hi578.jpg

11298.png

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Juliet Landon

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Dolor de amor, n.º 578 - junio 2015

Título original: Betrayed, Betrothed and Bedded

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6315-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Epílogo

Nota de la autora

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Había todavía días ese final de otoño en que la luz era tan clara y radiante que casi hacía daño a los ojos. Incluso en Inglaterra. Esa mañana en particular, faltando apenas un mes para Todos los Santos, el sol bajo esparcía sus rayos por los campos de rastrojos e inundaba el cielo de un azul cobalto que obligaba a la partida de jinetes a parpadear y a protegerse los ojos de su resplandor.

—Allí, ¿veis? —dijo sir Walter D’Arvall, señalando un punto lejano en el horizonte—. ¿Las torres? Siguen en pie, gracias a Dios —su voz contenía una nota de alivio y emoción, pues las grandes y esplendorosas torres y las campanas de las abadías solían ser lo primero que se destruía en la purga de establecimientos religiosos emprendida por el rey Enrique desde su tan cacareada disputa con Su Santidad el papa.

En el pequeño grupo que acompañaba a sir Walter se hallaba su segunda hija, Ginny, que acababa de regresar a casa tras vivir más de cuatro años con una familia del Norte y que, harta de que su madre la obligara a ordenar una y otra vez el armario de la ropa blanca, había aceptado encantada la invitación de su padre a visitar el priorato de Sandrock, al otro lado de las suaves colinas de Hampshire. El padre Spenney, el prior, tenía un sobrino muy apuesto, Ben. Ginny y él se conocían desde la infancia y desde la marcha de Ginny se habían visto en contadas ocasiones. Tendrían muchas cosas de qué hablar. Ginny espoleó a su caballo para que se adelantara por la senda.

—¿El padre Spenney nos espera? —preguntó, aunque en realidad lo que quería decir es: «¿Ben me está esperando?». Confiaba en que no hubiera tomado los hábitos en su ausencia.

—No —contestó su padre. No le dijo, aunque quizá debería haberlo hecho, que esperaba encontrarse en el priorato con otro vecino, sir Jon Raemon, heredero de gran parte de las tierras colindantes con las suyas y señor desde hacía tres años de Lea Magna, mientras su padre se hallaba preso en Francia. A sus veinticuatro años, la responsabilidad de un predio del tamaño de Lea Magna era considerable, más de la que habrían soportado muchos jóvenes de su edad, pero sir Jon era un hombre bien dispuesto y competente, y sin duda sería un buen yerno. Ahora que Ginny había vuelto a casa, tal vez, Dios mediante, estaría buscando una joven educada y formal que aliviara sus fatigas cotidianas y, aunque la dote no fuera como para que se le acelerara el corazón, sir Walter confiaba en que la hermosura de su hija compensara la escasez de sus rentas. Cabía la posibilidad, sin embargo, de que no fuera así, si sir Jon era tan pragmático como el propio sir Walter. A sus casi diecisiete años, Virginia D’Arvall poseía una belleza excepcional, y su padre nunca había creído que fuera a tener la menor dificultad para encontrarle marido. De momento nunca había puesto a prueba esa teoría, aunque tal vez ese día la viera desmentida.

En el priorato de Sandrock, sir Walter y Ginny fueron conducidos a la biblioteca, donde el padre Spenney se hallaba en lo alto de una escalera de mano, pasando libros a un grupo de monjes de hábito marrón. Hombre poco dado a expresar sus afectos, el padre se limitó a sonreír con regocijo y bajó de la escalera para tenderle las manos a su vecino y amigo.

—Nos encontráis en un estado lamentable, sir Walter —dijo cariacontecido—. Nunca pensé que vería llegado este día. Pero, en fin, así son las cosas.

—Luego hablaremos —dijo sir Walter—. Y después quizá… ¿Quién sabe? —se encogió de hombros—. ¿Os acordáis de Virginia, padre? Era una chiquilla de doce o trece años cuando la visteis por última vez. ¿Veis cómo ha cambiado?

—Padre —dijo Ginny—, todos hemos cambiado menos vos —buscó con los ojos a Ben entre los monjes que habían empezado a salir discretamente de la biblioteca. Distinguió un par de ojos marrones y arrobados, y sonrió al ver el cambio que también se había obrado en él. De la misma edad que Ginny, el sobrino del padre Spenney nunca había estado en situación de llegar a mayores con la hija de sir Walter, pero de niños siempre había habido entre los dos una atracción que, de haber habido más contacto entre ellos, podría haberse transformado en algo más profundo. Ahora, con el priorato a punto de disolverse a causa de la Ley del Parlamento, daba la impresión de que tanto Ben como su tío se hallarían pronto desamparados, a menos que el padre de Ginny les ofreciera un hogar.

El padre Spenney pasó la mano por el volumen encuadernado en piel que había encima de un montón de libros, deteniéndose sobre el fileteado de oro y el grueso cierre de orfebrería.

—Estamos intentando salvarlos —dijo—. ¿Sabéis lo que harían con ellos, sir Walter, si cayeran en sus manos? Vendérselos a tenderos y comerciantes como papel de envolver. Están mandado libros a montones a los encuadernadores, solo por el cuero y el pergamino. Las piezas de metal las reutilizan, y las hojas las usan como trapos —le tembló la voz, horrorizado al pensar en aquella destrucción—. Son de valor incalculable —susurró—. Tienen cientos de años. ¿Acaso no se da cuenta el rey de lo que está ocurriendo?

Una voz procedente de la arcada, al otro extremo de la biblioteca, les hizo volver la cabeza:

—Cuando el rey dicta un decreto —dijo el hombre, avanzando hacia ellos—, es de esperar que alguien sufra las consecuencias. Si hiciera excepciones por este, ese o aquel, alguien se aprovecharía de la situación. Y sería el caos, padre —el recién llegado se detuvo junto a sir Walter, se quitó el gorro y le tendió la mano—. Sir Walter, bienvenido, señor. Confío en encontraros con buena salud. ¿Y vuestra esposa?

Alto y más corpulento que sir Walter y que el padre Spenney, ambos de más edad, poseía una complexión atlética y un porte elegante y ágil que lo habría hecho destacar en medio de una multitud, pues no solo iba perfectamente vestido con un manto negro forrado de piel sobre un jubón de brocado negro, sino que era, además, el hombre más guapo que Ginny había visto nunca. Tan guapo, de hecho, que le costó apartar los ojos de su rostro de facciones cinceladas y de su espeso cabello oscuro, que conservaba aún la impronta del gorro antes de que volviera a ponérselo. Tenía la mandíbula cuadrada y bien definida, el cuello musculoso y festoneado por el delicado cuello de una camisa de hilo recamada con bordados calados y con varias hileras de cordones de oro para atar los bordes. Su voz profunda, misteriosa y bien modulada, se avenía a la perfección con su figura, pensó Ginny.

Sin embargo, aquel hombre tan apuesto trabajaba para el rey Enrique VIII en la destrucción de los monasterios. Saludó al prior como si ya se hubieran visto esa mañana.

—Mis ayudantes están preparando las listas, padre —dijo—. ¿Estáis listos para que entren aquí?

—Unos minutos más, sir Jon, os lo ruego —contestó el padre Spenney—. Pero sin duda os acordáis de la señorita D’Arvall.

Sir Jon se giró para mirar a Ginny y se quitó lentamente el gorro de nuevo, haciendo una elegante reverencia que le permitió seguir mirándola hasta que volvió a enderezarse.

—¿La señorita D’Arvall? Creía conocer a toda vuestra familia, sir Walter. ¿Dónde teníais escondida a esta pequeña?

Hizo que sonara, pensó Ginny, como si fuera la última cachorra de una camada.

—Estuvo con la noble familia Norton en Northumbria hasta la semana pasada, sir Jon. Virginia, este es nuestro vecino, sir Jon Raemon. Creo que no os conocéis, ¿me equivoco?

—No, padre. Sir Jon —Ginny hizo una reverencia.

Northumbria, había dicho su padre, donde le habían presentado a multitud de hombres jóvenes y no tan jóvenes, ninguno de los cuales le había interesado más allá de un día o dos, aunque había tenido que fingir lo contrario por respeto a sus anfitriones. Había aprendido cómo debía comportarse en cada situación y era ya, al menos en teoría, capaz de desenvolverse como una dama. Empezaba descubrir, no obstante, que a veces nada podía prepararla a una para el modo en que reaccionaba su corazón, momentos en los que este se negaba a obedecer la orden de aminorar el ritmo de sus latidos, de palpitar con menos violencia o de devolverle la respiración. Sir Jon le sostuvo la mirada con sus ojos oscuros e inquisitivos, como si pudiera ver que dentro de ella algo estaba cambiando en ese preciso instante, que un cambio trascendental se estaba obrando en su corazón. Si el amor a primera vista existía, debía de ser aquello.

—Señorita D’Arvall —dijo él, contemplándola a la luz radiante del sol que se remansaba en la biblioteca y que hacía brillar la melena dorada que le caía por la espalda, realzando su tez perfecta y el fulgor otoñal de sus labios y sus mejillas. Sus ojos grises, ribeteados de negro, eran como el cuarzo, y sus pestañas increíblemente espesas—. He coincidido a menudo con vuestros dos hermanos mayores en la corte. El mayor, Elion, ayuda a vuestro padre en la administración del señorío, según tengo entendido.

—En efecto, señor. Aspira a sustituir algún día a nuestro padre como tesorero real, pero tendrá que esperar un tiempo.

Sir Jon sonrió.

—Y el menor… ¿Paul, no es eso? ¿A qué aspira?

—A ser caballero de los aposentos reales. El rey le tiene simpatía.

—¡Vaya! ¿Y vos, señora? ¿También buscáis un sitio en la corte?

Había varios pares de oídos escuchando. Aquel no era momento de discutir su futuro, y las respuestas ingeniosas que había aprendido parecieron abandonarla.

—No, señor. En el fondo soy una chica de campo —¿qué estaba diciendo? Sir Jon pensaría que carecía de instrucción, que era aburrida, doméstica, bovina. Podía hacerlo mejor—. Pero estos libros que pertenecen al priorato, sir Jon… ¿No hay mejor forma de deshacerse de ellos? Algún lugar seguro, quizá, donde puedan guardarse hasta que… Bueno… Me refiero a que… ¿No estáis en situación de hacer la vista gorda en este caso? Una vez destruidos, no pueden reemplazarse, ¿no es así? Como oficial del rey, ¿aprobáis la destrucción de tesoros de tan incalculable valor? ¿Vais a permitirlo?

Los ojos de sir Jon se dilataron bajo aquel aluvión de preguntas, pero en lugar de responder a ellas se dirigió a su padre, lo cual enojó a Ginny.

—¿Qué tenéis aquí, sir Walter? ¿Una hija versada en libros?

Los ojos de cuarzo brillaron con fuerza.

—No soy versada en libros, sir Jon —contestó—, pero reconozco un objeto irremplazable cuando lo veo y aquí hay cientos de ellos. Cada uno debe de costar…

—Señorita D’Arvall —la interrumpió sir Jon, poco acostumbrado a que le diera lecciones una mujer—, soy consciente de su valor. Pero cuando el rey me da una orden a través de su secretario, sir Thomas Cromwell, no tengo por costumbre cuestionarla, dado que no tengo deseo alguno de perder mi empleo. El monasterio ha de quedar vacío, y el padre Spenney entiende que ello ha de hacerse con eficacia y rapidez. No hay tiempo para encontrar compradores para cada libro, por precioso que sea. Como he dicho, si Su Majestad empezara a hacer excepciones, estaríamos aquí eternamente. Veréis, necesita los fondos con cierta urgencia.

El padre Spenney estaba más resignado.

—Creo que lleváis las de perder, señorita D’Arvall. No insistáis. Es inútil.

Sir Walter no estaba de acuerdo.

—¿Sabe Cromwell qué suerte corre cada cosa, sir Jon? —preguntó—. Porque, si no es así, tengo una proposición que tal vez os convenga a vos y a nuestro querido prior. ¿Queréis oírla?

El silencio de la estancia, amortiguado por los estantes de libros y manuscritos, era casi tangible mientras sir Jon reflexionaba acerca de las implicaciones de una posible negociación. Volvió su noble cabeza hacia Ginny y la miró de arriba abajo, como si fuera, pensó ella, una res de excelente calidad. Aquella mirada la puso furiosa y al mismo tiempo la turbó. Luego, llevándose a sus vecinos a un lado de la sala para hablar con ellos en privado, dijo:

—Hablemos, os lo ruego, sir Walter y mi señor abad. ¿Qué es exactamente lo que…?

Ginny y Ben, que se habían quedado atrás, pudieron mantener una rápida y apresurada conversación a solas. ¿Cómo se las arreglarían cuando el monasterio se cerrara, se vaciara y se vendiera? ¿Adónde iría Ben? ¿Qué podía hacer? ¿Cómo se ganaría la vida? Su padre, Ginny estaba segura, no permitiría que se quedaran sin techo. Ben ya no tomaría los hábitos. Su rostro afable se suavizó al aferrarse a aquella esperanza. Para él, ver con frecuencia a Ginny era más importante que la comida. Aun así, mientras dentro del priorato de Sandrock se hacían planes a diestro y siniestro esa mañana otoñal, Ben intuyó que a Ginny le había sucedido algo que ni ella misma sería capaz de reconocer o explicar. Y aunque hablaba con mayor dulzura con él que con sir Jon, era aquel joven galante, imbuido de autoridad y con los modales de un cortesano arrogante, el que mantenía en vilo a Ginny, como si quisiera grabar en su memoria cada detalle de su figura para rememorarlos durante los días, las semanas y los meses siguientes. El lugar de sir Jon estaba en la corte. El suyo, por elección propia, estaba en D’Arvall Hall. Era improbable que volvieran a encontrarse.

Ben, en cambio, era un muchacho cercano, carente de misterio pero arrobado por ella, la antítesis misma de sir Jon Raemon, con sus ambiciones y sus contactos en la corte. Aun así, Ben y ella nunca podrían casarse: la orfandad de Ben y sus escasas perspectivas lo excluían por completo de la lista de posibles yernos de sir Walter. El afecto de Ginny por el joven novicio, amable y docto, jamás ablandaría el corazón de su padre, y Ginny, por tanto, no debía alentarlo.

Así pues, cuando Ben retrocedió al acercarse sir Jon, Ginny dejó de oír las últimas palabras que le dirigió su amigo y, con una mezcla de pesar y exaltación, sintió la presencia del hombre que ya comenzaba a abrirse paso en su corazón como nunca lo había hecho Ben.

Sir Jon miró un momento a Ben al marcharse este y escudriñó luego la expresión recelosa de Ginny como si sondeara la profundidad exacta del afecto que perduraba en sus ojos.

—Nos conocemos desde que éramos niños —dijo ella antes de que pudiera preguntar—. Creo que algún día será médico.

—¿De veras? —contestó sir Jon sin entusiasmo—. Así que habéis pasado algún tiempo con los Norton en Northumbria, me ha dicho vuestro padre. Conozco bien a esa familia. ¿Es allí donde aprendisteis a tener opiniones, señora? ¿O habéis sido siempre tan decidida? —sus ojos siguieron recorriéndola despacio, fijándose en cada detalle de su rostro y su cabello, en su estrecho talle y en las manos cubiertas con guantes de piel, y Ginny lamentó no haberse puesto su nueva caperuza francesa, en lugar de dejarse el pelo suelto como una chiquilla.

—¿Decidida, señor? ¿Es así como llamáis al hecho de que una mujer sea capaz de expresar su opinión en cuestiones que no atañan al precio del pescado? Los Norton, como sin duda sabéis, animan a las jóvenes que están a su cuidado a decir lo que piensan y a participar en las conversaciones. Doy gracias a Dios por ser capaz de hacer algo más que zurcirle las calzas a un hombre —vio asomar una sonrisa a las comisuras de su ancha boca y comprendió que su mención de aquella prenda de vestir había sonado un tanto impúdica.

El rubor que se extendió por sus mejillas demostró a sir Jon que no era una joven que, como tantas otras, pudiera caer fácilmente rendida a sus pies. Enérgica e inteligente, ¿cuántos corazones habría roto allá en el Norte?, se preguntó.

—Estoy seguro de que sí, señora —repuso—, si es que conseguís manteneros callada el tiempo suficiente.

—¿El tiempo suficiente para qué, sir Jon?

—Para permitir que vuestro marido meta baza en la conversación, señora.

—No pienso en maridos ni en sus posibles exigencias, ni estoy lista aún para resignarme a una vida de silenciosa obediencia. De haber querido eso, señor, habría ingresado en un convento.

—Eso habría sido un enorme desperdicio, señorita D’Arvall, después de tantos años de educación. ¿Os enseñaron algo más, aparte de a expresaros, a coser y a apreciar los libros?

—Muchas cosas. Entre ellas a seguir el dictado de la propia conciencia y a no confundirla con el deber. A veces es difícil distinguir entre ambas cosas, sir Jon. ¿No os ocurre también a vos?

El destello de alborozo de los ojos marrones de sir Jon desapareció al detectar una nota de censura por la labor que realizaba en nombre del rey. Era muy valiente quien, corriendo los tiempos que corrían, se atrevía a seguir en todo el dictado de su conciencia. Habían rodado las cabezas de muchos hombres bravos, entre ellas las de numerosos abades y priores.

—No, en absoluto. Todavía no —contestó quedamente—. Distingo perfectamente entre una cosa y la otra. Y si me permitís un consejo, señorita D’Arvall…

—Desde luego. Adelante, por favor.

—Os sugiero que restrinjáis vuestras opiniones a lo que comprendéis mejor. Las cosas rara vez son tan nítidas como pueda parecer.

Sir Jon había hablado cortésmente, y Ginny tuvo la sensatez de aceptar su consejo sin ofenderse.

—Acepto vuestro consejo, sir Jon —dijo—. Gracias. Tiendo a ver las cosas desde un solo ángulo, no desde varios.

—Lo mismo me ocurría a mí a vuestra edad.

Ginny sonrió para sus adentros: sir Jon había hablado como si le sacara décadas, en vez de ocho años escasos.

 

 

Esa misma noche, en casa, Ginny acudió a la llamada de su padre, en cuyo aposento encontró a sir Walter y a su esposa, lady Agnes D’Arvall, sentados junto a un gran fuego, con las caras sonrojadas por la buena comida, el vino y el calor. Sus padres le informaron de que habían ofrecido el puesto de capellán de la casa al padre Spenney, dado que el capellán anterior había muerto el año anterior y el puesto estaba vacante desde entonces. El joven sería su sacristán, y ambos vivirían con ellos como parte del servicio de la casa. De ese modo no solo se resolvería su problema, sino que sir Walter y lady Agnes volverían a tener una capilla atendida como era debido, y esas cosas importaban en su círculo social.

Por lo visto sir Walter había debatido la cuestión con su esposa, aunque la decisión final era cosa suya. A lady Agnes nunca se le pedía que estuviera de acuerdo con nada de lo que dijera sir Walter, salvo como pura formalidad. Lo siguiente que le dijeron, sin embargo, afectaba a Ginny de manera todavía más personal que el hecho de que Ben fuera a formar parte del personal de su casa. Tenía que ver con sir Jon Raemon.

—Le he ofrecido tu mano a sir Jon y él ha accedido a considerar mi proposición —le informó sir Walter, y añadió antes de que Ginny pudiera emitir un solo sonido—: También ha accedido a que me quede con la biblioteca del priorato a cambio de una suma considerable de dinero, he de añadir, de modo que te alegrará saber que los libros van a salvarse de la destrucción.

Ginny no pudo menos de preguntarse qué le importaba más a su padre: si sus perspectivas matrimoniales o una biblioteca de libros raros.

—¿Casarme, padre? ¿Con sir Jon? Entonces, ¿le parece buena idea?

—Desde luego que sí, en principio. Naturalmente hay cosas que debatir: la dote, las propiedades, los bienes parafernales, esa clase de cosas. Detalles pecuniarios. Sir Jon ha prometido darme una respuesta en firme lo antes posible. Quizás en una semana, más o menos.

—¿Y yo, padre? ¿También he de darle una respuesta lo antes posible?

La miraron los dos extrañados al detectar cierta hostilidad en lugar del alborozo y la gratitud que esperaban.

—¿Se puede saber qué quieres decir, Virginia? —dijo su madre—. Sir Jon no necesita tu respuesta. Tu padre lleva algún tiempo dando vueltas a este asunto. Deberías darle las gracias en lugar de discutir.

 

 

Ginny estaba tan emocionada que apenas durmió esa noche. Sir Jon deseaba hacerla su esposa. Sin embargo, apenas dos semanas después, recibieron un mensaje de sir Jon comunicándoles que su padre, que llevaba tres años prisionero en Francia, había muerto. Un mes después, sir Walter informó a su hija casi al desgaire de que su ansiado matrimonio con sir Jon no iba a efectuarse. Sir Jon iba a casarse con una mujer muy rica y conocida en la corte, dueña de inmensas propiedades y de una dote fabulosa. Una mujer bella y bien relacionada, y unos tres años mayor que ella, que a sus dieciséis años seguía siendo una muchacha sin experiencia. Sir Walter estaba decepcionado, pero se lo tomó con resignación.

—Cosas de política —dijo cuando Ginny le preguntó el porqué.

Durante las seis semanas anteriores Ginny había vivido en un mundo irreal, llena de ilusiones, de excitación y emociones arrolladoras, preparándose mentalmente para cumplir el mayor de todos sus sueños: el de casarse con el único hombre al que ansiaba entregarse y con el que deseaba compartir sus arrebatadoras fantasías amorosas y muchas otras cosas demasiado íntimas como para detenerse a pensar en ellas. Educada para considerarse un buen partido para cualquier hombre, había dado por sentado que, una vez acabadas las negociaciones matrimoniales, sir Jon iría a reclamarla en persona y se mostraría mucho más amable y cercano que en su primer encuentro. Al saberse rechazada por una mujer mayor, más rica e influyente que ella, Ginny, enamorada por vez primera y llena de esperanzas, se sintió dolida, insultada y presa de un amargo resentimiento. No olvidaría ni perdonaría aquella humillación, y si aquellos eran, en efecto, los motivos de sir Jon, esperaba que su matrimonio fuera un desastre y que sus cosechas se malograran año tras año.

 

 

Así pues, durante los tres años siguientes, mientras permanecía en casa con su madre, Ginny vio a su hermana mayor casarse y dar a luz un hijo, demasiado pronto para librarse de habladurías acerca de las fechas, y se enteró de que la esposa de sir Jon había muerto de sobreparto, y entre tanto su corazón siguió aquejado por una herida que tardó más de lo previsto en restañarse. De no ser por la adoración de Ben y por la caótica labor de encontrar acomodo para la biblioteca de Sandrock, su vida habría sido enormemente aburrida. Y, de no haber intentado sus padres tentarla con posibles pretendientes cada cierto tiempo, tal vez habría puesto más empeño en recobrarse.

Después, el rey fue a alojarse a D’Arvall Hall durante una partida de caza y el contacto de Ginny con la corte desencadenó una serie de acontecimientos que reabrió de nuevo la vieja herida. En ese otoño de 1539 Ginny tenía diecinueve años y medio y, si antes se la había considerado encantadora, ahora era dueña de una belleza deslumbrante y merecedora de la admiración del rey. Ver a la hija de su tesorero en D’Arvall Hall pareció deleitar tanto el corazón como la vista de Enrique, aunque en aquel momento Ginny no dio importancia alguna al interés del monarca. Según había oído decir, el rey trataba con igual consideración a todas las jóvenes de la corte, y el coqueteo era lo normal entre cortesanos. Había, sin embargo, subestimado lamentablemente la situación.

 

 

Por motivos que solo ella conocía, Ginny no reaccionó con el entusiasmo que era de esperar cuando, nada más pasar el día de Año Nuevo de 1540, su padre le envió un mensaje informándola de que tenía que presentarse en la corte inmediatamente.

—Pero preferiría no ir, madre —dijo, dejando la cesta de hierbas aromáticas sobre la mesa—. Vos sabéis que no deseo mezclarme con esa gente.

Su madre raramente levantaba la voz, pero esta vez no pudo refrenar su enfado.

—¡Por amor de Dios, Ginny! ¿Quieres escuchar por una vez? El rey tiene una nueva esposa.

—¿Otra? ¿Quién es esta vez?

—Si te interesaras más por las noticias que envía tu padre, lo sabrías. Es lady Ana de Cleves…

—¿Cleves? —Ginny frunció el entrecejo.

—Un pequeño ducado de Flandes. El rey necesita un aliado en Europa. Es un buen enlace, pero el rey desea que vayas a ayudar a su esposa con su guardarropa. Es muy desgarbada. Y también necesita ayuda con el inglés. No sabe tocar música, ni bailar, ni jugar a los naipes. Deberías sentirte halagada porque el rey te pida ayuda.

—Me lo ha ordenado, madre.

—Lo mismo da. Y quita esa cesta de la mesa pulida.

 

 

Una semana después, Ginny estaba en el palacio de Hampton Court, no muy lejos de Londres, en una corte en la que se contaba también Jon Raemon, que ahora tenía veintisiete años, era viudo, padre y favorito del rey Enrique. Favorito, en realidad, de todos, excepto de la señorita Virginia D’Arvall.

 

Uno

 

 

1540

 

—Sí, padre —murmuró Ginny por cuarta vez mientras sir Walter D’Arvall revisaba cada hebilla y cada cincha del arnés del caballo bayo.

Como tesorero del rey, sir Walter vivía su vida conforme a listas, pesos, proporciones, pagos y cuentas, y para él el día comenzaba antes de que el sol asomara por encima de los establos del palacio de Hampton Court. Mientras veía a su padre pasar las manos por las bolsas y las alforjas bien repletas, Ginny captó la mirada de los dos jóvenes mozos que le servirían de escolta y que aguardaban pacientemente las inevitables críticas de su señor.

Sir Walter, sin embargo, cargó contra ella.

—Deja de repetir «sí, padre», hija mía —dijo dando un último tirón al voluminoso fardo que había detrás de la silla de Ginny—. Si empiezan a caerse las cosas, lamentarás no haberme hecho caso. Bien, no sigáis camino después de que anochezca, ¿me habéis oído? —dijo dirigiéndose a los mozos—. Ni un paso más. Id hasta Elvetham y pasad la noche en casa de la señora de sir Edward Seymour. Ella cuidará de ti. Deberías llegar a D’Arvall Hall mañana a mediodía si salís temprano. Ahora los días son cortos. Es un fastidio que esté nevando —levantó la cara arrugada hacia el cielo gris y parpadeó cuando los copos algodonosos se posaron en sus pestañas—. En fin, supongo que no durará mucho —metió la mano en la faltriquera de cuero que colgaba de su cinturón y sacó un pergamino doblado. Pasándoselo a Ginny, ordenó—: Dale esto a tu madre. Guárdalo bien. En tu bolso, junto a tu persona. Es importante —el goterón de cera verde del sello brillaba a la luz pálida del día.

—Sí, padre. ¿Cómo de importante? Es sobre los chicos, ¿verdad?

Sir Walter abrigaba ambiciones respecto a sus hijos varones. Sin duda el mensaje atañía a sus hermanos.

—No, no es sobre los chicos. Tu madre te lo dirá. Es hora de partir, Virginia.

Ginny lamentó que su padre no confiara en ella como confiaba en Elion y Paul. A sus casi veinte años, ¿no era ya hora de que le confiara un mensaje de palabra? Si podía decírselo su madre, ¿por qué no podía él?

De todos modos, no le importaba regresar a casa un tiempo. El palacio de Hampton Court era un lugar agradable en el que hospedarse incluso en invierno, pero las intrigas de la corte real exigían un enorme esfuerzo de tacto y diplomacia y, aun teniendo a su padre y a sus hermanos para aconsejarla, cada día que había pasado en el palacio le había parecido un reto, hasta el punto de que se alegraba de que su posición en la corte fuera temporal. Para marcharse solo había necesitado el permiso de la nueva reina, y la amable Ana de Cleves era muy fácil de contentar. Qué lástima, pensó Ginny, que no gozara de la estima de su pendenciero marido, el rey Enrique.

En el fondo, Ginny tenía otra razón para querer escapar de la corte, pues no se había sentido halagada por el interés del rey Enrique, quien, en lugar de centrar sus atenciones en su cuarta esposa, prefería coquetear con ella, entregándose a un juego pueril y embarazoso del que a Ginny le resultaba difícil sustraerse. Hacía apenas un mes que el rey la había llamado para que fuera a ayudar a la reina Ana, cuyo gusto por la rígida moda alemana se había convertido rápidamente en objeto de habladurías, por no decir de burla y escarnio. Incapaz de ver más allá de sus vestiduras y de apreciar a la mujer sensible e inteligente que se escondía debajo, el rey había enviado en busca de Ginny para que enseñara a su desmañada esposa de veinticuatro años las costumbres inglesas antes de que él mismo se convirtiera en el hazmerreír de la corte. Ginny había encontrado muy de su gusto aquella tarea, y había trabado amistad con la reina Ana, con la que a menudo tenía que entenderse por gestos, lo que añadía cierto gracejo a sus conversaciones.

Pero el rey no solo pensaba en el vestuario de su esposa cuando había mandado a por ella, y Ginny había tardado poco en darse cuenta de que su padre tenía que haber sido consciente del interés de Enrique incluso entonces: de la volubilidad de sus afectos, de la persecución implacable a la que sometía a las jóvenes atractivas, de su necesidad de estar siempre rodeado de admiración. Por desgracia, la ambición personal de sir Walter no le permitía defender a su hija de la lujuria regia con el mismo celo que demostraba a la hora de asegurarse de que llegara sana y salva a casa aquella gélida mañana de febrero.

—Sí, padre. Es hora de irme —convino ella, recogiéndose las faldas para que su padre la aupara a la silla.

—Permitidme, señorita D’Arvall —la voz grave y musical que oyó tras ella hizo que la recorriera un incómodo escalofrío. Esperaba poder marcharse sin que nadie lo notara, y de pronto allí estaba el hombre que hasta ese momento apenas le había dirigido más de dos palabras seguidas. Su padre parecía muy ufano, como si lo hubiera arreglado todo él mismo.

—Gracias, sir Jon —dijo Ginny agarrando el estribo—, pero puedo arreglármelas perfectamente con ayuda de mi padre.

—Os las arreglaréis aún mejor con la mía —repuso él—. Apoyad el pie en mis manos y sujetaos a la silla. Eso es. ¡Arriba! —impulsándola sin esfuerzo, la alzó tan deprisa que, de no haberse agarrado Ginny al pomo de la silla, podría haber caído por el otro lado.

Asiendo las riendas, miró a sir Jon con exasperación, las piernas medio desnudas por el ímpetu del movimiento.

—No me explico cómo me las he arreglado hasta ahora sin vos —dijo, convencida de que aquel repentino interés por ella era más bien para complacer a su padre que para complacerla a ella. En el mes que llevaba en la corte, sir Jon Raemon no había hecho absolutamente nada para facilitarle las cosas. Una inclinación de cabeza, una ligera reverencia o una mirada insolente eran la suma total de su preocupación por ella.

Demasiado tarde para ocultar sus piernas a la mirada de sir Jon, se colocó las faldas con ayuda de su padre, alterada por la cercanía de aquel hombre. Sir Jon había cambiado desde su primer encuentro, cuando él tenía veinticuatro años y ella dieciséis. Ahora una barba recortada delineaba su mandíbula, emulando la barba detrás de la cual el rey Enrique escondía su carnosa papada, aunque en el caso de sir Jon su cuello musculoso asomaba claramente por encima del volante blanco del cuello de la camisa. Desde arriba, Ginny vio que llevaba el pelo tan corto que semejaba un gorro de terciopelo negro a juego con sus negras patillas y con sus cejas, que podían enarcarse con desdén o con regocijo. Sir Jon la miró fijamente a los ojos, como riéndose de su malestar, a pesar de que su ancha boca no dejaba traslucir nada.

Su padre ya no parecía tan ufano.

—Cuida de tus modales, Virginia —dijo con severidad.

Aquello le escoció.

—A mis modales no les pasa nada, padre, gracias. De no ser por todo este equipaje podría habérmelas arreglado yo sola. Recordad que monto a caballo desde que tenía tres años. Sir Jon me confunde con alguna de sus amigas, a las que les gusta fingirse un poco desvalidas. Abundan mucho aquí en la corte, ¿no es cierto, sir Jon?

El caballo levantó la cabeza al oír la carcajada que soltó sir Jon, y que Ginny solía oír desde lejos. De cerca, vio la blancura de sus dientes cuando le sonrió, divertido por su réplica.

—Os equivocáis, señorita D’Arvall. Sería tan difícil que os confundiera con otra mujer como que me olvidara de mi propio nombre —repuso—. No os había oído hablar tanto desde que llegasteis a la corte, y un pequeño rapapolvo es mejor que nada, supongo. Los modales ya llegarán, con el tiempo.

—Entonces confío en que no sean nunca tan selectivos como los vuestros, sir Jon —replicó ella, haciendo dar la vuelta a su montura para que le mostrara la ancha grupa—. Adiós, padre. No podemos perder más tiempo.

—¡Virginia! ¿Olvidas con quién estás hablando? —le regañó él, sujetando la brida—. Sir Jon es…

—Sé quién es sir Jon, padre. Son todos iguales, estos caballeros de la cámara real. Se tienen a sí mismos en muy alta estima. En excesiva estima —sus palabras casi se perdieron entre el tamborileo de los cascos de los caballos sobre los adoquines del patio cuando emprendió el camino acompañada por los dos mozos. Sir Walter soltó la brida y pasó la mano por el lomo del bayo.

Sir Jon, que desde hacía poco había sido ascendido a caballero de la cámara real, gozaba ya de una posición superior a la de sir Walter, al que sin embargo mostraba un gran respeto. Era una de esas criaturas hermosas y de complexión impecable de las que gustaba rodearse el rey Enrique, y la excelencia que demostraba en las justas, la caza, el baile y la música eran bien conocidas por toda la corte. Allí donde se hallaba el rey, también se hallaba sir Jon Raemon. Pero aunque a Ginny nunca le había faltado compañía ni admiradores, sir Jon y ella no habían intercambiado galanterías, ni habían conversado desde su primer y tenso encuentro en el priorato de Sandrock, ni siquiera cuando habían coincidido bailando. Otras jóvenes a las que conocía habrían puesto remedio a ese problema en cuestión de días, pero Ginny no veía razón alguna para hacerlo, y sí, en cambio, muchos motivos para prolongar la situación. Sir Jon tenía ya suficientes adoradoras, y Ginny no quería contarse entre ellas.

Sir Walter meneó la cabeza, suspiró y se volvió hacia su amigo, cuya expresión era mucho menos seria. Sir Jon siguió con ojos llenos de admiración a Ginny y a los dos mozos cuando salieron por la verja y tomaron el camino que corría paralelo al río Támesis. A la luz tenue de la mañana, veía solamente la esbelta figura de Ginny envuelta en pieles, cabalgando a horcajadas, al estilo que había puesto de moda la segunda esposa del rey. Cubierta por la caperuza y el tocado, su bello rostro era la única parte de su cuerpo que se había ofrecido a su vista, salvo por el breve vislumbre de sus tobillos bien torneados. Pese a ello, sir Jon rememoraba aún con frecuencia la bellísima cabellera de color rubio ceniza que había visto antaño enmarcando su cara y que ahora podía verse a veces recogida en una redecilla de pedrería, detrás de su cabeza. No había exagerado al afirmar que era imposible confundirla con otras. Era, de hecho, la mujer más atrayente y deseable de la corte y, si pensaba que su ausencia iba a pasar desapercibida, se equivocaba.

Sir Jon, que entendía la frialdad que le había demostrado durante su mes en la corte, no dudaba de su propia capacidad para hacerla cambiar de actitud, pues su primer encuentro en Sandrock seguía tan vivamente grabado en su memoria como si hubiera sucedido la víspera. Ya entonces había conseguido exasperarla con sus comentarios sarcásticos, proferidos con el único fin de provocarla, de hacerle picar el anzuelo, y ella le había respondido con la misma moneda, palabra por palabra. Valiente y de lengua afilada, Virginia D’Arvall se había batido verbalmente con él como podían hacerlo muy pocas mujeres de la corte, cuyas damas, como afirmaba Ginny, solían adoptar una actitud de halago y de fingido desvalimiento. Ninguna de ellas suscitaba en sir Jon el deseo de perseguirlas. Desde aquel primer encuentro, sin embargo, habían cambiado muchas cosas en su vida, no todas a mejor, y ahora, pese a estar seguro de que Virginia D’Arvall seguía interesada en él aunque intentara ocultarlo, la situación exigiría mucho tacto y paciencia por su parte. Las fuertes opiniones de la dama hundían sus raíces en tal sarta de prejuicios que costaba saber cuál era el mejor modo de proceder. Solo el tiempo lo diría. Quizá, pensó mientras se alejaba, lo mejor fuera mostrar cierta firmeza, dadas las circunstancias.