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El hombre que se fue a Marte porque quería estar solo

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

El hombre que se fue a Marte porque quería estar solo

Título original: Calling Major Tom

© David M. Barnett, 2017

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

© De la traducción del inglés, Julio Fuertes Tarín

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Lookatcia

 

ISBN: 978-84-9139-200-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

El hombre que se fue a Marte porque quería estar solo

Créditos

Índice

Dedicatoria

Cita

Primera parte

1. 11 de febrero de 1978

2. La cabaña a 35.000 kilómetros

3. Cuarenta metros sobre el nivel del mar

4. ¿Qué tal se está en el espacio?

5. El consejo de Gladys Ormerod a la nación

6. Once de enero de 2016. David Bowie ha muerto

7. El rifle de francotirador de la verdad

8. La llamada telefónica

9. #CallingMayorTom

10. 11 de febrero de 1978, otra vez

11. La revuelta de los paletos

12. Gladys Ormerod estuvo aquí

13. Mil grados centígrados

14. La carta

15. ¡Soy yo, Gladys!

16. Todo va a salir bien

17. P-E-R-D-I-D-A

18. Estancamiento

19. Seis mil millones de síes y un no

20. Lo que podrías haber ganado

21. Un entorno singular y muy estresante

22. ¡Vamos a ser ricos!

Segunda parte

23. Verano de 1988. El estanque

24. Cinco mil libras

25. Actividad extravehicular

26. El corazón palpitante de la Wigan multicultural

27. Nadie más aquí

28. No puedo dormir por las noches

29. ¡Slough, tenemos un problema!

30. Objetivo principal

31. Verano de 1988

32. Ser valiente y quedarse

33. El timbre

34. Adonde fue Julie Ormerod

35. En busca del ángel azul

36. Un buen hombre, en el fondo

37. Caída libre

38. Tal vez seas el primer hombre que llegue a Marte

39. Por lo menos el doble

40. Una persona desconocida

41. Gracias a Dios por la lluvia

Tercera parte

42. Thomas Major está hecho de gatitos

43. Día de año nuevo del 2000

44. Ansioso por ser salvado

45. Jugando a ser adultos

46. He estado en Wigan

47. Contención de daños

48. Las cartas de Laura

49. Larga vida y prosperidad

50. Luz verde

51. Terminar a lo grande

52. La gente que se casa

53. Los años de matrimonio (2003-2011)

54. Todo en su justa medida

55. Calling Occupants of Interplanetary Craft

56. Permanecer unidos

57. Hacia el desastroso sur

58. Al estilo Ormerod

59. El crepúsculo de Marte

60. Major Tom tiene un plan

61. Una llamada más

62. Hermanos

63. Miedo a volar

64. ¿Y ahora?

65. Última hora

66. ¿Qué es lo peor que le podría pasar?

67. ¿Se acabó?

68. 11 De febrero, 2017

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

 

 

Para Claire, Charlie y Alice.

Cuando mi cabeza se pierde por el espacio, vosotros mantenéis mis pies en la tierra y me henchís el corazón.

A la memoria de Malcolm Barnett, 1945-2016

 

 

 

 

 

 

 

 

En cuanto empecemos a comprender que la Tierra en sí es una especie de nave tripulada que va disparada a través del espacio infinito, parecerá cada vez más absurdo que no hayamos organizado mejor la vida de la familia humana.

Hubert H. Humphrey, vicepresidente de los Estados Unidos, 1966

 

  

 

Turned out nice again[1]

George Formby

 

 

 

 


[1] Título de una película del año 1941 que se podría traducir como «Pues todo ha vuelto a salir bien». (N. del T.).

 

 

 

PRIMERA PARTE

 1 

11 DE FEBRERO DE 1978

 

 

 

Hace mucho tiempo, en un cine muy muy lejos de donde ahora mismo se encuentra, el chico y su padre caminan hacia la oscuridad. El chico abraza contra su pecho una bolsa de golosinas y unas palomitas pequeñas, su padre lo conduce por el pasillo con una mano firmemente agarrada a su hombro, la alfombra se les pega a los pies. La película no ha empezado aún, pero las caras de los que se han sentado ya miran hacia los anuncios, bañadas por una luz pálida. Las pequeñas columnas de humo de los cigarrillos se entrelazan y anudan en el vacío negro que hay entre la pantalla y el público. Desde las concurridas filas de asientos se eleva un murmullo sordo de conversación susurrada.

Thomas Major nunca ha sido tan feliz. Este es su regalo de cumpleaños: ir a los cines Glendale a ver la película que le fascina desesperadamente, como si fuera parte de su vida, como si siempre lo hubiera sido y estuviera impresa en su ADN. En casa, situados cuidadosamente sobre el escritorio de su habitación, tiene los regalos de su verdadero día de cumpleaños, del cual hace un mes: unas figuras de juguete de los alienígenas de la cantina de La guerra de las galaxias, dos muñecos de Snaggletooth y Hammerhead, que se colocan sobre unas plataformas giratorias para hacerlos pelear entre sí, y un disco de la banda sonora de la película interpretada por la Orquesta Filarmónica de Londres, colocado con pulcritud junto al viejo reproductor Dansette de su madre y el montón de discos de 45 pulgadas que le regaló con él.

Y ahora Thomas y su padre están en la película. La película de verdad. El fin de semana del estreno. Han hecho una cola que daba la vuelta a toda la manzana para entrar en el cine más viejo de Caversham (y uno de los más viejos de todo Reading), y mientras esperan Thomas le pregunta a su padre si le gustaría ir al espacio.

—Seguramente cuando tengas mi edad habrá ciudades en la luna —dice papá—. No es mi estilo, de todos modos. No hay atmósfera. —Se carcajea y golpea a Thomas en el hombro—. Podrías irte a vivir allí. Como en la canción. Major Tom. Tu madre llevaba unos tres meses embarazada cuando salió esa canción. Creo que por eso quería llamarte Thomas. Me parece que ahora lleva el mismo tiempo embarazada. —Se detiene, luego mira a Thomas—. Por Dios. ¿Esa canción de Fígaro aún es número uno? No me gustaría gritar ese nombre por la ventana para que mi hijo viniera a merendar.

—Se llama Space Oddity —dice Thomas distraídamente—. No se llama Major Tom, se llama Space Oddity.

Mientras hacen cola para entrar, un coche beis pasa junto a la puerta del cine. Frank Major silba.

—Mira qué pasada. Volkswagen Derby. Salió el año pasado. Ya me gustaría tener uno de esos. —Frota el pelo de Thomas con los nudillos—. Pareceríamos un par de tíos muy guays subidos en él, ¿eh?

Thomas se encoge de hombros. No le interesan los coches. Su padre sigue:

—Puede que consigamos uno este año. Pero me gustaría montar un invernadero. Añade valor a la casa, vaya que sí. Pero podríamos reformar el desván también. Hay una casa en la calle de al lado que tiene porche acristalado, y le han reformado el desván. La sacaron por veintitrés mil pavos el año pasado, ¿no te parece increíble?

Aún no es de noche pero el cielo ya está de color azul profundo. La luna llena está muy cerca del horizonte, sobre los tejados negros. Como una moneda de diez peniques, dice papá. Thomas cierra un ojo y pone el pulgar y el índice alrededor del disco lunar.

—¡La tengo, papá! ¡Tengo la luna!

—Métetela en el bolsillo, hijo —dice—. No sabes cuándo puedes necesitarla. Venga, parece que por fin vamos a entrar.

Thomas mete la mano en el bolsillo del pecho de su camisa marrón y deja caer la moneda de diez céntimos lunar, invisible, sin peso. La tripa de Thomas todavía está amablemente hinchada por el menú de la comida, pero aún le queda sitio para chucherías y dulces. Su padre mueve la cabeza y murmura «Parece que no tengas fondo» antes de dejar el dinero en la taquilla.

Ahora papá lo dirige hacia un asiento solitario al final de una fila, junto a un hombre y una mujer con tres niñas pequeñas. Thomas siente un nudo en el estómago, algo que no sabe nombrar. Mira interrogativamente a su padre.

—¿Por qué solo una butaca?

—Quédate aquí —dice papá, y vuelve para hablar con la mujer que vende helados. El cabello de la mujer parece tallado en granito y su cara también, la cual gira hacia Thomas. Le clava dos ojos como alfileres a través de la penumbra. Papá le da un billete de una libra y ella le ofrece dos helados de chocolate. Vuelve a mirar a Thomas, luego a papá, que hace una mueca y le da otro billete de una libra. Luego vuelve hacia Thomas acompañado por la mujer. Thomas tiene las palomitas apoyadas sobre las rodillas y las golosinas en el bolsillo. Papá le pone un helado en las manos.

—Thomas, hijo —dice—. Papá tiene que ocuparse de unos asuntos.

Thomas lo mira y pestañea.

—¿Qué asuntos? ¿Y la película?

—No pasa nada. Es muy importante. Es… —Mira hacia la pantalla como si esperara encontrar algún tipo de inspiración—. Es una sorpresa para mamá. —Se da golpecitos en un lado de la nariz—. Recuerda las reglas del «día de chicos», ¿vale? Que quede entre nosotros.

Thomas también se toca la nariz, pero sin mucha convicción. Siente un vacío en el estómago, como un gran bostezo.

—Esta es Deirdre —dice papá—. Te va a echar un ojo hasta que yo vuelva.

La mujer mira a Thomas por encima de la nariz, la boca fruncida en una línea estrecha y descolorida, como si el escultor no se hubiera esforzado en hacerla parecer humana.

—¿Cuánto vas a tardar? —dice Thomas, sintiendo el peso de toda la negrura del cine contra su espalda, sintiéndose muy solo.

—Antes de que te des cuenta estoy aquí —contesta papá, y guiña un ojo. Luego empieza la música y Thomas se vuelve hacia la pantalla llena de estrellas y palabras que se van desplazando, alejándose de él.

 

Nos encontramos en un periodo de guerra civil. Las naves espaciales rebeldes, atacando desde una base oculta, han logrado su primera victoria contra el malvado Imperio Galáctico.

 

Thomas se vuelve para mirar a su padre, pero ya se ha marchado.

 2 

LA CABAÑA A 35.000 KILÓMETROS

 

 

 

Cinco horizontal: tristemente de la mano, van el astro rey y la que puede ser antigua, de oro o simplemente Media.

Thomas Major cierra los ojos para pensar y decide que lo mejor que hay es el silencio. Ningún claxon, ninguna voz gritando, ningún motor de inyección, ningún teléfono sonando, ningún bip-bip-bip de camiones de la basura marcha atrás.

Nada.

Nadie llamando a la puerta, ni los bajos de la música horrible que ponen los demás, ningún portazo, ninguna televisión atronadora.

Solo silencio.

Ni parloteos de programa de radio, ni soniditos de mensajes que acaban de llegar, ni martillos neumáticos, ni gente en la calle destrozando música clásica.

Ninguna de las cosas que ha clasificado en su cabeza como «amenazas del aura».

Thomas Major siempre ha querido tener una cabaña. Ahora, aislado como una crisálida, lejos de cualquier persona y de sus horribles ruidos, golpea con la punta de su lápiz la primera página del Gran Libro Guardián de los Crucigramas Verdaderamente Difíciles y Crípticos. El golpeteo del lápiz es un buen sonido, un acompañamiento para el fuerte ejercicio mental. Y es su sonido, su ruido.

Igual que el que hace al dar un gran sorbo de té, caliente y demasiado dulce. No hay nadie alrededor que pueda reprocharle sus modales. Sorberá si quiere. Le da vueltas al té en la boca hasta que se enfría lo bastante como para pasar con imponente sonoridad hacia el fondo de su garganta.

—Chúpate esa —dice cuando se lo ha tragado. No se lo dice a nadie en concreto.

Todo lo que ha querido en la vida es su propia cabaña. Envidiaba a esos hombres que podían desaparecer en el fondo de sus jardines y encerrarse lejos de cualquier cosa y de cualquier persona. Y ahora, en su cumpleaños número cuarenta y siete, está por fin solo, libre para sorber té, para pasar todo el tiempo que quiera haciendo crucigramas. Ha estado reservándose este libro y sus trescientos sesenta y cinco acertijos imposibles. Golpea la página con el lápiz de nuevo. ¿Van de la mano? ¿Tristemente? ¿De oro, Media?

Precisamente porque Thomas Major puede hacer lo que quiera en este lugar, decide que pondrá un poco de música para pensar mejor. Música adecuada, por cierto, nada de ese chun-chun-chun que vomitan los coches caros de esos jóvenes que sudan arrogancia. Le habría gustado traerse toda su colección de vinilos, pero el espacio es complicado. Así que lo digitalizó todo, cada pista de cada álbum, cada single y cada cara b, cada rareza, cada siete pulgadas que venía pegado en la portada de una revista de música. Todo. Por ser su cumpleaños piensa que podría escuchar algo animado y jovial, quizá The Cure. Enciende el ordenador, contestando con una mueca de desaprobación a los laboriosos tics y zumbidos que emite, y se decide por Disintegration. Un retorno magnífico a la penumbra, 1989. Las pistas empiezan a reordenarse, cosa que a Thomas no le gusta (un disco debería escucharse en el orden que la banda escogió), pero aún no sabe manejar muy bien el ordenador. La primera canción que suena es Homesick[2].

Thomas gruñe, exhala aire por la nariz y ensaya una sonrisa agria.

Casi. Pero no del todo.

El astro rey es el sol, claro. Y la que puede ser de oro… Thomas mordisquea el lápiz, pensativo, hasta que llega la siguiente pista. Quizá mirar por la ventana ayude. Aunque solo le sirve para quitarle el aliento, y se pregunta si alguna vez se cansará de estas vistas, si las considerará rutinarias o carentes de potencia fascinante. Espera sinceramente que no. Porque ahora está aquí, solo, con su té y sus crucigramas y su música, y ahí fuera están todos los demás.

La Tierra cubre los diez centímetros de ventanilla, es azul y verde y está rodeada por las nubes y es muy muy hermosa. Tan grande que casi podría estirar el brazo y tocarla. Ahora mismo está en órbita terrestre alta, a treinta y cinco mil kilómetros sobre la superficie del planeta, y dentro de muy poco será catapultado hacia el vacío, alejándose de ella a veintiséis coma cinco kilómetros por segundo. Pronto el planeta se encogerá hasta la absoluta nada, una mota de polvo en la sábana aterciopelada del espacio. Cierra los ojos y escucha la música y se dice a sí mismo que por supuesto que ha hecho lo correcto, que esto es lo que él quería.

El mundo de Thomas es un tubo hexagonal de nueve metros de largo que por un lado termina en su zona de trabajo y por el otro en una gran esclusa que lleva a un conducto. Este conducto desemboca a su vez en el gran vacío interminable.

Thomas no suele acercarse a ese extremo de la cápsula.

En medio hay paneles y paneles de componentes electrónicos. Thomas no sabe para qué sirven ni la mitad de ellos. Una serie de puertas esconden compartimentos en los que hay guardadas todo tipo de cosas (en su mayoría deshidratadas) para mantenerlo con vida durante el viaje. También hay una cinta de correr, a la cual se tiene que amarrar de vez en cuando para no echar a perder toda su musculatura.

Esto es, a todos los efectos, su hogar. Tiene incluso rutinas, como en cualquier hogar, pero en lugar de fichar en el trabajo y volver a casa para sentarse delante de la televisión o escuchar música mientras se hace la cena, Thomas empieza todos los días embutido en un saco de dormir en la pared. Ha intentado dormir suelto, en la microgravedad, pero los conductos de ventilación siempre acaban arrastrándolo. Luego cocina el desayuno (algo de comida deshidratada sin sabor, o una nutritiva barrita de frutas) y luego se lava y utiliza el retrete, lo que siempre es divertido. Toda la mañana la ocupa en comprobar el correcto funcionamiento de los sistemas, luego tiene que hacer ejercicio, luego tiene que leer todas las tareas que tendrá que acometer cuando llegue a Marte… la más gorda: mantenerse con vida. Lo cual parece involucrar muchísimo cultivo de patatas.

La música se detiene y es sustituida por un enloquecedor e insistente sonido de timbre. Se aleja de la ventana, del mundo, y se empuja a sí mismo, nadando en la gravedad cero, hacia el monitor atornillado a la pared. Sobre él flotan el libro de crucigramas y el lápiz. En la pantalla pone LLAMADA ENTRANTE.

—Qué jodida maravilla —susurra mientras la pantalla se disuelve en un desastre de píxeles, que acaban convirtiéndose en la imagen defectuosa de unas cuantas personas trajeadas que se han plantado delante de filas y filas de técnicos frente a ordenadores.

—¡This is Ground Control to Major Tom[3]! —exclama el hombre alto y delgado en el centro del grupo. Tiene el pelo negro engominado hacia atrás—. ¡Adelante, Major Tom!

Thomas se ancla frente al monitor y una imagen de su cabeza, del tamaño de un sello, aparece en la esquina inferior de la pantalla. La mira y se pregunta si debería haberse afeitado; aquí arriba solo puede utilizar un cacharro eléctrico que detesta. De pronto se da cuenta de que nunca podrá volver a afeitarse con agua en su vida. Su cabello marrón, salpicado de gris, se ha puesto de punta de una manera cómica, como manojos de algas mecidos por la marea.

—Hola, Tierra. La Cabaña-3000 os recibe alto y claro.

Se escucha una celebración por parte del equipo técnico, aunque algo modesta y ensordecida, muy a la inglesa. El hombre trajeado, el director Baumann, le observa fijamente desde la cámara.

—¿Vas a seguir con ese nombre tan tonto para el Ares-1, Thomas?

—¿Vas a seguir diciendo «Ground control to Major Tom» cada día durante los próximos siete meses?

El director Baumann tiene el pelo tan negro que tiene que ser teñido. Siempre aparece con corbata y con el último botón de la camisa abrochado orgullosamente. Thomas sospecha de cualquiera que lleve corbata al trabajo hoy en día. Es completamente innecesario. Las corbatas son para funerales (en lo cual Thomas tiene mucha experiencia) y bodas, de lo cual tiene un conocimiento vago y tangencial. Las camisas de Baumann están tan pulcramente alisadas que o bien tiene un trastorno obsesivo compulsivo o bien tiene a su mujer encadenada a una plancha en el sótano. Pero lo que más detesta Thomas de él, ahora que lo piensa, es esa relación de amor que tiene con las carpetas. Nunca se le ve sin una encima. Ahora mismo está consultando la que lleva en la mano.

—Todos los sistemas están funcionando al cien por cien según nuestros diagnósticos. ¿Has hecho tu chequeo completo desde los paneles?

Thomas aparta el culpable libro de crucigramas que flota frente a la cámara y murmura algo evasivo. Baumann dice:

—El despegue ha sido perfecto, como imagino que sabrás. Estás alineado adecuadamente con la órbita de transferencia de Hohmann y los motores están a todo trapo. Sigues tu alegre camino, Thomas. Te faltan unos quinientos millones de kilómetros. La NASA nos dice que hay una pequeña lluvia de micrometeoros en el vecindario, pero no debería provocarte ninguna molestia.

Hablando del tiempo hasta en el espacio. ¿Se puede ser más británico?

—Sabía que tenía que haber traído un paraguas.

Se escuchan más risas del equipo técnico. Una mujer que sujeta un iPad como si fuera un bebé se atusa el pelo con la mano libre.

—Estamos grabando esta sesión para enviarla a los medios. Y creemos que es… ¿tu cumpleaños? —Su voz se eleva con un odioso efecto cantarín.

Esta es Claudia, que se encarga de las relaciones públicas. Thomas sabe que le detesta por lo que hizo hace un año. Claudia está morena y en forma y Thomas se la imagina pasando todo su tiempo libre haciendo alguna forma muy extrema de ejercicio, golpeando sacos de boxeo, intentando concentrarse para visualizar solo la cara pálida de Thomas y su pelo de alga. Cada día que Thomas la ve lleva una ropa muy distinta, compartiendo en voz baja el nombre de la marca o del diseñador con cualquiera que esté en su rango auditivo, como si fueran contraseñas secretas para acceder a su mundo de vestimenta prohibitiva.

—Once de enero. Todos los años el mismo día. ¡No me digáis que hay una tarta en alguna probeta por aquí! Seguro que está mejor que el té que me tengo que estrujar en la boca. Demasiado azúcar. Desde luego no es el Earl Grey que os pedí.

Baumann mueve las cejas queriendo indicar «Por el amor de Dios deja de ser un cabronazo gruñón». Claudia toca la pantalla de su iPad.

—Hay alguien muy especial aquí que quiere hablar contigo, Thomas…

Él abre la boca y la vuelve a cerrar. ¿En serio? ¿Alguien especial? No puede… ¿Es Janet?


[2] El significado aproximado del título es «Nostalgia del hogar». (N. del T.).

[3] Famoso verso de la canción Space Oddity de David Bowie. Imita una comunicación por radio, y literalmente quiere decir «Control de Tierra al coronel Tom». (N. del T.).

 3 

CUARENTA METROS SOBRE EL NIVEL DEL MAR

 

 

 

—¡Está sonando el teléfono de Abu! —grita James. Luego—: No tengo ninguna camisa limpia. —Y añade—: Tengo educación física hoy, ¿dónde está mi bolsa de deporte? —Seguido de—: Y odio los bocadillos de jamón. ¿No puedo comer en el comedor?

Gladys se sienta en su silla junto a la chimenea en el pequeño comedor del número 19 de la calle Santus, en Wigan, admirando la textura de su bata, rosa y guateada. Es como los edredones que, en sus tiempos, solían llamar «de guateado continental». Se pregunta por qué los llamaban así. ¿Acaso venían del Continente? ¿Pero no hacía siempre más calor en el Continente? Al menos en aquellos sitios a los que la gente solía viajar cuando decían que se iban al Continente. ¿Algo como Benidorm?

James está de pie en el umbral de la puerta de la cocina, sin camisa, con los codos blancuzcos y huesudos tocando los lados del marco mientras abre los brazos como implorando que alguien haga algo al respecto. Va a morirse si se queda ahí, de pie, prácticamente desnudo en este enero profundo. Gladys piensa por un instante que podría intentar ayudar. Porque, al fin y al cabo, es su teléfono el que suena; James tiene razón. Aunque el sonido es muy opaco, como si viniera de un cubo en el fondo de un pozo. Es increíble lo que pueden hacer hoy en día. James puso en su teléfono una vieja canción en lugar del chirrido habitual. Es Diamonds and Rust, de Joan Baez, una de las favoritas de Gladys, aunque la ponga triste y no pueda explicar muy bien por qué. Quizá sea porque la hace recordar cosas de hace mucho tiempo, y eso es prácticamente todo lo que Gladys conserva. Entonces recuerda algo, aunque no está muy relacionado con nada, pero se trata de un hecho que vale la pena recordar, piensa ella. «Wigan está a cuarenta metros sobre el nivel del mar».

James gruñe y se observa los codos girando los brazos hacia adentro.

—¡Ellie! —llama Gladys desde la silla—. James necesita… cosas. Yo le plancharé la camisa.

Llega un grito ensordecido desde el piso de arriba. Ah, James… Gladys chasquea la lengua cuando le mira el pelo, demasiado largo y rizado para un niño de diez años; después tira de su propio cuerpo, liviano, fuera de la silla. El comedor es pequeño, solo tiene un sofá, una silla y la tele, y una puerta que va a la cocina, donde están las escaleras. Tras el sofá hay una cesta de plástico de la que surge una tambaleante torre de ropa limpia. La tabla de planchar ya está montada a su lado, lleva meses ahí. Siempre está ahí. Gladys rebusca a través de la ropa apilada, encuentra una camisa blanca y enchufa la plancha.

—Ahora te doy un chelín para la comida.

James pone los ojos en blanco y mete las manos en la cesta de la ropa limpia, saca un par de pantalones cortos y una camiseta de rugby.

—¿Te plancho eso también? —pregunta ella. James mete la ropa en la bolsa.

—No te preocupes. Esta tarde estará ya lleno de barro y probablemente de sangre. No entiendo por qué tenemos que jugar al rugby en enero. Habría que hacerlo en verano.

—Tu abuelo era muy bueno jugando al rugby. Podría haber jugado para el equipo de Wigan cuando era joven. —Gladys mira los botones de la camisa que ha colocado sobre la tabla de planchar. Están muy mal cosidos. Eso en su época no habría pasado. Echa un vistazo a la etiqueta. Hecho en Taiwán, cómo no.

—¡Abu! —Ellie ha aparecido en el umbral de la puerta de la cocina. Demasiada sombra de ojos, como siempre. Por su peinado podría decirse que la han arrastrado de los pies por encima de un seto. Y esa falda. Es prácticamente un cinturón. Tampoco es que dejen opinar a Gladys. Gladys nunca le hizo ascos a una minifalda. Menudas piernas. Todos los chicos lo decían. Esa fue la primera frase que le dijo Bill, cuando estaban fuera de la caseta de patatas fritas, al lado del pub de Ferris Wheel. «Menúos jamones, chavala». A ella le gustaba el Ferris Wheel. Un buen vaso de cerveza de malta los sábados por la noche. Se pregunta si seguirá abierto, luego se acuerda de que lo demolieron para poner el supermercado grande.

—¡Abu! —Ellie llega corriendo, se escurre entre el sofá y la pared y agarra la plancha, que lleva un rato sobre la camisa de James.

—Ah, genial. —Hay una marca marrón grande, con forma de plancha, justo encima del bolsillo del pecho.

Ellie se tapa la cara con las manos.

—Solo tiene tres camisas.

—Venga, le haré otra —dice Gladys. Sujeta la camisa y la inspecciona críticamente—. Las hechuras de esta eran bastante malas, de todos modos. La voy a cortar para hacer trapos.

—Yo lo haré —dice Ellie, cogiendo a Gladys de los codos y alejándola con delicadeza de la tabla de planchar—. Siéntate. ¿Has desayunado ya?

—Tostada y taza de té sería una maravilla. ¿Has visto mi teléfono? Lo he oído sonar.

James ya está poniéndose una camisa blanca arrugada.

—No pasa nada —dice, aunque su voz sugiere todo lo contrario—. Voy a perder el autobús.

—No te olvides de tu comida —dice Ellie, acariciándose el lóbulo de la oreja—. ¿Alguien ha visto mi pendiente?

—¿Alguien ha visto mi teléfono? —dice Gladys—. Lo enchufé cuando me trajisteis a casa de la compra, anoche. Estaba guardando la comida. Ya me acuerdo.

James está de pie frente al frigorífico, mirando dentro como si contuviera todo tipo de maravillas. Estira la mano y saca su bocadillo envuelto en papel plastificado.

—Ahí está, Abu. Tu teléfono. Te lo dejaste en el frigorífico. En el plato de la mantequilla.

James se echa a reír y camina hacia el comedor con el teléfono. Ellie mueve la cabeza.

—Abu.

Gladys se frota la barbilla.

—Juraría que lo dejé enchufado anoche. Ahí, en el aparador.

El aparador está bajo la ventana, es una cosa pequeña, barata. Encima hay un bol con un par de mandarinas encogidas, flanqueado por fotografías de los padres de Ellie y James. James señala con el dedo y vuelve a echarse a reír.

—Ay, Dios. Eso es calidad mundial.

Detrás del bol está el culebreante cable del cargador de Gladys, con la punta incrustada en un bloque de mantequilla que ha empezado a fundirse y a chorrear por la madera barnizada.

—Ahora lo limpio. —Ellie suspira en voz alta. Mira su teléfono—. James, tienes que irte ya.

—Nos vemos —dice él, y Gladys mira cómo se mete una galleta entera en la boca antes de irse. Le guiña un ojo. «Nuestro secreto».

Ellie vuelve a mirar el teléfono.

—Mierda. Voy a volver a llegar tarde a clase. —Sale corriendo a la cocina (siempre está corriendo esta chica) y Gladys escucha el silbido de la tetera y el sonido de la tostadora. Cinco minutos después, Ellie vuelve con una taza de té y una tostada con mantequilla en un plato, además de otra tostada que lleva colgando de la boca.

—Eres una buena chica —dice Gladys.

Ellie se acuclilla frente a Gladys y se quita la tostada de la boca.

—Abu —dice. Siempre seria. Siempre corriendo y siempre seria—. Abu, prométeme que hoy no te irás de casa. Y no enchufes nada. He dejado una fiambrera con tu comida en el frigorífico. Tienes que ponerla dos minutos en el microondas. Lo he apuntado todo y lo he dejado pegado en la tapa. Sigue las instrucciones al pie de la letra, ¿vale? ¿Crees que podrás hacer tazas de té?

—Claro que podré —murmura Gladys con tristeza—. No soy un bebé, vaya. Voy a cumplir setenta y uno.

Ellie asiente.

—No contestes a la puerta ni al teléfono a no ser que veas en la pantalla que somos James o yo, ¿de acuerdo?

Gladys le dedica un saludo militar y se ríe. Ellie no se ríe. Se gira buscando su mochila, la encuentra junto al aparador y se la cuelga del hombro.

—Estaré aquí a las cuatro. James a las tres y media. ¿Vale? Ponte la tele y ya está. No te olvides de comer. He pensado que podríamos comer palitos de pescado rebozados para merendar. Luego tendré que ir a trabajar.

—Maravilloso —dice Gladys—. Aunque me gustaría un pastel, creo. Carne y patata. ¿Sabes que ya no les dejan llamarlos así? Ahora los llaman patata y carne porque hay más patatas que carne. Pero con un poco de salsa están muy buenos. Que te vaya muy bien en clase.

Cuando por fin se va Ellie, Gladys deja escapar un suspiro. A veces no puede escucharse a sí misma en esta casa. Mira a su alrededor buscando el mando y lo encuentra sobre el mantel. Apunta hacia el televisor y presiona botones hasta que aparece algo. Noticias noticias noticias. Idiotas en un sofá. Basura americana. Gente yendo al espacio. Muchas opciones y nada decente. Gladys leería su libro si lo encontrara. O si supiera cómo se llama. O al menos de qué trata.

Coge el teléfono y se pregunta quién habría llamado antes desde el frigorífico. No, desde el frigorífico no. En el frigorífico. Mientras el teléfono estaba en el frigorífico. Quizá su novio, aunque él normalmente no llama. Bueno, nunca llama. Él es más de e-mail. Gladys mira la pantalla donde dice «Una llamada perdida», seguido de un número que no reconoce (bueno, un número que no tiene guardado, vaya). Luego da un salto y casi se le cae el teléfono cuando empieza a sonar de nuevo.

—¿Hola? —Gladys escucha por un momento lo que tiene que decir la melodiosa voz de la joven que llega desde el otro lado. Piensa un momento en ello y dice—: Bueno, sí, creo que tengo seguro de protección de pagos. ¿Cuántos préstamos? Eeeh, seis o siete, diría yo. ¿Ocho? ¿Recuperar el dinero? Suena interesante…

 4 

¿QUÉ TAL SE ESTÁ EN EL ESPACIO?

 

 

 

Thomas contempla su propia imagen en la esquina del monitor e intenta alisarse el pelo, que vuelve a escaparse flotando hacia las alturas. Se pregunta si podría tomarse un descanso para afeitarse. Lo que no se pregunta es por qué estará allí su exmujer, tantos meses después de decirle que no volvería a hablar jamás con él.

Después aparecen en el visor un hombre con una camisa de cuadros y una niña pequeña. Y no, no está Janet. Claudia invita a acercarse a la niña.

—Hemos organizado una competición en la escuela a la que fuiste, en Caversham, para darle a un alumno la oportunidad de hacerte una pregunta. —Pasa el brazo por encima de la niña, que debe de tener nueve o diez años—. Esta es Stephanie. Y este es el señor Beresford, su tutor. Venga, Stephanie, dile hola, no seas tímida.

Thomas echa un vistazo al profesor. Parece lo bastante joven como para ser su propio hijo. La niña saluda con la mano y Thomas dice:

—Mi tutor era el señor Dickinson. ¿Qué fue de él?

—Ah, ¿dices Tony Dickinson? —dice el señor Beresford—. Creo que se retiró hace un tiempo y murió hace cosa de un año. Recuerdo haber leído algo acerca de eso en una de las circulares.

—Bien. Era un cabrón odioso y sádico. Una vez me dio tres varazos en el culo porque me rasqué la nariz en clase. Espero que haya muerto con dolor.

—Major Tom… —dice Baumann entre dientes—. Major Tom tiene un sentido del humor bastante… peculiar, Stephanie. Nada de lo que dice es en serio.

—¿Cómo que no? Creo que al viejo Dicky le ponía pegar a los chavales. —Dirige su atención al señor Beresford, que tiene un peinado a la moda y una barba de hipster—. Supongo que hoy en día ya no os dejan hacer esas cosas. Revisan vuestros antecedentes y todo eso.

Claudia se hace hueco con los codos hasta ponerse delante de Baumann, que se estira del cuello de la camisa.

—Bueno, Thomas. Stephanie tiene una pregunta para ti.

—Si va a ser acerca de cómo cago en el espacio, puedo decir ya que es trabajoso, indigno y ridículo. —Thomas ve cómo Baumann se pone la mano en la frente.

La niña mira a su profesor, luego a Claudia, que sonríe con rigidez y le da un golpecito con el codo. Entonces baja la vista a la tarjeta que tiene en las manos y recita con voz temblorosa.

—¿Qué es lo mejor de estar en el espacio?

—Madre de Dios, ¿eso es lo mejor que se les ha ocurrido?

Thomas se da cuenta demasiado tarde de que lo ha dicho en voz alta. A la niña se le arruga la cara y empieza a llorar. Thomas cierra los ojos.

—Vale. ¿Quieres saber lo mejor de estar en el espacio? Es no estar en la Tierra. Probablemente tenía tu edad cuando me di cuenta de algo, y es que el mundo es una mierda, igual que todas las personas que hay en él. He estado toda mi vida observando cómo mis ambiciones se marchitaban y morían. Así que cuando llegó la oportunidad de dejarlo todo, y me refiero literal y jodidamente a todo, la agarré con las dos manos. Tengo lo único que siempre he querido. Nada de gente. Estoy solo. Total y absoluta…

«Astro. Rey. Sol. De la mano. Tristemente. Triste. Oro. Media. Antigua. ¡Edad!».

—¡Soledad! —aúlla Thomas, abriendo los ojos y buscando alrededor su libro de crucigramas. Luego se da cuenta de que el monitor está vacío y muerto. Los cabrones han cortado la llamada.

El lápiz está flotando cerca de la ventana y ya está a punto de agarrarlo cuando un zumbido estridente comienza a emerger de un trozo de plástico gris que aún no había visto. Lo coge con cuidado y descubre que es algún tipo de teléfono.

—¿Hola?

—Thomas, aquí el director Baumann —dice una voz atosigada por el ruido—. Hemos perdido la comunicación contigo justo antes de que empezaras a hablar. No te preocupes, de todos modos estamos trabajando en ello desde aquí. Probablemente sea un problema de software. Pero yo de ti me pondría las pilas en procedimientos de EVA.

¿Ponerse las pilas? ¿Quién sigue diciendo ese tipo de cosas? Y Thomas deja pasar el comentario referente a la EVA con un apesadumbrado suspiro.

—Te está bien empleado, por comprar todos los ordenadores en las ofertas de Mundo PC.

El director Baumann lo ignora.

—Estamos trabajando en ello. Mientras tanto, tendremos que usar este sistema para estar en contacto.

—No sabía que tenía teléfono. —Thomas aparta un momento de la oreja el trozo de plástico para inspeccionarlo. Parece de los años setenta. Teniendo en cuenta que la Cabaña-3000 es una hibridación de pedazos de tecnología soviética barata, probablemente lo sea. Pero por lo menos funciona.

—Es un teléfono de iridio —dice Baumann—. Utiliza los satélites en órbita alrededor de la Tierra para amplificar una señal entre tú y nosotros. La cuestión es que no vas a estar en rango de comunicación en mucho tiempo. La tecnología es algo vieja y aparatosa, pero hay unos sesenta y seis satélites que pueden hacer rebotar tu señal, así que mantener la comunicación hasta entonces no debería ser un problema.

—Deberían ser setenta y siete —dice Thomas, ausente—. Es el número atómico del iridio.

—En realidad no importa —dice Baumann, tajante—. Anticipamos tener las comunicaciones en marcha antes de que te des cuenta.

—Entonces, ¿no podéis verme? ¿Nada?

—Bueno, no, no directamente. No lo que se dice ver. Pero que no te entre el pánico. Los técnicos están…

—Trabajando en ello, sí —dice Thomas. Trabajando como locos. Alcanza su libro de crucigramas flotante—. Bueno, si estás seguro de que no podéis verme, supongo que haré algunos, hum, chequeos. Y cosas.

—Ese es nuestro hombre —dice Baumann—. Solo hemos perdido el contacto visual, así que voy a mandarte por e-mail los números para que nos contactes con el teléfono de iridio si tuvieras alguna emergencia.

—¿Números? ¿Números de teléfono normal? ¿Así funciona esto?

—Sí. Números de teléfono normal. Estaremos en contacto. Y, Thomas…, has hecho llorar a esa niña, vaya. ¿Hay alguna posibilidad de que puedas evitar ser un… un… —El director Baumann no parece encontrar la palabra adecuada.

—¿Despojo lamentable? —ofrece Thomas servicialmente.

No puede ver al director Baumann, por supuesto, pero se lo imagina de todos modos, abrazando su carpeta contra el pecho, pellizcándose el puente de la nariz con el pulgar y el índice, las cejas torciéndose la una contra la otra.

—Sí —dice el director Baumann con calma y resignación—. ¿Cuándo vas a dejar de ser un despojo lamentable, y más cuando tenemos invitados que quieren hablar contigo?

—Aproximadamente, cuando las ranas críen pelo.

—Thomas —dice Baumann de nuevo, con el tono con el que se habla a los niños simples—. Thomas. Asumimos un riesgo muy grande seleccionándote para esta misión. ¿Tengo que recordarte que hiciste ciertas… promesas? ¿Con respecto a tu compromiso con la misión?

—Creo que no encontrarás a nadie con un compromiso mayor que el mío para con la misión —dice Thomas entre dientes—. Teniendo en cuenta que estoy en un viaje de ida a Marte y que seguramente esté muerto antes de que cualquiera en la Tierra se ponga un traje para acompañarme. Lo cual, como hemos hablado varias veces, es un estado de cosas con el que me encuentro más que feliz. Y si echas la vista un año atrás recordarás sin ninguna duda que no me seleccionaste para esta misión en absoluto. Yo mismo me seleccioné.

Thomas escucha la voz ahogada de Claudia al fondo diciendo:

—Sí, envejecí cinco años aquel día, y es algo que no le voy a perdonar en toda la maldita vida.

—Sí, Thomas, somos perfectamente conscientes de eso. De todo. Pero también has de aceptar que todos tenemos ciertas responsabilidades… Es un gran honor para todos nosotros involucrarnos en llevar al primer ser humano a Marte. Hay condiciones que debemos satisfacer. Necesitamos mantener cierto nivel de… presencia. En ese sentido…

—No, no voy a tuitear nada. Que lo haga Claudia. Inventaos alguna basura de vez en cuando sobre lo absolutamente maravillosa que es la Tierra vista desde el espacio y sobre la cantidad de fuego que echan mis cohetes. Seguro que se lo comen con patatas. Eso seguro que alegra a los patrocinadores, ¿eh? Puedes decirles que me ducho con Coca-Cola y que uso Big Macs de almohada, si eso ayuda.

Hay un silencio con interferencias. Baumann suspira pesadamente.

—Vale, Thomas. Estamos en contacto.

Luego la conexión se apaga. Thomas mira el teléfono por un momento y piensa: «Feliz cumpleaños para mí» y lo deja de nuevo en su caja.

Vuelve a su crucigrama, pero no puede concentrarse. Pensaba que Janet iba a estar ahí. Pensaba que querría hablar con él. ¿Cómo ha sido tan imbécil? Después de todo lo que pasó, después de recibir la carta de su abogado en su pasado cumpleaños… en fin. Después de la última vez que la vio, se imagina que ella es la última persona de la Tierra que necesita hablar con él. Pero aún así. Su cumpleaños. Deja flotando el lápiz y el libro y va a buscar uno de esos tubos de pasta de té horrorosamente dulce que en nada se parece al Earl Grey. Mientras se lo estruja en la boca, mira el teléfono de iridio y lo coge. Tiene botones y está conectado al panel de control con un cable negro y grueso. Se pregunta…

Thomas presiona el número de Janet, soldado a su memoria, y escucha los clics y los ruiditos y el repentino, emocionante tono de llamada.

 5 

EL CONSEJO DE GLADYS ORMEROD A LA NACIÓN

 

 

 

Gladys observa hervir el agua en la tetera y piensa que debería ir a vestirse. La conversación con aquella señorita ha sido encantadora, aunque empezó a dejar de serlo en cuanto aquella se dio cuenta de que probablemente Gladys nunca había tenido ningún préstamo, jamás, con seguro de protección de pagos. Aun así, fue un buen gesto por su parte tomarse la molestia de llamarla por teléfono y preguntar.

Gladys vuelve en zigzag hasta su silla con el té y echa un ojo a la lista de programas en la pantalla. ¿Dónde ponían Pebble Mill at One? Ese programa le gustaba. Pero ahora solo hay gente gritándose para ver quién es el padre de su hijo aún no nacido, peleas de gallinero, o gente correteando de un lado para otro para comprar antiguallas. Mientras sopesa esto, Gladys escucha el chirrido del buzón y la leve caída de algo sobre la alfombra. El salón da directamente a la calle, y Gladys se acerca a la puerta, donde hay un sobre marrón tirado en el suelo. Los sobres marrones nunca son emocionantes. Se inclina y escucha el crujido de su cadera. Hay una pequeña ventana en el sobre con el nombre de su hijo escrito en él. Bueno, él no está aquí. Ya deberían saberlo. En la cara de delante, con letras grandes y oscuras, han impreso: CONTIENE INFORMACIÓN URGENTE. NO ES UNA CIRCULAR.

Gladys observa el sobre un rato. Toma, pues claro que no es circular. Es oblongo. Lo dice en voz alta –oblongo–. Le da la risa. No está segura si esa palabra se sigue utilizando hoy en día. Seguramente la gente dice rectangular. Ella cree que prefiere oblongo. ¿No hay un té que se llama oblongo? ¿Hecho en China? ¿O en Taiwán, como la camisa de James? Gladys se pregunta cuándo dejó de decirse oblongo. Seguramente es un asunto europeo. La mayoría de los cambios lo son, al menos según las noticias. Probablemente nos empezaron a meter la palabra rectangular junto con los acolchados continentales. Lo cual la hace recordar. Se iba a vestir. Mirando la carta una vez más, Gladys sube por las escaleras para ponerse su falda y su blusa, y para dejar el sobre marrón sin abrir en el fondo de un cajón donde guarda las medias y las bragas junto con todos los otros sobres marrones.

 

 

—¿Hola? —En esta ocasión se trata de un hombre joven. Dice que se llama Simon. Ella escucha y dice—: Sí, de hecho estás en lo cierto. Tuvimos un accidente. ¿Cuándo? Bueno, mi marido estaba conduciendo. Bill. Pero no fue culpa suya. La vaca se escapó del corral. Bueno, sí, creo que la culpa la tiene alguien. La vaca, para empezar. La gente piensa que las vacas no se mueven muy rápido pero esta lo hizo. Se salió del corral como si nada. ¿La puerta del corral? Sí, estaba abierta. Así es como pudo salir. No, tienes razón, supongo que alguien se olvidó de cerrarla. Bueno, no creo que la abriera la vaca. Las vacas no son tan listas, ¿no? Bueno, esta en concreto seguro que no lo era. No creo que las vacas sean tan listas como para abrir la puerta del corral y plantarse delante de un coche. Bueno, como te decía, estaba conduciendo Bill. Era el coche azul pálido. Un Toledo, creo. ¿Marca Triumph? Sí, es un coche viejo… Bueno, entonces no lo era. Era bastante nuevo. No nuevo, nuevo, claro, era nuevo para nosotros. Vaya destrozo que hicimos. Con la vaca. El coche estaba perfectamente. ¿Bill? No, no puedes hablar con él. Lleva muerto veinte años. ¿Hola? ¿Simon…?

 

 

La llamada de teléfono pone de mal humor a Gladys. Le ha hecho acordarse de Bill. Echa muchísimo de menos a Bill. Algunas veces se olvida de que le dio un ataque al corazón y sigue esperando a que vuelva a casa a la hora del té, como solía hacer. Hay días en los que visualiza mejor la merienda que le preparó hace treinta años que lo que ella ha comido esa misma mañana. Lo peor es que se pelearon el día en que Bill se fue al trabajo para no volver más. Si pudiera cambiar una sola cosa en su vida sería la pelea que tuvo con Bill aquel martes por la mañana. Si el primer ministro le pidiera que se dirigiera a la nación para dar algún consejo general, ella diría que nunca hay que dejar que se vaya la persona a la que amas después de una pelea. Nunca se sabe cuándo recibirás esa llamada que dice que tu marido ha sufrido un colapso en el trabajo y está en el hospital. Nunca se sabe cuándo tendrás que coger dos autobuses hasta un hospital solo para descubrir que tu marido ha muerto casi instantáneamente por un ataque fulminante al corazón. Nunca se sabe cuándo vas a quedarte de pie al lado de tu marido, blanco y helado y que no parece él mismo, o cuándo vas a encontrarte diciéndole «Te quiero» una y otra vez aunque él no pueda oírte y tú desearas haberlo dicho antes de que se fuera a trabajar porque, aunque hubiera llegado su hora y la muerte hubiera sido inevitable, por lo menos él no habría muerto con las últimas palabras que le dijiste, duras y afiladas.

 

 

Ni siquiera fue una pelea digna. Era sobre papel de pared. Ella quería poner papel de pared con relieve en el dormitorio pero Bill no podía ni ver el papel de pared.

Veinte años de soledad son muchos años. Mira a su alrededor, el salón vacío, el sofá y la silla y el aparador bajo la ventana, y se pregunta a dónde se ha marchado todo el mundo. No James y Ellie; ellos están en clase, eso lo sabe. Tampoco es tonta. Pero ¿dónde han ido los demás? ¿Por qué le dio un ataque al corazón a Bill? ¿Qué fue de toda la gente con la que trabajaba en la fábrica de textiles? ¿Dónde está la señora Mir de la puerta 35? Hace una eternidad que no la ve. Una mujer encantadora. Sacó adelante a todos esos hijos y, hasta donde sabe Gladys, ninguno se convirtió en uno de esos terroristas que salen por la tele. Ni uno. Eso tiene su mérito, ¿no? Eso dice mucho de ella. La gente no sabe apreciar el trabajo de las madres.

Gladys vuelve a mirar la habitación. A esta casa le falta una madre. ¿Cuánto hace que se fue Julie? No se acuerda. Hay muchas cosas que no recuerda, depende del día. A veces se pregunta si sus recuerdos están desapareciendo, explotando como las burbujas que soplan los niños en los días soleados, o si en realidad están todos en algún sitio de su cabeza pero simplemente ha perdido la llave para desbloquearlos. Prefiere esto último, que sus recuerdos estén ahí. Tiene sentido que lo estén, porque a veces un recuerdo sale a la superficie como una trucha en un río, sale de ningún lado y la hace reír, o a veces llorar. Quizá un día los médicos inventen una llave que ayude a la gente como ella a desbloquear todos esos recuerdos ocultos. Pueden hacer maravillas hoy en día. Ayudar a los ciegos a ver y a los sordos a oír. Había un hombre en las noticias que no tenía piernas sino lo que parecían ser cuchillos de untar mantequilla torcidos. Luego recuerda que él quizá mató a alguien. Para que veas. La señora Mir puede tener chorrocientos hijos y ningún radical suicida entre ellos, pero le das a un hombre que no tiene piernas un par de cuchillos de untar mantequilla y va y le dispara a alguien a través de una puerta.

No ponen nada en la tele y Gladys no encuentra su libro, así que piensa un poco en Bill y llora un poco en soledad, luego decide que se va a echar una siesta y luego pondrá la cena en el microondas.

Entonces vuelve a sonar el teléfono. No es protección de pagos y no es la línea de socorro para accidentes. No es nadie ofreciendo un préstamo o alguien que quiere arreglar su ordenador o hacer una encuesta.

Parece ser, lo que sorprende incluso a Gladys, que es un astronauta.