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Contenido extra



Sinopsis

Soy buena… o mala…


La madre de Milly, una chica de quince años, es una asesina en serie. Aunque Milly la quiere, la única manera que tiene de pararla es delatándola a la policía y consiguiendo que entre en prisión.

A Milly le dan un nuevo comienzo: una identidad diferente, un hogar con una familia de acogida acomodada y una escuela privada exclusiva.

Pero Milly tiene secretos, y la vida en su nuevo hogar se complica. A medida que el juicio de su madre se acerca, tendrá que enfrentarse al amor que sigue sintiendo hacia una madre psicópata de cuyo influjo, aun habiéndola entregado a la justicia, no sabe si podrá escapar.

¿Será buena… o mala? Después de todo, ella es la hija de su madre, y ya se sabe que la sangre es más espesa que el agua…

Traducida a más de veinte idiomas, Soy buena es oscura, irresistible, suspense psicológico en primera persona y uno de los debuts más extraordinarios, controvertidos y explosivos de 2017.

«No podía dejar de leerlo, es como si me hubieran pegado al libro con un superpegamento».

Sunday Express

«La nueva Chica del tren, que era la nueva Perdida. Se lo pueden imaginar. Este psicothriller tiene toda la pinta de convertirse en un bestseller».

Cosmopolitan

«Ali Land ha escrito una novela escalofriante y cautivadora. Es, sin duda, el thriller del año».

The Sun



Biografía de la autora


Después de graduarse en Salud Mental, Ali Land trabajó como enfermera de niños y adolescentes con traumas y problemas mentales en hospitales y colegios en Gran Bretaña y Australia. Actualmente es escritora a tiempo completo y reside en Londres.

Soy buena, thriller psicológico basado en la historia real de una adolescente con una madre asesina, es su primera novela; hasta el momento se ha traducido a más de veinte idiomas.

@byAliLand

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Folder especial

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Novela negra en Pàmies


Disponibles en papel y en digital todos los títulos de la colección THRILLER de Pàmies. En todas las librerías y grandes superficies y en todas las plataformas digitales. Algunos de los títulos:


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Nada es cierto, Nacho Zubizarreta


Virginia Sentmenat, matriarca de una poderosa familia catalana del cava, le encarga a Lucas Rozman, expolicía y detective privado, que investigue del robo de un antiguo y valioso collar. Las sospechas recaen en Hugo, socorrista en una playa de Sitges recientemente desaparecido y novio de Susana, la hija pequeña de los Sentmenat. Esta le suplica a Lucas que lleve el caso, ya que sospecha que algo horrible le ha podido suceder a Hugo. Finalmente Lucas acepta, a pesar de intuir que esta investigación le traerá grandes problemas.

Con la ayuda de Leonor, su madre, y de Robert Cinderella Danvers, drag queen trasnochado, Lucas irá desgranando los secretos que silencia la acaudalada familia. La búsqueda del misterioso collar lo llevará a descubrir el entramado de sórdidas pasiones e intereses que se esconden en las apacibles calles de Sitges. Con su vida en peligro, Lucas deberá confrontar sus propias convicciones hasta llegar a comprender que, de todo lo que había creído hasta entonces, nada es cierto.

Lee aquí el principio de Nada es cierto.

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Desde las entrañas, Míchel Suñén


La enigmática aparición de Judith Vivanco en las inmediaciones del tristemente famoso camping de Los Alfaques, más de un año después de su secuestro, no es un caso único. Previamente, otra embarazada dio a luz durante un prolongado cautiverio antes de ser puesta en libertad con su bebé entre los brazos. Ninguna de las dos se muestra dispuesta a colaborar con los investigadores: ambas parecen proteger a su captor extrañamente agradecidas.

Alma Ollés es una «sensitiva» mediática con un pasado traumático y un presente esplendoroso hasta que conoce al norteamericano Telmo Gloum, uno de los hombres más poderosos, influyentes y ricos del planeta: transhumanista convencido, ególatra y propietario de un holding de empresas científicas que tratan de combatir el envejecimiento humano para vencer a la muerte, la corteja de una forma tan cautivadora, deslumbrante y fastuosa que resulta complicado no rendirse. Pero, ¿cuáles son sus auténticas motivaciones y qué esconden su conciencia y sus proyectos?

Desde las entrañas es un thriller actual, intenso y palpitante sobre la vida presente y futura. Un entramado de interrogantes grandes y pequeños sobre la condición humana por el que desfilan mujeres valientes y asustadas, madres coraje, activistas de Femen, criminales desalmados o comprometidos, víctimas inocentes, almas errantes y vidas no vividas. Una historia imprescindible sobre los umbrales del nacimiento y de la muerte, los límites de la moral, los crímenes legales e ilegales y otras desapariciones.

Lee aquí el principio de Desde las entrañas.

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Redención, John Hart


Un adolescente con una pistola que espera, a las puertas de la cárcel, al hombre que asesinó a su madre cuando él apenas era un bebé.

Una detective de policía problemática que se enfrenta a su pasado a causa de las secuelas de un brutal tiroteo.

Un poli honrado que, después de trece años en prisión, sale en libertad. Pero ¿por cuánto tiempo?

Un cuerpo que se enfría bajo una sábana de lino en el altar de una iglesia abandonada en lo profundo del bosque.

Una pequeña ciudad del sur de Estados Unidos a punto de estallar.

Es el camino hacia la Redención.

Rebosante de tensión, secretos y traiciones, Redención vuelve a mostrar la genialidad de John Hart (el único autor ganador del prestigioso premio EDGAR con dos novelas consecutivas) como maestro del thriller literario.

«Una historia de dolor y perdedores, de lucha contra el fracaso vital. La prosa de Hart tiene la hondura de Woodrell, sus personajes, la mirada de los creados por Lehane y una desesperación sobrecogedora. Es tremendo que este autor no sea todavía idolatrado». Juan Carlos Galindo, El País

«Lean esta novela. Y luego lean el resto de novelas de Hart. Así de bueno es». David Baldacci

«Es imposible parar de leerlo». Harlan Coben

Lee aquí el principio de Redención.

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Título original: Good Me Bad Me




Primera edición: octubre de 2017



Copyright © 2016 by Bo Dreams Ltd.


© de la traducción: Concepción Gábana Rueda, 2017


© de esta edición: 2016, ediciones Pàmies, S. L.
C/ Mesena, 18
28033 Madrid
editor@edicionespamies.com



ISBN: 978-84-16970-48-3

BIC: FF


Ilustración de cubierta y rótulos: Calderón Studio


Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.






Dedicado a las enfermeras de salud mental del mundo.

Las verdaderas estrellas del rock.

Este libro es para vosotras.






«Pero los corazones de los niños son unos órganos delicados. Un inicio difícil en la vida puede dejarlos deformados de mil extrañas maneras».

Carson McCullers, 1917–1967



¿Has soñado alguna vez con estar en un lugar muy, muy lejano? Yo sí.

Un campo lleno de amapolas.

Diminutas bailarinas rojas danzando un alegre vals.

Señalando con sus pétalos hacia un sendero que conduce a una orilla limpia. Extensa.

Floto boca arriba en un océano turquesa y bajo un cielo azul.

No hay nada más. No hay nadie más.

Ansío oír las palabras «Nunca dejaré que te pase nada malo».

O «No fue culpa suya, solo era una niña».

Sí, estos son los sueños que tengo.

No sé qué va a pasarme. Tengo miedo.

Es algo diferente. No me han dado opción.

Lo prometo.

Prometo ser tan buena como pueda.

Prometo intentarlo.



Sube ocho escalones. Sube otros cuatro.

La puerta de la derecha.



La sala de juegos.

Así lo llamaba ella.

Aunque lo que se jugaba allí era pura maldad,

y solo había un único ganador.

No, mamá. Por favor, no. Me duele. Por favor.

Tráeme entonces a alguien más con quien jugar.

De acuerdo, mamá, lo haré, lo prometo.

Cuando no era mi turno

me hacía mirar por un agujero en la pared.

Después me preguntaba: ¿Qué has visto, Annie?

¿Qué has visto?



1



Perdóname si te digo que fui yo.

Que fui yo quien lo contó.

El detective era un hombre amable, con una gran barriga toda redonda. Al principio se mostró incrédulo. Pero luego saqué del bolso la ropita llena de sangre. Eran prendas tan pequeñitas…

Y el osito de peluche salpicado de rojo. Podría haberle llevado más cosas, había mucho donde elegir. Ella nunca supo que yo guardaba todo eso.

El detective se intentaba acomodar en su silla. Se sentaron muy derechos, él y su barriga.

Noté que su mano temblaba ligeramente al descolgar el teléfono. Venga ahora mismo, dijo. Deberías haber oído el silencio mientras esperábamos a que apareciera su superior. Para mí era soportable. Para él, en absoluto. Unas cien preguntas retumbaban como tambores en su cabeza. ¿Estará esta chica diciendo la verdad? No puede ser. ¿Tantos? No. Seguro que no.

Conté la historia otra vez. Y otra. La misma historia. Ante caras diferentes que me miraban, ante oídos diferentes que me escuchaban. Les conté todo.

Bueno.

Casi todo.

Cuando acabé mi declaración, el único sonido de la sala era el suave zumbido de la grabadora.

Tendrás que ir al juzgado, lo sabes, ¿verdad? Eres el único testigo, dijo uno de los detectives. ¿Crees que estará segura si la mandamos a casa, dijo otro, si lo que está diciendo es verdad? Tendremos una reunión de equipo en cuestión de horas, replicó el inspector jefe al cargo, que luego se giró hacia mí: no va a pasarte nada, dijo. Ya me ha pasado, quise contestar.

Todo fue muy rápido después de eso, tenía que ser así. Me dejaron en la puerta del colegio, en un coche sin distintivos, a la hora en punto de la salida de clase. A tiempo de que ella me recogiera. Me estaría esperando con sus peticiones, últimamente más urgentes de lo normal. Dos en los seis últimos meses. Dos niños pequeños. Desaparecidos.

Actúa con normalidad, me dijeron. Vete a casa. Iremos a por ella esta noche.

El sonido del reloj de mi cómoda era constante. Tic. Tac. Tic. Y lo hicieron. Vinieron. En mitad de la noche, con el elemento sorpresa a su favor. Se oyó un crujido apenas perceptible en el camino de grava de fuera. Yo estaba en la planta de abajo en el momento en que derribaron la puerta.

Hubo gritos. Un hombre alto y delgado, vestido normal, a diferencia de los otros, dio una serie de órdenes que cortaban el olor agrio de nuestro salón. Tú, ve arriba. Tú, ahí. Vosotros dos, al jardín. Tú. Tú. Tú.

Una marea de uniformes azules se extendía a lo largo de nuestra casa. Con las pistolas en las manos contra el pecho, como si estuvieran rezando. Lo emocionante de la búsqueda y lo terrorífico de la verdad, grabados en sus caras en la misma proporción.

Y de repente tú.

Te sacaron a rastras de tu dormitorio. Tenías en la mejilla una marca roja de dormir, mientras intentabas asimilar lo que estaba pasando. No dijiste nada. Ni siquiera cuando te aplastaron la cara contra la alfombra ni cuando te leyeron tus derechos, ni cuando te inmovilizaron poniendo rodillas y codos sobre tu espalda. El camisón subido por encima de los muslos. Sin ropa interior. Indignidad máxima.

Volviste la cabeza a un lado. Me miraste. Tus ojos no se apartaban. Leí en ellos con facilidad. A ellos no les dijiste nada, pero a mí me lo dijiste todo. Asentí.

Pero solo cuando nadie miraba.



2



Un nombre nuevo. Una familia nueva.

Nuevecita.

Una.

Nueva.

Yo.

Mi padre de acogida es psicólogo. Es un especialista en traumas; tanto como su hija, Phoebe, aunque esta es más experta en lo que los causa que en el daño que producen. La madre, Saskia, creo que intenta que me sienta como en casa, pero no estoy segura. Es muy distinta a ti, mamá. Superdelgada y ausente.

Mientras esperaba a que Mike viniera a recogerme, todo el personal del hospital me decía que había tenido suerte. Qué familia más fantástica, los Newmont. Y plaza en el colegio Wetherbridge. Guau. Guau. Guau. Sí, lo había conseguido. Debería sentirme afortunada, pero como realmente me siento es asustada. Asustada de descubrir quién y qué puedo ser.

Asustada de que también ellos lo descubran.

Hace ahora una semana que Mike vino a recogerme, hacia el final de las vacaciones de verano. Yo llevaba el pelo limpio y recién peinado, recogido en una coleta tirante. Practiqué cómo iba a hablar, si debía sentarme o quedarme de pie. A cada minuto que pasaba, oyendo las voces que no eran la suya, sino las de las enfermeras, que se contaban algún chiste, me iba convenciendo de que él y su familia habían cambiado de opinión. Que se lo habían pensado mejor. Permanecí clavada en el suelo, esperando a que me dijeran: Lo siento, no vas a ir a ningún sitio hoy.

Pero entonces apareció Mike. Me saludó con una sonrisa y un firme apretón de manos, nada formal, sino agradable, en tanto que me hizo saber que no tenía miedo de entablar contacto conmigo. De correr el riesgo de contaminarse. Recuerdo cómo percibió que no tenía apenas pertenencias, solo una maleta pequeña. En ella había puesto unos cuantos libros, algo de ropa y otras cosas que había escondido, recuerdos tuyos. Nuestros. No llevaba nada más, dado que nuestra casa estaba prácticamente vacía. No te preocupes, dijo Mike, iremos de compras. Saskia y Phoebe están en casa, añadió; cenaremos todos juntos, será una gran bienvenida.

Fuimos con el director del hospital. Poco a poco, poco a poco, dijo, tómate cada día según venga. Son las noches lo que temo, quise decirle.

Se intercambiaron más sonrisas. Más apretones de manos. Mike firmó algo, se giró hacia mí y dijo: «¿Lista?».

No, la verdad es que no.

Pero me fui con él de todos modos.

El viaje a casa fue corto, de menos de una hora. Cada calle y cada edificio eran nuevos para mí. Había luz cuando llegamos a la gran casa, con columnas blancas en la parte delantera. ¿Todo bien?, preguntó Mike. Asentí, aunque bien no me encontraba. Esperé a que abriera la puerta principal; se me puso un nudo en la garganta cuando me di cuenta de que no estaba cerrada con llave. Entramos, aunque podíamos ser cualquier desconocido. Llamó a su mujer. Sas, dijo, hemos llegado. Ya voy, fue la respuesta. Hola, Milly, dijo, bienvenida. Sonreí, es lo que pensé que debía hacer. Rosie, su terrier, me recibió también; se alzó, se apoyó en mis piernas y estornudó feliz cuando le rasqué las orejas. ¿Dónde está Phoebs?, preguntó Mike. Viniendo de casa de Clondine, respondió Saskia. Perfecto, dijo Mike, cenaremos en una media hora entonces. Sugirió también que Saskia podía enseñarme mi habitación; recuerdo cómo Mike asintió como intentando insuflar ánimo. A Saskia, no a mí.

La seguí escaleras arriba, intentando no contar los escalones. Una nueva casa. Una nueva yo.

En la tercera planta solo estáis tú y Phoebe; nosotros estamos una más abajo. Te hemos puesto en el dormitorio del fondo, tiene una vista preciosa del jardín desde el balcón.

El amarillo de los girasoles, de un tono asombrosamente brillante, fue lo primero que vi. Eran como sonrisas en un jarrón. Le di las gracias a Saskia, le dije que eran unas de mis flores favoritas, y ella pareció satisfecha. Curiosea cuanto quieras, dijo, hay ropa en el armario. Te traeremos más, por supuesto, podrás elegirlo todo tú. Me preguntó si necesitaba algo. No, respondí, y se fue.

Solté mi maleta y me dirigí a la puerta del balcón; comprobé que estaba cerrada con llave. Estaba a salvo. El armario, a la derecha, era alto y de pino macizo. No miré en el interior, no quería pensar en ponerme ropa para luego quitármela. Al girarme, descubrí que había cajones bajo la cama; los abrí y los recorrí con las manos por el fondo y por los lados. No había nada. Estaba a salvo, de momento. Un gran espejo empotrado cubría por entero la pared de la derecha. Di la espalda a mi reflejo, no quería recordarme a mí misma. Comprobé que el pestillo de la puerta del baño funcionaba, y que no podía abrirse desde fuera; después me senté en la cama y traté de no pensar en ti.

Después de un buen rato, oí unos pasos que subían machacando la escalera. Intenté mantenerme tranquila, recordar los ejercicios de respiración que me había enseñado el psicólogo, pero estaba confundida, por lo que cuando ella apareció en mi puerta centré la vista en su frente, lo más cercano al contacto visual que podía manejar. «La cena está lista». Su voz fue como un ronroneo pastoso, con una pizca de mal humor, justo como la recordaba cuando nos reunimos todos con la trabajadora social. No pudimos vernos en el hospital. No autorizaron que ella supiera la verdad, ni siquiera permitieron que tuviera la oportunidad de preguntar nada. Recuerdo que me sentí intimidada por su aspecto: rubia y segura de sí misma, con pinta de estar aburrida, forzada a recibir a extraños en su casa. Durante la entrevista preguntó dos veces cuánto tiempo iba a quedarme con ellos. Las dos veces le dijeron que se callara.

Mi padre me ha pedido que viniera a avisarte, dijo, con los brazos cruzados sobre el pecho, en actitud defensiva. Había visto al personal del hospital haciendo ver a los pacientes lo que significaba su lenguaje corporal, etiquetándolo. Yo observaba atentamente, aprendí un montón. Ya hacía varios días de aquello, pero lo último que dijo antes de girar sobre sus talones como una bailarina enfadada se quedó en mi cabeza: Ah, y bienvenida a esta casa de locos.

Seguí su olor, dulce, rosa, hacia la cocina, fantaseando sobre cómo sería tener una hermana. Sobre qué clase de hermanas podríamos ser ella y yo. Ella sería Meg, pensé, y yo sería Jo, unas Mujercitas particulares. Me habían contado en el hospital que la esperanza era mi mejor arma, que sería lo que me haría avanzar hacia adelante.

Los creí como una tonta.



3



Dormí con la ropa puesta esa primera noche. No me puse ninguno de los pijamas de seda que me había comprado Saskia, solo los había tocado para quitarlos de la cama. Ese resbaladizo tejido sobre mi piel… Podré dormir mejor a partir de ahora por la noche, aunque sea solo a ratos. Llevo recorrido un largo camino desde que dejé de estar contigo. La gente del hospital me dijo que no hablé durante tres días. Me sentaba en la cama, con la espalda contra la pared. Muy quieta. En silencio. Shock, lo llamaron. Es algo mucho peor, quise decir, algo que entraba en mi habitación cada vez que me permitía a mí misma dormir. Venía deslizándose, por debajo de la puerta, siseando algo hacia mí, haciéndose llamar mamá. Todavía lo hace.

Cuando no puedo dormir, no son ovejas lo que cuento, sino los días que quedan para el juicio. Yo contra ti. Todo el mundo contra ti. El lunes solo quedarán doce semanas. Ochenta y ocho días, y descontando. Cuento y descuento. Cuento hasta que lloro, y otra vez hasta que paro, y sé que no está bien, pero en algún punto de la cuenta empiezo a echarte de menos. Voy a tener que trabajar mucho lo del ahora y el antes. Hay cosas que debo ordenar en mi cabeza. Cosas que debo tener claras si me llaman a declarar en el juzgado. Hay mucho que puede torcerse cuando todos los ojos miran hacia el mismo sitio.

Mike tiene un gran papel que desempeñar en ese trabajo, un plan de tratamiento ideado entre él y el equipo del hospital que incluye una sesión de terapia semanal conmigo en la contrarreloj hasta el juicio. Es una oportunidad que tengo de comentar mis inquietudes y mis preocupaciones con él. Ayer sugirió los miércoles, a mitad de semana. Dije que sí, pero no porque yo lo quiera así, sino porque él deseaba que yo lo quisiera así. Cree que eso ayudará.

Las clases empiezan mañana. Estamos todos en la cocina. Phoebe está diciendo gracias a dios, no veo el momento de volver al colegio y estar fuera de esta casa. Mike le ríe la gracia; Saskia parece triste. Durante la semana pasada he notado que algo no marcha bien entre ellas. Ambas viven casi por entero de forma independiente la una de la otra, y Mike es el traductor, el mediador. A veces Phoebe la llama «Saskia», no «mamá». Me esperaba que fueran a reprenderla por ello, pero no. No he observado tal cosa. Tampoco he visto que se rocen siquiera, y yo creo que el roce es un indicador del amor. Pero no el tipo de roce que has experimentado tú, Milly. Hay roces buenos y roces malos, decía el personal del hospital.

Phoebe anuncia que ha quedado con una tal Izzy, que acaba de volver de Francia. Mike sugiere que también vaya yo, para que me la presente. Phoebe pone los ojos en blanco y dice oh, venga, no he visto a Iz en todo el verano, la puede conocer mañana. Será bueno para Milly conocer a las chicas, insiste él, y que la lleves a los sitios por los que sueles salir. De acuerdo, concede ella, pero ese no es mi cometido.

—Es un detalle muy bonito de tu parte —dice Saskia.

Phoebe mira a su madre con altivez. Le mantiene la mirada hasta que gana. Saskia aparta la vista con un toque de rubor en las mejillas.

—Solo quería decir que me parecía que estabas teniendo un detalle bonito.

—Nadie te ha pedido opinión, ¿o sí?

Espero la reacción; una bofetada, que le lancen cualquier objeto. Pero no ocurre nada de eso. Solo Mike, que dice:

—Por favor, no le hables así a tu madre.

Cuando salimos de casa veo a una chica con chándal en el murete que hay frente al camino de acceso a nuestra casa que nos mira al pasar. Phoebe dice que te jodan, mierdecilla, búscate otro muro en el que sentarte. La chica le responde sacándole el dedo.

—¿Quién era esa? —pregunto.

—Una asquerosa de los bloques.

Señala con la cabeza hacia las torres de edificios que se encuentran a la izquierda del camino por el que vamos.

—Por cierto, no te acostumbres a esto. Iré a mi bola cuando las clases empiecen oficialmente.

—De acuerdo.

—La verja de allí recorre nuestro jardín hasta el final. No hay mucho más hacia allá, solo algunos talleres de coches y así, y es más rápido ir por aquí al colegio.

—¿A qué hora sueles irte por las mañanas?

—Depende. Normalmente me junto con Iz y vamos juntas. A veces pasamos por el Starbucks un rato, pero este año comienza la temporada de hockey y soy la capitana, así que me iré más pronto aún para entrenar.

—Debes de ser muy buena si eres la capitana.

—Supongo. Bueno, ¿cuál es tu historia entonces? ¿Dónde están tus amigos?

Una mano invisible se coloca en la boca de mi estómago, me lo revuelve todo y ahí se queda. Siento que me estalla la cabeza. Relájate, me digo; practicaba este tipo de cosas con el personal del hospital una y otra vez.

—Mi madre me abandonó cuando era pequeña. Vivía con mi padre, pero murió hace poco.

—Joder, vaya mierda.

Asiento y lo dejo ahí. Menos es nada, me dijeron en el hospital.

—Probablemente mi padre te lo enseñara la semana pasada: al final del camino a nuestra casa hay un atajo al colegio.

Señala a la derecha.

—Vas hasta el final, coges la primera calle a la izquierda y luego la segunda a la derecha y solo tardas cinco minutos desde ahí.

Estoy a punto de darle las gracias, pero algo la distrae, y su cara se transforma con una sonrisa. Sigo su mirada y veo a una chica rubia cruzando hacia nosotras, lanzando besos de forma exagerada. Phoebe se ríe y la saluda. Es Iz, dice. Izzy lleva unos pantalones cortos vaqueros desgastados y luce unas piernas muy morenas, y, como Phoebe, es guapa. Muy guapa. Observo cómo se saludan, cómo se piropean, cómo hablan a cien por hora. Se acribillan a preguntas, a respuestas, sacan sus móviles, se enseñan fotos. Hablan con coquetería de chicos, critican a una tal Jacinta, de quien Izzy dice que es un espanto en biquini, te juro que la puta piscina entera se vació cuando se lanzó al agua. Toda esta interacción ocurre en tan solo unos minutos, pero, con el embarazo de notar que sobro, parecen horas. Izzy entonces me mira y le dice a Phoebe:

—¿Quién es esta, la nueva pardilla del centro de rescate de Mike?

Phoebe se ríe y responde:

—Se llama Milly. Se quedará con nosotros un tiempo.

—Creía que tu padre no iba a traer a nadie más.

—Y yo qué sé, ya sabes que no puede resistirse a los desvalidos.

—¿Vas a ir a Wetherbridge? —me pregunta Izzy.

—Sí.

—¿Eres de Londres?

—No.

—¿Tienes novio?

—No.

—¡Joder! ¿Solo sabes hablar la lengua de los robots? Sí. No. No.

Agita de forma exagerada los brazos y hace un ruido mecánico como el que hacía ese tal Dalek del episodio de Doctor Who que vi una vez en una clase de teatro en mi antiguo colegio. Las dos estallan en carcajadas y vuelven a sus móviles. Me gustaría poder decirles que hablo así, tan despacio y de forma tan significativa, cuando estoy nerviosa y para filtrar el ruido, ese ruido blanco recalcado por tu voz. Incluso ahora, y especialmente ahora, estás aquí, en mi cabeza. A ti te requiere muy poco esfuerzo tener un comportamiento normal, pero para mí es un mundo hacerlo. Siempre me sorprendía lo mucho que te querían en el trabajo. No mostrabas violencia ni rabia, solo una sonrisa amable y un tono de voz suave. Los tenías en la palma de la mano, los aislabas. Te llevabas aparte a las mujeres a las que sabías que podías persuadir y les hablabas al oído, muy cerca. Se sentían seguras, queridas. Así es como las hacías sentir. Por eso te confiaban a sus hijos.

—Debería volver a casa. No me encuentro bien.

—Vale —replica Phoebe—. Pero evítame cualquier problema con mi padre.

Izzy me mira de forma altiva con una sonrisa provocadora.

—Te veo en clase —dice, y mientras me alejo, oigo que añade—: Esto va a ser divertido.

La chica del chándal ya no está en el muro. Me paro a contemplar el barrio; sigo con la mirada los bloques de edificios hasta el cielo estirando el cuello hasta atrás del todo. No había bloques así en Devon, solo casas y campo. Hectáreas de privacidad.

Cuando vuelvo a entrar en casa, Mike me pregunta que dónde está Phoebe. Le hablo de Izzy y sonríe, como excusándose, supongo.

—Son amigas desde siempre —dice—. Tienen que ponerse al día de todo el verano. ¿Te apetece que tengamos una charla rápida en mi estudio, como preparación para el primer día de clase de mañana?

Digo que sí. Parece que lo digo mucho. Es una buena palabra, una palabra detrás de la que puedo esconderme. El estudio de Mike es grande, con ventanas que se abren, dominantes, hacia el jardín. Hay un escritorio de caoba, un marco de fotos y una lámpara de lectura verde de estilo antiguo, y montones de pilas de papeles. Hay una librería e hileras de baldas de obra llenas de libros; las demás paredes están pintadas de color malva. Todo respira equilibrio, seguridad. Mike mira cómo observo la librería y se ríe. Lo sé, lo sé, dice, son demasiados, pero, entre tú y yo, creo que uno nunca tiene demasiados libros.

Asiento.

—¿La biblioteca de tu antiguo colegio era buena? —inquiere.

No me gusta la pregunta. No me gusta pensar en mi vida tal y como era antes. Pero respondo, demostrando voluntad.

—La verdad es que no, pero había una en el pueblo de al lado. Iba allí a veces.

—Leer es algo muy terapéutico; si quieres que te preste algún libro, solo tienes que decírmelo. Tengo muchísimos, como puedes ver.

Me guiña un ojo, pero no de una manera que me haga sentir incómoda; hace un gesto hacia un sillón y me dice que me siente y me relaje. Me siento y percibo que la puerta del estudio no está abierta; Mike debe de haberla cerrado mientras yo estaba contemplando sus libros.

—Es cómodo, ¿verdad? —dice, refiriéndose al sillón en el que estoy sentada.

Asiento con la cabeza. Intento mostrarme relajada, cómoda. Quiero hacerlo bien. Es reclinatorio, añade, solo tienes que dar un toquecito a la palanca, dale si te apetece. No me apetece, y no hago nada. Pienso que estoy en una sala, sentada en un sillón que se reclina, con alguien a mi espalda, a solas los dos. No. No me gusta la idea.

—Sé que hemos debatido esto en el hospital antes de que te dieran el alta, pero es importante que repasemos todo en lo que entonces estuvimos de acuerdo antes de que el colegio te engulla las próximas semanas.

Se me empieza a mover un pie de forma nerviosa. Él se lo queda mirando.

—Pareces insegura.

—Un poco.

—Lo único que te pido es que mantengas la mente abierta, Milly. Tómate nuestras sesiones de terapia como momentos de respiro, como un punto para parar y coger aire. Tenemos menos de tres meses hasta que empiece el juicio, por lo que, en parte, trabajaremos en prepararte para ello, pero también continuaremos con la relajación guiada que empezaste en el hospital.

—¿Tenemos que hacerlo?

—Sí, te ayudará en este recorrido.

—Es humano querer evitar las cosas que nos hacen sentirnos amenazados, Milly, las cosas que nos hacen sentir que no controlamos nada, pero es importante que vayamos por ahí, que empecemos el proceso de poner esas cosas a descansar. Me gustaría que pensaras en un lugar que te haga sentir a salvo; te preguntaré cosas sobre él la próxima vez que nos reunamos. En un principio, te parecerá algo difícil de hacer, pero necesito que lo intentes. Puede ser cualquier sitio: una clase de tu antiguo colegio, la ruta del autobús que solías coger…

Ella me llevaba al colegio todos los días.

—… o algún sitio en el pueblo donde vivías, como una cafetería, o la biblioteca que has mencionado; puede ser cualquier sitio, siempre que el sentimiento que le asocies sea de comodidad. ¿Le puedes encontrar sentido a esto que te digo?

—Lo intentaré.

—Bien. Entonces ¿qué me cuentas sobre mañana, cómo te sientes? Nunca es fácil ser la nueva.

—Trataré de parecer ocupada, eso ayuda.

—Bueno, confía en ti y no te exijas demasiado, Wetherbridge puede ser un auténtico barullo, pero no tengo dudas de que mantendrás el tipo. ¿Hay algo más de lo que quieras hablar o que quieras preguntar, algo sobre lo que te sientas insegura?

Todo.

—Nada, gracias.

—Vamos a dejarlo aquí por hoy entonces, pero si surge algo entre este momento y nuestra próxima sesión, mi puerta siempre está abierta.

Según me voy hacia mi habitación, no puedo evitar sentirme frustrada por que Mike quiera seguir con la hipnosis. Cree que llamándolo «relajación guiada» no reconoceré lo que es, pero sí lo hago. Oí a medias al psicólogo del hospital cuando le contaba a un colega que la técnica de hipnosis que había estado usando conmigo sería, seguramente, una buena forma de «desbloquearme». Mejor mantenme bloqueada, quise decirle.

Oigo música al pasar por la habitación de Phoebe, por lo que debe de haber vuelto. Reúno el coraje suficiente para llamar a su puerta; quiero preguntarle qué me espera en el colegio mañana.

—¡¿Quién es?! —grita.

—Milly —contesto.

—Estoy ocupada preparándome para mañana —responde—. Deberías hacer lo mismo.

Le susurro a la puerta mi réplica —Estoy asustada—, y luego me voy a mi habitación y extiendo sobre la cama mi nuevo uniforme. Una falda azul, una camisa blanca y una corbata a rayas con dos tonos de azul. E intento, como puedo, no pensar en ti. Es todo lo que puedo hacer. En nuestro viaje de ida al colegio y en el de vuelta; trabajabas en el turno de mañana, por lo que no tenía que coger el autobús. Recuerdo la canción que cantabas mientras me dabas pellizcos. Cómo salivaba por el dolor. Nuestros secretos son especiales, habrías dicho cuando llegara el estribillo. Siempre se quedarán entre tú y yo.

Justo después de las nueve, Saskia viene a darme las buenas noches. Intenta no preocuparte por mañana, dice, Wetherbridge es una escuela estupenda, de verdad. Después de cerrar la puerta, la escucho en la habitación de Phoebe. Llama a la puerta, y luego la abre. Phoebe dice algo, y la puerta se cierra de nuevo.



4



Superé los dos primeros días de colegio, el jueves y el viernes de la semana pasada, sin incidentes, protegida por el programa de iniciación. Lectura de normas y expectativas, presentación de mi tutora, la señorita Kemp. Los de mi año normalmente no tienen tutores, pero como soy la única nueva este año, y la señorita Kemp da arte, me emparejaron con ella. La directora de mi antiguo colegio envió una carta mediante los servicios sociales en la que explicaba el talento que pensaba que yo tenía para el arte. La señorita Kemp parecía emocionada: dijo que se moría por ver qué podía hacer yo. Apareció, toda amabilidad y simpatía, aunque nunca se sabe. No del todo. Recuerdo su olor más que nada, a tabaco mezclado con algo que no podía determinar. Sin embargo, me era familiar.

El fin de semana fue tranquilo. Mike trabaja los sábados en su despacho de Notting Hill —que es de donde viene el dinero de verdad—. Saskia estuvo entrando y saliendo de casa, por el yoga y por otras cosas. Phoebe estuvo en casa de Izzy. Tuve un montón de tiempo para mí. El domingo por la tarde Mike y Saskia me llevaron a un cine que se llama The Electric en Portobello Road, y a pesar de que fue muy distinto de esas noches de cine que solíamos hacer en casa, pasé todo el tiempo pensando en ti.

Cuando volvimos, Phoebe estaba en unos recreativos, con pinta de enfadada. Qué enternecedor, dijo. Te preguntamos si querías venir, replicó Mike. Ella se encogió de hombros. Ya, claro, no he vuelto de casa de Izzy a tiempo, ¿verdad?

Subimos juntas la escalera. Parece que te estás adaptando bien, ¿no?, me dijo. Disfrútalo mientras dure, no estarás aquí mucho tiempo, nadie lo ha estado nunca. Sentí un vuelco en el estómago. Una alarma. Una señal.



A la mañana siguiente solo estábamos Mike y yo en el desayuno. Me contó que Saskia se había quedado en la cama para recuperar sueño atrasado. Él no sabe que he visto las pastillas en el bolso de su mujer.

Desafortunadamente, Phoebe se ha ido ya, dice. ¿Quieres que vaya contigo? Es tu primera semana completa. Le digo que estaré bien sola, aunque no estoy segura de que sea cierto. Durante los dos días de iniciación comí con otras chicas en el comedor del colegio. La curiosidad inicial pronto se convirtió en desinterés cuando las palabras —habla como un robot, se mira los pies, qué rara es. Yo solo podía intentar ocultar el temblor de las manos— comenzaron a expandir un daño permanente por mi sistema nervioso —metiéndomelas en los bolsillos o llevando una carpeta—. Está claro que las cosas van rápido en este colegio; pasas en un segundo de ser interesante a no serlo. No tiene sentido mirar a Phoebe: es obvio que prefiere que no la asocien conmigo, por lo que me ignoran, firmemente, hasta insertarme en la categoría de «intrusa».

La intrusa.

Pero hoy, lunes, es distinto.

Hoy, una ola intencionada de codazos y risitas de las chicas de mi clase me acompaña al cruzar el patio del colegio.

Se han dado cuenta de mi existencia.

Giro bruscamente a la derecha una vez dentro, para evitar el pasillo central y salir airosa de ese gallinero de chicas guapas, tóxicas y esnobs.

Dejo atrás las risitas y los agudos insultos que van de unas a otras, incluso entre las que son amigas —especialmente entre las que son amigas— y me dirijo a la sala de las taquillas.

Abro la puerta con la espalda. Llevo un montón de carpetas en los brazos.

Me giro. Lo veo inmediatamente.

Es de tamaño gigante. Está pegado en mi taquilla. Se trata de la foto escolar que me hicieron la semana pasada en el primer día de clase a tamaño póster. Se me ve incómoda, insegura. Fea. En ella tengo la boca ligeramente abierta, lo suficiente para que me hayan colocado ahí una imagen de un pene gigante y un bocadillo de diálogo:

«Milly se folla a Willy».

Me muevo; dejo que se cierre la puerta. Un suave portazo sella la sala. Me dirijo, como hipnotizada, hacia el póster. Hacia mí. Es curioso observarme de una manera en la que nunca me he visto. Un intruso de color rosa lleno de venas se proyecta hacia mi boca. Ladeo la cabeza; me imagino pegándole un mordisco. Un mordisco con ganas.

Desde el pasillo me llega un torrente de ruido, como si de un torrente de sangre se tratase, en el mismo momento en que la puerta se abre y se vuelve a cerrar. Siento unos pasos suaves detrás de mí. Quito el póster al tiempo que una mano se me acerca y me coge del hombro. El sonido metálico de sus pesadas pulseras y el distintivo aroma empalagoso me envuelven como una manta en un día caluroso. Me maldigo por ser demasiado lenta. Ha visto el póster antes de que yo pudiera ocultarlo, sé que lo ha visto. Qué idiota. Debería haberlo sabido. Tú me enseñaste muy bien.

—¿Qué tienes en la mano, Milly?

—No es nada, señorita Kemp, no pasa nada.

Déjame en paz.

—Vamos, Milly, puedes contármelo.

—No hay nada que contar.

Su enorme muestrario de anillos me aprieta en la clavícula cuando me da la vuelta para que la mire a la cara. Se reviste de autoridad, puedo notarlo, y si lo que he podido oír en las conversaciones de las chicas —sobre que es un poco tonta, o que se involucra en la vida de las alumnas demasiado— es verdad, sé que no dejará esto como está. Mis ojos, entrenados para estar siempre dirigidos al suelo, se mueven hasta sus pies. Lleva unos estúpidos zuecos hippies, con suelas de madera maciza. Cuanto más los miro, más parecen dos barcos encallados en la tierra, atrapados en un banco de arena oculto bajo su falda.

Vete a navegar y déjame en paz.

—No parece «nada», déjame ver.

Arrugo el póster contra la espalda. Pienso en un hechizo que me haga desaparecer. O que la haga desaparecer a ella. Bien. Mejor.

—Llegaré tarde, tengo que irme.

—No dejaré que te vayas si no te sientes bien. Enséñamelo, puedo ayudarte.

Su voz, la manera en que habla, es casi musical. Me siento mejor, un poco mejor. Mis ojos van subiendo. Las pantorrillas. Ella es nueva para mí. Sé precavida, sí, dijo mi psicólogo, pero recuerda que la mayoría de la gente no es una amenaza. Los muslos. Más mierda hippy, mierda estúpida. Una falda de pana, una camisa de cachemir; un proyecto andante sin acabar, el tipo de estilo caótico que odiarías, mamá. Colores y capas de ropa. Capas de ropa y colores. Con las manos entrelazadas, los anillos enormes tintineando y estrellándose entre sí como coches de choque. ¿Está nerviosa? No. Es otra cosa. Anticipación. Sí. Un momento de las dos. Vinculación, pensará. Su olor es menos opresivo ahora. La miro a los ojos: marrones y profundos, oscuros y suaves. Extiende la mano hacia mí.

—Déjame ver.

Suena el timbre, así que le tiendo el póster; no quiero llegar tarde a clase: otra razón para estar en el punto de mira. Ella intenta estirar los pliegues del papel, lo alisa contra un muslo, lo frota con la mano como si planchara. Miro hacia otro lado. Oigo que su respiración se acelera, como si estuviera conteniéndose. Cómo han podido, dice. Se me acerca, me pone una mano en la manga de la chaqueta, no sobre la piel. Afortunadamente.

—Preferiría olvidarlo, señorita.

—No, me temo que no; llegaré hasta el fondo del asunto, especialmente porque soy tu tutora. ¿Tienes alguna idea de quién está detrás de esto?

Respondo que no, aunque no es la verdad exacta. La semana pasada, en la calle, las palabras de Izzy fueron: «Puede ser divertido».

—Me aseguraré de descubrirlo, Milly, no te preocupes.

Quiero decirle que no se moleste, que me he visto en peores situaciones, pero no puedo —ella no sabe quién soy, de dónde vengo—. Cuando mira el póster de nuevo, mis ojos se clavan en su cuello. El pulso es fuerte y continuo. Cada vez que le late, la piel de alrededor le tiembla un poco. Este pensamiento sale de mi cabeza cuando Phoebe e Izzy irrumpen en la sala, parándose en seco cuando ven que tengo compañía. Está claro que han venido a regodearse, con los móviles preparados en las manos, para capturar el momento: las miradas inquietas entre ellas lo hacen evidente. Nunca entiendo por qué la gente no esconde mejor lo que siente, aunque es justo decir que yo he tenido más práctica que la mayoría. La señorita Kemp las pilla mirándose la una a la otra y llega a su propia conclusión, a la conclusión correcta. Quizá no sea tan torpe ni tan tonta como piensan las chicas.

—Phoebe, especialmente tú, ¿cómo has podido? ¿Qué dirían tus padres sobre esto? ¡Estarían furiosos! No sé, no entiendo nada, no entiendo la manera en que os tratáis entre vosotras. Necesito pensar en esto. Presentaos en el aula de arte después de firmar la entrada y…

—Pero, señorita Kemp, hay una reunión para el viaje de hockey de las vacaciones del primer trimestre, y tengo que estar allí, soy la capitana.

—Por favor, no me interrumpas, Phoebe, ¿entendido? Tú e Izzy tendréis que estar en mi clase a las ocho y cincuenta y cinco como muy tarde, o de lo contrario este asunto irá más lejos, mucho más lejos, ¿queda claro?

Un silencio, no más de unos pocos segundos. Izzy habla.

—Sí, señorita Kemp.

—Bien, ahora id a firmar la entrada y luego, derechas a mi clase. Milly, tú también deberías firmar, y no te preocupes: yo me encargaré de todo.

El corazón me martillea durante todo el camino hacia el registro de firmas. La señorita Kemp, tan ocupada «involucrándose», no consiguió ver el gesto que Phoebe me dedicó cuando salimos de las taquillas. Se pasó un dedo a lo largo de la garganta. Con los ojos fijos en mí. Estás muerta. Yo. Estás muerta.

Como si pudiera matarme…

Phoebe, querida…