SONDA
LA sonda emite su señal, exhausta,
en el frío desierto del espacio.
Se interna en una tierra extraña donde
no quebranta el silencio su palabra.
A la deriva, vaga con su voz,
como el viento transporta la simiente
que se siembra al azar en el terreno
—¿cómo dar fruto, si ninguna tierra
es fecunda?—. Tentada por oscuras
gravedades, prosigue su camino,
con la fe de un apóstol o un poeta
que se adentra en la noche con la luz
sola de su palabra y que descubre,
que alumbra, la invencible vastedad
del abismo que cruza.
I
LUGAR AJENO
ANTE él se extiende el páramo norteño.
La tierra chapotea al resistir
su peso de poeta. Tiempo hace
que dirige sus pasos por el barro
y se sienta en la roca del otero
a componer sus versos.
Pero nunca,
solitario en las tardes invernales,
le acoge con calor la piedra lisa,
su dura superficie sin memoria.
No cabecea el árbol en saludo,
le muestra el horizonte un gesto grave.
Cuando atardece, un silencio incómodo
cuaja y una tensión callada vibra
entre el paisaje y él, y se consume
la última brisa como un vago intento
de diálogo. Más puro y penetrante
en el ocaso, como el frío, hiere
este destierro.
LUNA A MEDIODÍA
¿POR quién sale esta luna a pleno día?
Impuntual, como si llegase tarde
a una cita fijada tiempo atrás.
Ahora descubre, tan vacío, el cielo
solar y azul: nadie la está esperando.
Ni siquiera quien vio su desnudez
plena, hermosa, en las noches de verano,
o acostada en las sábanas del agua,
como aguardando al cuerpo del bañista;
ni siquiera él la espera. Pues parece
esta mañana más vieja, más muerta,
seca en ese desierto que es el cielo
solar. Una noche antes, ¿quién no hubiera
dormido bajo el don de su desnudo?
Tampoco a ella la perdona el tiempo.