, su compañero y director de la cadena de hoteles que poseía su familia, Roarke Adams, todavía estaría comiendo. Esperó a que se produjera otro ruido e inmediatamente se oyó con claridad cómo algo grande, probablemente una papelera, chocaba contra la pared. Sonrió malvadamente. Parecía que las cosas no le habían ido bien. Qué pena. Un hombre tan agradable no se merecía eso, pensó con gesto irónico.

Se levantó de la silla con elegancia y se dirigió hacia la puerta de la habitación que por el momento permanecía silenciosa. Ginny era alta, incluso sin tacones, delgada pero voluptuosa, tenía unos ojos verdes fulminantes y un carácter tempestuoso que se reflejaba en una abundante y envolvente melena pelirroja, pero la experiencia le había enseñado a contenerse y, a los ventiséis años, mostraba ante los demás una apariencia fría y tranquila.

Llevaba trabajando junto a Roarke Adams poco más de un año, desde que el abuelo de él, el propietario de los hoteles, la contratara para coordinar la modernización y la decoración de todos los edificios. Los demás aspectos del negocio pertenecían al terreno de Roarke, pero cuando compraba una propiedad nueva era ella quien decidía lo que se necesitaba para igualarla a los demás hoteles. Cuando Roarke realizaba sus habituales giras, ella lo acompañaba para supervisar las reformas que se habían proyectado. Mantenían una buena relación laboral, lo cual no dejaba de ser curioso si se tenía en cuenta que no se tenían mucha simpatía.

Habían tardado un mes en evaluarse y en darse cuenta de las carencias del otro. La batalla había empezado y los intercambios verbales se habían convertido en una fuente de gran interés y diversión para los empleados. Tenían conflictos diariamente. Roarke nunca perdía la oportunidad de atacarla y, como ella no era de las que rechazaba ninguna contienda, siempre encontraba la manera de contraatacar.

Ginny sabía que él pensaba que por sus venas corría agua helada en lugar de sangre y que en todo su cuerpo no había ni un gramo de pasión, que no sabría qué hacer con un hombre de verdad. Roarke se burlaba abiertamente de Daniel, su novio, porque representaba todo lo que él no era: leal, estable, sin complicaciones… De acuerdo, no era una relación apasionada. En otras ocasiones, Ginny ya se había dejado arrastrar por las pasiones y las consecuencias habían sido desastrosas. Daniel era todo lo que ella quería en ese momento, y estaba bastante segura de que pronto le iba a proponer matrimonio. Cuando lo hiciera, ella sin duda aceptaría.

Si Roarke se burlaba de su estilo de vida, Ginny solo podía sentir desprecio por el de su jefe. En su opinión, este era poco más que un mujeriego sin principios. Las mujeres entraban en su vida y salían de ella constantemente. Cualquiera que se le acercara le parecía bien, las mujeres se deshacían cuando él las miraba con aquellos ojos luminosos y con una sonrisa que las desarmaba. No le sorprendería lo más mínimo que tuviera una lista de todas sus conquistas.

Aunque Ginny no se ocupaba mucho de su alocada vida amorosa, sabía que era generoso y que trataba bien a las mujeres mientras le siguieran interesando. Y, para ser justos, nunca se acercaba a las casadas, o a las que ya estaban comprometidas. Roarke tenía su propio código: solo jugaba con las mujeres que conocían las reglas y nunca tenía relaciones con las que trabajaban para él. Su vida tenía dos áreas claramente diferenciadas y únicamente se mezclaban cuando Ginny tenía que consolar a la última víctima, una tarea que no le gustaba.

Ella ya le había criticado su comportamiento, pero Roarke no se había sentido ofendido, más bien le había divertido su actitud y, en tono de burla, la había informado de que no se iba a dejar reprender por una regañona aburrida. Así había empezado todo, así estaban las cosas entre ellos en el momento en que Ginny se acercaba a la puerta. Una mujer más sensata habría retrocedido, pero no podía seguir trabajando sin saber lo que había pasado, así que se decidió a entrar.

Al abrir la puerta tuvo que esquivar un objeto que venía hacia ella. Al levantarse, observó los lápices que se acumulaban en el suelo como si fueran confeti, y miró al hombre que permanecía inmóvil al lado de la mesa.

Ginny tenía que admitir que, sin duda, Roarke era el hombre más apuesto que había visto en su vida. A los treinta y dos años estaba en su mejor momento: era alto, esbelto y musculoso, tenía el pelo denso y negro, unos pícaros ojos grises y una sonrisa que dejaba sin respiración. Pero en aquel momento no sonreía, su expresión de furia hizo temblar a Ginny.

–¿Qué tal la comida? –le preguntó ella.

–Pues no muy bien, la verdad. En realidad acabo de pasar las peores horas de mi vida.

–No me digas que alguna cabeza hueca ha tenido la sensatez de decirte no.

–Yo no salgo con ninguna cabeza hueca, cariño. Prefiero a las mujeres inteligentes, ya lo sabes –replicó Roarke mientras contemplaba cómo a Ginny se le subía la falda al agacharse para recoger los lápices del suelo–. Bonitas piernas –murmuró–. ¿Te he dado? –le preguntó cambiando el tema al ver la mirada asesina de Ginny.

–No, pero a lo mejor te doy yo a ti si no dejas de mirarme.

–Tú tienes la culpa por ponérmelo tan fácil. Un hombre no se puede contener –estaba coqueteando con ella, una táctica que había utilizado antes, cuando quería que se irritara todavía más. Y como siempre, ella no le hizo ningún caso–. Un hombre siempre lo tiene que intentar –añadió él con firmeza–. Eres una mujer dura. ¿Es que hay algo que te pueda afectar? ¿Alguna vez sientes pasión? ¿Acaso sabes lo que es? ¿Y qué pasa con Daniel? ¿Cómo funciona esa relación? ¿Le dejas que te bese o se va todas las noches a casa muriéndose de frustración mientras tú duermes profundamente en tu cama virginal?

–De verdad no esperarás a que te conteste a eso solo porque estás de mal humor, ¿no?

–No, en realidad esperaba que me dieras una bofetada. ¿Por qué no lo has hecho?

–Probablemente porque era lo que tú querías.

–Estás aprendiendo, cariño. Todavía te queda alguna esperanza –le dijo mientras miraba por la ventana y contemplaba la ciudad.

–No me llames «cariño», Roarke. Desde luego, no aspiro a ser una de tus amantes– contraatacó Ginny.

–Un hombre se podría congelar intentando calentarte. Me compadezco de Daniel.

–Afortunadamente Daniel no necesita tu compasión –le respondió con rabia.

–Es cierto, él mismo es también como un témpano de hielo.

–Yo no creo que Daniel sea nada frío. Como se suele decir, las apariencias engañan.

–Eso también se podría referir a mí, cariño –respondió Roarke.

–De eso nada –negó Ginny con rotundidad–, tú eres un libro abierto, Roarke, y donde tú apareces todo el mundo sabe el argumento. Las más sensatas te devuelven a la estantería –le respondió con burla.

–Quizá, pero las que no lo hacen se lo pasan mucho mejor.

–Eres incorregible –afirmó Ginny–. Tengo cosas más importantes que hacer que malgastar el tiempo discutiendo contigo –hizo ademán de irse, pero Roarke se lo impidió.

–Eso puede esperar. Cierra la puerta y siéntate. Tengo que hablar contigo –le ordenó.

Ginny percibió algo intrigante en el ambiente y cerró la puerta obedientemente.

–Pensaba que no me creías cualificada para ser tu consultora sentimental.

–Un día de estos te vas a envenenar con esa lengua que tienes –le advirtió Roarke.

–Si buscas compasión, has acudido a la mujer equivocada. El hecho de que no hayas conseguido lo que querías no significa que tengas que destrozar el despacho. Así que has conocido a una mujer que tiene un poco de cerebro, ¿no? Tenía que pasar en algún momento.

–¿Sabes una cosa, Ginny? –le preguntó con desaprobación–, estás obsesionada con mi vida amorosa. ¿Quién ha dicho que esto tenga algo que ver con una mujer?

Roarke era como un imán para las mujeres, parecía desnudo cuando no llevaba una del brazo, lo cual no quería decir que no trabajara de manera incansable en el negocio familiar. Si no lo hiciera, la cadena de hoteles no sería de las mejores de su categoría. Pero también jugaba duro. Ginny ya había escuchado sus penas en otras ocasiones y, en general, siempre había una mujer en la historia. Esa vez no parecía ser así, si es que se le podía creer.

–¿No tiene que ver con una mujer? –le preguntó alzando las cejas.

–Bueno, en realidad sí se trata de una mujer, pero no de la manera que te imaginas –admitió él nerviosamente.

Intrigada por las muestras palpables de su preocupación, Ginny se sentó en la silla más cercana, cruzó las piernas y elegantemente se estiró la falda de su traje violeta. Se había quitado la chaqueta y llevaba una sencilla blusa de seda sin mangas de color crema apropiada para el oprimente calor del verano.

–¿Qué crees que me estoy imaginando? –lo desafió, sus ojos lo seguían mientras él se dirigía a su silla de piel y se hundía en ella suspirando profundamente.

–Lo peor. Es lo que normalmente te imaginas.

–Bueno, eres tú el único que tiene la culpa. Tú nunca has tenido que consolar a tus ex novias. Tiemblo cuando pienso en todas las historias que he oído.

–No creas todo lo que oyes. Yo no tengo la culpa de que se hagan ilusiones. Nunca les he prometido que fuera a estar con ellas para siempre –se defendió Roarke.

–Eso es lo que yo les digo –afirmó Ginny–, «él no es hombre de una sola mujer y haríais bien en buscar a alguien que fuera más fiable».

–Por lo que veo –dijo Roarke enarcando las cejas–, te estás refiriendo a esa parte de mi vida que yo considero, claramente de manera equivocada, privada. ¿No te ha dicho nadie que no debes interferir en la vida amorosa de tu jefe?

–Tu vida amorosa deja de ser privada cuando la vives de una manera tan pública. ¡Casi no pasa ni un día sin que seas fotografiado con alguna mujer del brazo! Tu lista de conquistas debe estar a punto de estallar.

–Si tuviera una. Pero no la tengo.

–¿No tienes una lista? No me lo creo. Los hombres como tú siempre tienen una.

–Y cómo es ese tipo de hombre?

–El tipo de hombre que cambia de mujer tan a menudo como se cambia de ropa.

–Supongo que no lo puedo negar.

–Me temo que no, ya conozco los resultados de tus actos.

–No te parece bien nada de lo que hago, ¿verdad? –dijo Roarke mirándola con cierto cinismo.

–No todo, solo tu manera de tratar a las mujeres.

–Haces que parezca una especie de playboy.

–Tus líos están muy bien catalogados en la prensa –le recordó.

–La mayoría de las mujeres con las que me ves fotografiado son viejas amigas. A menudo me invitan a acontecimientos sociales en los que tengo que llevar acompañante y prefiero llevar a una mujer que conozco para no verme sentado al lado de una extraña. Pasamos un buen rato y después la llevo a casa. Final de la historia.

–No estarás queriéndome decir que tus citas terminan de una manera tan disciplinada.

–Desde luego que no, pero eso es cosa mía.

–¿Nunca has pensado en encontrar una mujer y formar una pareja? –le preguntó con curiosidad–. ¿No has estado nunca enamorado?

–No, y espero no estarlo nunca –respondió–. Según mi experiencia, los finales felices solo ocurren en los cuentos de hadas, cariño.

–¿No crees en el amor? –le preguntó sorprendida.

–La gente en realidad se enamora de la lujuria, pero prefieren llamarlo amor porque suena mejor –respondió él–. Yo respeto a las mujeres por quienes son y por lo que son. Disfruto con ellas, pero no prometo nada que no pueda cumplir y me niego a darle a una relación más importancia de la que en realidad tiene.

Ginny suponía que debería tener una buena opinión de él por eso, pero para ella era muy extraño oírlo hablar de esa manera. A pesar de sus propias experiencias, Ginny todavía creía en el amor, simplemente había elegido mal, eso era todo. Esa vez no se iba a dejar llevar por la pasión. Daniel representaba todo lo que ella quería en un hombre, y estaba segura de que su afecto por él se iría convirtiendo en amor con el paso del tiempo.

–¿Tienes la intención de casarte y de tener niños? –Ginny no pudo frenar su curiosidad.

–Seguramente, algún día –respondió Roarke–, pero el amor no tendrá nada que ver con ello.

–Quizás tu mujer no esté de acuerdo.

–La persona con la que me case sabrá que tiene mi respeto y lealtad. Cuando haga una promesa, nunca la romperé. Solo quiero tener que casarme una vez.

–Parece que has tenido alguna experiencia desagradable. ¿Qué te ha pasado para que estés tan desencantado con el matrimonio?

–Los excesos: mi padre se ha casado cuatro veces y mi madre ya va por su tercer marido. En todos los casos, los dos juraron que se trataba de amor, pero tan pronto como desaparecía la pasión, se divorciaban. Tengo hermanos esparcidos por todo el planeta, fruto de sus diferentes matrimonios.

–La verdad es que no son muy buenos ejemplos –afirmó Ginny–, pero no te tiene por qué pasar lo mismo a ti.

–No me pasará lo mismo. Tengo la intención de cumplir mis promesas, cuando llegue la ocasión.

–Me alegro de oírlo, pero, ¿no te parece que no se puede cambiar tan fácilmente?

–Siempre hay excepciones, cariño – Roarke sonrió.

–Yo no estoy tan segura.

–Debería haberte despedido hace meses –dijo él sonriendo dulcemente–, solo Dios sabe por qué no lo he hecho.

–Porque tú no puedes hacerlo. Fue tu abuelo quien me contrató, y solo él puede despedirme.

Roarke se deshizo el nudo de la corbata y se desabrochó los botones de la camisa.

–Estás equivocada. Te podría despedir inmediatamente, pero haces muy bien tu trabajo, tienes gusto para los colores y mucho estilo; y hasta ahora solamente hemos recibido halagos por tu labor.

–¿Sería este un buen momento para pedir una subida de sueldo? –preguntó sintiéndose elogiada.

–Seguramente la obtendrías. Una buena empleada se lo merece.

Ginny no era codiciosa. Hacía poco que le habían subido el sueldo. La empresa recompensaba a los empleados por sus esfuerzos sin necesidad de pedirlo y ella había recibido su parte.

–No te preocupes, no tengo intención de aceptar esa proposición. Bueno, y ¿qué es lo que te ha hecho la pobre papelera para provocar tu ira?

–Se ha reído de mí –dijo Roarke con arrepentimiento.

–¿Que se ha reído de ti?

–Sí, y a propósito –confirmó Roarke.

–Ah, así que no te ha ido muy bien la comida.

–Digámoslo así. Por eso necesito tu ayuda.

–Las cosas no deben de ir muy bien –dijo Ginny conteniendo su curiosidad.

–No tienes ni idea.

–Bueno, ¿me vas a contar más o esto es una adivinanza? –le exigió Ginny con impaciencia.

–Mi hermana se casa este fin de semana –respondió Roarke.