Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Donna Jean
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La práctica más sensual, n.º 31 - junio 2015
Título original: Against the Odds
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.
Publicada en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura
coincidencia.
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® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6309-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
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Si te ha gustado este libro…
La ciudad del pecado. Tucker Greywolf salió del taxi y se detuvo para intentar absorber las brillantes luces, el flujo continuo de vehículos y el griterío de la multitud que salía y entraba de los innumerables casinos, hoteles y clubes.
—¿Es su primera visita a Las Vegas? —le preguntó el portero del hotel, al notar su asombro.
Tucker sonrió.
—¿Tan evidente resulta? Sí, procedo de una pequeña localidad de Nuevo México y estoy aquí para asistir a un seminario.
El hombre miró a Tucker a los ojos y sonrió de forma cómplice. Tenía un acento extraño, tal vez escandinavo o ruso.
—Sospecho que no procede de una localidad tan pequeña —dijo—. ¿A qué seminario va a asistir?
—A un curso sobre medicina forense organizado por el departamento de policía.
El portero arqueó una ceja y silbó para llamar a un botones.
—Veo que he acertado con usted. Diga lo que diga, no procede de un sitio tan pequeño.
—Bueno, es cierto que Canyon Springs tiene más de un semáforo, pero no se puede decir que el nivel de delincuencia sea elevado. Es bastante probable que nunca tenga ocasión de aprovechar lo que aprenda en el seminario.
—¿Es usted policía?
—Algo así, pero solo estoy aquí por interés profesional.
—Espero que aproveche su estancia en Las Vegas para hacer algo más que trabajar. Esta ciudad puede ser muy dura, pero siempre divierte a sus visitantes.
Tucker dio unos billetes al portero, que hizo un gesto al botones para que se hiciera cargo del equipaje.
—No lo dudo en absoluto, aunque me temo que solo estoy aquí para asistir a las clases. Intentaré jugar un par de manos en el casino, pero...
El hombre rio.
—Ya verá como la ciudad lo seduce. ¿Sabe?, los más reacios son los que caen primero.
Tucker también rio.
—Tal vez la próxima vez.
—Si lo dice porque le gusta hacer las cosas con cierta intimidad, debería visitar el nuevo local que acaban de abrir. Están especializados en actuar de forma discreta. Así, nadie se enterará en su ciudad de lo que haga.
Tucker podría haberle dicho que no había nadie en su ciudad a quien le importara lo que hiciera en Las Vegas, pero era evidente que el portero estaba disfrutando con su labor de tentar al último turista. Además, le había caído bien y le parecía una introducción agradable a la ciudad del pecado.
—Menos mal que en el Blackstone se están resistiendo al intento de convertir Las Vegas en una especie de Disneylandia con máquinas tragaperras —comentó el portero, entre risas—. En ese local sí saben lo que la gente quiere.
El hombre comenzó a toser y Tucker le dio una palmadita en la espalda.
—Gracias —dijo el portero.
—No, gracias a usted.
Tucker lo dijo totalmente en serio. Le gustaba la gente que no temía comportarse como era, la gente con carácter. En parte, por eso le gustaba vivir en una localidad pequeña. Todo el mundo tenía un nombre y una historia. En Canyon Springs no había desconocidos.
Siguió al botones hasta el mostrador de recepción y echó un vistazo al periódico que llevaba bajo un brazo mientras esperaba su turno. Ya había leído el artículo que más le interesaba durante el trayecto desde el aeropuerto. Al parecer, muchos de los establecimientos de Las Vegas se habían gastado enormes sumas en renovar sus instalaciones. Con ello, pretendían cambiar su tradicional mercado de jugadores por uno dirigido a las familias.
Sin embargo, uno de los empresarios más conocidos, Lucas Blackstone, había creado una especie de oasis para adultos; un lugar, en mitad del desierto, destinado a cumplir los deseos más privados de la gente.
—Seguro que no le faltarán clientes —murmuró Tucker, mientras leía.
Se dijo que el tal Blackstone tendría que arreglárselas sin él. Tucker prefería satisfacer sus fantasías por su cuenta y riesgo, y para eso no necesitaba echar mano de carísimas acompañantes.
Cuando llegó su turno, dejó el periódico a un lado. De momento, sus fantasías estaban más relacionadas con la resolución de los misterios de los cadáveres que con los placeres de cuerpos más calientes.
Amethyst Fortuna Smythe-Davis, más conocida como Misty Fortune entre su legión de fans, miró por la ventanilla de la limusina mientras el vehículo avanzaba por la carretera que llevaba al Blackstone.
«¿Qué diablos he hecho?», se preguntó.
En realidad sabía muy bien lo que había hecho. Había vendido parte de su dignidad a cambio de unos cuantos orgasmos. Pero en su momento le había parecido una idea brillante.
El largo vehículo negro se detuvo segundos después y el conductor salió para abrirle la portezuela. A pesar de ser rica, Misty no habría tomado un vehículo tan lujoso; habría preferido tomar un taxi. Pero en el Blackstone se enorgullecían de ofrecer no solo intimidad sino también placer, lo que incluía un acompañamiento personal desde el aeropuerto en una limusina y con chófer. Además, su estancia de cinco días le iba a salir tan cara que prefirió disfrutar de lo que le ofrecieran.
Esperó a que el chófer le abriera la puerta, pero rechazó su mano porque no quería que notara su nerviosismo, que creció en cuanto salió del vehículo. Intentó tranquilizarse y se dijo que era como una mariposa que estuviera saliendo de su crisálida. Una mariposa que buscaba el placer donde se encontrara y que lo quería para ella.
Sin embargo, sabía que su editor se pondría rojo como un tomate si se le ocurría escribir algo así en uno de sus libros. Pero por otra parte, si su prosa hubiera tenido algún color, habría sido indudablemente el rojo. A veces las palabras le surgían como la lava de un volcán, como si nacieran de un lugar secreto y profundo. Por suerte, tenía una imaginación de lo más viva.
Se pasó una mano por su melena de cabello castaño y sonrió con ironía al contemplar su falda de algodón y su jersey sin mangas, que no habían mejorado durante el trayecto. Después, avanzó hacia la entrada acristalada del edificio e intentó controlar su inseguridad.
No tenía más remedio que hacerlo porque había descubierto que la imaginación tenía un límite. Precisamente por eso, Misty Fortune, autora de un buen montón de bestsellers eróticos, había hecho lo mismo que cualquiera de sus atrevidas heroínas: enfrentarse directamente al problema.
—Tengo que echarle un par —murmuró.
—¿Cómo dice, señorita?
Misty no quería dar explicaciones al respecto, y mucho menos sobre un comentario tan poco apropiado, así que sonrió y mintió:
—Decía que las paredes de mármol son muy bonitas. Todo el edificio lo es.
—Es cierto, señorita. Iré a recoger su equipaje.
La mujer asintió y suspiró cuando el chófer se alejó de su lado. En general no tenía pelos en la lengua, pero sabía cómo aprovechar los años que había pasado estudiando normas de etiqueta. Pensó que la señorita Pottingham habría estado encantada al comprobar que sus esfuerzos no habían sido totalmente en vano.
En realidad, Misty era una mezcla de la estirada ciudad británica donde había nacido y crecido y la estridente ciudad estadounidense que había adoptado al cumplir los veintiún años. Por fuera, era una mujer joven, de buenos modales, vestida de forma conservadora y llena de dignidad y aplomo. Por dentro, sin embargo, era todo lo contrario.
En su opinión, era como una de sus heroínas. Una mujer atrevida y agresiva que veía el mundo como si fuera una pieza de fruta jugosa, colocada a su alcance para morderla y disfrutar de ella.
Ciertamente, tenía muchos lapsos en cuestión de decoro. Docenas, cientos, tal vez miles. Pero hasta entonces había reservado los más interesantes para sus lectores.
Ahora, en cambio, se había decidido a experimentar por fin lo que sentían sus heroínas. Iba a sobrepasar el limitado campo de sus experiencias y a disfrutar de las fantasías sexuales que tenían la mayoría de las mujeres, incluida ella misma. De hecho siempre se había considerado afortunada por ganar tanto dinero escribiéndolas en sus novelas. Gracias a ello podía vivir bastante bien, a pesar de los caros precios de Nueva York.
En cualquier caso, sabía que no podía exigir nada a sus amantes que no estuviera dispuesta a hacer ella misma. Sus personajes siempre se conocían en lugares interesantes y se internaban rápidamente en el camino de una pasión carnal que pocas veces se daba en la vida real. O al menos, no en su vida. Por tanto, había llegado a la conclusión de que debía mostrar cierta confianza en determinados aspectos de su imagen si deseaba atraer a un amante con gustos como los suyos. Pero para conseguirlo, necesitaba un poco de ayuda.
Precisamente por eso había elegido el programa Concubina continental entre las variadas y creativas propuestas del Blackstone. Al parecer, además, sus éxitos literarios habían llamado la atención del propio señor Blackstone, quien la había invitado personalmente al local.
Al principio, optó por rechazar el ofrecimiento. Pero después comenzó a sentirse tentada. Había pasado tanto tiempo desde su última experiencia amorosa que tenía que hacer algo.
Después de tomarse varias copas de champán durante una solitaria celebración de la Nochevieja, Misty decidió dar el paso y llamó por teléfono para realizar una reserva. Había bebido tanto que después no estaba segura de haberlo hecho. Sin embargo, y por mucho que la mortificara el asunto, estaba decidida a aprender a ser una mujer seductora, con confianza en sí misma y capaz de dar placer a un hombre; era la única forma de poder exigir después lo mismo para ella.
—Tienes treinta años, puedes hacerlo —se dijo—. Sé la heroína de tu historia.
El truco de hablarse en voz alta no le sirvió para convencerse, pero a pesar de ello echó los hombros hacia atrás y entró en el Blackstone. La salvaje aventura de Misty Fortune en Las Vegas estaba a punto de empezar.
Mientras el resto de la clase se levantaba y comenzaba a marcharse, Tucker escribió un par de notas más y acto seguido cerró su libreta. El seminario sobre técnicas de análisis de sangre había sido fascinante; tanto, que se le habían quedado agarrotados los músculos del cuello y la espalda por estar tan concentrado mientras tomaba apuntes.
Miró su reloj. Eran casi las cinco. Se levantó, recogió la libreta y los materiales del curso y pensó que podía ir a cenar a alguno de los restaurantes de los distintos hoteles e incluso jugar al blackjack después. Se había llevado una pequeña suma de dinero para gastar en caprichos y divertirse un poco; pero en cuanto se terminara, dejaría de jugar.
De todas formas, no era hombre que se arriesgara en exceso. Ya tenía bastantes riesgos en su trabajo, y por otra parte lo fascinaba el proceso de la verdad: ir descubriendo los hechos poco a poco, con pruebas irrefutables, hasta averiguar las cosas. Algo que, aplicado a Las Vegas, significaba que la banca siempre ganaba al final.
Al levantarse, esperó un momento para poder charlar con el profesor que había dado la case. En ese instante estaba hablando con una alumna, pero no tuvo que esperar demasiado.
—Ha sido muy interesante —dijo Tucker—. Estoy especialmente intrigado por lo que has dicho sobre las nuevas lentes para los microscopios. Me preguntaba si podrías darme algunas fuentes al respecto.
—Me alegra que te haya gustado —dijo el detective Miguez, antes de estrechar su mano—. ¿De qué departamento eres?
—Soy jefe de investigación del departamento de bomberos de una pequeña localidad de Nuevo México, pero mi interés en este caso es simplemente personal; dudo que necesite alguna vez saber de lentes para llevar a cabo mi trabajo. Hay tan pocos delitos que ni siquiera me necesitan a mí. Pero cambiando de tema, ¿trabajaste con un detective llamado Dylan Jackson?
—Claro. Así que tú eres de Canyon...
—De Canyon Springs.
—¿Y qué tal le van las cosas a Jackson?
—Muy bien. Se ha casado.
—¿Jackson se ha casado? Vaya... veo que acertó al volver a su tierra. Lástima, porque era un gran detective. Pero dime, ¿por qué te interesa tanto la investigación forense? Las salpicaduras de sangre no suelen permanecer después de un incendio.
—No, ciertamente no. En general me centro en técnicas de investigación del fuego, pero me interesa todo. Dylan supo que se iba a realizar este seminario y me pasó un folleto, así que decidí aprender y divertirme un poco al mismo tiempo.
Miguez asintió.
—¿Has venido con tu esposa y tus hijos?
Tucker negó con la cabeza.
—No estoy casado ni tengo hijos. Supongo que todo lo demás lo hago para ocupar mi tiempo en algo.
Miguez rio.
—En ese caso, ¿qué te parece si nos vamos a cenar? Te daré unos cuantos contactos que tal vez te interesen y también información sobre los seminarios de la próxima primavera.
—Magnífico...
—Ya veo que eres tan incorregible como el resto de nosotros. Oye, ¿no has pensado en la posibilidad de trabajar en la policía de Las Vegas? No nos vendría mal otro compañero.
—¿Pretendes que deje solo a Jackson en Canyon Springs? De eso, nada. Se quedaría toda la fama —bromeó.
En realidad, Tucker se lo había planteado varias veces. Precisamente por eso había renunciado a la posibilidad de convertirse en jefe de bomberos y había elegido trabajar en el campo de la investigación. Pero no se había decidido a dar el siguiente paso.
—Espero que no te importe, pero es posible que uno de los otros profesores, Bill Patterson, se una a nosotros. Trabaja en la oficina del forense y está especializado en escenas del crimen.
Para Tucker, aquello fue la guinda del seminario. La tarde iba a resultar muy interesante...
—Tengo clase con él el viernes, así que es una excelente ocasión para saber de qué pie cojea antes que el resto de la clase.
—Seguro que no le importará; además, nos encanta charlar sobre nuestras vidas —bromeó Miguez—. Aunque, ¿de qué vidas estoy hablando? Los policías no tenemos vida personal.
Cuando salieron, Tucker apagó las luces de la clase y se preguntó por qué no se tomaba vacaciones con más frecuencia.
No estaba preparada para unas vacaciones como aquellas. Tal vez sus heroínas lo estuvieran, pero ella no. Por esa razón evitaba las presentaciones de libros y las giras; la disgustaba ser el centro de atención. Y sin embargo, había cometido la locura de dirigirse a un establecimiento donde recibiría un tipo de atención más que intensa.
—Gracias —le dijo a Marta.
Marta era su asistente personal, una mujer mayor que Misty, que acababa de darle una carpeta de cuero con sus datos personales. Misty tuvo que hacer un esfuerzo para firmar sin que se notara que le temblaba la mano.
—¿Estás segura de que prefieres cenar en tu habitación? —preguntó la mujer—. Podrías hacerlo en la laguna artificial e incluso darte un baño después.
Misty sonrió y negó con la cabeza.
—No, lo prefiero así.
—Entonces, volveré a las siete para acompañarte por el local.
Misty estaba tan nerviosa que pensó que Marta lo había notado y que sencillamente actuaba como si no lo hubiera hecho. Era evidente que estaba ante una buena profesional, y decidió que le daría una gran propina cuando terminaran sus vacaciones.
Marta se marchó y Misty se tumbó en la cama. Su primer día en el Blackstone había sido demasiado para ella, una especie de sobredosis sensual. Y eso que, hasta el momento, no había probado nada sexual. La noche anterior, poco después de llegar, le habían explicado un ejercicio de relajación; pero estaba tan cansada por el viaje que no prestó demasiada atención al asunto. En cuanto al proceso de registro, fue muy discreto y quedó a cargo de Janece, la jefa de su asistente personal. Podía dirigirse a ella en cualquier momento del día y de la noche. Y si no estaba disponible, siempre contaba con Marta.
Por lo demás, estaba muy impresionada con el grado de organización del local. Hasta el momento no había visto a ningún cliente más. Era como si todo aquel oasis estuviera a su completa y única disposición, y supuso que aquel tratamiento formaba parte de la política del Blackstone.
Miró hacia la puerta que daba a la laguna artificial y durante unos segundos consideró la posibilidad de hacer caso a Marta y cenar allí. Pero todavía estaba demasiado nerviosa y sintió la tentación de meterse en la cama y no hacer nada más. Sin embargo, sabía que no podía quedarse en su habitación. Ninguna de las sesiones que había contratado se llevaba a cabo en el dormitorio.
Su experiencia en el Blackstone había comenzado la noche anterior, cuando al llegar a la habitación vio que habían guardado toda su ropa en el armario. Además, Marta le había preparado un baño con sales que la relajó bastante.
Había dormido muy bien, teniendo en cuenta que estaba en un lugar desconocido. Cuando despertó, encontró una nota en la que se decía que se duchara y que acto seguido se pusiera la bata de seda que habían colgado en la puerta.
Misty siguió las indicaciones y desayunó de forma opípara en una mesa situada junto a la laguna. Mientras oía el sonido de la catarata artificial y el canto de los pájaros, consiguió relajarse del todo y pensó que aquello le iba a gustar. Y cuando Marta apareció para llevarla a su primera sesión, casi había olvidado por qué estaba en el Blackstone.
Por la mañana, le hicieron un tratamiento para la piel en todo el cuerpo; y después de comer, le hicieron la manicura, la pedicura y otro tratamiento, esta vez facial, a fondo. Pero ahora quedaba lo más difícil para ella. Cuando terminara de cenar, Marta la llevaría a su primera sesión de masajes. Por eso volvía a estar nerviosa.
—En menudo lío te has metido —se dijo.
Se quedó mirando el techo y se olvidó de la cena. Incluso pensó en marcharse. Pero, al cabo de un rato, Marta llamó a la puerta.
Tucker rio de buena gana. Bill Patterson tenía un enorme sentido del humor y sus comentarios eran tan graciosos como soeces.
—No, gracias, no quiero nada más —dijo a la camarera que acababa de acercarse.
La camarera recogió los platos de la mesa y sonrió a Tucker.
—Tu primera vez en Las Vegas y ya estás sentado con dos maderos que solo saben contar historias de policías —dijo Miguez—. ¿Se puede saber lo que te pasa? ¿Jackson no te ha hablado de las mujeres de esta ciudad?
—Oh, he oído algunas historias —dijo Tucker con una sonrisa—. Pero hay mujeres bellas en todas partes. En cambio, no en todas partes se pueden oír historias como las vuestras.
Patterson rio y apagó el cigarrillo que se estaba fumando.
—Es un perdedor, Mig —declaró, mirando a Tucker—. Eso de dedicar tus vacaciones a estudiar me parece una pérdida de tiempo.
En aquel momento sonó el teléfono de Miguez.
—¿Dígame? —preguntó—. Vaya por Dios, más problemas... De acuerdo, estaré ahí en unos minutos.
Miguez cortó la comunicación y se dirigió a sus compañeros de velada:
—Un asesinato en el Blackstone —explicó.
Justo entonces sonó el teléfono de Patterson, que dijo:
—Creo que yo también voy a tener que ir.
Patterson pagó la cuenta y se levantó para hablar. Luego, Mig miró a Tucker y preguntó:
—¿Por qué no te vienes con nosotros? Así verás lo que te estás perdiendo.
Tucker sabía que solo pretendía ser amable, pero la oportunidad era demasiado buena para dejarla pasar.
—Si no os importa, me encantará acompañaros.
Misty se incorporó y se tapó los senos con un cojín de satén, mientras se preguntaba si podía sentirse aún más humillada.
La respuesta era evidente: sí. Había estado a punto de alcanzar el orgasmo en la mesa de masajes. Al pensar en ello, se estremeció y se habría ruborizado de no haberlo estado ya. Además, había algo peor que eso. El masaje no se lo había dado un hombre, sino una mujer, llamada Celandra.
No podía creer que una mujer le hubiera hecho algo así. Aquello no formaba parte de las fantasías de Misty Fortune, y por otra parte Celandra se había comportado como si no notara la excitación de su clienta; su misión era, sencillamente, prepararla para la sesión denominada Concubina 101.
Se suponía que no debía alcanzar el orgasmo en una simple sesión preparatoria, pero las manos de aquella mujer eran asombrosas y casi le extrañaba no haber llegado al clímax al menos una docena de veces. Sin embargo, Celandra había retirado sus manos a tiempo.
Supuso que todo aquello formaba parte de su programa en el establecimiento. No podía negar que la masajista la había sensualizado tanto que ahora se sentía al borde del abismo sexual. Toda su piel estaba relajada y super sensitiva. De hecho, pensó que la sesión que la esperaba debía de ser muy corta, porque habría bastado un simple roce para que llegara al orgasmo.
Echo un vistazo a su alrededor. No se encontraba en la sala prevista; Celandra había comentado que aún no estaba preparada y la había llevado a aquella.
En realidad no sabía en qué parte del Blackstone se encontraba, pero había merecido la pena. La sala era maravillosa. Estaba decorada como si fuera la estancia de un sultán, y la masajista le había asegurado que era la primera persona en disfrutarla porque acababan de inaugurar el establecimiento.
Se preguntó cómo sería su tutor. Tal vez un asiático, con músculos duros de tanto practicar las artes marciales y manos acostumbradas a tocar. Tal vez un hombre de piel suave y ojos negros, como en su idea de un príncipe árabe, con dedos capaces de gobernar todos los reinos del desierto. Tal vez tendría el refinamiento de un aristócrata, de piel tan pálida como la suya y manos tan profesionales como en los anteriores casos.
Fuera como fuese, iba a ser suyo al menos por una noche y juntos podrían explorar todos los placeres que Misty solo conocía por los libros.