images

ÍNDICE

PRIMERA LLAMADA

ACIDIA

LA SALA ESTÁ OSCURA

ME VOY

EL ENCUENTRO

EL CUMPLEAÑERO

EL TRABAJO FINAL

SEGUNDA LLAMADA

ESTE SÁBADO

ÉRASE UNA VEZ

NO ME LLAMEN ISRAEL

TERCERA LLAMADA

¡DESPIERTA YA!

la creación literaria

coordinador

ALBERTO VITAL

jaime velasco estrada

¡despierta ya!

9o. Premio Internacional de Narrativa, 2011

images

siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS,
04310 MÉXICO, DF

www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C 1425 BUP
BUENOS AIRES, ARGENTINA

www.sigloxxieditores.com.ar

salto de página
ALMAGRO 38, 28010
MADRID, ESPAÑA

www.saltodepagina.com

biblioteca nueva
ALMAGRO 38, 28010
MADRID, ESPAÑA

www.bibliotecanueva.es

anthropos
DIPUTACIÓN 266, BAJOS,
08007 BARCELONA, ESPAÑA

www.anthropos-editorial.com

PQ7298.432E53

D47

2012 Velasco Estrada, Jaime

¡Despierta ya ! / Jaime Velasco Estrada. — México : Siglo XXI Editores, 2012. 130 p. — (La creación literaria)
Coedición con: UNAM : El Colegio de Sinaloa

9º Premio Internacional de Narrativa, 2011

ISBN-13: 978-607-03-0451-4

1. Novela mexicana – Siglo XXI. I. t. II. Ser.

foto de portada: gabriel argenis ponce fuentes

primera edición impresa, 2012

© siglo xxi editores, s.a. de c.v.

en coedición con la universidad nacional autónoma de méxico y el colegio de sinaloa

edición electrónica, 2013

e-isbn 978-607-03-0451-4

derechos reservados conforme a la ley

A Gabriel Argenis Ponce Fuentes.

Y a Giordano Palma, Malinalli Hernández, Sergio
Meléndez y Fernando Cervantes.

Despierta, Señor, ¿por qué sigues durmiendo? Despierta ya.

SALMOS, 44: 24.

La mano del infierno se parece

(árbol al que el veneno resplandece)

a un tumulto de voces incoherentes

que quieren habitar junto a tu frente.

Tú deseas ahuyentar ese torrente

de aullidos o aburridas estupideces,

mas la mano del infierno no te ofrece

otro sitio más que el maloliente

rincón donde cansado y cotidianamente

en brazos de las alimañas te adormeces.

Te adormeces hasta despertar indiferente

al horror por el cual siempre pereces,

y también ya tú vas entre la gente

repitiendo las insólitas sandeces.

REINALDO ARENAS

PRIMERA LLAMADA

Aquí se inicia y aquí acaba. Lo demás es ficción, o delirio.

LUIS ZAPATA, En jirones.

Estaba de pie, cual moderno Sebastián, atado al barrote metálico que había en la parte final del último vagón del metro, asustadísimo, mirando hacia abajo sin poder creerlo y sin hacer nada. Estaba de pie, más bien, como impotente crucificado mirando, con mirada de incomprensión, a ese mugroso que se abrazaba a mis pies implorándome ayuda o balbuciendo disculpas. Te juro que no entendía ni media palabra. Y ni adónde correr, ni cómo, si mi cuerpo entero se sostenía gracias a ese tubo vertical. Las piernas me temblaban. Mis brazos no tenían fuerza. Fue mi culo diligente quien tomó iniciativa y se abrazó al frío metal sin dilación alguna, lo cubrió solícito, como cosa de su propiedad; de tal modo que, seducido o avasallado, el barrote hizo el trabajo que mi columna vertebral se negó a facultarme.

El metro iba corriendo lentamente a través de las mojadas vías, bajo el influjo de una lluvia que volvía todo lento, como si trajera una densa capa que eternizaba los movimientos, que reprimía el andar apresurado de la gente; no, no sólo de la gente sino hasta de las cosas y acontecimientos, ya que también pesaba en este asunto.

Éramos muchos los que estábamos desterrados en ese vagón. Muchos los que sudábamos como bestias por culpa del bochorno que tiranizaba, ya fuera por la lluvia, ya por el exceso de personas, o por la situación expectante; sin embargo, sólo nosotros dos, el mendigo y yo, en el cuadro del ridículo, en el centro de la farsa, sin saber que estábamos representando sólo una farsa. Creímos que era real. Olvidamos que aquél era un escenario fortuito. Olvidamos el papel que nos tocaba improvisar, mejor decir, encarnar. Y yo no sé por qué la gente me miraba como si yo fuera el más responsable. Acepto que quizá tenía algo de culpa, pero ¡Dios santo!, no podía ser culpable de ser una víctima del destino, de coincidir con una retahíla de particularidades que, afrentosas, se aglutinaron nomás para asestarme un golpe espantoso. Eso es cuestión de suerte. Dios, el demonio, o el karma, si quieres, pero esas cosas pasan.

Si había sido arrumbado ahí por las manos del destino, no contaba para los otros. Para los que cataban mi terror, los que me escudriñaban fascinados, contentos de que fuera yo y no ellos quien sufría, desde la lontananza que confiere el padecer del otro, aun en la proximidad física. Sus miradas se precipitaban sobre mi dolor y mi vergüenza, sin aniquilarme del todo, sólo mortificándome. Eran espinas que coronaban mi estupidez, mi incapacidad de actuar.

Yo en el centro, más que confuso, rojo, acalorado, con ganas de llorar, sin poder hablar, sin poder escapar. Y las miradas ahí, como lámparas siniestras iluminando el escenario, obnubilándome con su luz, haciéndome pensar en qué estaban ellos pensando y sin saber qué pensar yo para no seguir pensando y así poder actuar rápidamente.

Más que confuso pues, con ganas de apostrofar a los espectadores, olvidando mi papel, olvidando que sólo era un actor, mientras el libro, mi amado libro —cometa que chocaba con la tierra después de un luengo viaje sideral, a la inconmensurable velocidad de millones de años luz, viaje milenario de un segundo a través del aire concentrado, bochornoso del terrible vagón— iba desparramándose en el piso como esa lluvia inopinada que se había desbordado, como… ¿Qué? ¿Que no estás entendiendo ni jota? ¿Que vuelva a comenzar? ¿Desde el principio? Ay, te pasas. Mejor te lo cuento otro día, porque en este preciso momento todavía estoy excitadísimo… No, no calenturiento. No con la saeta apuntando el polo magnético de alguna bruja. Ah, sí, brújula. No. Estoy, ¿cómo te diré?, con la viva impresión de lo que me acaba de pasar. Bien sabes que no soy de los que se deja impresionar, pero esto, esto rebasa mi capacidad de indiferencia. Sí, aunque ahora te parezca que desdigo el estribillo aquel que memoricé para justificarla. ¿Cuál? Pues cuál más va a ser sino ese que dice: “Estoy convencido de que todo es pura vanidad, puro correr tras el viento. Lo torcido no puede enderezarse; y lo que falta no puede contarse”. Dime “¿qué ventaja le resulta al hombre de toda esa fatiga en que vive acá en la tierra?” No, ¡cállate! ¡¿Qué vas a saber?! Yo tampoco, pero no importa, pues en este caso, te lo juro por el Santo Niño del Agro, no sin dolor, me veo en la premura de decir, como alguien me dijo que dijo Chéjov a su amigo y mecenas Suvorín en una de sus cartas más implacables: “la indiferencia equivale a una parálisis del alma, a una muerte prematura”.

No es que le esté dando demasiada importancia a algo insignificante. En absoluto. Si lo hubiera visto y no vivido, sería distinto, hubiera esperado hasta el lunes, cuando nos veamos en la facultad, para contártelo mientras comemos en esa horrenda cafetería; ya que luego no tenemos tema de conversación y calladitos, como dos lindos borreguitos, nos llevamos los alimentos a la boca, mirando a uno y a otro lado, buscando algo en el ambiente, entre lo que nos rodea, que por lo demás es siempre lo mismo, la misma gente que se congrega para reír, para contarse anécdotas estúpidas y ese tipo de cosas que siempre estamos criticando, sin darnos cuenta de que estamos en una situación parecida, pues en nuestro afán de superar lo inmediato con seudocátedras y seudoconferencias terminamos hablando con la misma trivialidad e imbecilidad que cualquiera de los que a nuestro alrededor, como nosotros a veces, está comiendo. Es verdad, yo nunca te lo hago saber, ni tú a mí, pero sé que ambos sabemos que es así, o más o menos, ya que cuando estamos callados mirando en torno nuestro para pescar una palabra, un acto, una idea o lo que sea para discutirlo, nuestro silencio es hiriente cual insaciable sed que debe mitigarse, pues morir contemplando la monótona infinitud de las aguas del mar de la vida haciéndote corro sería aterrador, insufrible. Así, pues, uno de los dos tiene que aventurarse a hablar de lo primero que se le ocurra con tal de que el acerbo martirio del silencio sea exterminado. Y ahí, frente a nosotros, los mismos temas, el mismo tono, la misma manera afectada de discurrir, de sacar a la luz una novela, un cuento, un poema, una película, un cuadro, una canción. Y, en la calma que reviste ese absurdo instante, el arte ocupa nuestra comida y somos felices, complacidos del privilegio de ser los seres más pensantes del lugar, los únicos capaces de entender el arte antiguo y nuevo, sin percibir la más inmediata realidad, sin vivirla y, las más de las veces, sin ser parte de ella…

En fin, te digo que no puedo esperar hasta el lunes para contarte esto. Así que empezaré. Pero ¿por dónde? Por el principio ¡sí, claro!, ¡por supuesto! No seas chocante. Mira que si te estoy aburriendo... Nomás te diré una última cosa: espero que jamás te suceda algo así. Por mi parte, ya no volveré a subirme al pinche metro, aunque tenga que…, bueno, al metro quizá sí, pero nunca ¡óyeme bien!, nunca al último vagón. ¡El vagón de las locas! Y ¡fuiste tú quien me lo dijo! Fuiste tú quien me dijo que ahí puede uno ligar con facilidad, que si no, al menos, un arrimón o una sobadita de ganso te llevabas. Y mira que lo que me pasó no fue nada de eso, que si así hubiera sido, estaría de lo más contento. Pero no, la desgracia se ha ensañado conmigo, me persigue con hórridas añagazas, se complace en hacer de mí la víctima de sus grotescas fantasías. ¿Que estoy exagerando? Déjame contarte y ya verás.

Para empezar, hoy me desperté con la necedad de que iba a ser un magnífico día. Es mi cumpleaños, ya lo sabes (¡ah!, y gracias por el regalo y las felicitaciones que no me has dado, ojete), por lo que esperaba que me llamaran mis amigos o mi familia, ya para felicitarme nomás, ya para desearme un buen día o qué sé yo. A pesar de que ya sé cómo será cada año, siempre tengo la esperanza de que alguien se acuerde y de que por lo menos me invite a tomar un cafecito o a comer en un bonito restaurante, o algo por el estilo, algo que me haga sentir que no estoy solo en esta pútrida ciudad, que alguien piensa en mí, pero nada.

Y ya que nadie se toma la molestia, yo me la tomo para ir a molestarlos.

Esta vez escogí, de entre mis víctimas posibles, a una prima lejana que hacía mucho no veía y, sin previo aviso, aparecí en su departamento. Llegué al mediodía y, de inmediato, la obligué, claro que no explícita sino sutilmente, primero a darme el abrazo de felicitación, y después, a invitarme a comer. La hubiera obligado a que me diera de cenar, sin embargo, me contuve pensando en que lo haría por su cuenta. Y no, la muy maldita me echó a la calle con el pretexto de que iba a ir a ver a su abuela que estaba malita. Y yo, sí prima, está bien. Me salí con ganas de mandarla a chingar a su madre y de paso a su abuela, pero me contuve. También me abstuve de decirle que era una pésima cocinera, créeme que me esforcé muchísimo para no reprochárselo cuando me preguntó si había disfrutado de su comida. Tanta hambre tenía que toleré que me diera de la bazofia con la que, la muy cochina, se ceba. En efecto, cochina es la palabra adecuada para referirme a ella, pues sus contornos son rayanos a los de un repelente lechón. Y ¿sabes?, yo no sé cómo la soporta su marido, porque él está, ¡ay! de lo más buenote y se podría conseguir algo mejor si quisiera. No es que mi prima esté dada a la desgracia, pero es que él, ¡ay, ay!, ¡si lo hubieras visto!, el cabrón tiene unas nalgotas preciosas…

En fin, me salí de su apartamento de lo más molesto. Me fui caminado por Carrillo Puerto y cuando apenas había dado unos tres pasos, se viene un súbito aguacero bajo el asombrado sol que permanecía, altivo e impávido, lanzando sus rayos. La lluvia no se había preocupado por anunciarse en el cielo abierto, haciendo uso de su consabida y lóbrega mercadotecnia. En el colmo, pues, me vi obligado a correr hacía al metro, refugiándome, de vez en vez, en algún rinconcito. Ni tiempo tuve para volverme hacia donde los muchachotes de la militar corrían en sus filas simétricas bajo la lluvia.

¿Qué? ¿No te había dicho que mi prima vive por El Colegio Militar? Ay, perdóname, ya sabes cómo se me olvidan las cosas. Sí, vive enfrente del zaguán del colegio, en uno de esos departamentos insignificantes… que la verdad, no importa mucho. ¿Te parece bien si continúo? Me aventuré, pues, a correr yo también bajo la lluvia. Por fortuna, no me mojé mucho. Entré al metro sacudiéndome y, sin perder demasiado tiempo en ello, me dirigí al último vagón, más por costumbre que por ganas de buscar algo. Pero cuando iba llegando a la última puerta del convoy, que estaba ahí parado desde hacía varios minutos, se cerró. No le di importancia. Aunque de haber sabido lo que me iba a pasar después, no lo hubiera dejado que se largara sin mí. Incluso me hubiera metido a cualquier otro vagón. Pero ¡lejos estaba yo de imaginar que estaba a punto de convertirme en el juguete de una azarosa grosería!

Pasaron quince minutos o más, admito que podían ser menos, y yo estaba comenzando a desesperarme. La espera siempre desespera, ¿no? Lo que soy yo, no estoy hecho para esperar. Yo nací con ímpetu, no le di trabajo ni a mi madre a la hora de nacer, con decirte. Y toda la vida he actuado más que pensado, cuando se debe actuar, digo, cuando las respuestas deben ser inmediatas. Yo no me ando con vacilaciones, ni con prolijas elucubraciones. Yo hago las cosas, corro, peleo, huyo, araño, muerdo… Prefiero los hechos, lo concreto. Los malviajes se los dejo a las novelas y películas. Yo hago y deshago sin ponerme a pensar si hice bien o mal, trato de estar más allá, un poco así como dice Nietzsche pero malversándolo, pues yo proclamo que se debe ser negligente hasta el hartazgo y no nada más “oponerse audazmente al sentimiento que se tiene habitualmente de los valores”. Él mismo lo dijo: “los fenómenos morales no existen, sólo existen interpretaciones morales de los fenómenos”... Ok. Ok. Ok.

El caso es que saqué la novela que llevaba en la mochila. Confieso que no tenía ganas de leer, sólo deseaba hacer algo para que la espera fuera menos insoportable. Saqué el libro y contemplé la portada. Ahí aparecía una foto en blanco y negro de una mujer que ostenta un majestuoso sombrero con plumas enormes y blancas. La mujer tiene un mirar muy pícaro, coqueto, y más, porque con gran acierto enseña unos dientes preciosos y envidiables, delimitados por unos labios carnosos, apetecibles. El aire sensual de la foto se acentúa con esa gentil pose en la que la modelo hubo sido captada, en un momento en que seguramente volvía el rostro y se quedaba mirando voluptuosamente a algún caballero para enloquecerlo. Aunque, para mí, lo más atractivo de la foto era el sombrero de plumas, bellísimo... ¿Que cuál libro?

El desfile del amor, mi amor.

Después de contemplar la portada por largo rato, comencé a leer el último capítulo con real desgano, pero pronto pude adentrarme de nuevo en esa estrafalaria aventura, de tal manera que cuando llegó el metro entré al vagón sin mirar a mi alrededor. Sólo elevé la mirada para fijarme si podría arrollar o ser arrollado por algún despistado. Y levanté los ojos, además, para dar una ojeada al inevitable desfile de modos y modas de maricones con el que sin duda me toparía. Pero al pasar revista y no advertir nada que incitara curiosidad en el ambiente, me enfrasqué de nuevo en la lectura. Sí, había gente de ambiente, eso es más que obvio y ya no es de admirarse, más en el último vagón, tú lo sabes mejor que yo.

Haciendo un poco de memoria recuerdo que había un chavo recargado en la esquina de la puerta. Me clavó sus negros y enormes ojos infectados de lascivia, pero era tan feo que no soporté mirarlo más de un segundo. En la banca de enfrente había una pareja buga. La chica iba restregándose la mano del hombre en las mejillas y hablaba de no sé qué pendejadas, mientras su codiciable galán remontaba la dulce y melancólica mirada hacia fuera, desesperanzadoramente aburrido, harto. Tan desoladora era su mirada que me provocó una ligera y momentánea compasión y me dieron ganas de hacerle cosquillitas y jugar con los encrespados pelitos de su barba, pero de inmediato comprendí que no era mi asunto y los dejé en paz. Junto a ellos estaba un ruco, de los morbosos esos que nunca faltan y que se agarran la verga disimuladamente descarados, con la esperanza de encontrarse a alguien más desesperado que ellos o con ganas de ganarse unos cuantos pesos. Más allá, un chico moreno con granos horrendos en la cara dormía o fingía dormir. En la banca en que me senté, y que es la que está pegada a la puerta de entrada y salida, sólo había una persona. Era un hombre trajeado que expelía un cierto aire de risible respetabilidad. Se sentaba en el extremo de la banca como reina inquieta y caprichosa, miraba con aire de superioridad a todos, se veía que anhelaba que alguno se interesara en él y lo escudriñara con mal sofrenado ardor, para que después pudiera decir que se daba el gusto de desdeñar a los insoportables y ripios maricones del vulgo, era sólo una manera de darle más cuerda al gran concepto en el que, sin duda, se tenía.

En fin, me senté y seguí leyendo. Iba de lo más contento, leyendo. Cada hoja era como saborear un dulcísimo y frío helado. (Ni lo digas, la muy... no me dio postre.) Había que disfrutarlo despaciosamente, a pequeños sorbos, gozando el sabor de cada componente, sintiendo cómo se nos deshace en el interior. Sentir el frío que calienta nuestros órganos. Gozar la dulzura y frigidez que se extiende dentro de nosotros, absorberlo a la vez que soñamos, postergando las preocupaciones inmediatas. Era como un helado: placentero el contenido, fría, la forma. Una forma perfecta, en la cual hasta yo, pobre idiota, podía sumergir mi frágil cucharita. De una frialdad maleable, penetrable, que el hacedor a punta de fraguados giros y giros lo hubo solidificado, y que, por tanto, no se derretía en mis manos con la calidez de mi solo contacto, sino que esperaba llegar hasta el interior de mis sentidos para ser diluido y absorbido. Y su dulce sabor era la de una fruta exótica, selvática, escogida por su enrarecida apariencia, cual destilado chicozapote que, además de su embriagadora carnosidad, si uno corre con suerte, puede gustar del adherente chicle que se fermentó en su seno.

En tal estado me hallé por luengos, afables minutos, al punto de olvidarme que permanecía en el metro y no me fijé ya más en la entrada y salida de las gentes en las estaciones en que íbamos pasando. Cuando volví a levantar la vista había rostros diferentes, pero únicamente dos dignos de mención, una parejita de locas que entró corriendo cuando casi se cerraban las puertas en la estación de Pino Suárez.

Las locas, en realidad, fueron las que interrumpieron mi lectura con su grotesca entrada. Las condenadas se subieron ahogándose en pasmosas risas, moviendo desquiciadamente las asquerosas nalgas, y fueron a sentarse frente a mí. Apenas lo hicieron, se volvieron hacia todos lados con la descarada intención de empezar a calificar a los presentes: ¿ya te fijaste que ese de allá mira con ganas de mamársela al de aquel lado?, que el de la chamarra verde no sé qué, que el del pantalón rojo no sé cuánto...

Traté de concentrarme una vez más en la lectura. Con un poco de afán, lo conseguí.

Sin embargo, el acontecimiento final de la novela es, en sumo grado, intrigante. Miguel del Solar, el protagonista, va solo por una calle de la colonia Roma —la calle Galeana, creo— y presiente, más bien, tiene la sensación de que alguien lo está persiguiendo y entonces, escuché otra vez la risa de las locas que estaban ahí cuchicheando. Miraban debajo de mis piernas y se reían las muy hijas de la chingada.

El metro se había detenido un instante y, de pronto, dio un fuerte tirón haciendo que la gente se fuera para adelante. Los más precavidos apenas si se balancearon, en cambio, los que estábamos en la molicie fuimos arrastrados por su furia. Tuve la fortuna de estar al lado de un chico fornido, por lo que me impacté en sus anchos hombros y, no con disgusto, rocé mis brazos con los suyos. Le ofrecí disculpas y él se limitó a sonreírme. Mi ánimo abandonó el dulce deleite de la lectura y pasó a dar síntomas de su nerviosismo consuetudinario al haber descubierto la presencia de un hombre atractivo. Además, las locas no dejaron de cuchichear. Seguían viendo debajo de mis piernas y se reían. Quise pensar que no me miraban, forcé a mis ojos insensatos a que se aferraran a los últimos párrafos de la novela.

Mi ánimo estaba trastornado. Con titánico esfuerzo y adivinando más que leyendo, me descolgué entre las líneas, tratando de ignorar a los que estaban en derredor.

Del Solar está solo en la callejuela, un coche se acerca de reversa y a toda velocidad para interceptarlo, algo va a pasar, algo terriblemente esperado va a sucederle. Eso seguro, pensaba mientras de reojo veía al muchachote atractivo de al lado. Su muerte, lo intuía, mientras me soñaba con su respiración entrecortada humedeciéndome la nuca, balbuciéndome porquerías deliciosas al oído. O, al menos, una amenaza le endilgarán, presuponía, sin dejar de mirar de soslayo el contorno de un bulto que se formaba en su entrepierna. Y, entonces, la carcajada descarada de las locas.

¡¿Qué carajos sucede?!

Miré hacia donde ellas lo hacían: y ahí, créeme, ahí estaba un animal horripilante con la mirada bizca y estúpida, haciendo muecas asquerosas, sacando la lengüita, como lamiendo mis genitales. Con la excitación que me había provocado la vivencia del personaje y con la de estar al acecho de un chico fornido, al ver el monstruo que asomaba la cabeza entre mis piernas sólo pensé que algo terrible iba a pasar y di un tremendo paso. Grité lleno de pavor: ¡como una loca! Arrojé mi libro al cielo raso del vagón, giré completamente y miré de frente a la víbora que creí que era. Temblando, quedé apoyado en uno de los tubos metálicos.

Fue entonces, cuando arrastrándose despaciosamente desde debajo de la banca, en menos de un segundo, estaba lamiendo mis agujetas y pidiéndome que lo disculpara, a la vez que me imploraba ayuda. Que no tenía nada que comer y que por eso lo había hecho, para ganarse unos cuantos pesos; que las locas y el joven que estaba a mi lado se lo habían pedido. Que si quería me mamaría la verga, pero que le diera algo. Todos mirándome. Todos señalándome como culpable.

Y afuera: la lluvia.

Y el metro en pleno movimiento.

Y el tubo sosteniéndome.

Y el joven ahí, sin ceder, a mis pies.

Y las miradas: ahí.

Y las miradas: ahí.

Y las miradas: ahí, como lámparas siniestras iluminando el escenario.