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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Hermosilla, 21

28001 Madrid

© 1996 Nora Roberts. Todos los derechos reservados.

LA DERROTA DE UN SOLTERO, Nº 8 - febrero 2012

Título original: The Fall of Shane Mackade

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicado en español en 1997.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-514-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

El camino que conducía de la casa a los establos estaba resbaladizo a causa del hielo. Aún no había amanecido, y el cielo negro estaba tachonado de estrellas blancas. Cada respiración era como un montón de cuchillas de afeitar heladas que le herían la garganta antes de adormecérsela.

Envuelto en toda clase de prendas, desde unos calzoncillos largos hasta una gorra de punto, Shane MacKade se dirigía a ordeñar las vacas, para dar comienzo a las tareas del día. A diferencia de sus tres hermanos mayores, iba silbando entre dientes.

Por algún motivo, le encantaba la gélida hora anterior a un amanecer de invierno.

Jared, su hermano mayor, tenía casi diecisiete años, y para él, llevar una granja era una tarea de contabilidad. Shane sabía que para él sólo había números, y suponía que se le darían bastante bien. Habían perdido a su padre dos meses atrás, y su situación no era demasiado buena.

En cuanto a Rafe, su incansable alma de quince años ya miraba más allá de las colinas y campos de la granja de los MacKade. Ordeñar, dar de comer al ganado y cultivar las tierras era algo que simplemente tenía que hacer. Shane sabía, aunque en realidad nunca habían hablado de ello, que la muerte de su padre había afectado a Rafe más que a ninguno de ellos.

Todos adoraban a su padre. Resultaría imposible no querer a Buck MacKade, con su fuerte voz, sus enormes manos y su gran corazón. Todo lo que Shane sabía sobre las tareas de la granja, todo lo que le encantaba de la tierra, se lo había enseñado él.

Tal vez, aquél era el motivo por el que el dolor de Shane no era tan profundo. La tierra estaba allí, y era en cierto modo una prolongación de su padre. Para siempre. Podría haber hablado sobre ello con Devin. A los catorce años, ya era uno de los mejores escuchadores que conocía, y además, era el que más se acercaba a él en edad. En menos de una semana cumpliría los trece años. Pero ni siquiera a Devin le confesó sus pensamientos y sus sensaciones.

Dentro del establo, las vacas se agitaron, incómodas, y mugieron cuando les colocó las ordeñadoras automáticas. El proceso era muy sencillo, tal vez incluso monótono. Consistía en limpiar, colocar las ordeñadoras y renovar el pienso compuesto. Pero a Shane le gustaba hacerlo. Disfrutaba con los olores y los sonidos. Mientras Devin y él se encargaban de la segunda hilera de ganado. Rafe y Jared sacaban al exterior a las que ya estaban ordeñadas.

Formaban un buen equipo, rápido y eficaz a pesar del frío y de lo temprano que era. En realidad, era un trabajo que cualquiera de ellos podría haber hecho solo, o con muy poca ayuda, pero les gustaba estar juntos, sobre todo últimamente.

Aún tenían que encargarse de los cerdos, recoger los huevos y esparcir heno fresco, todo antes de desayunar y meterse en el destartalado coche de Jared para ir al colegio.

Si pudiera, Shane prescindiría del colegio por completo. Insistía en que no podía aprender a arar y plantar, a cosechar y a predecir el tiempo con los libros. No podía aprender en el colegio cómo mirar a una vaca a los ojos y saber si estaba enferma.

Pero su madre no cedía en aquel aspecto, y cuando no cedía, era mejor obedecerla.

–¿Se puede saber por qué estás tan contento? –gruñó Rafe, mientras levantaba los cubos de acero inoxidable–. Ese silbido me está volviendo loco.

Shane se limitó a sonreír y siguió silbando. Se detuvo sólo un momento, para hablar con las vacas.

–Muy bien, señoras, llenad la máquina –les dijo para darles ánimos, mientras comprobaba el nivel de cada ordeñadora.

–Voy a estrangularlo –anunció Rafe, a nadie en particular.

–Déjalo en paz –dijo Devin–. Ya tiene el electroencefalograma plano, de todas formas.

Rafe sonrió por la broma.

–Hace tanto frío que probablemente se me partirían los dedos si intentara golpearlo.

–Más tarde hará calor –dijo Shane–. No demasiado, pero por lo menos subiremos por encima de los cero grados.

Rafe no se tomó la molestia de preguntarle cómo lo sabía. No se equivocaba nunca.

–Ya ves tú. Seguirá siendo insoportable.

Salió de los establos.

–¿Qué le pasa? –preguntó Shane–. ¿Es que alguna chica le ha dado calabazas?

–Es que odia las vacas –respondió Jared.

–Qué tontería. Con lo encantadoras que son, ¿verdad, cariño? –dio una palmada afectuosa a una de las vacas.

–Shane está enamorado de ellas –dijo Devin, con la típica sonrisa ladeada de los MacKade–. Será porque tiene más suerte con las vacas que con las chicas.

Shane entrecerró los ojos inmediatamente.

–Tendría suerte con cualquier chica, si quisiera.

Jared se dio cuenta de que se estaba enfadando y sacudió la cabeza. No estaba de humor para discusiones. Tenían mucho trabajo por delante, y ya estaba bastante preocupado con el examen de literatura.

–Sí, eres todo un conquistador –dijo Devin–. Todas las chicas del pueblo hacen cola para que les dediques un momento.

Devin emitió un prolongado sonido, imitando un beso, que hizo que Jared deseara golpearlo. Cuando Shane giró precisamente para eso, se interpuso entre ellos.

–Antes de que os pongáis a hacer tonterías, hay que quitar el hielo que se ha formado en la superficie del bebedero. Las vacas tienen sed.

Shane salió, lanzando a su hermano Devin una mirada de amenaza.

Shane pensó que, por supuesto, podría conquistar a una chica, si quisiera. Simplemente, era algo que no le interesaba.

Reconoció que tal vez sí le interesase un poco. Se sopló los dedos para calentárselos. Algunas de las chicas que conocía empezaban a tener formas muy interesantes. Y había tenido una incómoda sensación bajo la piel cuando Sharilyn, la novia de Jared, se apretó contra él unos días atrás, cuando los dos compartían el asiento delantero del coche de Jared.

Se dijo que probablemente podría besarla, si quisiera. Dejó a un lado la barra de hierro con la que había roto el hielo y miró al cielo. Las estrellas empezaban a desvanecerse. Pensó que si besara a la novia de Jared le enseñaría un par de cosas. Todos estaban convencidos de que no sabía nada porque era el más pequeño. Pero sabía muchas cosas. Por lo menos, había empezado a imaginarlas.

Levantó la barra de hierro y se puso a caminar entre la nieve en dirección a las pocilgas.

Sabía cómo funcionaba el sexo. A fin de cuentas, se había criado en una granja. Sabía cómo se ponían los toros cuando olían una vaca en celo. Simplemente, no le parecía que aquello fuera demasiado divertido. Claro que eso era antes de fijarse en la forma que tenían las chicas de llenar la ropa.

Rompió la capa de hielo del bebedero de los cerdos y se puso a darles de comer, mientras sus hermanos terminaban con las vacas.

Le gustaría ser adulto. Le gustaría poder hacer algo para demostrar que lo era, al margen de mantener el tipo en una pelea. Tal y como estaban las cosas, lo único que podía hacer era esperar a crecer un poco y asumir el control sobre su vida.

La tierra era suya. Lo sentía en los huesos. Lo había sentido siempre, desde que tenía uso de razón. Como si alguien se lo hubiera susurrado al oído al nacer. La granja, la tierra. Aquello era lo que de verdad importaba. Y si quería una chica, o todo un harén, también la conseguiría.

Pero la granja era lo que más importaba.

Miró los campos nevados y el cielo gris del amanecer. Era la tierra que su padre había trabajado, y antes, el padre de su padre. A lo largo de las generaciones. Sobreponiéndose a sequías e inundaciones. Sobreponiéndose a una guerra.

Habían plantado sus cosechas y las habían sacado adelante. Incluso durante la guerra, habían seguido trabajando las tierras.

Imaginaba lo que sería en aquella época arar la tierra rocosa con una yunta de bueyes. La espalda y los hombros dolían, y las manos se encallecían, pero los campos se plantaban y se veía cómo crecían el trigo y el maíz, para volverse dorados en el verano.

Incluso cuando llegaron los soldados, incluso cuando sus morteros y su pólvora quemaban partes del campo, la tierra permanecía. Pensó con un escalofrío que varios soldados habían muerto allí. Los hombres habían gritado entre su propia sangre en la tierra que ahora pisaban sus pies.

Pero la tierra había resistido, incólume, a todos los avatares.

Se sonrojó ligeramente, preguntándose de dónde habría sacado aquellas palabras y la fuerte emoción que encerraban. Se alegraba de estar solo, de que ninguno de sus hermanos lo hubiera visto. No sabía cómo decirles que sabía que la granja era su responsabilidad.

Pero lo sabía.

Cuando oyó un sonido a sus espaldas, se enderezó y se volvió a echar la barra al hombro, adoptando cuidadosamente una expresión de indiferencia.

Pero no había nadie allí.

Tragó saliva. Estaba seguro de que había oído un sonido de movimiento, y un débil gemido. No era la primera vez que oía a los fantasmas. Vivían allí, como él, en los campos, en los bosques y en las colinas. Pero lo aterrorizaban de todas formas.

Hizo acopio de valor y rodeó las pocilgas para dirigirse a la vieja casa de piedra. Se dijo que probablemente había sido Devin, o Rafe, o incluso Jared, con intención de asustarlo, como se había asustado cuando pasaron la noche en la vieja mansión de los Barlow, que se encontraba al otro lado del bosque. La casa encantada, en la que los fantasmas eran tan densos como las telarañas.

–Déjame en paz, Devin –dijo en voz alta, suficientemente alta para acallar los latidos de su corazón.

Pero cuando rodeó el edificio no vio a su hermano. Tampoco había pisadas en la nieve. Durante un instante, menos de una décima de segundo, le pareció ver una figura agachada, que derramaba sangre sobre la tierra, con la cara tan blanca como la nieve virgen y los ojos apagados por el dolor.

–Ayúdame, por favor. Me estoy muriendo.

Pero cuando se acercó no había nada. Nada en absoluto. Incluso las palabras que resonaban en su cabeza se perdieron en el viento.

Se quedó mirando aquel lugar, estremecido, mientras el frío se introducía a través de toda su ropa, impregnándole la carne y los huesos.

Entonces, oyó las risas de sus hermanos. Oyó que su madre gritaba desde la puerta de la cocina que el desayuno estaba preparado, y que si no se daban prisa, llegarían tarde al colegio.

Se volvió y apartó de su mente el estremecedor recuerdo de lo que había visto y oído.

Caminó hacia la casa, y una vez dentro, no dijo nada a nadie.

Uno

A Shane MacKade le encantaban las mujeres. Le encantaba su aspecto, su voz y su sabor. Le gustaban sin reservas ni prejuicios. Altas, bajas, exuberantes, delgadas, mayores y jóvenes, su feminidad lo atraía irremisiblemente. Un bajar de pestañas, la curva de un labio o de una cadera; todo le parecía fascinante.

En sus treinta y dos años de vida, había hecho todo lo posible por demostrar a todas las mujeres cuánto las apreciaba.

Se consideraba un hombre afortunado, porque ellas lo habían correspondido siempre con el mismo aprecio.

Tenía otros amores. Su familia, su granja, el olor del pan en el horno, el sabor de una cerveza helada en un día caluroso. Pero las mujeres eran otra cosa, tan variadas, distintas y deliciosas.

En aquel momento estaba sonriendo a una mujer. A pesar de que Regan era la mujer de su hermano, y Shane sólo sentía por ella un inocente cariño fraterno, podía apreciar sus considerables atributos. Le gustaba la forma en que su pelo rubio oscuro se curvaba alrededor de su rostro. Le encantaba el lunar que tenía cerca de la boca, y la forma que tenía de vestir, siempre impecable y, sin embargo, provocativa.

Pensó que, ya que había decidido atarse a una mujer, Rafe no podía haber hecho una elección mejor.

–¿Estás seguro de que no te importa, Shane?

–¿Que si no me importa qué? –preguntó levantando al último de los MacKade–. Ah, lo del aeropuerto. Perdona, estaba distraído pensando en lo guapa que estás.

Regan se rió. Tenía el pelo alborotado. Jason MacKade, su hijo pequeño, lloraba a pleno pulmón, y se temía que olía más a los pañales del niño que a la colonia que se había puesto por la mañana.

–Tengo un aspecto horrible.

–Nada de eso. Estás tan guapa como siempre.

Regan miró el parque que había colocado en la trastienda de su comercio de antigüedades. Nate, su hijo mayor, jugaba con sus cosas. Se parecía mucho a su padre. Lo que significaba, naturalmente, que también se parecía a su tío Shane.

–Muchas gracias. Me vienen bien los halagos. Siento mucho tener que pedirte este favor.

Shane la miró servir el té y se resignó a bebérselo.

–No pasa nada, de verdad que no me importa. Iré a buscar a tu compañera de universidad y te la traeré sana y salva. Es científica, ¿no?

–Sí. Es muy inteligente. Excepcional. Sólo compartí habitación con ella durante un año. Estudiábamos cosas distintas, y ella tenía sólo quince años, pero acabó licenciándose cum laude un año antes que el resto de su clase. Qué miedo, ¿verdad?

Regan se levantó para recoger al bebé, que estaba considerablemente más tranquilo en brazos de su tío.

–Siempre estaba en un laboratorio o en la biblioteca –prosiguió.

–Qué chica más animada.

–La verdad es que era, bueno, es, bastante seria y un poco tímida. A fin de cuentas, era más joven que todos los demás. Pero acabamos por hacernos amigas. Quería venir a la boda, pero estaba en Europa o África –intentó recordar–. No sé, en algún sitio.

Shane pensaba con nostalgia en sus quince años, cuando aprendió el misterio de los sujetadores de cierre trasero. A oscuras.

–Me alegro de que venga a verte una amiga.

–En realidad, para ella es una especie de viaje de trabajo.

Regan se mordió el labio inferior. Sólo había comentado a Rafe el motivo de la visita de Rebecca, pero supuso que ya que Shane iría al aeropuerto a buscarla, debía darle explicaciones.

Se quedó mirándolo, pensativa. Todos los MacKade eran impresionantes, pero Shane tenía algo especial. Un encanto añadido, o algo parecido.

Por supuesto, se parecía físicamente a todos sus hermanos. Tenía el pelo denso y negro, que llevaba ahora recogido en una coleta. También compartía con ellos el rostro anguloso, el hoyuelo que aparecía cuando hacía gala de su media sonrisa, y los ojos verdes de pestañas densas. Su tono de verde evocaba el del mar en el crepúsculo.

También tenía la misma constitución. Era alto, esbelto y musculoso, de anchos hombros, estrechas caderas y piernas larguísimas.

Tenía mucho encanto. Todos los MacKade tenían encanto para dar y tomar, pero Regan pensó que Shane tenía más aún. Había algo en la forma en que sus ojos se posaban sobre las mujeres, en la rápida sonrisa de aprecio que aparecía en sus labios cuando hablaba con alguna, tuviera ocho u ochenta años. Era de trato fácil y fluido. Podía enfurecerse en un momento y olvidarse inmediatamente de su enfado.

Probablemente asustaría a la pobre y tímida Rebecca.

–El niño te adora –murmuró.

–Tú no paras de tener hijos y yo no paro de quererlos.

Regan ladeó la cabeza, divertida.

–¿Sigues sin estar dispuesto a sentar la cabeza?

–¿Para qué? Soy el último MacKade soltero. Tengo la obligación de mantenerme firme para poder cuidar a cualquiera de mis sobrinos.

–Y te tomas tu deber muy en serio.

–Por supuesto. Se ha quedado dormido –se inclinó para besar a Jason en la frente–. ¿Quieres que lo acueste?

–Gracias –esperó a que Shane depositara al bebé en la cuna antigua–. Rebecca espera que sea yo quien vaya a buscarla. No he podido localizarla antes de que se marchara –se pasó la mano por el pelo–. La niñera tenía un compromiso, y Rafe se ha ido a Hagerstown a comprar material de construcción. Cassie ya tiene bastante trabajo. Emma está enferma, y no puedo pedir a Savannah que me ayude.

–La última vez que la vi parecía a punto de dar a luz.

–Desde luego. Su embarazo está demasiado avanzado, y no es conveniente que haga un viaje de tres horas en coche ella sola. Me van a traer un cargamento de muebles esta tarde, y no sabía a quién más recurrir.

–No te preocupes –para demostrarlo, la besó en la punta de la nariz–. No creo que sea tan guapa como tú, ¿verdad?

Regan se rió.

–Comparaciones aparte, no está nada mal. Claro que hace cinco años que no la veo. La última vez fue en un viaje rápido que hizo a Nueva York, para dar una conferencia o algo parecido. Tiene cuatro años menos que yo y tiene dos doctorados, tal vez más. Es imposible seguirle la pista.

Shane no pestañeó. Le gustaban las mujeres con cerebro tanto como las mujeres sin cerebro. Pero estaba convencido de que la belleza y la inteligencia no solían combinarse, por lo que suponía que no se encontraría con una beldad en el aeropuerto.

–Psiquiatría e historia, desde luego –continuó Regan–. Ya sé que es una mezcla muy rara, pero Rebecca es única. También estaba haciendo algo de matemáticas, y física o química, no me acuerdo.

–¿Por qué hace tantas cosas?

–Tratándose de Rebecca, creo que ella se habrá preguntado por qué no hacerlas. Tiene una capacidad de aprendizaje asombrosa. Lee cualquier cosa y la archiva rápidamente aquí –se señaló la cabeza con un gesto.

–Así que es psiquiatra.

–No tiene consulta como psiquiatra. Investiga y escribe artículos sobre el tema. Antes trabajaba gratis un día a la semana en una clínica. Por lo visto es una autoridad en… no sé, una psicosis. O tal vez una fobia. En cualquier caso… –lo miró nerviosa–. También le interesa la parapsicología.

–¿Además de todo eso se dedica a perseguir fantasmas?

–Le interesa el estudio de los fenómenos paranormales. Sobre todo, los encantamientos.

–Pues eso, los fantasmas –concluyó Shane–. ¿No crees que ya tenemos bastantes por aquí?

–De eso se trata. Le interesa la zona, las leyendas. Para ti es algo distinto –se apresuró a decir, consciente de la aversión que sentía su cuñado por las leyendas locales–. Tú te criaste rodeado de todo eso. La casa de los Barlow, los dos cabos, el bosque encantado. Eso de los encantamientos es uno de los principales motivos por los que Rafe y yo hemos tenido tanto éxito con el albergue. A la gente le encanta la idea de alojarse en una casa encantada.

Shane se limitó a encogerse de hombros. A fin de cuentas, él vivía en una casa encantada.

–No me importa que investiguen lo que quieran. Lo que pasa es que cuando a los turistas les da por meterse en la granja…

La expresión de Regan hizo que se detuviera a mitad de la frase. La miró con desconfianza.

–Tu amiga quiere meterse en la granja, ¿verdad?

–Quiere investigar todos los fenómenos posibles, así que supongo que querrá mirar en la granja. Pero estás en tu derecho de impedírselo, si quieres. Tendrás que conocerla un poco. Es una mujer verdaderamente fascinante. En fin, aquí tienes el número de vuelo y todo eso –dijo arrancando una hoja de la libreta.

–Aún no me has dicho cómo es. Dudo que sea la única mujer que venga en el avión de Nueva York.

–Es verdad. Tiene el pelo castaño y liso. Antes lo llevaba casi siempre recogido en una coleta. Tiene los ojos marrones, y aproximadamente mi estatura, delgada…

–¿Esbelta o flaca? Hay una gran diferencia.

–Creo que tirando a flaca. Puede que lleve gafas. Sólo se las pone para leer, pero normalmente se le olvida quitárselas y acaba chocando con las cosas.

–Así que voy a buscar a una castaña flaca y patosa con gafas. De acuerdo.

–Es muy atractiva –añadió Regan con lealtad–. Tiene un atractivo muy extraño, ya lo verás. Otra cosa. Intenta ser agradable, porque es muy tímida.

–Yo siempre soy agradable con las mujeres.

–De acuerdo, entonces pórtate bien. Si no la ves, puedes pedir que la llamen por megafonía. Es la doctora Rebecca Knight.

A Shane no le gustaban los aeropuertos. La gente parecía tener prisa por llegar a donde fuera o por volver de donde hubiera estado. Todo el mundo corría de un lado a otro, empujando carritos cargados de maletas. Se preguntaba por qué nadie parecía estar a gusto en un sitio.

No era que estuviera en contra de los viajes; simplemente pensaba que podría llegar a donde quisiera sentado al volante de su camioneta. Así era él quien controlaba el tiempo, la distancia y la velocidad.

Pero no todo el mundo era igual.

También suponía que podría identificar a la compañera de universidad de Regan, ya que era una mujer, y siempre se fijaba en las mujeres. Sólo tenía que buscar a una de aproximadamente veinticinco años, de un metro sesenta y cinco, de pelo castaño y ojos marrones, que probablemente llevaría unas gruesas gafas. Por lo que le había dicho Regan, no suponía que Rebecca Knight tuviera demasiado estilo, así que sería la típica mujer con aspecto intelectual y serio, con un maletín y unos zapatos bajos.

Se sentó frente a la puerta de desembarque y se puso a mirar a una pareja de azafatas. Eran tan guapas que supuso que constituirían un aliciente para pasarse varias horas en una lata de sardinas volante.

Cuando empezaron a salir los pasajeros, se puso a examinarlos. Antes que nada, salió una manada de hombres de negocios con traje de chaqueta y corbata, que parecían tener más prisa que nadie. Ninguna cantidad de dinero podría convencerlo para vestirse así ocho horas al día. Después, salió una atractiva rubia con pantalones rojos, que lo miró con una sonrisa al pasar junto a él.

A continuación, iba una guapa morena con enormes ojos dorados, que le recordaban el collar de ámbar de su madre.

Después salió una anciana, con una enorme bolsa de compras, que sonrió a los tres niños que corrieron a abrazarla.

Decidió que ya la tenía cuando vio a una mujer escuchimizada con el pelo recogido en un frío moño. Como equipaje de mano llevaba un grueso maletín negro. Sus zapatos de cordones de suela gorda y sus gafas cuadradas indicaban que era ella. Miró a su alrededor, como perdida.

–Hola –se acercó a ella con una sonrisa, y le guiñó un ojo con tal familiaridad que la hizo dar tres pasos atrás, chocando contra un hombre–. ¿Qué tal estás? –se agachó a levantar el maletín–. Soy Shane. Regan me ha mandado a buscarte, porque no ha podido venir. ¿Qué tal el vuelo?

La mujer se abrazó al maletín, como si fuera una coraza.

–Voy a llamar a seguridad.

–Tranquila, Becky. Sólo quiero llevarte a casa.

La mujer abrió la boca para gritar. Cuando Shane tendió la mano para tranquilizarla, ella le dio un fuerte golpe con el maletín. Antes de que Shane decidiera si debía reír o enfadarse, sintió que alguien le tocaba el brazo.

–Disculpa –la mujer morena de los ojos ambarinos lo miró detenidamente, levantando una ceja–. Creo que has venido a buscarme a mí –sus voluminosos labios se arquearon en una sonrisa–. Dices que te llamas Shane, así que supongo que serás Shane MacKade.

–Sí –se volvió para mirar a la mujer a la que había tomado por Rebecca–. Perdona.

Pero ella ya se marchaba corriendo, como alma que lleva el diablo.

–Supongo que será lo más emocionante que le ha pasado en mucho tiempo –comentó la mujer–. Soy Rebecca Knight –añadió tendiéndole la mano.

No era lo que Shane esperaba, pero examinándola detenidamente se dio cuenta de que tampoco estaba muy alejada del modelo. Tenía un aspecto intelectual, cuando se conseguía apartar la vista de sus cautivadores e inteligentes ojos. No llevaba zapatos prácticos, pero sí un peinado práctico, con el pelo muy corto. A él le gustaban las mujeres de pelo largo, pero debía reconocer que a Rebecca le quedaba muy bien aquel peinado, que realzaba los preciosos rasgos de su cara.

Probablemente estaba flaca, pero resultaba difícil de adivinar, con la enorme chaqueta y los anchos pantalones que llevaba, todo en color negro.

Shane volvió a sonreír y estrechó su larga y fina mano.

–Regan me dijo que tenías los ojos marrones, pero no es así.

–Claro que los tengo marrones. Marrón claro. ¿Qué tal está Regan?

–Muy bien. No ha podido venir porque esta tarde iban a llevarle un pedido. Deja que te lleve eso –dijo tendiendo la mano hacia la gran bolsa de viaje que llevaba colgada del hombro.

–No, gracias. Eres uno de sus cuñados, ¿no?

–Sí –respondió, tomándola del brazo y emprendiendo la marcha para salir del aeropuerto.

Rebecca se fijó en que tenía los dedos fuertes y buscaba inconscientemente el contacto físico, pero no le importaba. No iba a gritar, como había hecho la otra mujer y como habría hecho ella misma unos meses atrás si se hubiera visto cara a cara con un hombre como aquél.

–Eres el que lleva la granja, ¿no?

–Exactamente. A primera vista, no tienes demasiada pinta de médico.

–¿Tú crees? –preguntó lanzándole una mirada fría que había practicado durante horas frente al espejo–. ¿Y esa mujer que probablemente está sufriendo un colapso en el servicio sí que la tiene?

–Era por los zapatos –explicó, mirando con una sonrisa los zapatos negros y bajos de Rebecca.

–Entiendo.

Mientras bajaban en el ascensor para ir a recoger el equipaje, Rebecca se volvió para mirarlo. Llevaba una camisa de franela con el cuello abierto, unos vaqueros desgastados y unas botas viejas. Tenía las manos grandes y callosas, y el pelo negro salía bajo la gorra, sobre una cara bronceada que podría encontrarse en un anuncio de cualquier cosa.

–Tú sí que tienes aspecto de granjero –concluyó–. ¿Cuánto se tarda en llegar a Antietam?

Shane se preguntó si aquello había sido un insulto o un cumplido, pero decidió contestar de todas formas.

–Algo más de una hora. Vamos a buscar tus maletas.

–Las van a enviar –le mostró la bolsa que llevaba al hombro–. Esto es todo lo que tengo de momento.

Shane no podía librarse de la incómoda sensación de ser observado, estudiado y diseccionado como una rana en un laboratorio.

–Muy bien.

Se sintió aliviado cuando Rebecca se sacó unas gafas de sol del bolsillo de la chaqueta y se las puso.

Estaba acostumbrado a que las mujeres lo miraran, pero no como si se encontrara en el portaobjetos de un microscopio.

Cuando llegaron a la camioneta, Rebecca miró el vehículo y se volvió para mirarlo a él, que le estaba abriendo la puerta. Le dedicó una de sus sonrisas frías y se bajó las gafas para mirarlo por encima.

–Ah, otra cosa, Shane.

–¿Sí? –preguntó frunciendo el ceño.

–Nadie me llama Becky.

Dicho aquello, se recostó en el asiento y dejó la bolsa en el suelo.

Le gustó el camino. Shane conducía bien, y la camioneta marchaba con suavidad. No pudo evitar sentirse satisfecha por haberlo enfadado, aunque sólo fuera un poco. No resultaba fácil alterar a los hombres que, además de tener el aspecto arrebatador de Shane MacKade, rezumaban sensualidad y confianza en sí mismos.

Había pasado gran parte de su vida sintiéndose intimidada cuando se encontraba rodeada de gente. Hacía sólo unos meses que había empezado a mejorar en aquel sentido. Se había convertido en su propio proyecto de terapia, y tenía la impresión de que las cosas marchaban muy bien.

Tenía que reconocer que Shane, enfadado o no, era un hábil conversador. Tardaron poco en salir de la autopista y adentrarse por serpenteantes carreteras secundarias. El paisaje era muy bonito. Las casas, las colinas, las praderas y los árboles brillaban bajo el sol de finales de agosto. De vez en cuando, veía vacas y caballos.

Shane había bajado el volumen de la radio, y lo único que se oía verdaderamente por los altavoces era la batería.

La cabina de la camioneta estaba limpia, con excepción de unos cuantos pelos de perro dorados. Había un par de notas sujetas con imanes al salpicadero, y un puñado de monedas en el cenicero, pero todo estaba ordenado.

Tal vez fue aquél el motivo por el que vio un pendiente dorado que sobresalía por debajo de la alfombrilla. Se agachó para recogerlo.

–¿Es tuyo?

Shane miró de reojo y recordó que Frannie Spader llevaba unos pendientes como aquél una vez que habían salido a dar una vuelta juntos.

–De una amiga.

Le tendió la mano. Rebecca le entregó el pendiente, y lo dejó caer en el cenicero, entre las monedas.

–Querrá que se lo devuelvas –observó Rebecca–. Es de catorce quilates. Así que sois cuatro, ¿no?

–Sí. ¿Y tú? ¿Tienes hermanos?

–No. ¿Llevas la granja de la familia?

–Sí, fue lo que acordamos. Jared tiene su bufete, Rafe es constructor y Devin es el sheriff.

–Y tú eres el granjero. ¿Qué haces en la granja?

–Me ocupo del ganado. Vacas, cerdos… También cultivo maíz, heno y alfalfa, sobre todo para dar de comer a los animales.

Shane sabía que Rebecca lo absorbía todo con sus enormes ojos.

–También he tenido una excelente cosecha de patatas.

–¿De verdad? –Rebecca se golpeaba la rodilla con los dedos, inconscientemente, al ritmo de la batería–. ¿No es demasiado trabajo para una sola persona?

–Mis hermanos me ayudan cuando es necesario. Y a veces contrato a algún estudiante para que me eche una mano. Además, tengo un par de sobrinos, de once años, y normalmente consigo convencerlos de que es divertido dar de comer a los animales.

–¿Y es divertido?

–A mí me gusta –la miró–. ¿Has estado alguna vez en una granja?

–La verdad es que no. Soy bastante urbana.

–Entonces, te espera una sorpresa en Antietam. Es lo más rural que puedas imaginar.

–Eso me ha dicho Regan. Por supuesto, conozco la zona, por los estudios. Es interesante que acabara convirtiéndose en uno de los principales campos de batalla de la guerra civil.

–A Rafe le interesan esas cosas mucho más que a mí. A la tierra le da igual ser histórica, siempre que se encarguen de ella.

–¿Así que no te interesa la historia?

–No demasiado –entró en el puente que cruzaba el río Potomac, separando los estados de Virginia y Mariland–. La conozco –añadió–. No se puede pasar toda la vida en un sitio sin conocer su historia. Pero no es algo que me interese mucho.

–¿Y los fantasmas?

–Tampoco les presto demasiada atención.

Una sonrisa apareció en los labios de Rebecca.

–Pero los conoces.

Shane volvió a encogerse de hombros.

–Están incluidos en el paquete. Te recomiendo que hables de eso con el resto de la familia.

–Trabajas y vives en una granja que dicen que está encantada.

–Eso dicen –no le apetecía pensar en ello, ni hablar de ello–. Regan me comentó que venías a estudiar esas cosas.

–Sí, me interesan los fenómenos paranormales –su sonrisa se ensanchó–. Pero no es mi trabajo. Se trata sólo de una afición.

–Entonces, te sentirás en tu salsa en la vieja casa de los Barlow, el sitio que restauraron juntos Rafe y Regan. Ahora es un hotel. Lo lleva una de mis cuñadas. Está lleno de fantasmas, si crees en esas cosas.

–Desde luego que me interesa. Espero que puedan darme alojamiento allí. Me gustaría estudiar la casa. Por lo que me ha dicho Regan, tu casa es muy grande. También me gustaría alojarme en ella.

A Shane no le importaría tener compañía, aunque no le hacía gracia el propósito de la visita de Rebecca.

–Regan no me ha comentado cuánto tiempo tienes pensado estar aquí.

–Depende –miró por la ventanilla mientras Shane tomaba una carretera recortada en la montaña–. Depende de lo que tarde en encontrar lo que busco y documentarlo.

–¿No tienes que ir al trabajo?

–Me he tomado un año sabático –las posibilidades eran tan maravillosas que cerró los ojos para saborearlas–. Tengo todo el tiempo del mundo y estoy dispuesta a disfrutarlo –volvió a abrir los ojos y vio el brillo del pendiente en el cenicero–. No te preocupes, no voy a llenar tu casa de trastos. Cuando llegue el momento, me podrás meter en una habitación pequeña. Me encargaré de mi trabajo y dejaré que tú te encargues del tuyo.

Shane abrió la boca para contestar, pero Rebecca emitió un sonido de sorpresa y se enderezó en su asiento.

–¿Qué?

Se quedó sacudiendo la cabeza, pensando con incredulidad que era la primera vez que iba allí, aunque tuviera la sensación opuesta. Las colinas se alzaban, verdes, tachonadas de rocas plateadas. En la distancia, las montañas más altas aparecían como sombras moradas contra el cielo. Los campos de maíz se agitaban con el viento a ambos lados de la carretera. En una pradera, las vacas blancas y negras pastaban como si estuvieran posando para una postal.

Al final se veía un bosque, denso y oscuro. A un lado corría un arroyo.

–Tiene el aspecto que debería tener –murmuró suavemente–. Es exacto. Perfecto.

–Gracias. Es la tierra de los MacKade –redujo la velocidad, orgulloso–. Desde aquí no se ve la casa en esta época del año. Los árboles son demasiado densos. Se va por ese camino.

Rebecca vio la carretera de grava, que se perdía entre los árboles. Asintió, acallando los fuertes latidos de su corazón.

Pasara lo que pasara, volvería a aquel sitio. Y se quedaría todo el tiempo necesario para encontrar la respuesta a todas sus preguntas.

Respiró profundamente y se volvió hacia Shane.

–¿Cuánto queda para llegar al pueblo?

–Unos pocos kilómetros –observó su palidez, preocupado–. ¿Te encuentras bien?

–Sí –a pesar de ello, bajó la ventanilla para respirar aire fresco–. Claro que me encuentro bien.

Dos

Regan vio por el escaparate de su tienda la camioneta, que aparcaba junto a la acera. Corrió al exterior con un niño en cada brazo.

–Doctora Knight.

–Señora MacKade.