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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Maya Blake

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cumbres de deseo, n.º 2486 - agosto 2016

Título original: A Diamond Deal with the Greek

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8639-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Arabella «Rebel» Daniels se colocó al fondo de uno de los numerosos ascensores del enorme edificio de cristal y acero conocido como Edificio Angel y esperó a que subiese el grupo de cuatro personas. Tragó saliva, todavía pudo saborear el café doble que se había tomado aquella mañana, y respiró hondo para tranquilizarse. Aunque al levantarse había necesitado aquel estímulo, el efecto que la cafeína había tenido en sus nervios había hecho que se arrepintiese después.

La cafeína y el pánico no eran buenos compañeros y, después de dos largas semanas conviviendo con ellos, estaba deseando dejarlos atrás.

Tenía el corazón acelerado, pero, por suerte, no oía los latidos por encima de la fuerte música que estaba escuchando.

La idea de bregar con lo que la esperaba cuando el ascensor llegase a su destino ya era agotadora, aunque también tenía que lidiar con la pesada carga de haber perdido a su principal patrocinador y con el posterior frenesí mediático. Aunque los medios de comunicación se habrían quedado muy decepcionados si hubiesen descubierto que la sustancia que estaba utilizando para pasar aquel mal trago no era ni alcohol ni drogas, sino solo café.

Clavó la mirada perdida al frente y recordó las palabras de la carta que, desde hacía dos semanas, pesaba en su bolso.

 

Arabella,

Lo primero, feliz veinticinco cumpleaños el miércoles. Que no te sorprenda que te escriba de repente. Sigues siendo mi hija y tengo el deber de cuidar de ti. No te juzgo por el modo en que has decidido vivir tu vida. Ni he puesto condiciones a los fondos adjuntos. Los necesitas, así que deja a un lado tu orgullo y utilízalos. Es lo que tu madre habría querido.

Tu padre.

 

Intentó no pensar en lo mucho que le habían dolido aquellas duras palabras, sino en el recibo que había acompañado a la carta.

Las quinientas mil libras que habían depositado en su cuenta bancaria eran poco menos de lo que sus patrocinadores le habrían donado si hubiese seguido respaldándola, pero suficiente para participar en los campeonatos de esquí alpino de Verbier.

En esa ocasión no pudo evitar sentirse culpable y un poco avergonzada.

Tenía que haberse esforzado más en intentar devolver el dinero.

Su padre y ella se habían dicho demasiadas cosas y, a pesar del paso de los años, el dolor y la culpa seguían ahí. Y, a juzgar por la carta de su padre, este seguía pensando lo mismo que la última vez que se habían visto.

Todavía la responsabilizaba de la muerte de su esposa y madre de Rebel.

Intentó contener el dolor e ignorar las miradas perspicaces del resto de ocupantes del ascensor. En cualquier otro momento habría bajado el volumen de la música, pero aquel día era diferente. Aquel día iba a volver a ver a su padre después de cinco años y necesitaba ir protegida para ello con una armadura, pero lo único que tenía era la música.

Otro hombre de negocios trajeado la miró mal. Rebel sonrió y él abrió los ojos, primero con sorpresa y después con algo más.

Rebel apartó la vista de él, la clavó en los botones del ascensor y respiró aliviada al llegar al piso cuarenta. Al parecer su padre era el Director Financiero de Angel International Group. Este no le había dado más información a pesar de que ella se la había pedido y tampoco le había permitido que le devolviese el dinero que le había dado.

Rebel tenía que haberse dejado llevar por el profundo dolor que le causaba saber que su padre solo hacía aquello por la esposa a la que había amado y a la que había perdido de manera tan trágica, y no por la insistencia de su gestora de que aquel dinero era la respuesta a todas sus plegarias.

Pero había sido la insistencia de su padre de que el dinero era suyo a pesar de todo lo que la había llevado a confesarle su existencia a Contessa Stanley. Esta no había tenido ningún recelo a la hora de utilizarlo. Sobre todo porque Rebel había perdido recientemente a otro importante patrocinador por culpa del efecto dominó creado por los artículos sensacionalistas de la prensa. Incluso su retirada de la vida pública se había visto de manera negativa y se había especulado con la posibilidad de que estuviese por fin rehabilitándose o de que le hubiesen roto el corazón.

Teniendo en cuenta que cada vez existían menos posibilidades de encontrar a un nuevo patrocinador y que se acercaban los campeonatos, Rebel había terminado por ceder a los argumentos de Contessa.

Y en esos momentos se sentía confundida, no solo porque su padre la estaba evitando después de haber sido él quién le había escrito una carta, sino también porque no le gustaba utilizar un dinero que, desde el principio, no había querido tocar.

–¿Disculpe?

Rebel se sobresaltó cuando el hombre que tenía más cerca le tocó el brazo. Se quitó un auricular y arqueó una ceja.

–¿Sí?

–¿No venía a esta planta? –le preguntó él, mirándola con interés mientras sujetaba la puerta y la recorría de arriba abajo con la mirada.

Ella gimió en silencio y se dijo que tenía que haber pasado por casa después de la sesión de yoga de aquella mañana para cambiarse y quitarse la ajustada ropa de deporte. Le dio las gracias en voz baja y salió.

Sujetando la esterilla y la bolsa del gimnasio con firmeza, bajó el volumen de la música y se fijó en la moqueta gris y afelpada, las enormes puertas de cristal, las paredes también grises y los enormes arreglos florales que eran la única fuente de color. De las paredes del ancho pasillo colgaban imágenes de alta definición de los mejores atletas del mundo, reproducidas en pantallas empotradas.

Rebel frunció el ceño y se preguntó si se habría equivocado de lugar.

Que ella supiese, su padre había trabajado como contable en una empresa de material de oficina, y no en un lugar elegante cuyos empleados vestían trajes caros y llevaban auriculares de aspecto futurista. Incapaz de aceptar que su padre, que siempre había expresado su odio por la carrera deportiva que ella había escogido, tuviese nada que ver con un lugar así, Rebel se dirigió hacia las puertas de cristal y las empujó.

Pero no ocurrió nada. Empujó con más fuerza y resopló al comprobar que la puerta no se abría.

–Esto… necesita una de estas para entrar –le dijo una voz a sus espaldas–. O un pase de visita y alguien de abajo que te acompañe.

Rebel se giró y vio al hombre del ascensor. Este sonrió más mientras le enseñaba una tarjeta de color negro mate. Ella sonrió también, cuanto más breve fuese el encuentro con su padre, mejor.

–Supongo que estaba demasiado impaciente por llegar aquí. He venido a ver a Nathan Daniels. ¿No podrías ayudarme a entrar? Soy Rebel, su hija. Hemos quedado y llego tarde…

Dejó de balbucir y apretó los dientes mientras él volvía a recorrerla con la mirada. Rebel jugó con los puños del jersey que llevaba atado a la cintura y esperó a que la mirada del hombre volviese a la altura de la suya.

–Por supuesto. Haría cualquier cosa por la hija de Nate. Por cierto, que tienes un nombre estupendo.

Ella siguió sonriendo y esperó a que el hombre pasase la tarjeta por el lector.

–Gracias –murmuró mientras se abría la puerta.

–Es un placer. Soy Stan. Ven, te acompañaré al despacho de Nate. No lo he visto hoy… –comentó, frunciendo el ceño–. De hecho, no lo he visto en toda la semana, ahora que lo pienso, pero estoy seguro de que estará por aquí.

Las palabras de Stan la hundieron todavía más. Ya estaba allí, pero se dio cuenta de que había dado por hecho que encontraría a su padre en el trabajo. Siguió a Stan por varios pasillos hasta llegar a la primera de dos puertas de metal de un pasillo largo y más silencioso que el resto.

–Aquí es.

Stan llamó a la puerta y entró. Las dos oficinas estaban vacías.

Stan se giró hacia Rebel con el ceño fruncido.

–No está, ni su secretaria tampoco…

–No me importa esperar –se apresuró a responder ella–. Seguro que no tardará. Y, si no vuelve pronto, lo llamaré por teléfono.

Stan se quedó dubitativo unos segundos y después asintió.

–Me gustaría invitarte a tomar una copa algún día, Rebel –le dijo.

Esta tuvo que hacer un esfuerzo para no hacer una mueca.

–Gracias, pero no puedo. Tengo la agenda llena de aquí a un futuro próximo.

No tenía intención de salir con nadie. En esos momentos, estaba demasiado ocupada lidiando con la angustiosa sensación de culpa y dolor.

A la prensa le gustaba especular con su vida y ella siempre había hecho por mantener la fachada de niña rebelde. No quería que investigasen y averiguasen lo ocurrido en Chamonix ocho años antes. Además de querer proteger la memoria de su querida madre, la culpa con la que tenía que vivir ya era demasiado grande como para exponerla a las miradas curiosas.

Ya había pasado su cumpleaños, fecha que tanto temía, y en esos momentos estaba centrada en los próximos campeonatos.

Sonrió para quitarle importancia a la negativa y suspiró aliviada al ver que Stan se limitaba a encogerse de hombros y se marchaba.

Rebel se dio la vuelta lentamente y miró a su alrededor para estudiar el despacho con paredes de cristal. Analizó el caro sillón de piel y el escritorio de caoba, sobre el cual todo estaba ordenado con la meticulosidad que caracterizaba a su padre. Temblando por dentro, se acercó al escritorio y clavó la vista en el único objeto personal que había encima de él, al lado derecho.

La fotografía, que estaba en un marco infantil, de color rosa y verde, era tal y como la recordaba. Se la había regalado a su padre por su cumpleaños doce años antes. Rebel tenía trece años en ella y reía mientras montaba en un tándem con su madre. Por aquel entonces, no había sospechado que su familia se rompería pocos años después. Ni que sería por su culpa.

Le dolió el corazón al pasar la mano por la fotografía. Su padre nunca había entendido que necesitase perseguir su sueño. Había sido tan duro y crítico con ella que no habían podido continuar viviendo bajo el mismo techo, pero Rebel jamás había imaginado que marcharse significaría perder a su padre. Nunca había pensado que este no la perdonaría.

Dejó caer la mano. Estaba allí. E iba a asumir el reto más importante de su carrera, pero antes de que eso ocurriera necesitaba saber si había algún modo de reconciliarse con su padre.

El ordenador estaba apagado y el calendario de sobremesa marcaba una fecha dos semanas antes. Intentó no dar vueltas a las palabras de Stan y fue hasta el otro lado del despacho. Dejó la esterilla y la bolsa de deporte en el suelo. Pasó otra media hora yendo y viniendo por la habitación y no pudo evitar pensar que allí ocurría algo. Dejó otro mensaje en el contestador de voz de su padre, diciéndole que no iba a marcharse hasta que no le devolviese la llamada, y dejó el teléfono encima de la mesita de café, junto al jersey y la esterilla.

La carta de su padre había abierto una herida todavía sin curar y la angustia que sentía le impedía concentrarse, algo que no podía permitirse. Greg, su entrenador, se lo había dicho esa mañana, y por eso habían añadido el yoga a su régimen de ejercicio físico.

Rebel había conseguido un puesto en el equipo del campeonato, así que no podía permitirse distraerse en esos momentos, por muchos problemas que tuviese con su padre.

Se dejó caer sobre la esterilla, se volvió a poner los auriculares, se estiró y cerró los ojos. Con las piernas cruzadas delante, respiró profundamente varias veces y empezó a hacer posiciones.

Sintió un cosquilleo, que atribuyó a que su cuerpo estaba empezando a relajarse, cosa de la que se alegraba después del estrés de las últimas semanas, pero al ver que persistía, que aumentaba cada vez que tomaba aire, hizo girar los hombros, molesta y nerviosa, sabiendo que no se relajaría hasta que no pudiese hablar con su padre.

Entonces llegó a su nariz un olor oscuro, hipnótico, con un toque a cítricos, salvaje. Al principio pensó que se lo estaba imaginando, pero el olor la fue invadiendo y le hizo sentirse como si tuviese un torbellino dentro.

Se tumbó lentamente boca abajo, dobló la pierna derecha y estiró la izquierda con la esperanza de que el dolor de sus músculos disipase la extraña sensación que había invadido su cuerpo. Repitió el ejercicio con la pierna derecha.

Pero la distracción no fue suficiente. Notó que se desconcentraba.

Apretó los dientes, se sentó y abrió las piernas en perpendicular a su cuerpo. Inclinó el cuerpo sobre una de ellas, luego sobre la otra, y más tarde hacia delante. Apoyó los codos en el suelo y levantó lentamente la pelvis.

Y entonces oyó jurar por encima de la música.

Abrió los ojos. Sintió que le faltaba el aire en los pulmones y dio un grito ahogado al ver al hombre que había allí sentado, con una pierna doblada sobre la otra y los brazos cruzados.

Sus ojos grises la miraban tan fijamente que Rebel no pudo moverse. El hombre más impresionante que había visto nunca se puso en pie. Llevaba un elegante traje de tres piezas color azul marino y tenía los hombros anchos, la cintura estrecha y los muslos fuertes.

Rebel se puso tensa y el hombre avanzó, llevando con él el olor que había roto su concentración. Tenía algo que le resultaba familiar, era como si fuese un extraño al que había visto mucho tiempo atrás, pero la sensación se disipó cuando se acercó más.

Lo vio agacharse delante de ella para quitarle los auriculares de las orejas. Los tiró al suelo y se acercó a ella todavía más, hasta que ocupó toda su visión.

–Tiene exactamente tres segundos para decirme quién es y darme una razón por la que no debo llamar a seguridad y que la lleven a la cárcel por conducta lasciva y violación de la propiedad.

Capítulo 2

 

Draco Angelis no era un hombre dado a la emoción ni a los impulsos. No obstante, al mirar a la mujer que tenía delante sintió ganas de volver a jurar. De hecho, hacía mucho tiempo que no deseaba hablar tan mal.

Se dijo a sí mismo que era porque el espectáculo que aquella mujer había estado dando a sus empleados en los últimos quince minutos le había hecho perder dinero. Además, realizando semejante exhibición en el despacho de Nathan Daniels aquella mujer estaba llamando la atención sobre un hecho que prefería mantener oculto. Draco siempre había mantenido a Angel International alejado de los escándalos y había conseguido ser profesional y reservado. Ninguno de sus clientes tenía derecho a hacer públicos los detalles de sus acuerdos.

Y el criterio era el mismo para su vida privada.

Pero la repentina desaparición de Nathan Daniels y el supuesto motivo de la misma hacían sospechar a Draco que pronto empezarían las especulaciones.

Y lo último que necesitaba era a aquella… sirena moviéndose de manera sinuosa en el despacho de su Director Financiero.

Con respecto a lo que su cuerpo había sentido al verla, en especial en la zona de la bragueta… Bueno, no pasaba nada por recordar de vez en cuando que era un hombre con sangre en las venas.

–¿Conducta lasciva?

Una sensual carcajada interrumpió los pensamientos de Draco y lo devolvió al presente.

–¿No le parece un poco exagerado?

Una gota de sudor corría por el lóbulo de la oreja de la mujer. Draco la siguió con la mirada, incapaz de apartarla, mientras seguía corriendo por su piel y se perdía en el valle de sus pechos.  ¿Le parece que realizar semejantes movimientos delante de una ventana, a la vista de todos mis empleados, es exagerar?

–No sabía que lo que estaba haciendo pudiese distraer a nadie. ¿Le importa retroceder?

–¿Qué ha dicho?

–Ya casi he terminado. Si paro ahora, tendré que empezar desde el principio. Lo siento, pero necesito espacio para las dos últimas posiciones, así que, si no le importa…

Draco se dijo que había sido la sorpresa lo que lo había empujado a incorporarse y no el deseo de ver cómo terminaba sus ejercicios. En cualquier caso, retrocedió con la mandíbula todavía más apretada, se cruzó de brazos y miró hacia abajo mientras el flexible cuerpo de la mujer se estiraba ante él.

Esta guardó el equilibrio sobre los codos, con el torso recto. Sus ágiles piernas dejaron el suelo y mantuvo la posición perpendicular varios segundos. Draco vio cómo le vibraban los músculos del vientre mientras estaba boca abajo, recorrió con la vista su piel brillante de sudor, la musculosa perfección de su cuerpo. Y se odió por ello.

Fuese quien fuese aquella mujer, no tenía ningún derecho a estar allí.

Dio un paso al frente justo en el momento en el que ella bajaba la otra pierna y se incorporaba.

No era muy alta, solo le llegaba al pecho, pero sus ojos azules brillaban con una fuerza que hacía que pareciese mucho más alta. Tenía la barbilla decidida y su boca, que seguía sonriendo aunque con cierta cautela, le hizo pensar en cosas que no tenían lugar allí.

–¿Por dónde íbamos? –le preguntó ella con voz sensual.

–Estábamos hablando de su presencia en mi edificio.

–Ah, sí, quería saber quién soy.

–Veo que intenta obviar el tema de la violación de la propiedad.

–Porque no he cometido ese delito. Tengo derecho a estar aquí.

–Lo dudo mucho. No suelo autorizar la presencia de mujeres desnudas para que realicen ejercicios acrobáticos ante mis empleados.

Ella miró a sus espaldas y vio a un grupo de hombres que miraban con avidez varios despachos más allá. Sonrió y saludó con la mano.

Una fría mirada de Draco hizo que sus empleados se dispersasen aunque Stan Macallister, que era un tipo valiente, se atrevió a devolver el saludo.

Draco decidió que había llegado el momento de poner fin a aquella farsa, se acercó al escritorio de su Director Financiero y tomó el teléfono.

–Soy el señor Angelis. Quiero que Seguridad suba al despacho de Daniels. Hay una visita indeseada a la que hay que acompañar a la calle. Y dígale a mi jefe de seguridad que antes de que termine el día quiero un informe en mi escritorio acerca de cómo ha conseguido llegar aquí.

Colgó el teléfono con más fuerza de la necesaria.

–Vaya, ¿de verdad piensa que era necesario?

Él se giró y se la encontró delante de la ventana, con una mano en la cadera y la cabeza inclinada hacia un lado. El pelo moreno y sedoso le caía hacia un lado y lo estaba mirando con una ceja arqueada.

–Tengo una reunión con un cliente dentro de menos de media hora. La echaría de aquí personalmente, pero después no tendría tiempo de darme una ducha.

Ella cambió de expresión al oír aquello y Draco sintió una infantil satisfacción al darse cuenta de que por fin le había dicho algo que la había desequilibrado.

–Todo esto me parece ridículo. Me llamo Rebel Daniels y soy la hija de Nathan Daniels. He venido a comer con mi padre y se me ha olvidado firmar abajo, así que Stan me ha dejado entrar. Mi padre no estaba aquí cuando he llegado. He dado por hecho que estaría reunido o algo así y he decidido esperar. Solo he utilizado el yoga para intentar aliviar el estrés.

Draco se hizo varias preguntas. ¿Cómo era posible que aquella mujer hubiese conseguido subir sin firmar abajo? ¿De verdad era la hija de Daniels? ¿Por qué estaba estresada?

–¿Sus padres le pusieron Rebel? –preguntó desconcertado, sin pensarlo.

–No, aunque mi madre se preguntó cómo no se le había ocurrido a ella cuando empecé a utilizar ese nombre con quince años.

–Entonces, ¿su nombre real es…?