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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2011 Liz Fielding.

Todos los derechos reservados.

UN AMOR PERSUASIVO,, Nº 1798 - 08 2011

Título original: Tempted by Trouble

Publicada originalmente por Mills and Boon®, Ltd., Londres.

Publicado en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-705-1

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

Promoción

CAPÍTULO 1

La vida es como el helado: hay que tomarla a pequeños lametazos. El diario de Rosie

ELLE pensó que nunca mejor que entonces para haber seguido el ejemplo de su abuela y haberse mirado al espejo antes de abrir la puerta.

El timbre de la puerta la había sorprendido arrodillada en el suelo, con los guantes de goma y empapada de agua y jabón, por lo que ni siquiera se había detenido un segundo a arreglarse un poco el pelo. Claro que tampoco habría podido hacer mucho en un segundo para disimular el aspecto acalorado que tenía después de llevar todo el día inmersa en las tareas de la casa mientras todo el mundo estaba fuera.

Estaba haciendo la tabla de ejercicios de Cenicienta.

No podía permitirse pagar la cuota de un buen gimnasio y, como solía decirles a sus hermanas, limpiar era mucho más productivo que caminar sobre una cinta. Lo cierto era que aquel argumento nunca las había impresionado lo bastante como para que siguieran el ejemplo.

Qué suerte tenían.

Hasta con la ropa de lycra sudada del gimnasio habría tenido mejor aspecto que con aquella camisa vieja anudada a la cintura con un pañuelo igualmente antiguo. Sin duda habría estado mucho más sexy que con esos vaqueros empapados.

Normalmente no se habría preocupado por eso y, para ser sincera, el tipo que había al otro lado de la puerta, tampoco parecía haber prestado demasiada atención a su imagen. Tenía el pelo como si acabara de levantarse y una sombra de barba en la cara que delataba que no le gustaba afeitarse los sábados, quizá porque no tenía que trabajar.

Eso si tenía trabajo.

Al igual que ella, llevaba unos vaqueros viejos, pero él los había combinado con una camiseta que debería haber tirado a la basura ya hacía algún tiempo. La diferencia era que su aspecto era deliciosamente bueno. Tan bueno que Elle ni siquiera se había dado cuenta de que se había referido a ella con un nombre que llevaba intentando mantener en secreto desde la infancia.

Se quitó rápidamente los guantes de goma con los que había abierto la puerta para parecer muy atareada, por si era algún vecino que quería echar un vistazo a la casa para después comentar el mal estado en el que se encontraba.

–¿Quién pregunta por ella? –dijo Elle.

Tenía las hormonas tan disparadas que en cualquier momento podría olvidarse del sentido común y hacer alguna locura. No era de extrañar, eran las hormonas de las Amery. Pero Elle las tenía bajo control.

–Sean McElroy.

Su voz era tan sexy como su imagen. Una voz grave y con un ligero acento irlandés que le revolucionaron aún más las hormonas a la vez que aceptaba la mano que él le había tendido.

Una mano ligeramente suave y grande que envolvió la suya mientras ella lo saludaba con el tipo de voz que utilizaba su abuela cuando conocía a un hombre guapo. Una voz que anunciaba problemas.

–Muy bien, gracias –respondió él con una sonrisa en los labios.

Al ver aquella sonrisa Elle llegó a olvidarse de la pinta que llevaba con el pelo despeinado, la falta de maquillaje y los pantalones mojados en las rodillas. Una sonrisa que hizo que le formaran arruguitas alrededor de aquellos increíbles ojos azules.

Elle había empezado a creer que no había heredado ese gen que hacía que las mujeres de la familia Amery se derritieran delante de un hombre guapo. Ahora sabía que había sido una ingenua por creerlo.

Lo que ocurría era que hasta ese momento nunca se había encontrado con un hombre que tuviera los ojos de ese color tan intenso. Un hombre con los hombros lo bastante anchos como para cargar con los problemas del mundo y tan alto que ella no se sentía incómoda con su propia altura, algo que la acomplejaba desde que a los doce años había dado el estirón. Un hombre con una voz que parecía susurrarle al oído.

Tenía ese aspecto desenfadado y peligroso de los viajeros que, desde hacía siglos, llegaban al pueblo la primera semana de junio para asistir a la feria anual y se marchaban unos días después dejando a su paso un montón de corazones rotos y algún que otro hijo sin padre.

Muy peligroso.

En aquel momento, aún con la mano en la de él, sólo habría faltado que empezara a sonar una música de fondo para que empezara a flotar en una nube sin un solo pensamiento en la cabeza.

Al darse cuenta, recuperó de pronto el sentido común y apartó la mano al tiempo que daba un pequeño paso atrás.

–¿Qué quiere, señor McElroy?

El abrupto cambio de la bienvenida más dulce a aquella pregunta algo agresiva lo sorprendió.

–Tengo una entrega para Lovage Amery.

Ay, no…

De vuelta a la tierra con un golpe.

Elle no había pedido nada, no podía permitirse nada que requiriera una entrega a domicilio, pero tenía una abuela que vivía en un mundo de fantasía. Y que también se llamaba Lovage.

Todos los pensamientos se evaporaron en el momento en el que él sonrió de nuevo y le hizo sentir algo que no conseguían las sonrisas normales.

Se le aceleró el pulso y se le aflojaron las rodillas.

Bajó la mirada para descubrir que aquel bombón que le había revolucionado las hormonas le estaba ofreciendo un sobre marrón.

La última vez que había llegado uno de ésos para su abuela Elle lo había agarrado sin la menor preocupación, sin sospechar que la vida le tenía preparado un nuevo golpe. Claro que entonces era más joven; se disponía a comenzar la universidad, a embarcarse en el futuro.

–¿Qué es? –preguntó mientras se arrepentía de haberse quitado los guantes y de haber abierto la puerta.

–Rosie –respondió él como si eso lo explicase todo–. ¿La esperaba?

Sin duda se dio cuenta de que Elle no comprendía nada porque se giró ligeramente para señalar a un lado de la casa, donde había aparcada una camioneta rosa y blanca, justo delante de la puerta del garaje.

Elle le había prohibido a su hermana que llevara más perros abandonados a casa, pero Geli era muy capaz de haberle pedido a otro que lo hiciera.

–¿Dónde está? –preguntó Elle antes de darse cuenta de que eso podría hacer pensar que lo aceptaba–. No. No importa lo que le haya dicho Geli, no quiero otro perro. Las facturas que tuve que pagar al veterinario la última vez…

–Rosie no es un perro –la interrumpió él–. Ésa es Rosie. Elle volvió a mirar la camioneta y se fijó en que tenía la foto de un helado en la puerta.

–¿Rosie es una camioneta de helados?

–Felicidades.

Elle frunció el ceño. ¿Felicidades? ¿Habría ganado algún concurso de los muchos en los que había participado desesperadamente después de que se le estropeara la lavadora el mismo día que había recibido la factura de la luz?

No podía ser.

Por muy desesperada que hubiera estado, nunca habría participado en un concurso cuyo premio fuera una camioneta de helados usada. No sabía mucho de camionetas, pero era evidente que aquélla era tan vieja que ni siquiera vendiéndola podría obtener lo suficiente como para comprar una lavadora nueva que gastara menos electricidad, con lo que habría podido resolver dos problemas al mismo tiempo.

Ya tenía un coche destartalado, así que lo que menos necesitaba era otro vehículo que tener que reparar a cada momento.

–¿Felicidades? –repitió.

–Veo que no tiene muy buena vista –bromeó él.

–Veo una camioneta vieja –dijo mientras intentaba no fijarse en la sonrisa arrolladora, ni en la camiseta negra que le marcaba ligeramente los brazos para tratar de comprender qué estaba pasando.

–En realidad es una camioneta Commer de helados del sesenta y dos con su color original –explicó con orgullo, como si realmente fuera algo bueno.

–¡De 1962!

Superaba el trasto que tenía en el garaje, que había salido de la fábrica cuando ella aún estaba en el colegio, hacía unos treinta años. Comparado con Rosie, su coche era nuevo.

–Rosie es el orgullo de su tío abuelo Basil, pero ahora necesita un buen hogar –dijo, mirando al interior de la casa para dar mayor énfasis a la afirmación–. Un modelo vintage.

No parecía haberse asustado por el aspecto del vestíbulo, pero lo cierto era que toda la casa necesitaba una buena mano de pintura. Allí había además un montón de zapatos, abrigos y muchas otras cosas que las chicas pensaban que podían dejar en el suelo.

Al menos todo eso ocultaba la alfombra mordisqueada que había debajo, unos mordiscos obra de aquel perro que había llevado Geli y que les había dado tantos disgustos.

–Vintage –repitió Elle, obligándolo a que la mirara y apartara la vista del caos que reinaba en la casa–. Sin duda encajaría bien aquí. Pero hay un pequeño problema.

En realidad, si era completamente sincera, había más de uno. No sabía muy bien qué iba a hacer con un vehículo con pocos asientos y muchos gastos.

Como bien les decía siempre a sus hermanas, andar era muy bueno para la salud. Sin embargo preferían utilizar el transporte público y ella era la única que iba caminando a todas partes.

–¿De qué se trata? –preguntó él.

Prefirió no aburrirlo con sus penurias económicas.

–Que no tengo ningún tío abuelo Basil.

Eso sí hizo que frunciera el ceño, pero no le restó ni un ápice de atractivo, sólo le dio un aspecto pensativo. Pero igualmente sexy.

–¿Usted es Lovage Amery? –cayó en la cuenta de que, si bien no lo había negado, tampoco había llegado a confirmarlo–. Y esto es Gable End, en The Common, Longbourne.

De nada servía intentar negarlo cuando el nombre de la casa figuraba en la enorme puerta de madera del jardín.

–Es evidente que ha habido algún error –dijo con toda la convicción que pudo. Quizá su abuela conociera a algún Basil que necesitaba un lugar donde aparcar su camioneta, pero desde luego no era su tío–. Así que le agradecería mucho que se llevara el vehículo.

–Eso haré –dijo él, pero añadió algo más que frenó en seco la sonrisa de alivio de Elle–. En cuanto me ayude a comprender lo que ha ocurrido.

–Supongo que alguien se habrá equivocado –le sugirió–. Háblelo con Basil. –Lovage no es un nombre muy habitual –dijo él, haciendo caso omiso a su sugerencia.

–Es lógico –murmuró ella.

McElroy enarcó una ceja y, sin darse cuenta, Elle se fijó en si llevaba anillo de casado. Ni rastro de alianzas, pero eso no quería decir nada. Era imposible que un hombre tan guapo estuviera libre. En cualquier caso, la que no era libre era ella; tenía a su cargo un sinfín de responsabilidades.

Dos hermanas que aún estaban estudiando, una abuela que vivía en un mundo de fantasía y una casa que se tragaba hasta el último penique que ganaba trabajando por turnos en un lugar que detestaba.

–¿No le gusta?

–No… Sí… –no era que no le gustara su nombre–. Es una lástima, pero suele despertar el lado más infantil de los hombres, por mayores que sean.

–Así somos los hombres –admitió él y luego volvió a decirlo–: Lovage…

Esa vez lo pronunció lentamente, en un tono deliciosamente suave. Fue entonces cuando Elle se dio cuenta de que no hacía falta que sonriera para hacerla derretir.

Tuvo que apoyarse en la puerta para no perder el equilibrio.

–¿Está bien? –le preguntó él.

–Perfectamente –dijo, al tiempo que se conminaba a controlarse.

Estaba intentando endilgarle un trasto viejo. O aún peor, quizá estuviera intentando distraerla mientras su cómplice se colaba en la casa y le robaba todo lo que podía… que no sería mucho. Fuera como fuera, estaba claro que no podía evitar coquetear. Y ella se estaba dejando embaucar por sus dotes de seducción.

–¿Eso es todo? –le preguntó.

–¡No, espere!

Elle titubeó más de lo que habría debido.

–Nombre correcto, dirección correcta…

Levantó la mirada del papel al oírla resoplar, pero en lugar de molestarse, sonrió, y eso la puso aún más nerviosa.

–Puede que no conozca a su tío abuelo Basil, pero me parece que está claro que él a usted sí la conoce –miró de nuevo el sobre y luego volvió a levantar la vista–. Dígame, ¿en su familia todas tienen nombres de planta?

Elle abrió la boca, pero enseguida decidió no seguirle el juego.

–Dígame, señor McElroy. Rosie… la camioneta –corrigió de inmediato, negándose a caer en la trampa de tratar al vehículo como si fuera algo más que un objeto inanimado–, ¿funciona?

–He venido conduciéndola –respondió con una sonrisa increíblemente seductora. Se sentía seguro porque había conseguido su propósito–. Si quiere, puedo llevarla a dar una vuelta en ella para contarle sus pequeñas excentricidades –continuó hablando antes de que Elle pudiera terminar lo que pensaba decirle, que si funcionaba, la arrancara y se la llevara de allí–. Es maravillosa, pero tiene sus manías.

–Comprendo. Es una vieja maniática y gruñona.

–Digamos que tiene sus peculiaridades –matizó, apoyándose en el marco de la puerta, completamente relajado.

–Lo siento mucho, señor McElroy… –trató de decirle Ella, al tiempo que intentaba controlar unas hormonas que le pedían a gritos que, por una vez en la vida, se olvidara de todo y dijera que sí.

–Sean…

–Lo siento, señor McElroy –repitió con más énfasis–, pero mi madre me enseñó que nunca me montara en coche con desconocidos.

Algo que ella, sin embargo, hacía todo el tiempo. En las mismas circunstancias, su madre no lo habría dudado ni un segundo; habría aprovechado la oportunidad y se habría paseado por el pueblo con aquel desconocido, encantada de escandalizar a los vecinos.

Pero, por muy guapo que fuera Sean McElroy, Elle no iba a cometer los mismos errores que su madre. Así pues, dio un paso atrás y cerró la puerta.

Él no se movió, podía verlo al otro lado de la cristalera de colores que había junto a la puerta. Al darse cuenta de que quizá él también pudiera verla, agarró los guantes del suelo y se alejó corriendo hacia la cocina.

Se arrodilló de nuevo para seguir limpiando. Tenía el pulso acelerado, a la espera de que él volviera a tocar el timbre.

Pero no lo hizo.

No sabía si sentirse aliviada o arrepentirse porque lo cierto era que la idea de darse un paseo en camioneta con un hombre tan increíble guapo había despertado ese lado juvenil y frívolo que nunca dejaba salir. Hacía un día maravilloso y hasta el aroma de las lilas que entraba por la ventana parecía tentarla a abandonar sus obligaciones durante una hora y divertirse un poco.

Meneó la cabeza con fuerza. La diversión era demasiado peligrosa, así que siguió frotando el suelo con más ímpetu, descargando la frustración que sentía mientras intentaba olvidarse de los increíbles ojos azules de Sean McElroy y concentrarse en el problema que tenía entre manos. Cómo reunir doscientas cincuenta libras para pagar el viaje de estudios de Geli a Francia.

No había manera. Iba a tener que pedirle a su jefe que le diera más horas de trabajo.

***

Sean trató de respirar con normalidad.

Había empezado a resultarle difícil hacerlo desde que se había abierto la puerta de Gable End y había aparecido Lovage Amery, con las mejillas sonrojadas y el pelo alborotado cayéndole sobre unos enormes ojos castaños.

Un escalón por encima de él, había quedado a su altura, por lo que Sean no había podido evitar fijarse en esos seductores labios. El hecho de que ella no sospechara el efecto que estaba teniendo sobre él la había hecho aún más atractiva. Más peligrosa.

A pesar de lo furioso que estaba con Basil, debía reconocer que había disfrutado de aquel inesperado encuentro y, aunque no era tan tonto como para creerse irresistible, sí tenía la sensación de que ella también había disfrutado del momento.

Hacía mucho tiempo que ninguna mujer le hacía sentir algo tan intenso, y sin haberlo intentado siquiera.

Quizá ahí residiera parte de la atracción.

La había pillado desprevenida y, a diferencia de la mayoría de las mujeres que conocía, la señorita Amery no le había mostrado lo que creía que él quería ver.

Parte de la atracción y todo el peligro.

Prácticamente se había olvidado del motivo por el que estaba allí y se había quedado de piedra cuando ella le había cerrado la puerta en las narices. No recordaba la última vez que una mujer lo había despachado de esa manera. Tenía la impresión de que sería una pérdida de tiempo volver a tocar el timbre.

Miró el sobre que Basil Amery le había dejado en casa mientras él estaba en Londres, acompañado de una nota en la que le pedía que se lo entregara a Lovage Amery junto con Rosie.

Sean se había enfadado mucho. Era muy típico de Basil abusar de la gente de ese modo, sin pararse a pensar si tendrían algo mejor que hacer y después desaparecer sin dar la menor explicación.

Aunque lo cierto era que en el momento en que se había abierto la puerta se había olvidado por completo de su enfado. Sintió la tentación de colarse por una puerta lateral que vio abierta y continuar charlando con la deliciosa señorita Amery, pero en esa ocasión decidió ser más prudente.

Hacía falta algo más que un par de ojos bonitos para que Sean se dejara involucrar en los dramas familiares de otra persona. Ya tenía bastante con los suyos propios.

Era una lástima, pero en al menos había entregado a Rosie. Misión cumplida.