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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Michelle Douglas

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

El viaje de su vida, n.º 2557 - enero 2015

Título original: Road Trip with the Eligible Bachelor

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6059-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Publicidad

Capítulo 1

—HOLA —Quinn Laverty trató de sonreírle al dependiente que estaba al otro lado del mostrador. Alzó la voz para que pudiera oírla por encima del ruido—. He venido a recoger el coche que reservé.

—¿Nombre, por favor?

Quinn le dio los detalles y trató de sacar la tarjeta de crédito de la cartera con una sola mano. En la otra tenía a Chase, que recargaba todo el peso de sus seis años sobre una pierna y sobre el brazo de su madre mientras se estiraba todo lo posible para llegar al mostrador con su coche de juguete.

Quinn le obligó a colocarse sobre las dos piernas y luego sonrió al cliente que estaba a su lado y que había sido «arrollado» por el coche de juguete.

—Lo siento.

—No pasa nada.

El hombre le dirigió una sonrisa y ella no pudo evitar corresponderle. Tenía una sonrisa bonita. Y unos ojos muy bonitos. Lo cierto era que…

Quinn frunció el ceño. Había algo en él que le resultaba familiar. Se lo quedó mirando y luego dejó de pensar en ello y se volvió otra vez hacia el dependiente. Tal vez fuera solo que era el modelo de hijo que su padre siempre había deseado: pulcro, profesional y respetable. Hizo un esfuerzo por no tenérselo en cuenta.

Hablando de hijos…

Miró a su izquierda. Robbie tenía la espalda apoyada en el mostrador y miraba hacia el techo con expresión soñadora. Quinn trató de contagiarse de su calma. No contaba con que aquello fuera a llevarle tanto tiempo.

Pero claro, cuando reservó el coche hacía un mes no pensaba que habría huelga de aviones en todo el país.

—Me temo que ha habido un pequeño cambio con el modelo de coche que reservó.

Quinn volvió a centrarse en el dependiente.

—¿Qué clase de cambio?

—¡Ay! —Chase apartó la mano de la suya y la miró.

—Lo siento, cariño —Quinn le acarició la mano y le sonrió, pero sintió una opresión en el pecho. Volvió a mirar al dependiente—. ¿Qué clase de cambio? —repitió.

—Ya no tenemos disponible ese modelo.

¡Pero ella lo había reservado un mes atrás!

El tumulto de la oficina de alquiler de coches no había disminuido. Percibió la frustración del hombre que tenía al lado.

—Tengo que salir hoy de Perth —murmuró él. No gritó, pero sus palabras eran tirantes.

Quinn le dirigió una sonrisa fugaz y luego se giró otra vez hacia el dependiente.

—Voy a atravesar la llanura de Nullarbor. Necesito un coche capaz de recorrer esa distancia.

—Comprendo las razones por las que reservó un todoterreno, señora Laverty, pero no tenemos ninguno disponible.

Estupendo.

No se molestó en corregirle lo de «señora». La gente lo daba por hecho constantemente.

Alzó la barbilla y se preparó para la pelea.

—Tengo mucho equipaje que meter en el coche —otra razón por la que había escogido un todoterreno.

—Por eso tenemos un coche de categoría superior para usted.

Quinn se cruzó de brazos. Había elegido aquel coche por su seguridad. Y también era uno de los mejores en cuanto a ahorro de combustible. Era el coche perfecto para cruzar el país.

—Le hemos asignado una camioneta de último modelo.

—¿Tiene tracción a las cuatro ruedas?

—No, señora.

Quinn cerró un instante los ojos, pero solo sirvió para que aspirara el aire de desesperación que había en el ambiente.

—Quiero hablar con el encargado —afirmó el hombre que estaba a su lado.

—Pero, señor…

—¡Ahora mismo!

Quinn dejó escapar un suspiro y abrió los ojos.

—Necesito un vehículo cuatro por cuatro. El consumo de combustible de esa camioneta será insostenible, y como voy a viajar a Nueva Gales del Sur, voy a gastar mucha gasolina —tendría que conducir cuarenta horas. Seguramente más—. Y, debo añadir, con ninguna de las ventajas que ofrece un todoterreno.

De pronto, conducir le parecía la peor de las ideas. Alzó un poco más la barbilla.

—Gracias, pero no quiero un vehículo de categoría superior. Quiero el coche que reservé.

El dependiente arrugó la nariz.

—Lo que ocurre, señora, es que con la huelga de aviones, entenderá que no tenemos todoterrenos disponibles en este momento.

—¡Pero lo reservé hace más de un mes!

—Lo entiendo y le pido disculpas. No le cobraremos la diferencia con el vehículo superior. De hecho, le ofrecemos un descuento y un bono regalo.

Aquello al menos era algo. Quinn no podía permitirse alejarse demasiado del presupuesto que se había marcado.

—Y lo más importante —el dependiente se apoyó con gesto confidencial sobre el mostrador—, es que no hay nada más disponible —señaló hacia la gente que había detrás de Quinn—. Si no se lleva la camioneta, otros muchos la querrán.

Quinn miró hacia atrás también y torció el gesto.

—No puedo garantizarle cuándo habrá disponible otro todoterreno.

Ella contuvo un suspiro.

—Nos lo llevamos —no tenía otra opción. Habían vendido prácticamente todas sus pertenencias. Había agotado el tiempo de alquiler de la casa y los nuevos inquilinos llegarían en unos días. Sus vidas ya no tenían cabida allí en Perth. Además, había reservado un espacio en un parque de caravanas para aquella tarde en Merredin. No quería perder también aquella reserva.

—Excelente. Necesito que firme aquí y aquí.

Quinn firmó y luego siguió al dependiente por una puerta lateral. Se aseguró de que los dos niños tuvieran sus mochilas, se habían negado a dejarlas con el resto del equipaje en la casa.

—Conserve estos papeles. Los necesitará en la oficina de Newcastle. Si espera aquí un momento, enseguida traerán el coche.

—Gracias.

El relativo silencio que había fuera era una bendición tras la cacofonía de la oficina.

Robbie se sentó en un banco cercano y balanceó los pies. Chase se arrodilló al instante en el suelo al lado del banco y se puso a jugar con su coche.

—Lo siento, señor Fairhall, ojalá pudiera ayudarle. Tengo su tarjeta, así que si cambia algo le avisaré.

¿Fairhall? ¡Claro! Sabía que le conocía de antes. Se dio la vuelta para confirmarlo de todas formas. Vaya, el que estaba a su lado en el mostrador era nada menos que Aidan Fairhall, el prometedor político. Había estado viajando por todo el país haciendo campaña en busca de apoyo. Contaba con el de Quinn.

Tenía un aire agradable y simpático. Sin duda todo estaba orquestado, pero daba la impresión de ser un hombre inteligente y educado.

La buena educación no debería minusvalorarse. En opinión de Quinn, debería apreciarse todavía más. Sobre todo en política. Le vio dejarse caer en el banco de al lado mientras el hombre con la chapa de encargado en la camisa se alejaba. Dejó caer los hombros y apoyó la cabeza en las manos. Se pasó las manos por el pelo y de pronto se quedó muy quieto. Alzó la vista para mirarla y Quinn tragó saliva, consciente de que era la segunda vez que la pillaba mirándole fijamente.

Aidan Fairhall estiró la espalda. A Quinn le latió el corazón con más fuerza. Tragó saliva otra vez y se encogió de hombros.

—Lo siento, no he podido evitar oírlo.

Él sonrió, pero parecía tenso.

—Parece que usted ha tenido más suerte.

Quinn frunció los labios.

—Teniendo en cuenta que reservé este coche hace un mes…

Aidan dejó escapar un suspiro y asintió.

—Sería una falta de profesionalidad que le cancelaran el pedido a estas alturas.

—Pero no van a darnos el coche que queríamos —intervino Robbie.

Quinn debería haberse imaginado que estaba escuchando. Su expresión soñadora la despistaba siempre.

—Pero este es mejor —afirmó, porque no quería que se preocupara. Robbie siempre se preocupaba por todo.

—Nos vamos a cambiar de casa —declaró Chase alzando la vista de su coche de juguete—. ¡Vamos a cruzar el mundo!

—El país —le corrigió su madre.

Chase se la quedó mirando y luego asintió.

—El país —repitió—. ¿Podemos mudarnos a la luna?

—Esta semana no —ella sonrió. Robbie y Chase, sus niños queridos, hacían que todo valiera la pena.

—Suena muy emocionante —dijo Aidan Fairhall mirando a Robbie—. Y, si ahora vais a ir en un coche todavía mejor, seguramente el viaje sea también mejor.

En aquel momento le cayó bien. A pesar de todos los problemas que tenía, había encontrado tiempo para ser amable con dos niños. Y no solo amable, sino también tranquilizador. Si no contara ya de antemano con su voto, se lo habría ganado en aquel momento.

—La huelga de aviones ha puesto el país cabeza abajo. Espero que termine pronto para que pueda usted llegar donde lo necesita.

Debía de tener una agenda de locura. Quinn se apoyó una mano en la cadera y le observó. Tal vez aquello fuera una bendición disfrazada. Parecía cansado. Un descanso de tanto ajetreo podría hacerle mucho bien.

Los ojos de Aidan se oscurecieron con alguna carga oculta que tendría que permanecer así porque Quinn no tenía intención de preguntarle al respecto.

—Según los rumores, este asunto va a llevar mucho tiempo —dejó caer los hombros.

Ella dio un respingo.

—Señora Laverty —un hombre salió de detrás del volante de una camioneta blanca—. Su coche.

Quinn asintió cuando le dio las llaves con una sonrisa.

—Gracias.

Aidan se puso de pie.

—Chicos, que tengáis un viaje estupendo, ¿de acuerdo? —les dijo mientras les subía las mochilas a la parte de atrás de la camioneta.

—¿Puedo sentarme donde las mochilas? —preguntó Chase subiendo.

—Por supuesto que no —afirmó su madre bajándole otra vez—. Gracias —le dijo a Aidan cerrando la camioneta.

—¿Dónde va a ir usted cuando los aviones vuelen otra vez? —preguntó Chase mientras su madre le urgía a subir al asiento de atrás.

—A Sídney.

—Eso está cerca de donde vamos nosotros —dijo Robbie—. Lo hemos mirado en el mapa —sacó el mapa que guardaba en el bolsillo de los pantalones cortos.

La mirada que le dirigió el educado político le produjo a Quinn un nudo en el estómago.

—¿Van a Sídney?

Ella cambió el peso de un pie al otro.

—A un lugar situado a un par de horas al norte de Sídney.

—¿Y podría considerar la posibilidad de…? —se interrumpió, sin duda al ver cómo se le congeló a ella la sonrisa en la cara—. No, claro que no —murmuró en voz baja.

Los niños la miraron primero a ella y luego a él.

Maldición, se suponía que aquello iba a ser un viaje familiar. Aquel viaje por carretera tenía por objetivo ser unas vacaciones para los niños, y también darles la oportunidad de hacer todas las preguntas que quisieran sobre la nueva vida en la que iban a embarcarse. En una atmósfera relajada. Otra persona, un desconocido, significaría dejar a un lado aquellas dinámicas.

—Vamos, chicos, subid al coche. Poneos los cinturones de seguridad, por favor.

Aidan Fairhall asintió con la cabeza.

—Buen viaje.

—Gracias.

Maldición. Aidan regresó al banco. Ella se subió el bolso al hombro, se aseguró de que los niños tuvieran los cinturones abrochados y luego se puso al volante. Miró hacia Aidan y se mordió el labio inferior.

—Quiere venir con nosotros —dijo Chase.

¿Por qué tenían que ser tan perceptivos los niños cuando no se quería y tan obtusos cuando se quería que fueran perceptivos?

—Tú siempre nos dices que debemos ayudar a la gente que lo necesita —señaló Robbie.

Ella se giró en el asiento y los miró a los dos.

—¿Queréis invitar al señor Fairhall a que venga con nosotros en este viaje?

Robbie se la quedó mirando.

—¿Cómo sabes su nombre?

—Lo he visto en televisión. Es un político.

—¿Vendría con nosotros todo el viaje?

—No lo sé. En cuanto acabe la huelga de aviones seguramente querrá que le dejemos en cualquier sitio que tenga aeropuerto.

—Es un hombre simpático —comentó Chase.

Quinn tenía la sensación de que estaba en lo cierto.

Robbie observó al objeto de sus conjeturas y luego se giró hacia ellos.

—Parece un poco triste.

—Sí —Quinn trató de que aquellos hombros caídos no la afectaran demasiado. Sabía perfectamente cómo se sentía. La sensación de derrota, la preocupación y la impotencia.

—Tal vez nuestro viaje sea mejor con él —afirmó Robbie.

Quinn no malinterpretó la esperanza de su mirada. Se mordió la lengua para no decir nada precipitado. Su hijo mayor ansiaba tener un modelo masculino y aquella certeza le hizo daño.

Dejó escapar un suspiro y bajó la ventanilla del copiloto.

—¿Señor Fairhall? Acabamos de tener una reunión familiar.

Él se puso de pie. No era tremendamente alto, debía de medir un metro ochenta y dos, pero tenía un cuerpo atlético que movía con elegancia. Quinn lo vio acercarse y se le secó la boca. El corazón empezó a latirle con fuerza. Trató de liberarse de aquel hechizo, pero se dio cuenta de que estaba paralizada. En ese momento lamentó haberle llamado. Hizo un esfuerzo sobrehumano y se aclaró la garganta.

—Ya que… eh… vamos en la misma dirección, hemos pensado que tal vez le gustaría que le lleváramos un tramo del viaje…

Aidan parpadeó. La esperanza iluminó su bello rostro, y sus ojos marrones emitieron una luz que la hizo tragar saliva. Eran de un tono ámbar que recordaba al fuego de una chimenea. Entonces la luz de aquellos bellos ojos se desvaneció y Quinn se echó hacia atrás en el asiento.

—No estoy haciendo esto sin pensar, señor Fairhall. Le he reconocido y me gusta su política de educación. Pero como no le conozco personalmente, si acepta nuestra invitación informaré al encargado de esa sucursal de alquiler de coches de que va usted a acompañarnos. También llamaré a mi tía para decírselo.

Aidan no dijo nada durante un instante.

—¿Por qué quiere ayudarme?

—La gente debería ayudarse siempre —se apresuró a decir su hijo mayor.

—Y parecía usted triste —añadió Chase.

La luz de aquellos increíbles ojos volvió a desvanecerse, aunque sus labios mantenían la sonrisa.

—Además, estaría bien compartir las horas de conducción… por no mencionar el gasto de gasolina. Me temo que no va a ser precisamente barato.

Se hizo un largo silencio. Pero entonces Quinn reaccionó.

—Me llamo Quinn Laverty, y estos son mis hijos, Robbie y Chase —sacó el carné de conducir y se lo tendió como prueba de identidad y para demostrarle que podía conducir—. Si decide acompañarnos, quiero que llame a alguien para que sepa con quién viaja.

Aidan le devolvió el carné.

—Yo tampoco hago esto sin pensar, señora Laverty.

—Puedes llamarme Quinn —no se molestó en explicar que no estaba casada, porque lo de «señora» le ofrecía una cierta protección.

Aidan Fairhall pertenecía al mundo de sus padres y ella no tenía intención de regresar a aquel mundo jamás.

Se estremeció. Se hizo otro largo silencio, y, finalmente, Quinn se aclaró la garganta.

—No quiero meterle prisa, señor Fairhall, pero nos gustaría salir cuanto antes.

 

 

Aidan dirigió la mirada hacia Quinn Laverty.

—Si solo fuera una cuestión profesional, no me atrevería a imponeros mi presencia de este modo, pero… —vaciló—. Tengo que cumplir con un compromiso familiar.

—Como he dicho antes, si podemos ayudar…

Seguramente aquella mujer le daría la charla durante todo el camino, señalando los fallos de la política que proponía, pero… tuvo la repentina imagen de los ojos agotados de su madre. Asintió. La alternativa era peor. Aidan esbozó una sonrisa, aunque el peso que sentía en el corazón hacía que le resultara casi imposible sonreír.

—Estoy en deuda contigo. Gracias, me gustaría mucho aceptar tu generosa oferta —sacó el móvil del bolsillo y le hizo un gesto al encargado para que volviera.

Aidan habló con el encargado, y luego llamó a su madre. Tal y como esperaba, se asustó con la noticia.

—Pero ni siquiera conoces a esa mujer, cariño, y es un viaje muy largo. ¿Cómo sabes que estarás a salvo?

Aidan trató de calmar sus temores, pero no lo consiguió del todo. Finalmente dijo:

—Si eso te hace feliz, me quedaré en Perth hasta que termine la huelga —tuvo que apretar los dientes al decirlo y recordar que su madre tenía muchos motivos para sentirse ansiosa.

—¡Pero debes llegar a tiempo para la fiesta!

Sí. Aidan contuvo un suspiro. Debía llegar a tiempo para la fiesta. Pero todavía faltaban quince días.

—Harvey cree que la situación se va a prolongar una semana. No puedo conseguir ningún billete de tren ni de avión, ni tampoco alquilar un coche. Está todo vendido.

—Oh, Dios mío.