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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Brenda Novak, Inc.

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Una mujer a la que amar, n.º 81 - mayo 2015

Título original: Home to Whiskey Creek

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6317-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Dedicatoria

 

A Anna,

 

Realmente disfruto trabajando contigo.

Gracias por ser tan fiable, responsable y colaboradora. Tú me has ayudado a hacer de mi subasta anual on line para la investigación sobre la diabetes un acontecimiento fabuloso.

Te considero una buena amiga y una gran bendición.

Capítulo 1

 

El pasado nunca muere. Ni siquiera pasa

William Faulkner

 

 

No había manera de que pudiera llegar hasta ella, no con las manos desnudas. Y Noah Rackham no tenía otra cosa: solo su bicicleta de montaña, que yacía en el suelo a pocos pasos de distancia. En el maletín de debajo del sillín guardaba una cámara de repuesto, la pequeña herramienta de plástico que le facilitaba el cambio de rueda y un poco de grasa para la cadena, pero ni cuerda ni linterna. No habría guardado esas cosas ni aunque hubiera dispuesto de sitio. Por una vez, había salido a dar un paseo rápido antes de la puesta de sol y no había planeado demorarse más que un par de horas. Además, ya nadie se acercaba a la vieja mina. No desde que su hermano gemelo había muerto en una de sus galerías quince años atrás, justo después de que se graduara en el instituto.

–¿Hola? –arrodillándose al pie del hueco donde alguien había arrancado las tablas que protegían aquella entrada secundaria, llamó a la voz que se escuchaba abajo, en el vacío.

Escuchó su propio eco, seguido del firme goteo del agua, pero eso fue todo. ¿Por qué no respondía la mujer? Unos pocos segundos antes, había gritado pidiendo ayuda. Esa era la razón por la que se había detenido y se había acercado a investigar.

–Hey, ¿sigues ahí?

–¡Sí, estoy aquí!

Gracias a Dios que había respondido.

–Dime cómo te llamas.

–A-Adelaide… Pero mis amigos me llaman Addy. ¿Por qué?

–Quiero saber con quién estoy hablando. ¿Puedes decirme lo que sucedió?

–Solo sácame de aquí. ¡Por favor! ¡Y date prisa!

–Lo haré. Relájate ¿quieres, Addy? Ya se me ocurrirá algo.

Maldiciendo por lo bajo, se sentó sobre los talones. Delante de él, la pista que se juntaba con el sendero por el que había estado circulando desaparecía detrás de una curva cerrada. A su izquierda estaba la montaña, y a su derecha los rápidos del río, a unos treinta metros más abajo. A su espalda él veía el mismo escenario. Árboles. Maleza espesa, incluida una abundancia de robles. Tierra húmeda. Restos de la mina. Y el cielo cada vez más oscuro. No había nadie más, lo cual no era nada extraño. Muchos ciclistas y senderistas utilizaban aquel sendero, pero por lo general en los meses más cálidos, y nunca después de la puesta de sol. Las colinas de Sierra Nevada, y el pueblo de la era de la fiebre del oro en el que había crecido, estaban húmedos y helados a esas alturas de mediados de octubre.

¿Debería volver sobre sus pasos hasta la entrada principal de la mina? ¿Intentar meterse en ella como en los viejos tiempos?

Había pasado por delante de la entrada de la mina. Alguien había levantado una oxidada valla para evitar que los niños se colaran dentro. Noah no habría podido entrar por allí, no sin utilizar un corta alambres o al menos la cuña de un martillo. La entrada y aquel hueco ni siquiera podían estar conectados. Era muy probable que no fuera así, ya que en ese caso quienquiera que se hubiera quedado atrapado allí habría podido salir por la entrada… eso en el caso de que hubiera sido capaz de moverse.

Se montó en la bicicleta y se acercó hasta allí para echar un vistazo. Evidentemente la valla, con su correspondiente cartel de peligro, estaba clavada a la roca de la entrada. No podía cortarla; no tenía las herramientas adecuadas, ni nada que pudiera sustituirlas. El único objeto extraño en la zona era el ramo de flores que se marchitaba en el barro. Noah supuso que Shania Carpenter, la novia de Cody, lo habría dejado allí. Probablemente había subido a la mina para conmemorar el aniversario de cuando había empezado a salir con Cody, o la primera vez que habían hecho el amor, o… o lo que fuera. Se había casado, se había divorciado y había tenido un hijo, por ese orden, pero nunca había llegado a recuperarse de la muerte de Cody.

Como tampoco lo había hecho Noah. Tenía la sensación de que una parte de él había muerto aquella noche.

Y en ese momento la vida de otra persona podía acabar de la misma manera.

Convencido de que la entrada de la mina no era la solución a su problema, volvió al hueco. Ni siquiera habría reparado en aquella otra entrada de no haber sido por el grito de ayuda que escuchó. Las tablas que alguien había arrancado haciendo palanca estaban tan cubiertas de musgo que se confundían con el entorno.

–No voy a ser capaz de sacarte de ahí –gritó–. ¿Ves alguna otra salida? ¿Algún túnel que a lo mejor no está tapiado?

Teniendo en cuenta lo que le había sucedido a su hermano, se preguntó si sería seguro que se moviera.

–No. Yo… ¡lo he probado todo!

La histeria que destilaban aquellas palabras lo preocupó.

–Está bien. Escucha. Sé que estás… asustada, pero intenta permanecer tranquila. ¿Estás herida?

–No lo sé.

Parecía como si no tuviera aire suficiente para respirar normalmente, pero Noah no podía saber si eso se debía al miedo, al cansancio o a las heridas.

–Ayúdame, por favor.

Quería ayudarla; el problema era que no sabía cómo. El hueco era demasiado profundo para que pudiera bajar hasta ella sin cuerda. Pero si se marchaba para reunir a un equipo de rescate, no estaba seguro de que ella siguiera viva para cuando volviera. Intentar traer a otros le llevaría demasiado tiempo. Allí no había espacio para que aterrizara un helicóptero. Y tampoco sería fácil que subiera una ambulancia. Un jeep o una camioneta todoterreno podrían conseguirlo, pero aun así sería peligroso de noche. Las inundaciones de unos años atrás habían arrasado trechos del antiguo camino.

Pero si se quedaba, no tardaría en irse la luz y no tenía linterna. Aunque se las arreglara para izar a la mujer, ¿cómo cargaría con ella en plena noche?

–¿Puedes andar? –gritó.

Hubo un ligero retraso en su respuesta.

–¿Cuánto de lejos?

–Me preguntaba si tenías movilidad, para poder calibrar la situación.

–Yo… tengo movilidad.

Eso ya significaba algo. Significaba que no estaba tan malherida, así que podía sentarla en su bicicleta mientras él corría a su lado. Eso si podía llegar hasta ella.

Estaba seguro de que tenía una linterna y cuerda suficiente en la camioneta. Podría incluso llevarle comida o alguna que otra cosa que fuera de utilidad. Un suéter le haría entrar en calor, al menos. Podría usarlo él, si ella no lo necesitaba. Había hecho un día bueno, razón por la cual se había puesto sus culotes de malla fina y la camiseta, pero la temperatura estaba bajando por momentos.

–Aguanta –gritó–. Tengo que ir un momento a mi camioneta, pero volveré. Te lo prometo.

–¡No me dejes sola!

El pánico había animado aquellas palabras.

–Volveré –repitió.

La tensión le apretaba el estómago mientras ignoraba sus palabras y metía los pies en los pedales. El terreno irregular, las rocas y las raíces, desafíos que tanto solían gustarle, se convirtieron de repente en incómodos obstáculos que le hacían temblar pese a los caros amortiguadores de la bicicleta. Estaba corriendo a una velocidad que nunca había alcanzado, sobre todo en aquel trecho en particular, que requería de tanta técnica, pero no tenía otra elección. Si no lo conseguía…

No quería ni pensar en lo que podría suceder si no lo conseguía. Había visto la cabeza aplastada de su hermano. Como familia, habían tomado la decisión de no presentarlo en un ataúd abierto.

Saltaban los guijarros, expulsados por las ruedas de la bicicleta en los tramos de grava. Esperando arañar unos minutos, saltó un empinado terraplén con el que solo se atrevía cuando buscaba un máximo de dificultad.

Lo consiguió y aterrizó al otro lado sin sufrir percance alguno. Para cuando el sendero se allanó, le ardían los pulmones y le temblaban los cuádriceps, aunque sabía que eso tenía más que ver con el miedo que con el ejercicio físico. Era el propietario de Crank It Up, la tienda de bicicletas de Whiskey Creek, y competía como profesional. Gracias a interminables horas de entrenamiento, su cuerpo podía soportar esos esfuerzos. Eran los recuerdos del día en que se enteró de la muerte de su hermano y la aterrorizada voz de Addy lo que se lo estaba poniendo tan difícil.

Dado que la vida de Addy dependía de su rendimiento, se obligó a forzarse al máximo, pero la luz se estaba yendo con mayor rapidez de lo esperado. ¿Y si no podía ver lo suficiente a la vuelta? Teniendo en cuenta lo estrecho que era el sendero en algunos tramos y el escarpado cortante de uno de sus lados, su rueda podía tropezar con una roca o un surco del endurecido suelo, derribándolo y arrojándolo al río helado, un accidente al que casi seguro no sobreviviría. La pista, aunque mucho más ancha, le habría llevado el doble de tiempo.

«No te caerás». Conocía demasiado bien aquel sendero. Era en aquel lugar donde se sentía más cerca de su hermano, y no porque Cody hubiera muerto allí. Habían empezado a hacer bicicleta de montaña a los trece años, y por aquel entonces solían explorar constantemente aquellas montañas. Fue así, de hecho, como encontraron la mina. Y fue Cody quien la convirtió en un lugar muy popular durante las últimas semanas del instituto. Los chicos y chicas podían llevarse alcohol y besuquearse sin que los viera nadie ni les molestara la policía, así que el núcleo principal del equipo de béisbol había montado fiestas que ocasionalmente se habían salido de madre. Para el final, Noah había dejado de ir. No le había gustado ver a su hermano esnifar cocaína, como tampoco su manera de comportarse cuando estaba colocado. Noah había temido también que Cody dejara embarazada a Shania antes de que tuvieran oportunidad de terminar los estudios, entre otras cosas porque no había querido irse a la Universidad de San Diego State sin él. Desde que nacieron, lo habían hecho casi todo juntos.

Le había mencionado esos riesgos a Cody muchas veces, pero tantas advertencias no habían servido de nada. Aunque Shania no había estado en la fiesta, ya que sus padres la habían mandado a Europa cuando recibió su diploma, su hermano se había trastornado un poco aquella noche con tanto alcohol y tanta droga, lo cual había terminado por costarle la vida. Por lo que Noah había oído, la fiesta que Cody había organizado la noche de su graduación había sido de lo más salvaje.

Quizá si su hermano hubiera tenido un poco de cabeza, habría vuelto sano y salvo a casa como todos los demás…

Tras unos cuantos giros y vueltas, Noah alcanzó por fin la zona de grava del arcén de la carretera donde había aparcado, y aceleró en la recta.

Sudaba a mares en el instante en que frenó, pese al frío, que apenas notó mientras rebuscaba en su camioneta. Encontró una soga en la caja de herramientas y una sudadera debajo del asiento, junto con una linterna y una reserva de pilas. Transportaba ya toda su provisión de agua en una mochila anatómica a la espalda. Desgraciadamente se había bebido ya la mayor parte, pero encontró un equipo de primeros auxilios en su nevera, lo cual fue un pequeño consuelo.

Tenía lo que necesitaba, pero en caso de que las cosas no salieran bien, quería llamar pidiendo ayuda para poder tener un equipo de rescate esperando.

Había escondido el móvil debajo de la esterilla del coche para que no estuviera a la vista. Varios meses atrás había habido una oleada de robos en vehículos, cortesía de un grupo de adolescentes que fumaban droga y se pasaban todo el verano en el río. «Ratas de río,», solían llamarles.

Recogió el móvil y revisó que estuviera operativo. La cobertura era muy desigual en aquellas montañas. Pero el problema no fue conseguir señal. La batería estaba descargada.

–¡Mierda! –Noah no era una de aquellas personas que se mantenían con el teléfono pegado a la oreja las veinticuatro horas al día.

Miró la carretera arriba y abajo, esperando a que apareciera algún vehículo, pero al cabos de unos segundos se dio cuenta de que carecía de sentido quedarse allí. ¿Debería conducir hasta Jackson, que estaba más cerca que Whiskey Creek, o bien regresar a por la mujer tal como originalmente había pretendido?

Ir a Jackson le llevaría demasiado tiempo. Le había prometido que no tardaría mucho y, por alguna razón, le parecía importante guardar aquella promesa.

Se echó la cuerda al cuello, se ató la sudadera a la cintura y arrojó a un lado la cámara de recambio y las demás cosas que llevaba en el maletín de debajo del sillín. Necesitaba espacio para guardar las pilas y el contenido del equipo de primeros auxilios. Sujetó luego la linterna al manillar y partió a toda velocidad.

Tenía que llegar a la mina antes de que oscureciera del todo. De lo contrario, se vería obligado a tomar la carretera o a viajar todavía más lentamente por el sendero, y temía que quienquiera que se hubiese quedado atrapado en el hueco no pudiera sobrevivir a tanto retraso.

Capítulo 2

 

Adelaide Davies miraba fijamente el agujero que se abría encima de ella, la única cosa que podía ver en aquel espacio tan oscuro. ¿Volvería la persona que la había encontrado?

No parecía tener muchas esperanzas. No tenía manera de calcular el tiempo, pero tenía la sensación de que había pasado una hora o así desde que él le prometió ayuda.

Quizá fuera la misma persona que la había arrojado allí y había vuelto para asegurarse de que no sobreviviría. Quizá supiera que ella era culpable de algo todavía peor que lo que había hecho él, y pensara que se merecía ese final…

«¡No!», exclamó para sus adentros. «Nadie conoce la verdad. Solo yo». Tenía que sofocar el miedo que la atenazaba, o no sobreviviría emocionalmente, aunque lo hiciera físicamente. Habían transcurrido quince años desde la última vez que había estado dentro de aquella mina. De hecho, solo había estado allí una vez antes: para asistir a una fiesta de graduación de instituto cuando era alumna de segundo año.

Todo le había parecido tan excitante, tan maravilloso cuando la invitaron… Pero aquella fiesta la había cambiado para siempre. Nunca más volvería a ser la misma tímida pero feliz muchacha que había sido antes. Y, al contrario que tantas otras víctimas, sabía exactamente a quién culpar. Habían sido cinco. Cinco de los atletas más populares del pueblo, todos de clase acomodada.

Los recuerdos de aquella noche le daban náuseas. Habría acudido a la policía, habría intentado que fueran procesados como se merecían. Pero no podía, por muchas razones.

Estaba haciendo demasiado frío. Tenía que hacer algo o moriría congelada en aquel oscuro y húmero agujero. Después de miles de intentos de escalar o de excavar una salida, apenas podía moverse. Le ardían las muñecas de las heridas que se había hecho tirando de la cuerda que le había inmovilizado las manos. Todo un lado de su cuerpo estaba dolorido de la caída. Pero tenía que chillar, al menos. No podía dejar que el desánimo, la tristeza, los recuerdos ganaran la partida.

–¿Hola? ¿Puede ayudarme alguien? ¿Por favor? Estoy en la mina.

No hubo respuesta; llamar era inútil. El tipo con el que había hablado antes había desaparecido.

Con la garganta demasiado lacerada para seguir gritando, se incorporó e hizo un nuevo intento por escalar. Tenía que salvarse antes de que todo se volviera aún más oscuro. No funcionó. Las paredes eran irregulares y demasiado empinadas, y se llenó las manos de astillas cuando intentó apoyarse en el montón de vigas rotas y caídas.

«¿Y ahora qué hago?», se preguntó. La persona que la había arrojado allí abajo solo la había golpeado lo suficiente para asegurarse de que hiciera lo que quería. No la había violado. Pero en cuanto bajaba la guardia o se distraía demasiado, los recuerdos de lo que había sucedido, la noche de la fiesta, la anegaban en olas cada vez más altas como una marea. Así hasta que su mente se saturaba de pasado y no se sentía ya muy distinta de la aterrada muchacha que había sido a los dieciséis años.

Era el olor, decidió. El olor conjuraba aquella noche tan vívidamente como si acabara de vivirla.

«Dieciséis añitos y todavía no la ha besado nadie», le había susurrado uno de ellos al oído.

Abrazándose, empezó a mecerse hacia delante y hacia atrás. Temblaba tan rápido que podía oír el castañeteo de sus dientes, pero era incapaz de evitarlo. ¿Estaría en estado de shock?

¿Pensaría acaso en el shock si lo estuviera?

Fuera como fuese, tenía un ojo morado. Había poca duda sobre ello. Le latía la cara allí donde había sido golpeada, con fuerza, por el puño de un hombre. Se había roto un par de uñas intentando esquivar los golpes. Sabía que le sangraban los dedos. Los intentos de excavar la tierra con los dedos para encontrar apoyos para las manos y los pies, o de hallar grietas que pudieran conducir a una salida, habían agravado las heridas. Los arañazos que se había hecho en los brazos y piernas, consecuencia de sus numerosas caídas, también debían de estar sangrando, pero no podía verlos. Ya no. La luz que se filtraba por el hueco prácticamente había desaparecido.

¿Tendría que pasar otra noche en aquel lugar?

Esa perspectiva, sumada al frío, a las ratas y al miedo de que el agujero se anegara, hizo que se meciera con mayor rapidez, hacia adelante y hacia atrás. Le dolía moverse, pero tenía que concentrarse en algo o se volvería loca.

–Tú… tú eres fuerte. Tú eres… ca-capaz. Tú puedes superar esto –aquella clase de monólogos habían sostenido su determinación durante las largas horas que había soportado allí hasta el momento… unas diecisiete, si su cálculo era acertado. Debían de haber sido al menos las tres de la madrugada cuando la sacaron de la cama…

No lo sabía con seguridad. Solo sabía que después de haber estado dos días y medio en «casa» para cuidar de su abuela, un hombre la había despertado para susurrarle que «apuñalaría a la anciana» si chillaba o intentaba escapar, y ya no había tenido necesidad de decir nada más. Habría hecho cualquier cosa con tal de proteger a su abuela Milly, incluso revivir la pesadilla de quince años atrás. Pero aquel tipo simplemente le había soltado la lacónica amenaza de que la mataría si le contaba a alguien lo de la fiesta de graduación… y luego la había arrojado al agujero de la mina.

Era un milagro que no se hubiera herido de gravedad. El desmoronamiento que se había producido tras la muerte de Cody había derribado la mayoría de las vigas de apoyo, tapando así las grietas más hondas. De no haber sido así, habría podido caer mucho más profundo.

–Hey, ¿sigues ahí abajo?

El corazón se le inflamó de esperanza. ¡El hombre que había oído antes había vuelto!

–¡Estoy aquí! –gritó–. ¿Pu–puedes ayudarme? Tienes que a–ayudarme. No quiero pasarme otra noche aquí.

–¿Otra noche? Dios, ¿pero qué te ha pasado? –le preguntó, aunque por su tono parecía ocupado y no esperaba precisamente una respuesta. Probablemente volvería a preguntarle al respecto más adelante. Por el momento, parecía concentrado en la tarea que tenía entre manos.

Cerrando los ojos, Adelaide echó la cabeza hacia atrás y dejó que las lágrimas que había estado conteniendo rodaran por sus mejillas. Había superado otra experiencia traumática. Los chicos de Whiskey Creek todavía no habían conseguido romperla. Había sobrevivido. Una vez más.

–Tengo una cuerda. ¿Tendrás fuerza suficiente para agarrarte a ella mientras yo te izo?

Si lo intentaba, se caería. No solo estaba magullada y dolorida, sino que apenas había dormido tres horas antes de que la secuestraran. Vestida todavía con la camiseta y la braga con que se había acostado, temblaba violentamente. Y no había comido ni bebido nada en todo un día.

Quería ser valiente, decirle que podría hacer lo que fuera con tal de salir de allí, pero se sentía tan desvalida como un bebé. Había gastado todas sus fuerzas en resistirse al pánico y a la desesperación. Y ahora que había llegado alguien, ahora que tenía ayuda, la adrenalina que la había mantenido en pie se había agotado.

–No… No lo creo –admitió.

–No llores –le dijo él–. No volveré a abandonarte. Me quedaré aquí toda la noche si es necesario, ¿de acuerdo, Addy?

No había sido consciente de que estuviera tan sensible. Deseaba poder plantar buena cara a la adversidad, al menos hasta que volviera a casa y pudiera derrumbarse en privado. Pero no le quedaban reservas de ninguna clase.

Afortunadamente, la ternura de aquella voz y el compromiso que traslucían sus palabras hicieron que se sintiera de pronto como si la hubieran echado una cálida manta sobre los hombros.

–Yo… yo–yo te lo agradezco mucho –balbuceó, y lo decía de verdad.

–Voy a hacer un lazo. Lo único que tienes que hacer es meter la cabeza y el cuerpo por él, y sentarte encima. ¿Podrás hacerlo?

Seguía consciente. Tendría que ser capaz de hacer al menos eso.

–Lo intentaré.

Ya estaba del todo oscuro. No podía ver lo que tenía en frente de ella, y mucho menos la cuerda, pero él tenía una linterna con la que iluminaba los alrededores de la cavidad.

–Sí –respondió cuando la cuerda por poco le golpeó la cara.

–Estupendo. Ese es el primer paso. Métete en el lazo. Voy a pasar la cuerda por un tronco de árbol para evitar que caigas si pierdo pie. Luego empezaré a izarte.

Él no le había preguntado cuánto pesaba y cuál era su envergadura. Era un hombre, y se suponía que tenía que ser más alto y más grande que ella. Pero no todos los tipos lo eran. Con su uno ochenta y tres, ella era más alta que la mayoría de las mujeres y también más que un buen número de hombres. Aunque siempre había sido delgada, no estaba segura de que aquel hombre fuera lo suficientemente fuerte como para poder izarla.

¿Debía decirle que el trabajo podía ser más difícil de lo esperado y arriesgarse a que, en vez de intentarlo, se marchara en busca de ayuda?

No. No podía esperar ni un segundo más. Quizá la dejara caer en mitad de la ascensión, pero si esa iba a ser su única esperanza de salir de aquel agujero cuanto antes, estaba dispuesta a correr el riesgo.

Tras enjugarse las lágrimas, hizo lo que él le decía.

–Lista.

–Eso es lo que quería oír. ¿Ves? Todo saldrá bien. Lo único que necesito es que mantengas la cuerda debajo de tu trasero. ¿Podrás hacerlo?

No tenía otra elección. No si quería salir de allí.

–Sí.

–Perfecto. Allá vamos.

La cuerda se tensó tanto que se le clavó en los muslos, pero no pasó nada.

El terror se apoderó de ella. ¡La tarea era excesiva para él, tal como había temido! Reprimió un gimoteo, preparándose para el momento en que él admitiera su derrota. Pero entonces empezó a tirar de ella, centímetro a centímetro.

Permanecer suspendida en el aire, completamente dependiente de un desconocido al que ni siquiera podía ver, resultó aterrador. Pero el hombre estaba intentando ayudarla, y eso era mejor que estar sola en la mina. Cualquier cosa era mejor que estar sola.

Cuando al fin alcanzó la abertura, no pudo ver mucho más que lo que había visto dentro del agujero, pero el contacto del aire frío le confirmó que estaba fuera.

«Estoy libre». Ahogó un sollozo. No tenía fuerzas para arrastrarse fuera del agujero, pero él la agarró de los brazos y tiró por última vez de ella antes de dejarse caer en el suelo, a su lado.

–Ya… está –dijo él, como si los problemas de Addy se hubieran acabado.

De alguna forma, aquella mina seguía manteniéndola cautiva. Y mucho se temía que eso siempre fuera a ser cierto.

Despreocupada del polvo y de la grava, rodó hasta quedar boca arriba, contemplando el cielo estrellado.

–Gracias.

A su lado, él se incorporó. Podía oír sus movimientos pero lo único que distinguía era su oscura figura.

–Menos mal que oí tus gritos. ¿Estás muy herida?

Hacía frío, más que dentro de la mina, gracias al viento, pero no le importaba.

–Yo no-no estoy segura.

–¿Tienes algo roto?

Aliviada de que le estuviera dando la oportunidad de recuperarse antes de enfocarle la cara con aquella linterna, se protegió los ojos con el brazo en caso de que lo hiciera sin que ella estuviera preparada.

–No lo creo. Solo estoy… asustada y dolorida.

Volvió a escuchar la voz: «cuéntale a alguien lo de la graduación y te mataré. Y apuñalaré también a la anciana, ¿me entiendes? Nadie quiere oírlo. Lo pasado es pasado. Y en caso de que no te hayas enterado por haber estado fuera tanto tiempo, el padre de Cody es ahora alcalde. Ir a la policía no te servirá de nada. Considera esto como un pequeño… aviso».

¿Cuánto se atrevería a contarle sin meterse en problemas? No podía decirle que se había caído en la mina y esperar que la creyera. Una vez que él pudiera ver con claridad, descubriría que estaba en ropa interior y que tenía un ojo casi cerrado de lo morado que estaba. Las marcas de la cuerda en las manos le darían también que sospechar.

Pero no podía ser sincera, o el hombre que había hecho aquello podría pensar que se estaba yendo de la lengua, que era precisamente lo que temía.

–Yo, er… soy sonámbula –era una evidente mentira, que probablemente podría ser interpretada como una negativa a responder, pero esa parecía ser su única opción.

–¿Tú… eres sonámbula?

Cuando levantó la linterna, intentó taparse. Su conjunto de top ceñido y braga de Victoria’s Secret era de lo más exiguo, pero era muy poco lo que a esas alturas podía hacer con su ropa interior.

Afortunadamente, él no pareció concentrarse en su estado de desnudez. Estaba demasiado sorprendido por el estado de su rostro. Sabía que eran sus heridas lo que habían llamado su atención cuando la tomó de la barbilla para mirarla con mayor detenimiento.

–Y un cuerno sonámbula.

–Yo, er… me golpeé la cara cuando me caí.

–Ya –el sarcasmo con que pronunció la palabra indicaba que no se lo creía en absoluto–. ¿Por qué me mientes, Addy? Tú conoces a la persona que te hizo esto, ¿verdad?

No de la manera que él pensaba…

–¿Fue tu marido, tu novio o tu… amante?

–No. No estoy ca-casada –y menos mal. Lo había estado una vez, por un periodo de tiempo tan breve que ni siquiera merecía la pena mencionarlo. Decir «sí quiero» a Clyde Kingsdale había sido un error desde el principio. Afortunadamente, ella se había dado cuenta casi inmediatamente.

–Tienes que estar protegiendo a alguien –dijo él–. No necesitas contármelo a mí. Pero espero que se lo cuentes a la policía.

Incapaz de soportar el deslumbramiento de su linterna, giró la cabeza.

–No hay razón para meter en esto a la policía. Solo… solo fue un estúpido error por mi parte.

No volvió a enfocarla. Dejó la linterna a su lado para ayudarla a ponerse la sudadera que había traído. La fina franela la abrigó, pero no lo suficiente como para que dejara de temblar.

–¿Dónde vives?

–En Whiskey Creek. Por el momento –añadió porque aún no había asumido el hecho de que, dependiendo de si convencía a su abuela o no, podría necesitar quedarse más tiempo de los pocos meses que había previsto.

–¡Hey! Yo también soy de Whiskey Creek –dijo él con evidente sorpresa–. ¿Cómo te apellidas?

–Davies.

–¿Nos conocemos?

¿Cómo podía saberlo? Lo único que había visto de él era su figura oscura, borrosa. Era alto y musculoso. Fuerte, porque en caso contrario no habría podido izarla a pulso. Pero eso era todo lo que sabía. Ni siquiera podía ver el color de su cabello.

–Quizá –repuso ella–. ¿Quién eres? –eran bastantes las posibilidades de que reconociera su nombre. Gran era la propietaria de Just Like Mom’s, uno de los restaurantes más populares de la zona, y ella solía ayudarla con el local.

Había previsto algún grado de familiaridad, pero oír su nombre fue un verdadero shock.

–Noah Rackham.

No dijo nada, no podía decir nada. Se sintió como si él acabara de descargarle un puñetazo en el estómago.

–Mi padre tenía un negocio de tractores y alquiler de vehículos a pocos kilómetros del pueblo –le explicó él.

La descarga de adrenalina fresca le permitió levantarse, pese al dolor que el movimiento causó en su lastimado y magullado cuerpo.

–¿El hermano de Cody? –sintió el impulso de arrancarse la sudadera que él le había dado.

Noah también se levantó.

–Eso es. ¿Le conociste?

Parecía complacido, ilusionado. Ella habría podido echarse a reír, solo que temía acabar en una celda acolchada si empezaba a hacerlo. De toda la gente que podía haber pasado por allí para ofrecerle su ayuda, tenía que haberse topado con el hermano gemelo de Cody. No podía imaginarse mayor ironía.

–¿Eras amiga de Cody? –le preguntó él, intentando interpretar su reacción.

Se alegraba de no poder verle el rostro. Habría sido como encontrarse con un fantasma, sobre todo allí, en la mina.

–En realidad, no –respondió–. Yo estaba algunos cursos más atrasada que vosotros en el instituto, pero… lo recuerdo.

Nunca había podido olvidarlo, pero no porque hubieran sido amigos. Cody no solo la había violado, sino que había convencido a sus compañeros del equipo de béisbol para que se sumaran a la diversión. Y, cuando él regresó después de que los otros se hubieran marchado, ella hizo todo lo necesario para salvarse.