Guillermo Fadanelli nació en la Ciudad de México. Vivió su infancia en la colonia Portales y estudió en una escuela militarizada. Aunque ingresó a la UNAM para estudiar ingeniería civil, pronto empezó una formación autodidacta en la literatura. Empezó su carrera literaria en el suplemento Sábado del periódico Unomásuno, en 1990. Actualmente dirige la revista Moho y colabora en periódicos y publicaciones de diversos países. Algunas de sus narraciones han sido adaptadas al cine –películas y cortometrajes– en México y Argentina.

MEDITACIONES DESDE EL SUBSUELO

CAPÍTULO I

Cuando hace siete u ocho años, durante una entrevista, le preguntaron a un viejo E. L. Doctorow: “¿Qué clase de conocimiento produce la ficción?”, él no dudo demasiado a la hora de responder: “Mire, es sencillo: los relatos nos enseñan las leyes de la comunidad y distribuyen el sufrimiento. A través de las historias, el individuo siente que su sufrimiento puede ser compartido por los demás”. La respuesta del escritor estadounidense no es liviana ni afectada porque el sentido social y la descripción de la injusticia que anida en sus palabras se encuentra también cifrado en el espíritu de su obra. La novela Ragtime, de Doctorow, bastaría para hacernos pensar que si el mundo continúa girando es porque su movimiento es intrascendente y la miseria humana es el espíritu que anima su quietud inalterable: de la Gran Depresión en Estados Unidos a la especulación y criminalidad económica de Wall Street, casi un siglo después, el espíritu de la usura y la acumulación se mantiene cómodo e inmutable. Nada cambia, excepto para ratificar la inmovilidad ética y la ridícula comedia de la democracia. A fin de cuentas la democracia es fundamento moral y también edificación de horizontes de bienestar colectivos, no nada más arreo de seres comunicados ni suma de votos o voces ensimismadas y amansadas.

Ante una pregunta de esa naturaleza, “¿Qué clase de conocimiento produce la ficción?”, amplia y esencial, cada persona responderá de manera distinta siguiendo los pasos de su experiencia o de su imaginación. Las respuestas son, en realidad, consecuencia de preguntas mal confeccionadas (una pregunta perfecta no requeriría de respuesta alguna). Su oficio y su condición de piedras extravagantes permite a los escritores abundar en cualquier dirección y ensayar las respuestas más personales y divergentes. Después de todo, cada uno de nosotros somos efecto de una historia singular cuya existencia es indemostrable, una historia que sólo puede ser narrada si se le quiere otorgar una minucia de realidad. Pero, ¿cuáles palabras son sólo mera retórica y cuáles otras resultan ser consecuencia de una vida razonada y sufrida? Es tal un dilema constante en casi todos los aspectos de la vida: reconocer y separar lo que es nada más adorno de aquello que es raíz y mueve a las piedras. (Guillermo de Ockham se oponía a aumentar problemas lingüísticos donde no los hay y se inclinaba por la sencillez de los argumentos. Marx creía que en la producción se encontraba el impulso de todo nuestro ser mientras que Freud ponía atención a las palabras y a las obsesiones de los fantasmas para conocer los motivos de la acción humana.) Y al poner atención en lo que mueve a las piedras no me refiero sólo a los campos de la ciencia verificable, sino sobre todo a las raíces de la psicología humana o al impulso que se anida y repentinamente florece o explota en nuestros actos. Toda explicación despierta la risa, pues de lo contrario la vida cotidiana sería insoportable.

Para separar la mala retórica (no la de Séneca o la de Pico della Mirandola), el blablablá, los cuales son comida diaria en nuestra época; para diferenciarlos del conocimiento de las fuerzas e impulsos reales es necesario, además de poseer buenos ojos y reflejos, permitir que la simpatía que uno siente hacia las cosas, personas, pensamientos y acciones aflore libremente. No ser hipócrita ante las pasiones que me acosan: que sean otros quienes administren con recelo y cuidado su hipocresía. Yo me he propuesto tirar antipatías estorbosas e inútiles por la ventana en vez de acumularlas: la buena o feliz convivencia con los simpáticos no tiene gran valor; es la relación amable con los antipáticos la que merece ser halagada. Hay opiniones, por ejemplo, que nos resultan antipáticas y ante ellas no hacemos más que correr en sentido contrario, sin importar cuánta razón o sabiduría contengan: huimos con tal de ponernos a salvo, pero tal acción no es conveniente si se quiere procurar el conocimiento o dar lugar a la conversación, que a su vez promueve la supervivencia e incluso la soledad: se conversa para estar solo. En todo caso, es preferible dudar de nuestra incondicional simpatía a ciertas opiniones o personas, ya que la desconfianza y el recelo sí que son vitales cuando uno desea ampliar los horizontes de su acción moral o de su saber acerca del mundo en el que vive. Aludo a un mundo que incluye también los hechos mentales, la locura, los perros, aves y, en general, las manías de los seres humanos, las garrapatas y las nubes. Así que, aunque resulte calamitoso, es bueno aceptar la desgracia de la diferencia –admitir que hay personas indeseables salidas de la garganta de un perro– e intentar conversar con los enemigos o con los antipáticos. ¿A eso vine al mundo? ¿A conversar con los antipáticos? Temo responder afirmativamente y me duele hacerlo a mí, que tanto aprecio la soledad incluso cuando estoy acompañado. ¿Qué soledad se valora realmente si no se está acompañado? Pero a los antipáticos no se les puede borrar del mapa y quien lo intente será un tirano o un dios. Cuántos actos violentos, racistas o humillantes se habrían evitado de aceptar que la diferencia acaece en el individuo y que siempre se puede aprender algo de los demás, aunque estos no compartan nuestras ideas (con la palabra aprender quiero decir estar al tanto de lo que nos estorba). Allí tenemos un parámetro ideal para medir o sopesar el dogmatismo o la estrechez de miras en cuestiones políticas, sociales o científicas: la incapacidad que se tiene de obtener provecho de la diferencia con el propósito de aumentar el bienestar y la prolongación de la vida. Las sangrientas guerras de los últimos siglos demuestran que una buena parte de los seres humanos no sabe convivir y que ha preferido, en el caso de las supuestas y en general fallidas sociedades democráticas, la guía de líderes reacios a una verdadera conversación global. La sangre que se tornó río en las guerras religiosas entre católicos y protestantes europeos del siglo XVI; en las disputas armadas entre Confederados y el Ejército de la Unión en la Guerra Civil de Norteamérica; el cruel y carnicero siglo XIX mexicano; los campos de concentración nazis y soviéticos; las dos Guerras Mundiales del siglo XX; las bombas nucleares lanzadas sobre civiles en Japón, y los genocidios étnicos africanos no son una invención. La conversación vive sobre sus escombros: se transformó en balbuceo y broma; en tradición de paz quebrantada.

Cuando E. L. Doctorow (1931-2015) declaró, sin dar muestra alguna de remordimiento intelectual, que la literatura o los relatos nos enseñan las leyes de la comunidad y distribuyen el sufrimiento; yo estoy de acuerdo, me sumo a su teoría y me pongo de su lado casi de forma impulsiva. No se requiere de justificaciones pedantes cuando uno logra reconocer la simpatía que nos causan las palabras de otra persona. La definición de Doctorow despierta en algunos una genuina simpatía y creo que tal sentencia es honrada y bien cimentada en el conocimiento de las cosas del mundo, pues la distribución del sufrimiento es simplemente su divulgación y expansión en la sensibilidad de los lectores para hacerlos partícipes de un relato moral (no hay literatura carente de relato moral, pues el hecho mismo de elegir contar una historia sobre otra ya muestra o hace evidente nuestra elección). De hecho la pregunta en cuya respuesta todos mentimos, acaso porque el cuestionamiento está mal planteado es: “¿Te concierne el dolor, la penuria, el sufrimiento de los otros?” Una pregunta así se responde por lo regular vagamente, desde la hipocresía o desde la buena intención. Existe cierto dramatismo social en la aseveración de Doctorow y, en esencia, pocos serán los que estén de acuerdo en que la literatura de ficción –e incluyo al arte cinematográfico y a la narración artística– tendría que estar atada de forma consciente al sufrimiento humano o al temor primitivo y legítimo que impone vivir bajo la constante amenaza o el inevitable acoso de la maldad, de la muerte y, por ende, bajo el acecho de cualquier fundamentalismo que vulnere la libertad de actuar como se nos antoje sin causar mayores daños (de Donald Trump se ha escrito más que suficiente para considerarlo desde la historia de su formación y acción una amenaza al progreso de las sociedades occidentales y de cualquier comunidad pacífica en el planeta). Sobrarán quienes sostengan que lo más importante de una obra artística (qué lejana me parece ya esta descripción: obra artística) es la obra misma y que su carácter carece de cualquier dirección –metafísica, económica, social, etcétera– determinada de antemano; ni espiritual ni positivista, sino una creación humana; signos, símbolos, cosas que solemos llamar arte: no existe, dirán, algo así como un impulso trascendental que se encuentre anidado en las obras de arte: es decir, ningún dios tras bambalinas mueve los hilos. Milan Kundera acostumbraba decir que el novelista no tiene que rendir cuentas a nadie, salvo a Cervantes. Si escribir es un oficio bien cultivado –no sólo una pasión esquizofrénica– y las obras son bien sopesadas, conservadas y divulgadas a través del tiempo, entonces la tradición literaria posee un papel importante y ningún escritor posee razones graves o de peso para ignorar a Cervantes o a Kafka a la hora de crear su obra y desear que forme parte de esa tradición (cultura y contracultura son los opuestos de un mismo impulso creativo): somos enanos en hombros de gigantes y nuestras pisadas de hormiga recorren en meses lo que Cervantes o Montaigne recorrieron en uno o dos pasos (bastaría aceptar esta imagen para convertirnos en seres más humildes). Sin embargo, los dogmas que van imponiéndose a través del tiempo, las genealogías, tradiciones, cánones, mitos o la voz de los padres, no siempre influyen en un escritor que bien podría comportarse como un rebelde, un cínico, un pasota y desatenderse de continuar con las costumbres impuestas. Tal artista podría pasar por alto y enviar a la alcantarilla a Cervantes, a los padres y críticos santurrones y edificar la historia de su propia y efímera tradición aprovechando la modernidad fugitiva, la teoría de la posmodernidad, el individualismo delirante o la conciencia del presente efímero. ¿Quién podría reprocharle su postura? No yo, al menos.

Sospecho que existe un dolor o sufrimiento no transmisible, singular, mudo, que se incuba en el individuo y se mantiene prisionero: luz oscura. Incluso alguno de estos escritores rebeldes o reacios a escuchar la voz de los padres podría decir: “Yo no le rindo cuentas a Cervantes, sino a mi intuición, a mi necesidad vital y a los perros que me hacen menos puerca la vida”. O: “Yo sólo leo a los escritores que respiran el mismo aire sucio y maloliente que yo”. O: “Conmigo comienza o acaba el mundo”. No obstante este arrogante grito de batalla –yo grité de este modo hace treinta años y a veces vuelvo a tal solipsismo–, el escritor sin genealogía evidente tendría que salvar un muro impenetrable: todo lenguaje es una conversación común y cuando alguien escribe está haciendo uso de herramientas que sólo le pertenecen parcialmente. ¿Usted cree que utiliza las palabras como fichas de ajedrez? No, y si lo hace está degradando al lenguaje a su más mínima posibilidad. Es tan cómodo utilizar las herramientas de otros. ¿Por qué se continúa leyendo a Balzac o a Charles Dickens? ¿Debido a un impulso escolar inevitable? ¿A un amansamiento necesario para que el rebaño no se salga del camino? En este caso Dickens, por ejemplo, sustituiría las riendas o la brida del ganado. ¿Por el impulso mismo de la celebridad? No lo sé, mas es posible que esto sea porque la obra de tales autores está a la mano todavía en el siglo XXI y la circulación de su mito –el blablablá histórico– continúa acompañada de la aprobación y divulgación de los críticos y de los lectores, sean ambos cultos o no, mediáticos o no, académicos o diletantes; pero también de la gravedad y presencia del mito creado alrededor de su obra: no hay canon sin un mito que lo respalde o que lo avale de tal manera que su difusión incluya una especie de valor a priori o anticipado. La mentira jamás pasará de moda, aunque actualmente se concentre en la pantalla y en el espacio visual. El esfuerzo invertido en hacer sólido lo evanescente, lo fugitivo, a través de la mentira verdadera o mito es una tarea de supervivencia no nada más de calidad estética, sino en casi todos los órdenes del quehacer humano. Cuando es así, el lector no tiene más remedio que rechazar o disfrutar el mito, creer en el había una vez –no encarnado precisamente en la obra literaria misma, sino en su leyenda histórica–: disfrutar ese mito o volverse un rebelde y desestimarlo; decir: “Me construyo a mí mismo y soy fiel a mi propia errancia; el pasado se ha quedado atrás. No acepto cánones comunistas, redentores o liberales, ni creo en esa tontería que a unos cuantos les ha dado en llamar literatura universal o humanidad”. La rebeldía es necesaria para no vivir como las piedras atadas a la gravedad, pero no al costo del ridículo cometido ante uno mismo, del decepcionarse tarde o temprano de nuestros esfuerzos por ser alguien.

Respecto al mito sucede algo parecido a cuando eres un niño y los adultos te obligan a comer verduras por tu propio bien. Y a callar. A tragarse la verdura y las vitaminas. Las verduras hacen bien a la salud de los seres humanos y para respaldar tal afirmación existe un ejército de científicos dispuestos a explicarnos minuciosamente las propiedades saludables de un nabo o una espinaca (yo me les escondo). No me detendré en la naturaleza del mito –a la mano están los estudios de J. G. Frazer, Mircea Eliade, Denis de Rougemont y, sobre todo, de Robert Graves en su Diosa blanca–, pero de algún modo y a la ligera considero al mito una especie de chisme histórico, en apariencia carente de autor, que proviene de la remota oscuridad y nos afecta, puesto que somos recolectores y consumidores de chismes trascendentales. En su libro El amor y Occidente, Denis de Rougemont (1906-1985) escribió a propósito: “El carácter más profundo del mito es el poder que ejerce sobre nosotros, generalmente sin que lo sepamos”. ¿No es parecido al enamoramiento? Un chisme que escuchamos alguna vez en nuestra adolescencia y juventud y que se fortaleció con el pasar del tiempo y la experiencia. En fin, ¿hacia dónde me encamino utilizando como bastón de ciego la sencilla cita de E. L. Doctorow narrada al principio de estas páginas acerca de la ficción como distribución del sufrimiento y conocimiento de las leyes de la comunidad? ¿No parece una aseveración cursi y algo lacrimógena? Si bien no sé a dónde me llevará este libro sí sé que al menos ofreceré un testimonio de que eso que llamamos mundo contemporáneo –lejana consecuencia del ágora griega y de las mitologías orientales– ha perdido sus raíces más solidas y que sin la construcción de una literatura o relato que se oponga al elemental desbocamiento económico, tecnológico y “comunicativo” (comunicación que en su inmensa cantidad se reduce a que alguien diga: “Aquí estoy y refrendo así que no existo”) en que vivimos, entonces la idea de humanidad, como concepto de un bien que está siempre por hacerse y compartirse, se halla destinada a fracasar y a causar dolor en las personas que no lograron completar la construcción del individuo libre que reside en ellas. Distribuir el sufrimiento por medio de la literatura y el relato representa en sí ya un bien, pues parece imposible distribuir la riqueza concentrada en manos ancestrales y desmesuradas en cuanto que su acumulación desmedida va más allá del avituallamiento necesario para una vida. Hay herencias más longevas que Cristo. “El pasado devora al porvenir”, deja sentado el economista e historiador Thomas Piketty cuando advierte que la tasa de rendimiento promedio del capital ha sido y continuará siendo alrededor de cinco por ciento y ello dicta que la desigualdad será, como ha sido, la norma durante el siglo que ahora acontece. El que tiene propiedades y capital tendrá más capital y propiedades. El que carece de tales bienes desaparecerá como ciudadano: es invisible a menos que organice una rebelión que pueda oponerse al estado de cosas. A raíz de mi experiencia en el temperamento de la variable y contradictoria naturaleza humana y en la observación empírica o estadística del mundo actual –nadie tiene por qué creerme– me parece evidente que una estrategia económica que se oriente a ampliar la clase media y a disminuir los polos de concentración, tanto de la riqueza como de la pobreza es, por obvias razones, el único horizonte conveniente para transitar hacia una comunidad menos amarga, mezquina y desconsiderada. ¿Es eso posible? El equilibrio, la templanza, el sosiego y la equidad económica –contra la codicia y la voracidad financiera– y opuestas a la ficción de que la tecnología crea un bienestar general a priori: he allí la batalla que parece perdida y que da lugar a la desconfianza de que la literatura y el arte sean capaces hoy en día de divulgar el sufrimiento para ser comprendido por los seres humanos, como lo atinó a sugerir E. L. Doctorow. Dado que un mercado global impone las reglas tanto económicas como morales, entonces el sufrimiento lo “compartimos” en soledad, en el ensimismamiento, en la comunicación muda y la orfandad de sentido; planetas distantes que se contemplan cada uno en su particular e inexpugnable mutismo.

Demos paso a una hipótesis trágica: la lectura languidece y el libro resulta tan ajeno a la mayoría de los contemporáneos cuando, supuestamente, tendría que suceder lo contrario en una sociedad cuyo conocimiento proviene en gran medida de la escritura. ¿Es posible vivir carente de buenas lecturas y arte sin causar daño al entorno y la comunidad? ¿Es conveniente para sobrevivir crecer como ejotes despreocupados y esparcirnos por la superficie? En un diálogo publicado en 1998 y que lleva por título Persuadir es bueno, Richard Rorty (1931-2007), el filósofo estadounidense, discípulo intelectual de John Dewey y también de H. G. Gadamer, no exhibió ningún problema ético al afirmar que “La literatura es más importante que la filosofía en un aspecto muy concreto, es decir, cuando se trata de conseguir un progreso moral. La literatura contribuye a la ampliación de la capacidad de imaginación moral, porque nos hace más sensibles en la medida en que profundiza nuestra comprensión acerca de las diferencias entre las personas y la diversidad de sus necesidades”. Desde mi punto de vista, Rorty tiene razón, no sólo en el párrafo que recién he transcrito, sino en dotar de un valor extraordinario y también práctico a la literatura: la sencilla virtud de servir para algo y de no ser retórica fatua, tornar su aura intangible y marginal en bien terreno, tal como lo llevó a cabo en algún momento el relato moral que influyó en la vida de innumerables personas y sociedades, desde Esquilo hasta Dickens y Balzac. Es claro que un escritor no tiene obligación de ponerse a escribir especulando sobre cuál es el objetivo general de los relatos de ficción o si la literatura posee tal o cual capacidad social o psicológica: es escritor de ficciones no un filósofo profesional ni un predicador o un rebelde de cabecera. Sin embargo, no está de más –en tiempos en que se lee tan escasa ficción y la pantalla se ha reproducido en el mundo a niveles obscenos– señalar las virtudes de lo literario que van más allá de la historia que se narra o de los valores formales de una obra. Un libro no solamente es ficción, crónica, ensayo, etcétera, sino lenguaje, raíz y divulgación de la vida. Es el universo que se expande para ser comprendido. Cualquier escritor que guste irse de la boca puede decir sin remordimiento alguno que la literatura no sirve para nada específico y que tal es justamente su mayor fortaleza. Ella se resiste a ser utilizada en la búsqueda de una finalidad determinada o manipulada por algún idealismo: no tiene un fin específico. Sólo lo distraído acierta, pero ello mientras la distracción sea atención liberada de una finalidad impuesta. Es crucial, por lo demás, que si dirigimos la obra escrita en una dirección, nos desviemos del camino y el lenguaje nos entregue algo distinto a lo deseado. Pedíamos aves y nos obsequiaron piedras. Lo que tiene que ser no requiere de teorías ni de dirección precisa: lo que es ya ha sido. Por supuesto que yo estaría también de acuerdo con esta afirmación, pues cuando me propongo escribir ficciones no estoy pensando si van a servir para algo que se ubique fuera del espacio de mi denominada realidad o de la tan ambigua y manoseada sensibilidad humana. En El ocaso de los Ídolos, Nietzsche escribe: “Desconfío de todos los sistemáticos y me alejo de su camino. La voluntad de sistema es una falta de honradez”. Yo, un ser carente de dioses y misántropo por cuna y razón, lo que deseo es desarrollar o inventar un oficio cualquiera para ganarme un lugar en el lugar de las cosas que respiran, obtener dinero o bienes para tomar vino y emborracharme, o simplemente para hacerme el importante y que no me devoren los animales humanos que han puesto en mí sus ojos.

youno mismo