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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Megan Hart

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

La distancia entre nosotros, n.º 82 - mayo 2015

Título original: The Space Between Us

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6318-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

Dedicatoria

 

Este libro está dedicado, en primer lugar, a Superman, que no sabe bailar en absoluto, pero que siempre está dispuesto a intentarlo.

 

Para mi familia y mis amigos, por supuesto y, como siempre, porque sin vosotros nunca tendría ninguna historia que contar.

 

A la BootSquad, por leer esto y ayudarme a mejorarlo.

 

A mi mejor amiga, Lauren Dane, que algunas veces me envía enlaces a un porno horrendo.

 

Todo el mundo tiene una historia
Así es como termina esta

 

La boca de Charlie.

Eso es lo que quiero sobre mi cuerpo ahora. Su boca y sus manos. Lengua, dientes, dedos. Quiero sentir su peso sobre mí, la caricia sedosa de su pelo en mi carne, el roce de sus pestañas cuando cierra los ojos, al besarme.

Deseo la boca de Charlie y, sin embargo, hay algo que me obliga a apartar la cara cuando él se acerca. Charlie suspira y pone su frente contra la mía. Él cierra los ojos, pero yo no puedo cerrarlos. Tengo que verlo. Tengo que ver su piel y su pelo, sus cicatrices. Las manchas y los defectos que hacen perfecto a Charlie.

–Si lo hubiera sabido –dice él.

Sus manos son pesadas, una sobre mi hombro y, la otra, en mi cadera. Su respiración huele a whisky y a humo. Parece Charlie, pero no huele como él.

No quiero que Charlie se arrepienta de la decisión que ha tomado.

«Por favor, Charlie», pienso. «Por favor, no me digas que hubieras preferido perderte todo esto».

Charlie suspira.

–Es que… el espacio que hay entre nosotros es muy grande. Y no sé qué hacer con él.

«Lo llenamos», pienso yo, y quiero decírselo, pero no lo hago. Las palabras no me salen. Si no puedo besarlo, ¿cómo voy a decirle que lo quiero? Que no importa dónde haya ido Meredith, ni si va a volver. Que lo único que necesitamos es este momento. Que, entre los dos, encontraremos la forma de que las cosas funcionen. Que todo va a salir bien.

«Si pudiera decirle eso», pienso, mientras Charlie se aparta de mí. Se da la vuelta, y veo que se le hunden los hombros. Siento el impulso de acariciarle los omóplatos, pero se me crispan los dedos, y no lo toco. Podría decirle a Charlie que todo va a salir bien, pero aunque he mentido algunas veces en mi vida, nunca le he mentido a él, y no voy a empezar ahora.

–Lo siento –dice Charlie, una vez más, con la voz ronca. Tampoco parece su voz.

–Yo no –digo, por fin–. Yo no lamento nada de lo que ha pasado, Charlie.

Y eso, por lo menos, es verdad.

Capítulo 1

 

Todo el mundo tiene una historia. Ese era el truco de Meredith. Así conseguía que habláramos. Algunas veces, nos preguntaba por nuestro dulce favorito de la niñez, por nuestros mayores miedos. Por lo que habíamos soñado la noche anterior. Ella preguntaba y nosotros respondíamos. Nunca se me ocurrió preguntarle a ella por qué quería saberlo, como nunca se me ocurrió preguntarme a mí misma por qué todos queríamos contárselo.

Aquel día era sobre la locura.

–Bueno, Tesla, dime, ¿cuál es la locura más grande que has cometido en la vida? –preguntó, con los ojos brillantes y los labios humedecidos.

Al contrario que en otras ocasiones, no tenía ninguna respuesta para ella.

–¿No te he contado ya suficientes historias?

Ella cabeceó, y su pelo rubio y liso le acarició los hombros.

–Nunca es suficiente. Carlos ya me ha contado que una vez lo pillaron masturbándose con porno para personas mayores.

Yo me quedé boquiabierta, con la jarra de café en la mano.

–¿Cómo?

Carlos es escritor. Vienen muchos al Morningstar Mocha porque ofrecemos todo el café que quieran por dos pavos, y conexión a Internet gratis. Carlos venía todos los días y se ponía a teclear en su ordenador, con los auriculares puestos, antes de marcharse a trabajar. Hoy ha sucumbido al encanto de Meredith y ha cerrado la tapa del portátil. Eso sí que ha sido una locura.

Meredith venía al Mocha a utilizar Internet gratis y a tomar café, como los escritores, pero ella no era escritora. Meredith vendía cosas, como velas, cacharros de cocina y joyas, objetos provenientes de empresas de organización de fiestas a domicilio. No era molesta en ese sentido, como Lisa, que vendía productos de la marca Spicefully Tasty. Meredith te vendería encantada unos pendientes o una vela perfumada si se lo pedías, pero nunca agobiaría a nadie para conseguirlo. Sabía ser sutil.

Bueno, casi siempre.

–Porno de gente mayor follando –dijo–. Ya sabes. Una lemon party.

Yo ni siquiera sabía lo que era eso, pero Carlos hizo un mohín, así que supuse que él sí.

–Era joven. Fue lo único que encontré –dijo el escritor, encogiéndose de hombros. No parecía muy avergonzado.

Yo me eché a reír, puse la jarra llena en el mostrador y levanté la que estaba vacía.

–No te ofendas, pero no me parece tanta locura. ¿Quién no ha mirado porno horrendo alguna vez? –pregunté, e hice una pausa para hacérselo pasar un poco mal a Carlos–. Aunque yo nunca lo he utilizado para desahogarme, ni nada por el estilo.

Carlos se rio y puso los ojos en blanco.

–Como ya he dicho, era muy joven.

–¿Lo ves? –preguntó Meredith–. Nuestra Tesla es una chica salvaje.

Eso me lo decían mucho. Tal vez fuera por las botas Doctor Martens, o porque llevaba el pelo tan corto como un marine. En aquel momento lo llevaba rubio platino, y aquel día me había puesto un pañuelo de bandana rojo en la cabeza, al estilo de los años cuarenta, como Rosie la remachadora. Con la diferencia de que yo estaba espumando la leche y llenando jarras de café en vez de arreglar aeroplanos. Si el hecho de llevar ropa al estilo retro y mucho lápiz de ojos era una locura, yo misma podría valer como respuesta para Meredith, pero no por mi vida diaria.

–Sí, claro. Soy tan salvaje… ¡Y estoy tan loca! Tened cuidado, que puedo hacer algo realmente salvaje, como limpiar las migas de vuestra mesa.

–Lo decía en el buen sentido –dijo Meredith.

–Gracias –respondí yo. Iba a continuar, pero mi jefa salió de la trastienda y me clavó una mirada fulminante–. Después hablaré contigo, cuando Joy no me esté echando el aliento en la nuca.

–¿Has rellenado las máquinas autoservicio? –me preguntó Joy, y continuó hablando sin esperar a que yo respondiera–. Hoy necesito que saques la bollería a las cuatro, en vez de a las cinco. Van a venir a recogerla del centro de acogida para mujeres. Y, escucha, ¿sabes ese sándwich panini del menú? Vamos a quitarlo a finales de semana, así que intenta venderlos para que pueda librarme de todo ese aguacate.

Teníamos media docena de sándwiches en el menú, pero, por lo menos, el detalle del aguacate me dio la pista de a cuál se refería. Puse cara de tonta y sonreí, porque sabía lo mucho que le gustaba a Joy sentirse superior. Todo el mundo tiene una afición, ¿no? La suya era ser una bruja. La mía, dejar que pensara que se estaba saliendo con la suya.

–Claro –dije, y puse la jarra vacía junto a la máquina de café.

–No llenes esa ahora. Para cuando tengas que sacarla, se habrá enfriado.

Me lo advirtió como si yo no llevara dos años trabajando allí.

No me molesté en discutir. A algunas personas es imposible complacerlas, salvo no complaciéndolas. Y la vida es demasiado corta como para hacer un drama de todo, ¿sabes? Algunas veces, hay que ser agradable, sobre todo cuando otro está intentando arrastrarte por el suelo.

–Hoy me marcho a las doce y media, y después voy a tomarme el resto del día libre.

–¿Estás bien?

Joy se tomaba casi todos los fines de semana libres. Privilegios de ser la encargada. Sin embargo, eso significaba que nunca se tomaba días libres durante la semana. Y ¿marcharse pronto? No, no. En realidad, yo pensaba que aquel sitio era lo único que tenía en la vida.

Por su expresión malhumorada, supe que me había pasado de la línea.

–¿Cómo? ¡Por supuesto! Por favor, no me digas que tengo que quedarme, Tesla. Tú puedes hacerte cargo, ¿no? ¿Tengo que llamar a Darek para que venga antes de su hora?

–No, no, no es necesario –dije yo–. Que te diviertas.

–Es un compromiso –replicó ella–. No diversión.

Después de eso, me callé, y me puse a servir café, pastas y sándwiches a pobres clientes que no entendían por qué yo alababa tanto el panini de pavo y aguacate. Cuando llegó la hora de que Joy se marchara, la cola iba desde el mostrador a la puerta. Eso ocurría todos los días. A mí no me preocupaba.

–He llamado a Darek –dijo Joy–. Estará aquí dentro de veinte minutos. No puedo esperarlo…

A mí me gustaba trabajar con Darek, pero me molestó que hubiera tenido que llamarlo para que viniera más temprano.

–No pasa nada, Joy. Vete. Puedo arreglármelas.

–Con una mano atada a la espalda –dijo el cliente a quien le tocaba el turno, Johnny D, sin que nadie le preguntara. Adoro a ese tipo.

No se puede trabajar de cara al público sin llegar a conocer a la gente con la que tratas día a día. Los clientes habituales. Bueno, yo tengo clientes habituales, y tengo mis preferidos.

Johnny Dellasandro es uno de mis favoritos. Es mayor que mi padre, pero tiene el niño más adorable que he conocido. Es un hombre fabuloso, siempre con la sonrisa y el guiño. Y siempre deja un dólar en el bote de las propinas. Le gustan el café con sabores y los dulces, y le gusta sentarse a leer el periódico en la mesa más cercana al mostrador. Algunas veces viene con su novia, Emm, otras, con su niño, y otras, con su hija mayor y su nieto.

Joy nunca lo miraba mal. A mí me fulminó con la mirada, sin embargo, como si fuera culpa mía que ella tuviera que marcharse. Después, se puso el abrigo y se marchó.

–¿Dónde está tu pequeñín? –le pregunté a Johnny.

–Hoy está con su madre.

–Debe de ser muy agradable ser un caballero ocioso –le dije yo, en broma–. Pasearse por las cafeterías y por las tiendas, estar bien guapo y todo eso.

Johnny se echó a reír.

–Me has pillado.

–¿Qué quieres tomar?

–Un cruasán de chocolate. ¿Cuándo vais a dar los cafés con sabor a menta otra vez?

–Cuando nos acerquemos más a la Navidad –dije yo, mientras sacaba el cruasán más grande que había en la vitrina y se lo servía en un plato–. Pero tenemos café con leche con especia de calabaza, por si te apetece.

Cuando serví a Johnny, continué con los demás clientes. Eric, un médico de urgencias a quien le gustaba tomar té sentado en una de las mesas que había junto a la ventana, mientras escribía lista tras lista en su libreta legal. Lisa, la estudiante de derecho, que siempre tomaba un pretzel con queso y un té helado mientras estudiaba. A Jen llevaba un tiempo sin verla, y estuvimos un minuto charlando sobre su nuevo trabajo. Vi a Sadie, la psicóloga, al final de la cola, y la saludé con la mano. Algunas veces, Sadie iba a la cafetería con su marido, que era muy guapo, pero que nunca miraba a otras mujeres, ni siquiera de reojo. Aquel día, Sadie estaba sola, y me devolvió el saludo con una mano mientras posaba la otra sobre su vientre de embarazada.

–Chocolate caliente con nata y… –dije, mirándola de pies a cabeza cuando llegó al mostrador, y añadí–: Un bagel con salmón ahumado. ¿Me equivoco?

Ella se echó a reír.

–Oh… Iba a ser buena, pero me has convencido.

–Si no puedes darte un caprichito cuando estás embarazada, ¿cuándo vas a poder? –dije yo, y moví la barbilla hacia la parte delantera del local; allí estaba Meredith, que había engatusado a otro de los clientes habituales para que le contara historias. Ambos se echaron a reír–. Me parece que allí está pasando algo divertido. Siéntate, y yo te lo llevaré a la mesa.

Sadie suspiró.

–Gracias. Te prometo que antes estaba en forma. Ahora me canso solo de venir desde casa hasta aquí. Y me duelen los pies.

–No te preocupes –respondí.

Mientras ella caminaba cansadamente hasta una mesa soleada, yo me puse a tostar el bagel, a calentar la leche y a añadirle el sirope de chocolate.

–La reina está en audiencia con su corte –dijo Darek, mientras pasaba por detrás de mí para colgar el abrigo y ponerse el delantal.

Yo alcé la vista al oír otra vez el sonido de la risa de Meredith.

–Como de costumbre –respondí.

La conocía desde hacía pocos meses, y no sabía cuándo había pasado de ser una clienta habitual de la cafetería a una amiga. Seguramente, había sido aquel día en que Joy había tenido una de sus rabietas y Meredith le había recordado, con calma, pero también con frialdad, que «el cliente siempre tiene la razón, o esta clienta se va a marchar a otro sitio a gastarse cuatro dólares con cincuenta en un café con leche».

Desde entonces, Meredith me había sonsacado casi toda la historia de mi vida entre café y sándwiches. Supongo que fue un flechazo, en cuanto la vi entrar por la puerta del Mocha con su enorme bolso y las gafas oscuras, los zapatos a juego con el cinturón y el pelo rubio perfectamente arreglado. Meredith era el tipo de mujer que yo quería ser algunas veces, aunque para conseguirlo, era necesario ser rica, hacer un gran esfuerzo y sentir un gran deseo. Aquellas eran tres condiciones que no se cumplían. Ella se convirtió en parte de nuestra pequeña comunidad de la cafetería aunque ni siquiera vivía en aquella zona. Y se convirtió en parte de mi vida. Pensaba que yo era una loca. Una persona salvaje. Y lo decía como un cumplido, fuera cual fuera su significado.

En realidad, no me conocía en absoluto.

La fila de los clientes fue disminuyendo, aunque la mayoría de las mesas siguió ocupada. El Mocha era un local muy concurrido durante todo el día. Sadie se marchó. También se fueron Johnny y Carlos, y vinieron algunos de los clientes favoritos de Darek. Como Joy se había marchado y no iba a volver aquel día, pude tomarme un descanso, y me llevé una taza de té a la mesa de Meredith.

Ella levantó la vista de la pantalla del ordenador portátil cuando me senté.

–Hoy te has perdido buenas historias. Pero tú todavía no me has contado la tuya.

–¿Acaso no te he contado suficientes ya? –pregunté. Le había contado muchas cosas, sobre todo, de los veranos que pasaba de niña en la comuna–. ¿Es que The Compound no te parece suficiente chifladura?

–Esas historias eran sobre el lugar en el que estabas no sobre las cosas que hacías. Es distinto.

Yo le di un sorbito al té y la miré.

–¿Te parezco alguien que hace locuras?

–¿No lo eres?

Me encogí de hombros.

–Ni siquiera tengo tatuajes.

Meredith hizo un gesto desdeñoso con la mano.

–Casi todas las chicas tienen tatuajes y piercings hoy día, como si no fuera nada del otro mundo. Cuando he dicho que eras nuestra niña salvaje, no me refería a tu forma de vestir ni a tu maquillaje.

–Entonces, ¿a qué? –le pregunté, mientras me calentaba las manos con la taza de té. Aunque en Pennsylvania, en octubre, los días podían ser soleados y cálidos, aquel año el frío había llegado con antelación.

Meredith se encogió de hombros.

–Digamos que tienes algo especial.

–Todo el mundo tiene algo especial, ¿no? –dije yo, y señalé a Eric, que seguía con su libreta legal–. Mira el doctor Sexy. ¿Qué hace con todas esas listas? ¿Por qué no le pides que te cuente una historia?

Meredith se echó a reír, con una risa suave y áspera. No era una risa como la que había llenado antes la cafetería. Aquella era solo para mí.

–Porque no va a contarle nada a nadie. Aunque creo que tiene mucha vida interior, es demasiado reservado.

–Tal vez yo también.

Ella hizo un gesto negativo con la cabeza, de un modo encantador.

–No, cariño, tú eres más parecida a una catarata.

–¿Porque siempre voy muy rápido? –le pregunté, guiñando un ojo.

–Oh, no. Porque eres una belleza natural con algún tesoro escondido detrás de la cascada. Vamos, Tesla. Cuéntame la locura más grande que has hecho en la vida.

No había manera de negárselo. Meredith conseguía lo que quería, y consiguió que yo quisiera dárselo.

–No creo que haya hecho ninguna locura. No sé… Dejar un pájaro muerto en mi taquilla del instituto para poder enterrarlo más tarde. Prenderle fuego a alguna cosa.

–Bueno, entonces, que no sea una locura. Algo salvaje. ¿Libre? ¿Único? ¿Desinhibido?

–Ah. Te refieres a algo sexual.

Meredith llevaba un enorme brillante y una alianza en la mano izquierda. A veces hablaba de su marido, pero de un modo vago. Yo sabía que se llamaba Charlie, y que trabajaba de profesor en un colegio privado y caro. No tenían hijos.

–Sí –dijo Meredith, con alegría–. Sexual. Cuéntame, Tesla. ¿Qué es lo más salvaje que has hecho?

–Ummm… Lo más salvaje… No sé si voy a superar lo del porno de gente mayor.

–¿Sabías que Sadie estaba casada con otro hombre antes que con Joe? –preguntó Meredith, en voz baja.

–No. Vaya –dije yo–. Y ¿cuál es la locura más grande que ha cometido? ¿Divorciarse?

Meredith cabeceó.

–Oh, no. Su primer marido murió.

–Vaya. Eso es una pena.

Meredith se encogió de hombros.

–Esas cosas pasan.

No era la primera vez que me parecía que se aburría con las penas de los demás. A ella le gustaba escuchar las historias de las demás, pero, sobre todo, las que eran divertidas o excitantes. Las historias tristes no eran de su agrado.

Yo miré hacia el mostrador, pero Darek estaba muy ocupado flirteando con una de sus clientas favoritas. No había nadie esperando. Yo todavía tenía tiempo, y me quedaba media taza de té.

–Está bien. Locuras. Tú primero.

Ella volvió a cabecear, y se humedeció los labios. Yo no pude evitar seguir el movimiento de sus labios. Meredith tiene una boca parecida a la de Angelina Jolie: labios carnosos y suaves, dientes blancos. Una sonrisa contagiosa. Si hace un mohín, puede romperte el corazón.

–Yo no he cometido ninguna locura. Estoy casada.

Me eché a reír.

–¿Y qué? ¿Es que eras virgen cuando te casaste? ¿Es que la gente casada no hace locuras?

Ella bajó los párpados durante un momento, como si estuviera recordando algo.

–No. En realidad, no.

–Debes de tener alguna locura que contarme –dije yo.

En aquel momento, Eric se levantó para servirse más café de una de las jarras del mostrador.

–Tesla –dijo, y saludó a Meredith con un asentimiento–. Hola.

–Hola, Eric –dijo ella–. ¿Cómo van los trucos?

–Houdini no me llega ni al tobillo –dijo Eric, aunque no con el mismo tono relajado de flirteo que usaba conmigo. La miró con cierta cautela y mantuvo las distancias.

Ella le miró el trasero cuando él se alejó y, después, se volvió hacia mí.

–Me tiraría a ese tío con los ojos cerrados.

–Si no estuvieras casada.

–Y si él no me mirara como si le diera miedo –dijo Meredith, con un toque de desdén.

Yo miré a Eric, que se había sentado de nuevo a escribir listas.

–Oh, vamos. No es cierto.

Meredith sonrió.

–A ti nunca te mira de ese modo.

–Porque no soy boba, y porque le doy azúcar y cafeína –dije, riéndome–. Eric un buen chico.

Ella volvió a mirarlo y, al instante, agitó la mano desdeñosamente. Después, me miró fijamente, bebió de su taza y volvió a relamerse los labios.

–Me besé con una chica –dijo.

–Y, deja que lo adivine: te gustó –dije yo, y tomé un sorbo de té.

Ella se encogió de hombros.

–Estuvo bien. En realidad, yo no tenía gustos muy definidos todavía. Estaba en la universidad. Solo estábamos haciendo el tonto.

–Para ver cómo era –dije yo. Había oído aquella historia muchas veces.

–Claro. Mucha gente lo hace. Tú lo haces –añadió.

–Algunas veces.

Aquello no era algo que yo considerara salvaje, ni una locura, y era obvio que ella tampoco, porque ya lo sabía, y seguía intentando engatusarme para que le contara otra cosa.

–Y te gusta.

–Pues… claro –respondí–. Si no me gustara, no lo haría.

–¿Lo ves? Me refería a eso. Tú haces lo que quieres, lo que te gusta, lo que te excita –dijo Meredith–. Eso es lo que admiro de ti. Lo envidio, supongo.

Como si ella pudiera envidiar algo de mí, de una chica que trabajaba en una cafetería, tenía un coche viejo y ni siquiera vivía sola. Además, hacía mil años que no besaba a nadie, ni a un chico ni a una chica.

–Tú no respondes ante nadie –prosiguió Meredith.

–Díselo a Joy.

–Vamos, Tesla. Lo veo en tus ojos. Tienes buenas historias que contar.

Me eché a reír. No había manera de resistirse a ella. Yo la había visto engatusar a los clientes del Mocha y convencer a un policía para que no le pusiera una multa. Incluso Joy se ponía simpática con Meredith, aunque, después, el hecho de haber dado muestras de amistad le causaba nerviosismo y se comportaba de un modo horrible durante horas, como si estuviera intentando deshacerse de cualquier vestigio de amabilidad.

–Una vez me acosté con dos hermanos gemelos –dije. Meredith abrió mucho los ojos, y me di cuenta de que se había quedado impresionada.

–¿A la vez?

–Bueno, sí.

Ella silbó en voz baja, lentamente.

–Vaya.

–No fue… –empecé a decir yo, pero ella alzó una mano. Me quedé callada.

–Cuéntamelo.

Nunca se lo había contado a nadie. ¿Por qué iba a contárselo a ella?

Porque ella tenía algo especial.

–Cuéntamelo –repitió Meredith.

Y se lo conté.

Capítulo 2

 

Chase y Chance Murphy no se habían separado nunca. Yo era nueva en aquel barrio, pero todos los demás habían ido siempre al mismo colegio; algunos, incluso, desde la guardería. La madre de los chicos, la señora Eugene Murphy, era muy respetada en el colegio, donde sus hijos formaban parte de los equipos de fútbol y de baloncesto. Ella los llamaba «los gemelos», y siempre los trataba como una unidad. No reconocía a dos personas individuales.

Tal vez, por ese motivo, a mí me resultara tan fácil mantener relaciones con los dos a la vez. Y a ellos también; se les daba muy bien compartir. Seguro que no era lo que su madre había pensado para ellos, pero tampoco creo que la señora Eugene Murphy hubiera pensado en el momento en el que sus gemelos tuvieran barba, y vello en los testículos.

Todos estábamos en el último curso del instituto. Yo era la chica nueva y todavía estaba intentando adaptarme, y Chase y Chance eran chicos muy populares, aunque su madre fuera tan repelente. Eran altos, delgados y atléticos. Eran idénticos, aunque en aquella época ya habían dejado de vestirse igual. Más tarde, descubrí que podía distinguirlos por la curvatura de su pene: uno, hacia la izquierda, y el otro, hacia la derecha. Eran buenos estudiantes, e iban a ir a la universidad.

¿Yo? Yo era bajita y llevaba ropa barata. Sin embargo, aunque fuera pobre, no era una persona estrafalaria. Además, era más lista que los hermanos Murphy, y más lista que el resto de mi clase en matemáticas. La madre de los gemelos estaba empeñada en que siguieran siendo candidatos a los puestos en los equipos deportivos, porque parecía que, para ella, los deportes servían para formar un carácter. Yo nunca habría pensado que la señora Eugene Murphy tuviera aquella opinión, porque no era atlética en absoluto. Su marido tampoco; era dentista y llevaba unas gafas de montura gruesa, y tenía una dentadura que él mismo debería tratarse. De todos modos, la madre de los gemelos me contrató para que les diera clase.

Exacto. Mamá Murphy me pagó para que hiciera perder la virginidad a sus queridos hijos. Las cosas no empezaron así, por supuesto. Me refiero a que yo tenía toda la intención de enseñarles cálculo. Necesitaba el dinero, así que no me dio miedo decirle a la señora Eugene Murphy que me pagara el doble de la tarifa normal, porque iba a enseñar a dos en vez de a uno solo, aunque ella trató de convencerme de que no debería cobrarle por alumno, sino por tiempo.

–Como les vas a dar clase a los dos a la vez –argumentó–, debería pagarte la tarifa normal.

–No son la misma persona –dije yo.

–¡Pero si son gemelos!

Yo me limité a arquear la ceja. Supongo que mi ropa, una falda vaquera larga, unas botas Doctor Martens altas, y mi pelo teñido de negro, le parecían temibles.

–El tutor del colegio te recomendó especialmente –dijo ella, en tono de duda.

–Conseguiré que Chase y Chance saquen un sobresaliente en el examen final. Si no lo consigo, le devuelvo el dinero.

Así lo conseguí. Ella me pagó todas las semanas, y yo cumplí mi promesa.

Las cosas no comenzaron por el sexo. Era muy difícil enseñar a los hermanos, porque el Cálculo no les gustaba. Además, no les importaba en absoluto; lo estaban haciendo tan mal que estaban poniendo en peligro su puesto en el equipo del instituto. Y seguía sin importarles; para los gemelos, el Cálculo era para tontos.

Sin embargo, yo necesitaba el sueldo, y tenía que cumplir con la promesa que le había hecho a su madre. No podría haberle devuelto el dinero, porque ya me había gastado todo lo que ella me había dado en ropa, libros y música.

–Si aprendéis esto –les dije, una vez–, os la chupo.

Aquella frase detuvo en seco sus tonterías; ambos me miraron simultáneamente. No eran la misma persona, pero tenían la extraña capacidad de hacer lo mismo al mismo tiempo. Sin duda, estaban conectados.

–Sal de aquí –dijo Chase.

–Ni hablar –dijo Chance.

–Os la chupo a los dos –les dije. Apoyé ambas manos sobre la mesa y me incliné sobre ella para mirarlos fijamente a los ojos. No recuerdo a cuál de los dos miré primero. Entonces no pensé que tuviera importancia, pero iba a tenerla–. Haré que os corráis tan fuertemente que veréis las estrellas.

Yo nunca había pensado en ser profesora, pero sí había aprendido que, en la enseñanza, el refuerzo positivo era algo muy efectivo.

Así fue como empezó todo. Ellos terminaron el trabajo en un tiempo récord y, aparte de unos cuantos errores, correctamente. Como la mayoría de las cosas de la vida, conseguir que los chicos Murphy aprendieran Cálculo fue un asunto de motivación. Yo quería que sacaran sobresaliente, y ellos querían mi boca en sus miembros.

Sin embargo, cuando se bajaron el pantalón, empecé a pensar que, tal vez, yo me había llevado la mejor parte de aquel trato. Nunca había pensado en Chase y Chance como posibles novios; para empezar, era como si formaran parte del mismo paquete, por mucho que yo le hubiera dicho a su madre que eran dos personas individuales. Para continuar, se parecían mucho a Fred y a George Weasley; tenían la piel pálida, pecas en la nariz, el pelo caoba oscuro y los ojos castaños. Y, cuando se bajaron el pantalón y los calzoncillos hasta los tobillos, ya solo pude pensar en la rigidez de sus miembros, que no eran del todo idénticos. En aquel momento, yo no sabía que nunca habían estado con una chica. Lo único que veía era belleza.

Y sentí una gran avaricia por ella.

Hice que se colocaran de pie, hombro con hombro, cadera con cadera. Me puse de rodillas delante de ellos, sobre la moqueta suave y gruesa del sótano de sus padres, y tomé en la mano y, después, en la boca, a cada uno de ellos. Sí recuerdo cuál fue el primero, porque estaba mirando hacia arriba cuando lo hice. Y él estaba mirando hacia abajo.

Era Chase, aunque podría haber sido su hermano, porque lo elegí al azar. Más tarde, aquello sí tendría importancia, aunque en aquel momento no creo que a ninguno nos importara. Deslicé su miembro grueso y precioso dentro de mi boca, lo más profundamente que pude, y succioné, mientras que, con la otra mano, acariciaba a su hermano.

Los dos gruñeron al mismo tiempo. Su sonido fue el mismo. Tenían el mismo aspecto. Y, al segundo siguiente, descubrí que sabían igual.

Si hubiera podido tomarlos a los dos a la vez, lo habría hecho. Sin embargo, tuvieron que conformarse con que dividiera mi atención entre los dos, alternativamente. Al final, como quería verlos a los dos mientras tenían su orgasmo, terminé de masturbarlos con las manos. Su semen surgió con pocos segundos de diferencia, sobre sus estómagos planos y musculosos. Ambos tenían los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás. Emitían suaves gemidos. Más tarde, yo iba a saber muy bien que sus bocas tenían mucho talento para besar, lamer y succionar.

Chase fue el primero que me miró. Había estado agarrándose con fuerza al borde de la mesa que había detrás de él, en la que pasábamos horas haciendo ecuaciones. Soltó una mano y me acarició el pelo. Pasó el dedo pulgar por mi labio inferior, que estaba hinchado y húmedo. Pestañeó lentamente, como si estuviera despertando de un sueño del que no quería salir.

–Joder… –dijo Chance, rompiendo la magia del momento–. Ha sido increíble.

Y solo era el principio.

Capítulo 3

 

–Vaya –dijo Meredith, cuando terminé–. Es…

Yo no quería que dijera «una locura». Eso no iba a alterar lo que había ocurrido, no podía convertirlo en algo que no era, pero, de todos modos, yo no quería que lo definiera de ese modo.

–Es increíblemente excitante.

Yo me acaloré. El calor me subió por la garganta y bajó por mi cuerpo. No le había contado el resto de la historia, pero tuve la sensación de que, si ella me lo pedía, no podría resistirme. Le contaría todo lo que había ocurrido durante aquel largo otoño con los hermanos Murphy, durante el cual, los tres nos habíamos graduado simultáneamente en felaciones y cunnilingus, y todas las combinaciones de relaciones sexuales con dos penes y una vagina que se puedan pensar. Todo había terminado para la Navidad.

–En absoluto se parece a lo que pensaba que ibas a decir –me dijo Meredith, mientras cabeceaba–. Vaya. En absoluto.

–¿Y qué pensabas que iba a contarte?

Terminé mi té, porque se me había acabado el descanso, pero tenía curiosidad por saber lo que ella creía que sabía de mí.

–Ya te lo dije. Tesoros escondidos.

Pestañeé suavemente bajo el calor de su mirada. Meredith había besado a una chica, sí, pero ¿qué significaba eso? Nada.

No tiene ningún sentido flirtear con chicas heterosexuales, ni siquiera con las que tienen curiosidad. Las chicas heterosexuales han llegado a la conclusión de que es perfectamente aceptable besarse con su mejor amiga en la pista de baile para atraer la atención de los chicos, o porque están borrachas, o porque está de moda. Las chicas heterosexuales saben que, a menos que hagas un cunnilingus, estás solo experimentando, y que ni siquiera el hecho de que hagas un cunnilingus significa que seas lesbiana.

Yo no soy heterosexual.

Tampoco soy lesbiana. Supongo que podría decirse que soy sexualmente flexible. El amor llega en todas las formas y sabores, y yo quiero probarlas todas. Pero, si hay una cosa que he aprendido en el Morningstar Mocha, donde el café fluía como las cataratas del Niágara y las cinturas se expandían solo con acercarse a la vitrina de las tartas, es que querer y tener son dos cosas distintas.

–Fue hace mucho tiempo –dije.

–No puede ser tanto –respondió ella, irónicamente–. Acabas de salir del instituto.

–Claro que no –respondí yo, riéndome–. Tengo veintiséis años.

–Un bebé –dijo ella–. Un bebé con experiencia.

Para mí, la edad no tenía importancia.

–Bueno, tengo que volver a trabajar. Darek me está lanzando esa mirada de desesperación que significa que alguien le ha pedido una bebida que no sabe preparar.

–Tesla al rescate. Será mejor que vayas a ayudarle. De todos modos, yo tengo cosas que hacer –dijo Meredith, y se rio de nuevo, con su risa baja y abrasadora, que me puso el vello de punta.

Las dos nos pusimos de pie al mismo tiempo. Aunque llevaba varios meses acudiendo a la cafetería, aquella fue la primera vez que me dio un abrazo. Durante los primeros segundos, me quedé asombrada, sin saber qué hacer. Ella se había acercado, y su olor era exótico y sutil, a perfume caro. Su jersey era suave, y noté el calor de sus manos en los omóplatos. Nuestros cuerpos se tocaron, desde el pecho hasta las caderas, durante un segundo.

Cuando me relajé entre sus brazos, cerré los ojos e inhalé su olor delicioso, el abrazo había terminado. Solo me quedó el calor en la oreja en la que ella me había dicho adiós con un susurro, y el cosquilleo en la mejilla que me había besado.

–¿Tesla? –dijo Eric, que estaba frente al mostrador, y me sacó de un sueño. Meredith ya había salido de la cafetería, y la campanilla que había sobre la puerta tintineaba suavemente. Eric me miró con la cabeza ladeada–. ¿Estás bien?

–Sí, sí. Perfectamente –respondí, y alargué la mano para tomar su taza vacía–. ¿Has terminado? Yo me encargo de la taza.

Él me miró con una expresión divertida.

–No. Voy a tomarme otro, si no te importa.

Yo me eché a reír. Me causaba azoramiento haberme quedado tan atontada por algo tan sencillo como un abrazo que había durado menos de dos segundos.

–Claro que no. Toma todo el café que quieras. Si no lo haces tú, lo hará otro.

–Así ocurre siempre, ¿no? –dijo él, y me hizo un brindis con la taza vacía.

Entonces, se giró a rellenar la taza con una de las jarras de café. Darek me pidió ayuda desde el mostrador, y yo volví a mi trabajo.