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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Nikki Poppen

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Un acompañante de lujo, n.º 575 - mayo 2015

Título original: Secrets of a Gentleman Escort

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6313-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Los editores

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

Él era la fantasía secreta de todas las damas de la alta sociedad. Solo estaba al alcance de aquellas afortunadas que tuvieran recursos para permitírselo, y ella los tenía, aunque por poco tiempo. Así que iba a disfrutar de todos los placeres posibles antes de caer en desgracia. Él sería el hombre perfecto para llevarla de la mano en esos pocos días robados al tiempo. Pero el placer se fue tiñendo poco a poco de otros sentimientos, y el tiempo jugaba contra ellos. Esta es la sugerente historia que tenemos el gusto de recomendaros. Será un placer leerla, os lo aseguramos.

 

¡Feliz lectura!

 

Los editores

Uno

 

 

Londres, junio de 1839

 

Si Nicholas D’Arcy hubiera sido un amante menos extraordinario y su compañera, la pelirroja lady Alicia Burroughs, más discreta, su marido no los habría descubierto. Pero «menos» nunca había sido un adjetivo que pudiera atribuirse a Nick, igual que «discreta» no era un adjetivo que definiera bien a lady Burroughs, que en aquel momento expresaba lo mucho que disfrutaba de sus habilidades con una potencia vocal capaz de impresionar a cualquier diva de la ópera.

¡Santo cielo! La casa entera podría oírla. ¿Por qué parar ahí? Probablemente el vecindario entero estuviera oyéndola. Fue pura suerte que Nick distinguiera las pisadas furiosas acercándose por el pasillo justo cuando lady Burroughs tomó aliento bajo su cuerpo antes de alcanzar el clímax. El clímax fue excelente, uno de los mejores y, dejando a un lado los gritos, la asombrosa lady Burroughs bien lo merecía, tendida como estaba sobre la cama. Sus rizos de color caoba resbalaban sobre el borde de la cama. Tenía la cabeza echada hacia atrás, el cuello al descubierto y la espalda arqueada mientras la penetraba. Le costaba respirar y, en realidad, a él también. Había logrado excitarse bastante también. Lord Burroughs no sabía lo que se perdía, pero estaba a punto de saberlo.

—¡Alicia! —resonó la voz del marido por el pasillo.

—¡Es Burroughs! —Alicia se incorporó con un grito de pánico que hizo que Nick empezara a preocuparse de verdad. ¿Qué tenía? ¿Diez segundos? ¿Quizá quince? Burroughs era un hombre corpulento y no muy buen corredor. Tal vez ni siquiera estuviese corriendo, solo caminando deprisa. Tendría tiempo de ponerse los pantalones, pero nada más.

Saltó de la cama y agarró los pantalones. Metió una pierna en una de las perneras y empezó a saltar por la habitación con un solo pie mientras intentaba recuperar su camisa y su chaqueta.

—¡Dijiste que estaría fuera hasta el lunes! —murmuró mientras colocaba los zapatos sobre la pila de ropa que llevaba en brazos.

—Oh, cállate, ¿quieres? No querrás que te vea. Date prisa —Alicia estaba sentada en mitad de la cama con una sábana cubriéndole los pechos.

Nick miró a su alrededor. No había tiempo para salir por la ventana y su puerta no era una opción.

—¿Por el vestidor se puede salir? —si alguien iba a pillarle, no iba a ser un hombre pomposo incapaz de mantener a su esposa en su propia cama.

Le guiñó un ojo a lady Burroughs y salió por la puerta del vestidor justo antes de oír a lord Burroughs preguntar:

—¿Dónde está?

«En tu habitación, viejo estúpido», pensó Nick, pero tenía que pensar deprisa. Aquel sería el primer lugar donde Burroughs miraría. Ni siquiera Burroughs era tan tonto como para no darse cuenta de que la única salida era el vestidor. Nick corrió hacia el pasillo y optó por otra habitación situada en el lado de la casa que daba al jardín. Entró y cerró la puerta suavemente tras él. Estaba a salvo por el momento. Dejó la ropa en el suelo y se puso los zapatos.

—Millie, ¿eres tú? —preguntó una voz desde la antesala. Nick se quedó quieto con un zapato puesto y el otro no. Volvió a agarrar su ropa y corrió hacia la ventana. No fue lo suficientemente rápido. Una mujer mayor en bata salió de la pequeña habitación antes de que hubiera podido atravesarla. ¡La condesa viuda!

Iba a soltar un grito. Nick prácticamente pudo verlo subiendo por su garganta. Tenía que silenciar aquel grito y solo disponía de escasos segundos para hacerlo. Hizo lo único que se le ocurrió. Dio dos pasos hacia ella, la estrechó entre sus brazos y la besó. Y ella incluso le devolvió el beso con un poco de lengua. La viuda del anterior conde… ¿quién lo hubiera imaginado? Fue sin duda la sorpresa más agradable de la velada porque, después, ella se aclaró la garganta y dijo:

—Joven, es mejor que salgáis por la ventana. El enrejado es bastante estable —después le guiñó un ojo—. Ya lo han usado antes.

Santo Dios, ¿sabría Burroughs lo que ocurría en su casa? Nick le dio las gracias y no perdió más tiempo. Lo último que necesitaba era que apareciese Millie, la doncella. También tendría que besarla a ella. Pero eso sería mejor que enfrentarse a Burroughs, al cual Nick oía abriendo puertas mientras corría por el pasillo. De nuevo fue cuestión de segundos ser descubierto o escapar sano y salvo. Tiró primero la ropa por la ventana y después sacó una pierna para comprobar la resistencia del alfeizar.

—Volved cuando queráis —le dijo la condesa—. El jardinero mantiene el enrejado en buen estado. Cree que es para las rosas.

Nick simplemente sonrió y salió a la oscuridad justo cuando Burroughs llamaba a la puerta de su madre. La viuda tendría que vivir con su decepción, porque no pensaba volver a casa de los Burroughs en mucho tiempo.

El resto de la huida fue fácil después de aquello. Encontró la salida del jardín y, tras atravesar el laberinto de callejones, se detuvo y terminó de vestirse. Por el momento estaba a salvo, aunque eso era algo relativo. Alicia Burroughs no era precisamente el colmo de la discreción, como había comprobado hacía poco tiempo. Sería cuestión de tiempo que Burroughs supiese que se trataba de él.

Lo pagaría caro, pensó mientras se metía la camisa por los pantalones. Sin embargo lo único que Burroughs sabría sería su nombre. La responsabilidad de la debacle de aquella noche empezaba y terminaba con él. No habría ninguna relación con la agencia, ninguna amenaza para la Liga de Caballeros Discretos, la organización a la que pertenecía y que, como bien decía su nombre, debía seguir siendo discreta a toda costa. A la gente no le importaba contratar los servicios de un acompañante excelentemente cualificado, pero sí le importaba que los demás lo supieran. Si se hacía pública la existencia de la organización, todos quedarían condenados al ostracismo.

Nicholas comenzó a caminar. No estaba preparado para regresar a Argosy House, la sede central de la organización. ¿Qué le contaría a Channing? El fundador de la liga se sentiría decepcionado con él. La discreción era la razón de ser de la organización. Violar esa discreción sería la peor ruina de todas. Significaría el fin de los Caballeros, el fin de sus ingresos, el fin de muchas cosas, por no mencionar el fin de sí mismo; Nicholas D’Arcy, el amante más excesivo de Londres. Las mujeres pagaban sumas escandalosas de dinero para tenerlo en sus camas. Le llenaban los bolsillos de joyas para descubrir lo excesivo que podía ser. Y, como necesitaba las joyas y el dinero, él las alentaba. Al fin y al cabo el excesivo era «Nick».

Le dio una patada a una piedra que había en la acera. Para ser sincero, probablemente alentara las atenciones femeninas por unas razones mucho más oscuras que el dinero y la fama. El sexo era lo único que se le daba bien. Por suerte había logrado convertir su única cualidad en un talento que le otorgaba beneficios. Más que eso, agradecía haber conocido a Channing Deveril, que había hecho posible su éxito. De lo contrario, probablemente seguiría trabajando como empleado en una empresa transportista en los muelles, ganando demasiado poco para compensar las necesidades económicas de su familia.

Ahora, gracias a su reputación, podía enviarle cantidades decentes de dinero a su madre. Podía también escribirles cartas fabulosas a sus dos hermanas describiendo las maravillosas fiestas a las que asistía sin necesidad de inventárselo. Claro, ellas no sabían a qué se dedicaba, solo que ahora era un hombre de negocios. Gracias a la delicada salud de su hermano, nunca averiguarían la verdad. No tendrían oportunidad de viajar a Londres y ver la realidad, por lo cual estaría eternamente agradecido. Un hermano enfermo ya era algo suficientemente malo. No podía además romperle el corazón a su madre.

 

 

Las lecheras estaban empezando sus rondas cuando Nicholas subió los escalones de entrada de Argosy House, que en apariencia era igual que el resto de casas de la calle Jermyn en las que vivían caballeros solteros y adinerados. El resto de ventanas de la calle estaban a oscuras, pero allí las luces estaban encendidas. Los chicos estarían levantados durante una hora más, reviviendo sus historias antes de irse a dormir.

Una lechera que pasaba le dirigió una sonrisa coqueta.

—Buenos días, señor Nick. Habéis estado otra vez toda la noche fuera.

Nick le hizo una reverencia y le lanzó un beso.

—Buenos días, Gracie —conocía todos sus nombres. Conocía a todas las lecheras y a todos los comerciantes que trabajaban en la calle Jermyn. A las mujeres en especial les gustaba ese tipo de cosas.

Gracie le señaló con un dedo amenazante.

—No os atreváis a probar vuestros trucos de caballero conmigo. Me los sé todos —bromeó—. Además, he oído que nunca traéis nada bueno.

Nick estuvo tentado de preguntarle a Gracie qué había oído, pero la lechera ya había recogido sus cubos y seguía su camino calle abajo con el contoneo de sus caderas. De pronto le asaltó una preocupación. ¿El contratiempo en casa de Burroughs ya habría llegado hasta allí? Entró en Argosy House y oyó las risas procedentes del salón. Sonrió. Era agradable conocer la rutina, tener expectativas sobre lo que uno encontraría al llegar a casa. Aquel era el único hogar que tenía, el único lugar donde se sentía a gusto. Hacía mucho tiempo que no se sentía así en su verdadera casa.

En el salón había siete hombres sentados relajadamente en diversas sillas y sofás. Tenían las corbatas desatadas, se habían quitado las chaquetas y desabrochado los chalecos. Junto a ellos había copas de brandy medio vacías. Eran sus compañeros desde hacía cuatro años, miembros todos de aquella liga secreta.

Jocelyn Eisley fue el primero en verlo.

—Vaya, vaya, Nick, muchacho, parece que esta noche han estado a punto de pillarte. Empezábamos a preocuparnos.

Todos se volvieron hacia él. Algunos silbaron y otros aplaudieron.

—Serás la comidilla de los periódicos —le dijo Amery DeHart con su copa a medio beber.

—Tres hurras por nuestro Nick —Eisley se aclaró la garganta y se subió a un taburete con elegancia—. Creo que sería apropiado un poema para conmemorar la ocasión. No sucede todas las noches que uno le dé placer a una dama con su marido dentro de la casa.

Todos lanzaron un grito bienintencionado. Nick se sentó junto a DeHart en el sofá. Los poemas de Eisley se habían convertido en una de sus tradiciones.

—Un poema jocoso, Eisley —gritó Miles Grafton—. Un acto pecaminoso merece un poema pecaminoso.

—¡Adelante! —gritó el coro.

—De acuerdo entonces —el rubio alto y grande llamó su atención—. Os ofreceré mi última creación —su voz de barítono resonó con dramatismo por toda la habitación—. Había una vez un hombre al que Nick todos llamaban, y con cuyo miembro todas las mujeres soñaban. Qué dama no se desvanecía cuando Nick aparecía. Era la envidia de toda la compañía —concluyó con una extravagante reverencia.

—¿Acaso no somos todos la envidia? —preguntó Amery en voz muy alta—. Somos los libertinos que ponen celosos a los maridos.

—Gracias a Dios —dijo el capitán Grahame Westmore desde su rincón junto al fuego—. Si los hombres de la alta sociedad cumplieran como es debido, nos quedaríamos sin trabajo —Westmore, antiguo oficial de caballería, era muy reservado, como el propio Nick. De todos los presentes, de él era de quien menos sabía.

—Bueno, ¿qué os parece? —preguntó Eisley bajándose del taburete—. ¿No es lo mejor que he hecho? Lo recitaré en White’s esta tarde y, a la hora de la cena, mi tonadilla sonará en todos los salones de Mayfair; con discreción, por supuesto. Tu popularidad subirá como la espuma, Nick. Lo titularán Nick, el miembro.

—Al parecer lo han titulado Nick, por un pelo, según mis fuentes —murmuró una voz sombría desde la puerta.

Nick frunció el ceño. No le hizo falta levantar la mirada para saber que Channing Deveril, el fundador de la organización, ya se había enterado de la noticia. Parecía que debía de saberlo bastante gente si se habían enterado las lecheras y los periodistas. Había esperado que no tuviera tanta repercusión.

—Han estado a punto de pillarte esta noche, ¿eh, Nick? —preguntó Channing mirándolo a los ojos.

—Pero solo a punto —respondió él encogiéndose de hombros. Tal vez Channing no estuviese tan enfadado. No era más que un riesgo de la profesión. Al fin y al cabo podía ocurrirle a cualquiera.

Channing esbozó una media sonrisa.

—Todos hemos de dar las gracias por eso. Ven a mi despacho. Allí podremos hablar en privado y decidir qué hacer.

El buen humor de Nick fue reemplazado entonces por una sensación de desconfianza.

—¿Qué tenemos que decidir? —preguntó mientras se acomodaba en un sillón frente al escritorio de Channing.

—Qué hacer contigo, por supuesto —contestó Channing como si fuera idiota—. Puede que esta noche hayas ido demasiado lejos.

—Nunca se va demasiado lejos —respondió Nicholas riéndose, aunque Channing no le acompañó.

—Hablo en serio, Nick, y tú también deberías hacerlo. Esto no se olvidará. Burroughs sabrá que eras tú.

—Yo prefiero pensar que lo sospechará. No sabrá con certeza que era yo.

Channing arqueó una ceja con incredulidad.

—Te engañas a ti mismo. ¿Con tonadillas como Nick, el miembro y dibujos titulados Nick, por un pelo circulando por toda la ciudad? —Channing tenía razón en eso—. Además, no creo que Alicia Burroughs haya ganado ningún premio por su capacidad para guardar secretos.

Otro punto a favor de Channing.

—La agencia no se verá implicada —le aseguró Nick con la esperanza de tranquilizarlo.

—No me preocupa solo la agencia. Me preocupas tú también, Nick. No quiero que haya ningún duelo —Channing abrió un cajón y sacó una carpeta que le pasó por encima de la mesa—. Por eso tengo una nueva misión para ti.

Nick examinó con el ceño fruncido el documento que había dentro.

—¿Cinco noches de placer? ¿En el campo? ¿Eso es posible? A mí me parece una yuxtaposición bastante improbable —Nicholas D’Arcy volvió a pasarle la carta por encima de la mesa con evidente desdén y con un gesto de escepticismo ante semejante propuesta. Él era un hombre de Londres. Prefería el entorno de la ciudad, con sus mujeres refinadas. No había nada tan fascinante como una mujer de ciudad, con su gusto por la moda y por los perfumes, con su conversación ingeniosa sobre todo tipo de temas y con su actitud descarada. En resumen, una mujer de Londres era alguien que sabía lo que deseaba en todos los aspectos. Pero ¿una mujer de campo? Ni hablar—. No es mi especialidad, Channing.

Tras el escritorio, Channing arqueó una ceja en respuesta a su negativa.

—Tampoco es mi especialidad provocar duelos con maridos engañados. Permite que te recuerde que el objetivo de la liga es complacer a una mujer sin que se produzca un escándalo. Los duelos, amigo mío, no encajan en nuestra política de discreción. Tienes que marcharte de la ciudad y esperar a que cesen los rumores. Ya sabes cómo es Londres en esta época del año. En menos de quince días habrá otro escándalo que eclipse a este, pero no si tú estás aquí recordándoselo a todos con tu presencia. Hasta entonces, no quiero ver cómo un marido celoso te apunta con una pistola.

—Te prometo que no pasará nada —protestó Nicholas—. Burroughs no tiene pruebas —aunque había sido una suerte que lograra salir por la ventana justo a tiempo—. No creo que haya visto más que una sombra.

Channing estaba jugando con un abrecartas.

—Sí, bueno, pues todo Londres sabe lo que le gustaría hacerle a esa sombra. ¿Te has dejado algo allí? ¿Un corchete de la camisa? ¿Una bota? ¿Cualquier cosa que pueda relacionarte con el incidente?

—Nada —respondió Nicholas con vehemencia—. Nunca me dejo nada. Te juro que mi huída ha sido limpia —una huida en la que había besado a la condesa viuda. Aun así, al final no había dejado huellas y eso era lo importante.

Channing soltó una carcajada.

—Para ti y para mí una huida limpia significa cosas diferentes.

Nicholas se llevó una mano al pecho en un gesto dramático y burlón.

—Me hieres —en realidad sí se sentía un poco insultado por la pregunta. Era uno de los mejores hombres de Channing a la hora de cumplir con los requisitos más carnales de la organización. No todas las mujeres acudían a ellos buscando placer físico; algunas acudían simplemente para destacar en sociedad, tal vez llamar la atención sobre sí mismas para recuperar a un marido que las había descuidado durante demasiado tiempo. Pero había algunas que sí iban buscando el placer íntimo que les había sido esquivo hasta aquel momento de sus vidas. Ahí entraba él. Nick esperaba que Channing pasara por alto ese aspecto de la carta.

—Dejando a un lado el posible escándalo, aun así quiero que vayas —Channing dejó el abrecartas y se quedó mirándolo fijamente con sus ojos azules—. La mujer en cuestión busca satisfacción física y esa sí que es tu especialidad.

—Pero no en el campo —respondió Nicholas. Estaba perdiendo la batalla y lo sabía—. Es un mal momento para que me vaya de aquí —señaló la fecha que aparecía en la carta—. ¿Casi una semana entera a mediados de junio? El verano está en pleno apogeo. Ya tenemos más trabajos de los que podemos aceptar —sería una pena perderse todos los eventos; el baile de Marlborough, el baile de disfraces en la mansión de lady Hyde en Richmond, que era justo esa semana, por no mencionar las noches de verano en Vauxhall con los fuegos artificiales.

Channing no pareció muy afectado por aquel razonamiento.

—Nos las apañaremos.

—Podrías enviar a cualquier otro. A Jocelyn o a Grahame. O a Miles, o a Amery. ¿No dijo DeHart que le gustaba el campo? Fue todo un éxito en la última fiesta a la que le enviaste —él no iba a marcharse al campo. Evitaba el campo como un santo evitaba el pecado.

—Todos están ocupados —dijo Channing con rotundidad—. Tienes que ser tú —le dirigió una sonrisa ganadora, la sonrisa que encandilaba a hombres y a mujeres y lograba que hicieran justo lo que quisiera de ellos—. No te preocupes, Nicholas, la ciudad seguirá aquí cuando regreses.

¿Qué podría decir a eso sin decir demasiado? Había aspectos de su vida que ni siquiera Channing conocía. Tomó aliento y dijo:

—En la carta pone que pagará bien. ¿Cuánto? —sabía que con aquella pregunta dejaba claro que aceptaba. Aun así, sería mejor abandonar el campo de batalla con cierta aquiescencia que retirarse cumpliendo una orden directa.

—Mil libras —anunció Channing.

Nicholas sonrió. Haría casi cualquier cosa por mil libras. Incluso enfrentarse a sus demonios. No cabía la posibilidad de no ir, y ambos lo sabían. Esa cantidad de dinero aseguraba su consentimiento desde el principio.

—Bueno, entonces creo que el tema está zanjado —en un momento de lucidez, agradeció el esfuerzo de Channing por intentar al menos hacerle pensar que tenía algo que decir en el asunto.

—Espero que sí. Ahora, ve a hacer la maleta. Partirás en una diligencia a las once. Llegarás allí a tiempo de tomar el té.

Genial, pensó Nick con ironía, aunque veía que Channing estaba decidido. No podría escapar de aquello, así que recurrió a aquel viejo truco mental: siempre podría ser peor, aunque no estaba seguro de cómo. Bueno, siempre podría haber sido por más tiempo, tal vez incluso durante el mes entero.

 

Dos

 

 

Sussex, Inglaterra

 

A Annorah Price-Ellis le quedaba un mes de vida. De vida de verdad. Lo notaba en los huesos y no era la primera vez. Llevaba con aquella sensación desde abril y ya era incapaz de impedirlo. Iba a ocurrir lo inevitable aunque hubiese pasado años negándolo. Ahora, en la última etapa, lo tenía delante, con una fecha marcada en rojo en su calendario mental.

Claro, había buscado ayuda. Todos los expertos a los que había consultado coincidían en el diagnóstico. No le quedaba otro remedio que aceptarlo. Aquella noticia le había obligado a hacer concesiones y, junto a ellas, preparativos también; razón por la cual estaba sentada en el soleado salón de Hartshaven aquella preciosa tarde de junio, ataviada con un bonito vestido nuevo de muselina amarilla, esperando, algo extraño para alguien a quien estaba acabándosele el tiempo.

Annorah miró el reloj situado sobre la repisa de la chimenea. Eran casi las cuatro. Llegaría en cualquier momento y ella estaba nerviosa. Nunca había hecho algo tan atrevido ni tan definitivo como aquello. A medida que se aproximaba esa temida fecha en rojo, había pensado mucho sobre cuáles serían sus últimos actos, sobre qué placeres deseaba experimentar una última vez. Era rica. Tenía mucho dinero. Podía permitirse cualquier cosa que deseara: París, el continente, ropa cara. Pero, al final, el dinero no la salvaría. No podía llevárselo consigo sin condenar su alma a cierto infierno. Así que la pregunta se cernía sobre ella. ¿Qué era lo que deseaba? En el fondo de su corazón, no le había resultado tan difícil responder a esa pregunta.

Tenía treinta y dos años, al menos durante dos semanas más, y había dejado atrás sus mejores años al menos hacía una década. No se sentía con esa edad. Y esperaba no aparentarla. Tenía poco que enseñar de los últimos diez años, al menos en lo referente a las cosas que una mujer debería tener a su edad; un marido y unos hijos. Había estado a punto varias veces. En una ocasión había logrado que le rompieran el corazón y, en otra, se había echado atrás, pues no quería arriesgarse a que volvieran a romperle el corazón, o quizá hubiera sido la ausencia de aquel riesgo. Después de aquello, se había retirado a Hartshaven, había ido apartándose de la sociedad un poco más cada año y hacía mucho tiempo que no ponía un pie en Londres; y más aún desde que no se interesaba en alguien, ni alguien en ella.

Era una manera muy solitaria de vivir. Sin embargo, lo que sí tenía era una preciosa finca en el campo y mucho dinero para hacerle compañía. Lo que le faltaba socialmente lo compensaba con creces económicamente. En términos de comodidad, tenía todo lo que una mujer pudiera desear, salvo un hombre. Eso estaba a punto de cambiar. En pocos minutos un hombre aparecería en su puerta. Lo había encargado desde Londres igual que una encarga un vestido. Y, si tenía alguna duda sobre el procedimiento, ya era demasiado tarde.

Repasó mentalmente por última vez la carta que había enviado. Había memorizado cada palabra.

 

Estimados señores,

Busco relaciones con un hombre educado y de buenos modales. Debe ser limpio y estar sano, poder mantener una conversación interesante… en otras palabras, que sea culto… y que disfrute de la tranquilidad del campo. Estoy dispuesta a pagar generosamente por cinco noches de compañía.

 

Había tardado tres días en redactar esas pocas líneas. A juzgar por el esfuerzo, la carta debería haber sido más larga. Esperaba que la agencia supiera exactamente a qué se refería. El pequeño anuncio que había visto en una revista sugería que a la agencia se le daba bien leer entre líneas y saber justo lo que requería cada situación concreta. Aun así, esas cuatro líneas eran las palabras más audaces que había escrito en toda su vida.

—Es la hora, Annorah. Deja de ser tan cobarde —sentía que el valor empezaba a abandonarla. Si no lo hacía entonces, ¿cuándo si no? Sabía cuál era la respuesta. Nunca. Si deseaba conocer los misterios de la pasión antes de que fuera demasiado tarde, tendría que ocuparse del asunto. Así que allí estaba, esperando a que llegase su regalo de cumpleaños; el hombre perfecto, que no le rompería el corazón, que no fingiría amarla por su dinero, que comprendería que lo que deseaba era una relación temporal en la cual poder experimentar los placeres de la carne sin arrepentirse.

Cinco noches de placer serían suficientes. Entonces aceptaría su destino, un destino que uno de los mejores abogados de Inglaterra le había dicho que no podía evitar: casarse antes de cumplir los treinta y tres años y mantener su finca y su riqueza. Si eso no sucedía, la finca y gran parte de su fortuna irían a parar a la iglesia y a otros organismos benéficos. La casa se convertiría en una escuela y ella se quedaría con una casita y una pequeña parte para vivir de manera sencilla, pero no con grandes lujos. Atrás quedarían los días en los que se compraba vestidos caros y en los que tenía la opción de hacer cualquier cosa que deseara.

Fuera como fuera, estaba a punto de perder su vida tal como la conocía. Casarse significaría que toda su riqueza iría a parar a su marido. Permanecer soltera significaría que el dinero se lo quedaría la iglesia. Y ella con una mínima parte. En respuesta a su desolación, se había ido de compras y había adquirido un sinfín de vestidos con todos los accesorios necesarios, incluyendo un hombre a juego.

Oyó la gravilla en la entrada y se le aceleró el pulso. Se asomó a la ventana y vio una diligencia detenerse frente a la casa antes de desaparecer, pues la entrada quedaba oculta tras las escaleras semicirculares que conducían hacia la puerta principal. Solo podía verse la entrada entera si se estaba de pie junto a la ventana, pero Annorah no quería ser tan evidente.

Plumsby, su mayordomo, apareció en la puerta.

—Señorita, vuestro invitado está aquí. ¿Puedo decir que es demasiado guapo para ser un bibliotecario? —Annorah no había sido capaz de contarles la verdad a sus empleados por miedo a decepcionarlos. En su lugar, había expresado su deseo de catalogar su biblioteca una última vez, una especie de inventario por si acaso decidía dejárselo todo a la escuela.

—Gracias, Plumsby. Enseguida salgo a recibirlo —se le aceleró de nuevo el pulso y empezó a pensar en las últimas palabras de Plumsby: era guapo. Repasó en su mente cómo quería recibirlo. Sería moderna y sofisticada. Se miró por última vez en el espejo de la pared para asegurarse de que estaba bien peinada y de que no tenía manchas en la cara. Tomó aliento, salió al recibidor y de pronto se sintió demasiado colorida con el vestido de muselina amarilla en comparación con el azul apagado y el mármol italiano del recibidor. Pero ya no tenía tiempo para cambiarse ni para escabullirse por las escaleras de atrás sin ser vista. Él la había visto.

Annorah sonrió y caminó hacia él.

—Estáis aquí. Confío en que hayáis tenido un viaje agradable —se llevó las manos a la cintura con la esperanza de disimular sus nervios, pero sintió el rubor que inundaba sus mejillas. Decir que era guapo era quedarse muy corta y ella ya se había quedado sin palabras. Pensaría que era una idiota incompetente. Se conocían desde hacía menos de un minuto y era incapaz de decir nada.

¡Té! De pronto se le ocurrió.

—Plumsby, sirve el té en el salón. Yo me encargo de nuestro invitado a partir de ahora —en cuanto pronunció aquellas palabras, supo que se había equivocado—. Perdonadme, creo que estoy adelantándome. Estoy pidiendo que sirvan el té y ni siquiera nos hemos presentado. Soy Annorah Price-Ellis.

Le ofreció la mano para estrechársela de manera profesional, pero él se la agarró y se inclinó para darle un beso en los nudillos sin dejar de mirarla mientras convertía aquel gesto en algo más que un saludo. Con aquel beso comenzó un prólogo, una promesa.

—Nicholas D’Arcy, a vuestro servicio.

A su servicio. Annorah tragó saliva. ¡Allí estaba y era increíblemente guapo! Unos ojos de un azul oscuro la contemplaban con intensidad por encima de su mano; un pelo negro echado hacia atrás que dejaba ver sus pómulos marcados y la boca más perfecta que hubiera visto jamás en un hombre; un labio superior fuerte, fino, y un labio inferior ligeramente más grueso, lo suficiente para despertar sus fantasías, para hacer que una mujer deseara recorrer esa boca con el dedo.

¡Santo cielo, sus pensamientos estaban acelerándose! Apenas se conocían y ya se imaginaba acariciando su boca. Recordó sus modales e hizo una reverencia, aunque entonces se preguntó si aquella sería la respuesta correcta. ¿Era normal hacerle una reverencia a un hombre así? Pero esa era la cuestión. ¿Qué tipo de hombre era? ¿Un caballero sin suerte o un sinvergüenza que aparentaba ser lo que no era? Tal vez debiera hacer la reverencia simplemente para continuar con aquella farsa. ¿Y por qué no? Aquella era su fantasía. Podía llevarla a cabo como quisiera.

Lo que no podía hacer era quedarse allí de pie como una idiota. De pronto recordó todos sus años de educación y buenos modales con un solo pensamiento: podría conducirle a tomar el té y después todo se resolvería solo. El té le ayudaría a calmar los nervios. Sería algo lógico preguntarle si lo temaba con leche o con azúcar, si quería un pastelito o un sándwich. Eso daría pie a una conversación y le daría la sensación de estar empezando a conocerlo.

Annorah señaló hacia la puerta situada a su izquierda.

—Plumsby nos servirá el té en la sala de recepciones —dijo con lo que esperaba que fuese una voz sofisticada, y aun a riesgo de sonar repetitiva—. Podréis tomar algo y así hablaremos de negocios —sin duda aquel sería el siguiente paso lógico. Sería mejor quitarse ciertos temas de en medio antes de que las cosas siguieran su curso.

Los ojos azules de Nicholas D’Arcy se arrugaron por los lados cuando sonrió. Se inclinó con una actitud conspiradora y la cercanía le permitió advertir el aroma de su cuerpo; una mezcla de heno y limón que olía a verano.

—¿Esto son negocios? —preguntó.

De pronto a Annorah le resultó difícil pensar. Apenas se dio cuenta de que empezó a divagar sobre clientes y contratistas, y a negociar los acuerdos de su asociación de manera que fuese mejor para ambos. Él le puso un dedo suavemente sobre los labios.

—Annorah, hay un precioso día de verano esperándonos fuera. ¿Por qué no me enseñas los jardines? Podemos hablar mientras paseamos.

—¿Habrá la suficiente privacidad? —preguntó ella educadamente. ¿Hablar de su acuerdo en el exterior, donde cualquiera pudiera oírlos? No había sido del todo sincera con sus empleados al hablarles de su visita.

—Juntaremos las cabezas y susurraremos —parecía reírse con la mirada mientras le ofrecía el brazo, un brazo fuerte envuelto en una delicada chaqueta azul, lo que le recordó que su ropa y su presencia eran inmaculadas. Inclinó la cabeza hacia la suya hasta que casi se tocaron y empezó a susurrarle al oído—. Además, creo que el riesgo a ser descubiertos le añade cierta emoción al más aburrido de los paseos, ¿no te parece?

—Tendré que fiarme de vuestra palabra, señor D’Arcy —un delicioso escalofrío recorrió su cuerpo solo con pensarlo, aunque se serenó ligeramente al pensar que aquel hombre vestido con ropa elegante no podía ser en absoluto un caballero.

—Por favor, llámame Nicholas. El señor D’Arcy siempre fue mi padre. ¿Nos vamos?

Qué poco había tardado en perder el control de la conversación. Era algo casi asombroso la suavidad con la que él se había hecho cargo. Apenas llevaba unos minutos en su recibidor y ya había asumido el control. Ni siquiera sabía dónde estaban los jardines y sin embargo atravesaron las puertas de cristal como si llevara viviendo allí toda su vida. Annorah no había imaginado que mostraría tanta comodidad. Imaginaba que llevaría ella las riendas. Llevarían a cabo el trato en su terreno, literal y figuradamente. Cuando había enviado la carta, había dado por hecho un mínimo de seguridad al saber que él sería el invitado y ella la anfitriona. Pero ahora quedaba claro que los papeles podían alternarse con facilidad.

 

 

Los jardines le devolvieron el equilibrio. Él fue haciéndole algunas preguntas, deteniéndose de vez en cuando para admirar ciertas flores, y ella respondía y sentía que iba recuperando el control, que de nuevo volvía a ser la anfitriona.

Nicholas se detuvo frente a una flor.

—Oh, esta es única. Un lirio tropical, si no me equivoco. Un poco perverso, ¿no? Con el estambre que sobresale directamente desde la flor.

Annorah se sonrojó ante aquella referencia directa al falo masculino.

—Todas las flores tienen estambre, señor D’Arcy.

—Sí, pero no todas tienen un estambre que se ve tan descaradamente. Observa esta delicada flor rosa de aquí. El estambre está envuelto entre los pétalos, que se cierran a su alrededor. Pero esta en cambio no —volvió a señalar el lirio—. Esta es descarada y se yergue desde la base con orgullo, para que todos la vean.

—Las flores no son seres sexuales, señor D’Arcy.

—¿Eso crees? No estoy de acuerdo. Puede que sean los seres más sexuales y promiscuos que existen. Piénsalo. Polinizan con múltiples parejas todos los días, todo para lanzar sus semillas errantes al viento sin importarles dónde aterrizan.

El protocolo le obligaba a poner fin a una conversación tan ridícula, pero no pudo hacerlo. Nicholas tenía una voz muy agradable de tenor que acariciaba cada palabra, que creaba imágenes decadentes con cada frase. Si podía hacer que le temblaran las piernas hablando de botánica, era probable que aquella voz pudiera convertir cualquier tema en algo sensual. Aun así, debería intentar comportarse de manera civilizada.

—Señor D’Arcy, este no es un tema de conversación muy decente.

—Insisto en que me llames Nicholas —le reprendió él suavemente—. Y, para ser sinceros, no me has invitado a venir para ser decente.

Fue un comentario de lo más oportuno. No tendría una oportunidad mejor de sacar el tema de su acuerdo. Habían empezado a andar de nuevo y habían dejado atrás el lirio fálico y el jardín de flores. Se habían alejado más de la casa y paseaban por un camino rodeado de árboles en dirección a una torrecilla romana situada a lo lejos. La intimidad era total. Por un momento se le pasó por la cabeza que Nicholas hubiera llevado la conversación hacia allí a propósito.

—No, Nicholas. No te he traído aquí para que seas decente. Pero tampoco te he traído para participar en una orgía —ahí fue donde se acabó su franqueza. No era una mujer tímida a la que le diese vergüenza decir lo que pensaba. Hasta el momento había marcado su propio camino en la vida, pero aquel terreno era nuevo para ella. Nunca antes le había expresado a nadie esa clase de sentimientos, esos deseos, y mucho menos a un hombre guapo que la miraba con tanta atención.

¡Claro que tenía toda su atención! Ese era su trabajo. Debería preocuparse de no ser así.

—Lo comprendo —respondió Nicholas solemnemente, y le cubrió con cariño la mano que tenía apoyada sobre su brazo—. ¿Qué les has contado a los sirvientes?

—Les he dicho que has venido a evaluar mi colección de libros. Es bastante amplia y no ha sido catalogada desde que lo hiciera mi abuelo hace medio siglo.

La sonrisa que le dirigió hizo que se sintiera muy satisfecha. Había pensado largo y tendido sobre la mentira que utilizaría para justificar la presencia de un hombre en la casa.

—Muy bien, Annorah. Me has descrito como un erudito, un hombre culto, lo cual aplacará las sospechas de que pueda tener otro interés oculto en tu persona. Me has asignado un proyecto que exige estar a solas contigo todos los días, y además me has dado la razón perfecta para dejarme ver contigo en el campo. Nadie esperaría que quisieras tener a tu invitado solo para ti —le guiñó un ojo—. Sé cómo funcionan las cosas en el campo; un recién llegado es motivo de excitación y ha de compartirse.

Annorah se sonrojó con sus alabanzas. Se apartaron de la torrecilla y se dirigieron de nuevo hacia la casa mientras él seguía hablando.

—En cuanto a nosotros, Annorah, no volveremos a hablar de nuestro acuerdo. Nos dedicaremos a hacernos amigos. No podemos limitarnos a una simple transacción económica —arrugó la nariz como si la idea le diese asco y eso hizo que ella se riera—. Pero, dejando eso a un lado, debemos ponernos serios por un momento —se volvió para mirarla y la detuvo. Podía ver la casa por encima de su hombro, lo que le recordaba que, cuando regresaran, la farsa comenzaría de verdad. El punto de no retorno comenzaba en la linde del jardín y su cuerpo se estremecía con solo pensarlo.

Nicholas le estrechó las manos con fuerza y la miró con sinceridad.

—Estamos a punto de embarcarnos juntos en un viaje íntimo y maravilloso, Annorah Price-Ellis. Es un honor compartir ese viaje contigo. Nos cambiará a los dos. Probablemente lo hayas pensado mucho, pero debo preguntarlo una última vez. ¿Estás preparada? ¿Es esto lo que realmente deseas? ¿No te ves obligada en modo alguno, ya sea implícito o explícito?

«Esto debe de ser lo que se siente cuando estás frente al altar y miras a los ojos al hombre al que amas, sabiendo que él siente lo mismo», pensó ella. Aquel pensamiento surgió de la nada y sin razón alguna. Sabía que él estaría obligado a preguntárselo para asegurarse de contar con su consentimiento. También sabía que, tras su pregunta, no había amor, ni matrimonio, ni altares de ningún tipo. Pero aquella certeza no le impidió tener la impresión de que estaban jurando los votos de algún modo, entregándose el uno al otro, aunque solo fuera durante un breve periodo de tiempo. Después de aquella noche, siempre le pertenecería, siempre estaría con ella como ninguna otra persona. Durante el resto de su vida, llevaría un pedazo de Nicholas D’Arcy dentro de su alma, siendo su primer y, quizá, su único amante verdadero.

Annorah asintió con la cabeza y su voz sonó tranquila en la serenidad de aquella tarde de verano.

—Estoy preparada.

Nicholas se llevó sus manos a los labios.

—Yo también lo estoy —le dirigió una sonrisa tranquilizadora. Tal vez hubiera advertido el temblor en su voz—. Tranquila, Annorah. Sé exactamente lo que deseas.