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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Wendy Etherington

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Mentiras inconfesables, n.º 1274 - junio 2015

Título original: Private Lies

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6300-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

A Roxanne Lewis le dio un vuelco el corazón.

–¡No puede ser! –exclamó angustiada.

Antoinette St. Clair, o Toni para todo el que quisiera llevarse bien con ella, levantó la vista del plato de salmón y la miró con pesar.

–Lo siento, Rox, pero Gage estaba en el Barrio Francés anoche.

–Se supone que está en Chicago.

–Pues no lo está.

En una mesa del rincón de su restaurante favorito del Barrio Francés, alejadas de las miradas indiscretas de los demás comensales, Roxanne empujó a un lado su plato de ensalada de cangrejo casi intacta. A Toni nadie la acusaba de ser antojadiza; no sin salir perdiendo. Si decía que había visto a Gage en Nueva Orleans, no mentía.

Roxanne intentó ahogar el pánico que le revoloteó en el estómago al recordar la noche del sábado anterior, cuando Gage y ella habían cenado tarde, y él le había deslizado la mano por el muslo...

–¿Qué estaba haciendo? –le preguntó rápidamente, en un intento de alejar de su mente aquellos pensamientos eróticos.

–Estaba apoyado contra la pared a la puerta de un bar.

Tal vez hubiera regresado con un día de antelación; o tal vez hubiera tenido alguna reunión a última hora. Últimamente tenía muchas reuniones a horas intempestivas.

–¿Estaba con alguien?

–No, pero no dejaba de mirar a la gente y mirar el reloj –dijo Toni–. Como si estuviera esperando a alguien.

A alguien, pero no a ella. ¿Cuántas veces se había preguntado lo que él vería en ella? Era él quien la había elegido; él quien le había propuesto matrimonio. Y, sin embargo, la inseguridad seguía ahí. Había partes de sí mismo que Gage no compartía con ella. Se había dicho que no importaba, puesto que él la llenaba de afecto, de devoción, de lealtad... Solo porque fuera sexy a más no poder, inteligente y rico no quería decir que todas las mujeres de Nueva Orleans estuvieran detrás de él.

Solo las comprendidas entre las edades de veinte y sesenta años. Roxanne dio un sorbo de agua e intentó tragarse el nudo que se le había hecho en la garganta.

–¿Crees que podría haber estado esperando a una mujer?

–Tal vez. Dios sabe que hasta yo he sentido tentación –su amiga sonrió.

–Venga, no bromees.

Toni ladeó la cabeza y dejó de sonreír.

–Lo digo en serio. Estoy muy enfadada. ¿Por qué tú no?

Ella no estaba enfadada; estaba muerta de miedo. Siempre había sabido que un día lo perdería.

–Basta –Toni le tiró de un rizo pelirrojo–. Sé lo que estás pensando. Tú eres una auténtica monada, Roxy.

Roxanne no se molestó en negarle a su amiga que le había adivinado el pensamiento. Hacía demasiados años que eran amigas.

–Estaría mejor con alguien como tú –dijo Roxanne–. Alguien más extrovertida.

–No te ofendas –le dijo mientras le tendía el plato al camarero que se acercaba en ese momento–. Gage es demasiado juicioso para mí. Sí, está como un tren. Pero los bancos, los trajes azules y las corbatas oscuras no me van.

Toni no lo había visto desnudo, sin traje y corbata.

–A mí me gustan así, sensatos. Eso no tiene nada de malo.

–Eso es porque tú te has criado en un entorno lleno de emoción, y no has tenido que soportar lecciones de modales veinticuatro horas diarias.

Roxanne no quería hablar de la madre de Toni, que era una neurótica. Esa sí que daba miedo.

Gracias a Dios, Toni se retiró un mechón de cabello rubio de la cara y continuó hablando.

–Y hablando de parientes fastidiosos, no puedes olvidar cómo te defendió Gage delante de tu familia. Si un hombre hace eso es que está loco por ti.

–Cierto.

El padre, la hermana y el hermano de Roxanne eran policías; nobles, valientes y fuertes. Trabajaban sin descanso para proteger a los débiles e indefensos, para que otras familias no sufrieran la clase de tragedia que había sufrido Roxanne: su madre había sido asesinada a manos de un asesino en libertad condicional, que había buscado castigar al padre de Roxanne por enviarlo a prisión.

Lo que le gustaba a Roxanne era la contabilidad, no el cuerpo de policía. Los números no mentían, los números tenían sentido... no morían.

–¿Entonces cuál es el plan? –preguntó Toni, mirándola con ojillos risueños.

–¿Qué plan? Le preguntaré qué estaba haciendo en el Barrio Francés anoche y por qué no me llamó. O por qué no vino a casa.

Toni repiqueteó con las uñas pintadas sobre la mesa.

–¿Tú? ¿Tú le vas a preguntar a Gage por qué ha mentido, y con quién había quedado?

–Sí –golpeó con el puño en la mesa, sabiendo que aquella conversación la animaría a continuar–. ¿Crees que debería enfadarme y pedirle que me dé una explicación, o hacerme la loca e intentar pillarlo mintiéndome?

–Ya lo has pillado mintiendo, y creo que deberías estar muy enfadada.

–Lo estoy.

–¿Entonces por qué te tiemblan las manos?

Roxanne suspiró y entrelazó inmediatamente los dedos.

–No puedo evitarlo. No sabré qué decirle.

–«¿Dónde diablos estuviste anoche, más que mentiroso?», me parece bien.

–Sé razonable, Toni.

–¿Por qué?

Roxanne se dio un masaje en las sienes; era incapaz de idear un argumento razonable en ese momento. Seguro que más tarde se le ocurriría algo, pero entonces se habría perdido el impacto. ¿Cómo lograba la gente acabar pensando con los pies?

–Como no tienes ningún plan, el mío es el mejor.

Roxanne sacudió la cabeza instintivamente. En el pasado, los planes de Toni las habían metido en suficientes líos.

Como de costumbre, Toni ignoró las protestas de su amiga.

–Creo que deberíamos seguirlo.

–No.

Si a Toni la sorprendió su rotunda negativa, no lo demostró.

–Tienes derecho a saber qué está pasando –continuó Toni.

–Lo haré. Se lo preguntaré.

–¿Y si lo niega?

–Entonces...

Gage tenía labia, a veces demasiada. Roxanne no dudaba que podría contarle lo que quisiera y convencerla de que era la verdad.

–Vamos, Roxy. Nos disfrazaremos. Será como en el instituto. Ya he elegido el disfraz perfecto de la tienda.

Cuando había asistido a la inauguración de la tienda de Toni, La Diva Hortera, Roxanne había estado segura de que había utilizado todos sus ahorros para abrir la tienda de lencería, disfraces y trajes para fiestas solo para molestar a su familia, que era muy conservadora. Sin embargo la tienda llevaba casi diez años abierta con mucho éxito.

–Nada de disfraces –respondió con firmeza–. Nada de seguir a nadie, ni de grabar con cámara de video, ni de poner micrófonos.

–¿Y por qué no? Tienes derecho a saber la verdad.

–Un sentimiento no compartido con la hermana Katherine después de que le pincharas el teléfono de su oficina.

–Puedo conseguir un micrófono tan pequeño que se podrá deslizar junto a la batería del móvil.

A Roxanne le dio un vuelco el estómago. Aquella mañana se había sentido tan feliz, planeando su boda... ¿y de pronto pensar en pincharle el móvil a su prometido?

–No. ¿Y no es ilegal hacer eso sin que se entere la otra persona?

–¿Qué sentido tiene ponerle un micrófono a alguien y decírselo?

–Bueno...

Roxanne ahogó el impulso de volver corriendo a su oficina para esconderse debajo de la mesa hasta que pasara aquella tormenta. No quería espiar a su amante, ni tampoco enfrentarse a él. Deseaba...

Seguir siendo una tonta.

–Solo piensa en mi idea –le dijo Toni con mucha seriedad para lo animada que solía ser ella–. Si sigues mi plan podrás evitar enfrentarte a él de momento; y sabrás la verdad –le apretó la mano a su amiga para comunicarle su fidelidad y su comprensión–. Tú mereces saber la verdad.

–Lo sé, pero...

–Hablando del rey de Roma...

Toni se recostó en el asiento de cuero del reservado y entrecerró los ojos con expresión relajada. Roxanne no tuvo que volverse para saber quién acababa de entrar en el restaurante, pero de todos modos lo hizo, incapaz de resistirse a la tentación de ver simplemente cómo se movía.

Se volvió en el mismo momento en que el maître señalaba su mesa. Gage era fuerte y esbelto, y en esa ocasión vestía un traje azul marino muy elegante. Su apuesto rostro de facciones esculpidas y sus modales arrogantes, sin duda herencia de sus ancestros criollos, llamaban siempre la atención. Su cabello ondulado y negro como el azabache adoptó una tonalidad azulada bajo las luces de las arañas. Se movía con energía, como si nada pudiera apartarlo de su camino, de su objetivo.

–Oh, Dios mío –dijo en voz baja a Toni–. No estoy preparada para verlo.

–Sé fuerte. Yo estoy aquí. Pregúntale adónde fue anoche a cenar.

–Buenas tardes, cariño.

Roxanne aspiró hondo buscando en su interior la fuerza de los Lewis y alzó la cabeza para recibir un beso suave de Gage. Sus labios permanecieron sobre los de ella unos segundos más de lo apropiado a la hora del almuerzo. Pero lo cierto era que llevaban cuatro días sin verse, y que sus encuentros no solían ser tan públicos.

Por debajo de la mesa, Toni le dio una patada para que la otra reaccionara.

–¿Qué tal en Chicago? –le preguntó.

Al sonreír dejó ver unos dientes blancos y bien colocados.

–Hacía un frío que pelaba. Supongo que allí arriba no se dan cuenta de que estamos ya en mayo.

–Pero nada de retrasos –le preguntó Toni con la sonrisa superficial, mientras a Roxanne el corazón amenazaba con salírsele del pecho–. ¿Pudiste despegar esta mañana?

–El despegue fue muy suave, menos mal. Estaba deseoso de volver a estar con Roxanne.

Roxanne notó que ni había confirmado ni negado que hubiera despegado esa mañana. La vaguedad la fastidió, e intentó recordar otros viajes o itinerarios de los que pudiera haber hablado con la misma imprecisión. Se había ido a Nueva York hacía unas semanas; había dicho que se quedaría dos días y acabó quedándose cuatro. ¿Cuánto tiempo llevaría mintiéndole?

Roxanne sintió náuseas al ver que su amiga no se equivocaba. Merecía saber la verdad. Debía averiguar qué estaba pasando.

Gage se volvió hacia ella.

–Desgraciadamente, vamos a tener que cambiar nuestros planes para esta noche. Tengo una reunión imprevista.

¿Otra mentira? ¿Qué estaría haciendo? ¿Y con quién?

–¿De verdad? –le preguntó con expresión inocente y curiosa–. Acabas de volver. Estaba deseando llevarte a este restaurante nuevo. Es el primer negocio de un cliente mío. Necesita apoyo.

–Sé que es importante –dijo en tono compresivo, mientras se acercaba un poco más a ella.

Le llegó ese aroma especiado de su perfume, y Roxanne se aguantó las ganas de tocarlo. Tenía un cuerpo maravilloso, un cuerpo tan receptivo...

–Te prometo que el fin de semana que viene te compensaré –añadió él–. No he podido librarme de esta reunión. Estaré en la ciudad, pero debo quedarme en el hotel.

–Mmm –miró a Toni, que se tomaba el café fingiendo no estar tan pendiente de la conversación como en realidad lo estaba–. ¿Qué hotel?

–El Sheraton.

–Buena elección. Tienen una vista estupenda del río, ya sabes.

–¿Estás planeando darme una sorpresa y presentarte en mi habitación... –hizo una pausa y sonrió con picardía y entusiasmo– tal vez desnuda?

Sorprendida, Roxanne levantó la cabeza.

Él se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mandíbula que la hizo estremecerse.

–Sé que me encantaría, pero sin duda el director del departamento de contabilidad con el que voy a compartir habitación se quedaría sin palabras.

Roxanne intentó no dejarse arrastrar por su magnetismo; por el aroma viril y especiado de su piel, por el calor de su aliento sobre su mejilla, mientras se decía que él nunca había compartido habitación en un hotel con nadie. ¿Sería tal vez una respuesta halagadora para evitar que se presentara inesperadamente en el hotel? Antes jamás se le habría ocurrido interrumpir una de sus reuniones de negocios. Pero todo había cambiado desde que sabía que Gage le había mentido.

Le dolía la cabeza de tantas y tantas preguntas sin respuesta, pero de momento se tragó el miedo y la rabia. Necesitaba tiempo para planear qué hacer y cómo enfrentarse a ello.

–Te prometo que no me quedaré más de dos noches –continuó–, y que tendré el móvil conmigo por si me necesitas –le deslizó la mano por el muslo y al llegar al borde de la media le acarició la piel–. Dios, ¿sabes lo sexy que son estas cosas? –le susurró–. ¿Cómo me voy a concentrar en los negocios ahora?

Mientras sus dedos ágiles avanzaban hacia su entrepierna, Roxanne aspiró hondo. El calor le mojaba las braguitas. Le rozó la seda de la prenda íntima con las yemas de los dedos y Roxanne se revolvió en el asiento, preguntándose cómo podría conseguir pegarse más a su mano con discreción. Cuatro noches sin él y estaba jadeando. Era una locura, pero una locura tan emocionante...

El placer que le proporcionaba siempre era tan intenso, tan potente, que no podía dudar de sus sentimientos hacia ella. Aunque raramente se lo decía en voz alta. Y como él la colmaba de atenciones, ella confiaba en él. Hasta ese momento; hasta que el miedo, la sospecha y la duda se habían unido para desequilibrar todo lo bueno.

–Es una oportunidad estupenda para salir con tus amigas, ¿no Rox?

La voz alegre de Toni interrumpió la fantasía sexual de Roxanne. Medio frustrada, medio sorprendida, se enderezó en el asiento y rezó para que Gage reaccionara con esa tranquilidad suya de siempre y no traicionara lo que había estado pasando debajo del mantel de lino.

–Me alegro de que estés con Toni para distraerte –dijo Gage mientras le retiraba la mano de la entrepierna y se la llevaba a la espalda.

–Oh, sí. Siempre podríamos ir de copas por el Barrio Francés –respondió Toni.

En los ojos gris plateado de Gage notó un destello de humor. Se volvió a mirar a Toni y sonrió, antes de volverse a mirar a Roxanne.

–Solo recuerda de quién eres, cariño –dijo en tono tenso.

Lo recordaba. ¿Y él? Buscó en su expresión algún signo de insinceridad, algo que le dijera que estaba mintiendo. Pero solo vio calidez y deseo. Gage tenía ese poder. La hacía sentirse como si no existieran más mujeres. Ningún hombre le había dado eso, ni siquiera su padre. Tal vez fuera adicta a esa sensación. Tal vez esa sensación la empujaba a pensar que estaba enamorada. ¿Pero cómo podía amar a un hombre al que en realidad no conocía?

Roxanne esbozó una sonrisa superficial.

–Tengo que marcharme –Gage le echó la mano al cuello y la besó con brevedad–. Piensa en mí.

Roxanne se mordió el labio inferior; deseaba abrazarlo y estrangularlo al mismo tiempo.

–Y bien –dijo Toni, asomándose por encima de su taza de café–. ¿Quieres que quedemos en la tienda a las tres?

–Desde luego.

 

 

Gage Dabon entró en el bar del Bayou Palace. Miró su Rolex, se sentó en un taburete y pidió un Jack Daniel’s Etiqueta Negra. Sacó un estuche de plata de ley del bolsillo interior de la chaqueta, encendió un cigarrillo y se acomodó en el asiento a esperar.

En su trabajo, como había aprendido tantas veces, la imagen lo era todo. La imagen y el coraje. Eso era lo que lo mantenía a uno vivo en ese mundo.

Mientras paseaba la mirada discretamente por el vestíbulo, intentó no pensar en Roxanne. Pero el pesar era mayor que sus esfuerzos.

Detestaba mentirle, cada día lo detestaba más, y las mentiras lo hacían ser aún más consciente de todo el tiempo que llevaba en aquel juego y de lo fácil que sería abandonar. Pero no podía dejar que ella descubriera aún la verdad, tanto por su seguridad como por la de ella. Estaba seguro de que a ella no le haría ninguna gracia saber que estaba prometida con el tipo de hombre con el que siempre decía que no podría vivir: con un policía.

Y no era un policía cualquiera. Era un agente del Servicio Secreto del Departamento del Tesoro Americano.

Sonrió con pesar. No. La perdería. Y eso no podía aceptarlo.

Había empezado con una adicción a su restaurante favorito, y de pronto parecía que también estaba adicto a ella, a su sonrisa, a sus caricias...

El hecho de haberle propuesto en matrimonio debería hacerle ver que aparte de perder la cabeza había perdido el nervio. Una mujer y una familia le hacían a uno vulnerable, evitaban que se le endureciera el corazón, lo obligaban a plantearse el ir demasiado lejos. Pero deseaba esa vida con Roxanne desesperadamente.

Su dulzura y su pureza eran como un bálsamo para un hombre que llevaba casi diez años siguiendo, capturando y viviendo entre la escoria de la sociedad. Ella lo hacía sentirse limpio, cuando él estaba tan harto de estar sucio.

Cada día se planteaba más seriamente el retirarse; o cada vez que tenía que dejarla; o cada vez que tenía que mentir. Si al menos terminara aquel caso de una vez...

Dejó de pensar en todo ello y dio otro trago del licor. En realidad detestaba el whisky, pero su imagen lo requería. Debía centrarse en lo que tenía entre manos. De momento, su compromiso la unía a él. Ya encontraría el modo de explicarle todo muy pronto.

Finalmente vio a su objetivo. Y la ridícula idiotez de los criminales volvió a sorprenderlo. El chico, que cumpliría veintidós años el mes siguiente, era un brillante ingeniero informático que venía de una familia de dinero.

Ese joven «héroe» podría haber elegido el trabajo que hubiera querido, podría haber tenido una bonita casa en la zona residencial de la ciudad, pero en lugar de eso Clark Mettles había decidido utilizar sus diversos talentos para falsificar dinero.

Gage sacudió la cabeza con fastidio, incluso mientras levantaba el índice para señalar al chico.

Maletín en mano, Mettles fue directamente hacia el taburete que había al lado de Gage.

–¿Señor... Angelini?

Suspiró para sus adentros al percibir cierto temblor en la voz del joven.

Gage señaló la barra.

–¿Una copa?

El chico miró el vaso de Gage.

–Esto... Tomaré lo mismo que usted.

Gage pidió la bebida al camarero, sabiendo que en su papel de mafioso italiano, Gage Angelini, jamás intentaría convencer a otro criminal para que se tomara una cerveza.

Como era moreno, le resultaba fácil pasar de ser un nativo criollo francés a ser un italiano, un irlandés negro o un hispano. Solo tenía que cambiar de ropa, de acento, de peluca, de lentillas de colores, y había nacido el espía.

–He traído unos de prueba –dijo Mettles mientras metía la mano en el maletín.

–Aquí no –le dijo Gage entre dientes.

Los documentos desaparecieron en el maletín. Aunque a Gage le hubiera encantado conseguir las planchas de falsificación, ver algunos billetes falsos, darle el dinero y finalmente ponerle las esposas al chico, sabía que este solo era un intermediario. Mettles no sería capaz de hacer un negocio tan redondo él solo.

Gage quería al jefe del chico; a Joseph Stephano, si la investigación secreta no se había equivocado. El Departamento del Tesoro llevaba quince años detrás de él; el FBI más.

El camarero le llevó la bebida, y Mettles se la bebió de un trago; entonces soltó un gemido entrecortado y se pasó al menos un minuto tosiendo antes de pedir agua.

Gage pidió agua y otra copa para él. Iba a ser una tarde muy larga.