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PHILIPPE SOUPAULT

LAS ÚLTIMAS NOCHES DE PARÍS

 

TRADUCCIÓN DEL FRANCÉS
DE JOSÉ IGNACIO VELÁZQUEZ EZQUERRA

 

 

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I

 

 

Escoger es envejecer.

 

Tenía una forma tan especial de sonreír que me era imposible dejar de mirar su rostro lunar, y es posible que, a mi pesar, yo respondiera a su sonrisa como lo haría ante un espejo. Naturalmente —y con la mayor naturalidad del mundo—, ella bebía una menta verde, pues en esta ciudad todas las que hacen del amor su profesión no ocultan su preferencia por este extraño brebaje que, a fin de cuentas, no es más que un caramelo líquido. La cafetería dormitaba: había pasado ya la hora del aperitivo, pero no había sonado todavía la de los bollos de chocolate. Los camareros esperaban, cabizbajos, los brazos caídos. Algunos se habían sentado y parecían estatuas: medalla de oro en algún concurso, ornamento de plazoletas, inútiles, inmóviles y pasadas de moda.

El aire iba y venía componiendo dibujos monótonos y relajantes.

Ella se levantó y yo hice lo propio; caminaba a su lado por el bulevar Saint-Germain, y al pasar junto a la sede de la Liga Antialcohólica, que exhibía aún sus cerebros consumidos, le dije:

—Desde luego, sería mejor cambiar de acera.

—Si usted quiere…

Y atravesamos el bulevar, dándole la espalda al antialcoholismo.

Latían corazones en los árboles; el verano tocaba a su fin y alguien, acodado a una ventana, le decía a la noche: «Hace frío…». «Quizá —pensé—, pero todo tiene su momento.»

Una campanita como de iglesia despertó a las lamparas, que derramaron una luz ácida sobre el trayecto de Saint-Germain-des-Près. Alguien hizo señas, ¿pero quién, y a quién? Simplemente, iba a ser una noche en blanco. La neblina de las once. La señorita avanzaba alternando arrullos y refunfuños, como si se empolvara primero y después se pintara los labios: con el mismo cuidado, con idéntica coquetería. Espontáneamente, con los ojos cerrados, me condujo al bulevar Saint-Michel y luego alrededor del Luxemburgo.

Había perros que corrían y grandes sombras que habían quedado encerradas en la hermosa jaula del Senado. Agucé el oído y me puse a escuchar todo aquel alboroto. Una especie de surtidor desgranaba su cantinela, el estribillo tonto del Barrio Latino: una de esas canciones baratas que cantan los estudiantes para atestiguar su condición, con sus boinas, sus gorras y sus chalinas.

—¿Se ha fijado —dijo mi nívea compañera— que en esta porquería de jardín nunca hay mariposas?

Un perrazo —prisionero o carcelero, vaya uno a saber—, lanzó un tremendo ladrido.

La rue de Médicis, que enfilamos alegremente, es una calle triste de noche, a eso de las diez y media: la calle de la lluvia eterna.

Dicen que una de sus aceras es un punto de encuentro de masoquistas solteros. Club silencioso y modesto. Allí, los paraguas parecen rebaños.

—¿Sabe usted —dijo ella— que estamos en un barrio de rufianes de tres al cuarto?

El comienzo de la rue Vaugirard apesta a libros: se huelen por todas partes. Su vecina y compañera, la rue de Tournon, es más hospitalaria, por lo que yo esperaba alguna proposición y la dirección de un hotel confortable.

Por la noche, el Senado no se parece a nada. Lo único que se distingue es un enorme disco que brama con voz de bajo: «RALENTIR» (‘más despacio’); y dicen que los hipermétropes suelen confundirse, creyendo leer «REPENTIR» (‘arrepiéntase’).

El virtuosismo de las palabras en este barrio histórico es sorprendente. Las que escapan de las casas despiden reflejos de mercurio; las que se ocultan en las grietas de los edificios son sencillamente fosforescentes.

Aquella que se guardaba de hacerme la menor proposición me señaló que la rue de Tournon resultaba indiscreta a causa de las palabras.

—En efecto —le dije—: el frío no influye en modo alguno sobre la fisonomía de las calles.

—Pamplinas…

No insistí.

Abordamos la plazoleta de Buci, de la que brota una familia de callecitas estrechas que no pueden considerarse callejuelas, aunque sean tan oscuras como ellas y huelan igual de mal.

Las luces de un cafetín salpicaban de almíbar las fachadas triangulares y taciturnas de algunas tiendas anónimas.

En una de aquellas calles, la de Seine, que aún se asombra de su propia existencia, tuvimos un encuentro que no podría calificarse de agradable ni de sorprendente, ni siquiera de desesperante, pero que dejó una huella sombría, una marca negra, en el panorama de nuestra velada. Un perro negro, de aguas, un mastín sin duda, corría zigzagueante de una acera a la otra como si hubiera perdido conciencia de lo que hacía. Ni la hora ni las inclemencias del tiempo conseguían moderar las idas y venidas de aquel perrito clandestino. Tuve la certeza de que nos estaba esperando, pero no me dio la impresión de que pudiera jugarnos una mala pasada. Al ver a mi compañera pareció reconocerla y se puso a dar vueltas a su alrededor, gruñendo. No sé si ella lo conocía, pues lo primero que hizo fue murmurarle: «Calla, perro», y después añadió: «¿De dónde habrá salido el chucho éste?».

Continuamos nuestro camino, cada vez más monótono. Comenzaron a caer algunas gotas. Se nos venía encima un aguacero, era evidente, así que apresuramos el paso y fuimos a refugiarnos en esa corriente de aire que permanentemente sopla bajo las bóvedas del pasaje que va de la rue de Seine al río, y que después va a insinuarse en el Institut de France.

El perro nos seguía al trote, adelantándonos aquí y deteniéndose allá, dando a entender con esta maniobra que estaba decidido a seguirnos hasta el fin del mundo.

Al principio nos dedicamos a escuchar la lluvia caer, interrumpiendo la monotonía de su canto con comentarios no menos monótonos acerca del clima:

—¡Qué asco de tiempo!

—¡Qué asco de tiempo!

—¡Dios mío, qué tiempo!…

El perro se había acostado tranquilamente a nuestros pies. De vez en cuando pasaba un taxi zumbando, pero mis ¡pssst! sólo servían para que el taxista acelerase.

—¿Quiere que le diga cómo me llamo? —El perro asintió lanzando un ladrido seco—. Me llamo Georgette.

Nombre sorprendente donde los haya, que hace pensar en una aguja, en un dobladillo, en una mancha de grasa. Nombre sin pies ni cabeza que necesariamente evoca el antiguo fielato de Trône o la luna bajo las nubes.[1]

Pronunciarlo equivale a revivir el recuerdo de un dolor de muelas o de un par de bofetadas.

Guardé para mí estas reflexiones, contentándome con resumirlas en un sencillo adjetivo que, por lo demás, lo dice todo:

—Encantador.

Apenas había articulado la última sílaba cuando el perro se sentó, levantó las patas delanteras y sacó la lengua. Esto dio paso a los episodios más extraños de la noche. La estatua de la República dio la señal: tras la lluvia se levantó un ventarrón repentino, un cierzo como el filo de un cuchillo, y una ráfaga recogió un periódico que se arrastraba por la acera para dejarlo, de golpe, entre las manos de aquella estatua que se pavonea en mitad de la plaza.

Un landó bajaba por la rue de Seine. Los caballos avanzaban a galope tendido, pero el cochero, con maestría, los hizo girar rápidamente por la peligrosa esquina donde la calle se disloca.

Tuve tiempo de distinguir en su interior a un personaje muy pálido al que tomé por el antiguo prefecto de policía, Lépine. El cochero fustigó a los caballos, dio dos vueltas alrededor de la estatua de Voltaire y se detuvo en seco ante la entrada de la Biblioteca Mazarine. «Monsieur Lépine» se apeó. Vestía de negro y llevaba chistera. Vi cómo desaparecía por el patio del Institut. El cochero saltó del pescante y se puso a desenganchar los caballos.

La República dejó caer su periódico. El viento se alejó corriendo en dirección al Pont-Neuf.

Transcurrieron unos minutos. Le ofrecí un cigarrillo a Georgette, que lo aceptó. Acabábamos de encender nuestros Camel cuando vimos llegar una auténtica procesión por el Pont des Arts. Una docena de hombres vestidos como peones camineros, ceñidos con anchas fajas rojas y verdes, portaban con expresión resignada un cajón. Tras ellos, unos muchachos cubiertos con gorras conducían unas largas carretillas con tablones y vigas.

Cuando vieron el coche y los caballos, aceleraron el paso y penetraron a su vez en el patio del Institut.

Arrastrando un paraguas como quien tira de un perro melancólico, pasó junto al río una pareja que se detuvo un momento a echar un vistazo. Se fueron a toda prisa. La mujer lanzaba unos grititos que recordaban los de una lechuza. Abandonaron su paraguas, como rehén, en los peldaños del Pont des Arts.

Al oír que daban las doce, la joven Georgette no pudo evitar estremecerse —claro— ni yo decirle, con una sonrisa burlona:

—La hora de los crímenes…

Reconozco que el momento y el lugar no podían estar peor escogidos para una broma tan manida. El perro, que hasta ese momento estaba tranquilo, sintió la necesidad de irse a husmear por los muros el rastro de sus congéneres. Lo seguí con los ojos y mi mirada fue a dar a un cartel pegado recientemente. A la luz del triste farol que intentaba iluminar el pasaje, distinguí unas palabras que parecían agitarse al viento. No pude leerlas porque un automóvil, uno de esos que se suele calificar de potentes, atravesó el Pont-Neuf con los faros encendidos y vino a detenerse ante la verja del Institut. Un enorme galgo saltó del coche, seguido por un hombre tocado con un bombín beige que ordenó inmediatamente:

—¡Apague los faros! —Y después de un momento gritó—: ¿Dominó?

Respondió a su llamada el tipo al que yo había tomado por Lépine. Los dos se saludaron quitándose los sombreros; me sorprendió que no se dieran la mano. Conversaron unos minutos; por un gesto, comprendí que el hombre del bombín beige le decía al otro: «Vaya usted».

Lépine, en efecto, se apresuró a desaparecer, mientras que el hombre del bombín comenzó a ir y venir junto a la verja. La lluvia arreciaba y las luces de los últimos tranvías reflejaban en el Sena largas llamaradas en movimiento.

—¡Vámonos! —propuso Georgette en un tono trágico, pero no tuve ganas de reír.

Aquella noche comprendí el significado de esa expresión tan célebre y folletinesca: tener los pies pegados al suelo.

Para conservar la sangre fría, tuve que contentarme con invocar toda clase de recuerdos en mi ayuda.

La higiene del miedo.

Así arrastra el Sena, de vez en cuando, sentimientos que son poderosos narcóticos para quienes se sienten asfixiados por el amor, el temor, la religión o la locura.

Ahí cerca se desarrollaba un drama, o así me lo parecía, y hete aquí que aquel río paternal me traía imágenes del verano y la primavera: un bateau-mouche sobrecargado de banderas, unos bañistas que a decir verdad me daban mucha lástima y el recuerdo de una noche que pasé acodado en el pretil del Pont-Marie, mirando cómo unos socorristas trataban en vano de encontrar el cuerpo de un suicida.

Todas esas imágenes, insignificantes tal vez, se alzaban ante mis ojos, ya habituados a la oscuridad de la noche, adornadas con los colores más intensos y abigarrados. Por pura generosidad se las describí a la joven Georgette, que al oír mi monólogo pareció aun más inquieta.

Arrullado por mis propias palabras y distraído por el sonido de mi voz, yo no prestaba ya la menor atención a aquel personaje que perseveraba en su deambular sin dar muestras de ver al aterrado trío que componíamos Georgette, el perro y yo.

Pero era preciso abandonar aquel pasaje y proseguir nuestro paseo.

Propuse a mi compañera que volviéramos por donde habíamos venido, pero ella se negó con la obstinación de los miedosos y los mirones:

—Qué poco curioso eres… —dijo.

Yo protesté, pero no le dije que tenía miedo de asistir a una tragedia o a algún extraño contubernio, ni me atreví a decirle que nuestra presencia, a aquellas horas y en aquel sitio, me parecía completamente fuera de lugar, puede que hasta sospechosa. Colgada de mi brazo, Georgette contemplaba la plaza y parecía impaciente por entender la razón de las idas y venidas de todos aquellos personajes. El perro, que se había tendido a nuestros pies, volvió a sentarse y a levantar las patas delanteras, las orejas al viento: nos señalaba así la llegada de un joven que vino a resguardarse en el mismo pasaje en que nos habíamos refugiado. El aspecto de nuestro nuevo compañero me dio mala espina: llevaba el cuello del abrigo levantado y un sombrero blando y desteñido calado hasta las orejas.

—¿Nada nuevo? —preguntó, sin mediar saludo.

—Nada —repuse sin vacilar y sin darme cuenta de que, contestando, aceptaba convertirme en su cómplice.

—No la encontrarán —pronosticó—: he registrado las tres calles que Volpe me ha indicado y no hay ni rastro.

Dicho esto fue a apoyarse contra la pared, subrayando con su actitud que estaba decidido a esperar cuanto hiciera falta para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.

El perro, que seguía siendo nuestro único guía entre tanto misterio, fue a husmear al personaje y regresó para darnos su parecer.

Con las manos en los bolsillos del abrigo y el semblante indiferente, el joven parecía dormir con los ojos abiertos. Pude contemplarle con total tranquilidad: tenía el rostro delgado y pálido, un bigotito rubio, la nariz ancha y los ojos de un azul desvaído. De toda su persona emanaba un no sé qué de anonimato que lo hacía antipático. Su ropa, mal cepillada y llena de arrugas, le confería el aspecto de un criado desempleado y servil. Por lo demás, no me cabía duda de que era un profesional de la noche. Su voz, que al principio no me había llamado la atención, resonaba ahora en mi memoria, amplificada por la espera: era una voz grave como sólo puede poseerla un hombre flaco.

Los minutos, largos y almibarados, transcurrían en silencio. De vez en cuando la estridente bocina de un coche quebraba la monotonía. El perro parecía dormir, confundido entre las sombras.

El hombre del hongo beige se aproximó a nuestro refugio y, a la luz de un farol, pude distinguir su rostro. Lo que más me chocó fue su nariz, muy larga, y sus dientes, muy blancos. Parecía una calavera de utilería.

Finalmente se detuvo, y convocó a monsieur Lépine con un silbato; éste apareció en el acto, obsequioso a la tenue luz de gas. Los dos esperaron en silencio, inmóviles.

—Un momento… ¿Eres tú, Georgette? —dijo de repente el muchacho pálido.

—Te ha costado reconocerme —respondió ella con la mayor naturalidad.

Me volví irritado hacia la mujer, preguntándome qué podía significar aquel inquietante diálogo y presintiendo un asunto más bien turbio.

Tomé rápidamente una decisión: levantando el cuello de mi abrigo me dispuse a abandonar de inmediato a aquella pareja y a dejarles con sus asuntillos. Un redoble de tambor y la curiosidad me detuvieron en seco; era un redoble sordo, casi ahogado, como si el músico temiera hacer demasiado ruido.

—Aquí vienen —dijo Georgette.

Y en efecto, precedido por el tambor se acercaba un cortejo: cuatro hombres rodeaban a una mujer con la cabeza descubierta, la cara pálida y los labios crispados en una sonrisa de sufrimiento. Llevaba entre los brazos una especie de bolso.

Se detuvieron ante la estatua de la República. El hombre del sombrero beige se acercó a la mujer, seguido por monsieur Lépine, y ella se arrodilló de inmediato.

La oí llorar. Alzaba las manos. Los cuatro hombres de los sombreros hongo la obligaron a levantarse y, precedidos del de color beige, la condujeron a empujones hacia el patio.

Se oyó un grito y vi salir corriendo a la mujer. Enseguida la alcanzaron. Entonces, con un gesto de desaliento, le tendió el bolso al hombre del hongo, acompañando el obsequio de una sola palabra:

—Cabrón…

Después, derrotada, se dejó caer al suelo ante la verja del Institut. Se quedó allí inmóvil, al borde de la calzada. A nadie se le ocurrió levantarla.

Uno tras otro, los hombres se alejaron. El que se había quedado con el bolso subió al coche, que salió a toda velocidad; luego se fueron monsieur Lépine, el del tambor y, finalmente, los que parecían sepultureros…

—Hasta pronto —dijo mi vecino, quitándose el sombrero.

—¿Vamos, querido? —me dijo Georgette.

—Déjame en paz.

Georgette, sin sorprenderse por la violencia de mi voz, esperó con aire sumiso. Yo quería acercarme a aquella mujer inmóvil sobre la acera; Georgette adivinó mi intención y observó:

—Ya se irá ella solita…

La tempestad del silencio. Ni un ruido, ni una luz. La noche era profunda.

La mujer, que parecía dormida, no se movía en absoluto y la calma caía sobre ella como una nieve consoladora y dulce.

La noche de París se había adueñado de todo y era como si los muros negros, los andenes del río y el puente fueran a desaparecer para siempre. En el cielo monótono crecían reflejos alargados, esos arco iris incoloros que delatan a la ciudad y a la aurora.