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Imaginatio

 

Marco Mazón Gomariz

 

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© Marco Mazón Gomariz

© Imaginatio

 

ISBN digital: 978-84-685-1156-6

 

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

 

Contenido

 

Capítulo 1 Nada es lo que parece

Capítulo 2 El puente

Capítulo 3 Una aparición

Capítulo 4 Saltando al vacío

Capítulo 5 No hay casualidades

Capítulo 6 Un mar de oscuridad y ondas azules

Capítulo 7 Parece un sueño

Capítulo 8 Acariciando las estrellas

Capítulo 9 Todo es parte del plan

Capítulo 10 Estamos programados

Capítulo 11 Nadie es bienvenido

Capítulo 12 Miedo a vivir

Capítulo 13 Platillos volantes por la ciudad

Capítulo 14 Horizonte de sucesos

Capítulo 15 Entre planetas y lunas

Capítulo 16 El manicomio

Capítulo 17 Seremos ciborgs

Capítulo 18 Imaginatio

Capítulo 19 El triunfo de la entropía

Capítulo 20 Esclavos de la civilización

Capítulo 21 Hay un destino que cumplir

Capítulo 22 A solas con la soledad

Capítulo 23 Infinitos mundos

Capítulo 24 Humo viviente

Capítulo 25 La utopía tiene un precio

Capítulo 26 Deseo cumplido

 

 

 

 

 

 

 

“Soñamos con viajes por todo el universo: ¿el universo no está dentro de nosotros?”

 

Novalis

 

 

 

 

Capítulo 1

Nada es lo que parece

 

 

–¡Betria! ¿Otra vez te quedaste dormida dibujando? ¡Vamos, cariño! ¡Es hora de levantarse! Hoy tienes clase, no te puedes quedar aquí –le decía su madre, zarandeándole ligeramente el hombro para despertarla. ¡Y tienes tu habitación hecha un desastre!

Otra noche más en la que se había quedado durmiendo absorta en sus dibujos. Estaba sentada en su silla, con los brazos cruzados sobre la mesa a modo de almohada, y, debajo de estos y esparcidos por toda la mesa, mares y mares de dibujos. Ella la escuchaba, pero fingía lo contrario, como muchos animales fingen su muerte para sobrevivir, aunque ella sólo quería dormir.

–Es mi desorden, respétalo –dijo con voz somnolienta, aún con la cabeza apoyada sobre sus brazos, remoloneando.

–Tienes clase. No puedes estar toda la vida con tus dibujos.

–Lo que no podría es estar toda la vida sin dibujar, además, ¿por qué tengo que ir? No me gusta ir, es incluso peor que una secta, las sectas no matan de aburrimiento –respondió, refunfuñando.

–Venga, que ya tienes 17 años. No eres ninguna niña. Y no pienses tanto, mi amor –le dijo su madre con dulzura, besándola en la frente–, levántate y prepárate, tu hermano ya está en la cocina desayunando.

–Para eso quieren que vaya a clase, para que no piense –dijo ella para sí, una vez su madre hubo salido de la habitación, indignada al verse despojada del solaz del sueño por tener que acudir al maldito instituto.

Hora de levantarse, de enfrentarse al mundo, o llegarían tarde. Si Betria odiaba las prisas, había nacido en la época equivocada. Y si amaba soñar y crear sus propios mundos bajo las sábanas, también había nacido en la menos adecuada de ellas.

Betria y su familia vivían en una casa en las afueras de la ciudad, en una urbanización de gente acomodada. Su padre era comandante en una línea de vuelos comerciales, y su madre, Belinda, trabajaba de dependienta en una tienda de ropa, en la que llevaba trabajando desde los 16 años. El padre de Betria, Alan, conoció a Belinda casi 20 años atrás, durante un vuelo, y fue de la forma más inverosímil. En aquel entonces, él no era el comandante, sino el copiloto. Hicieron un vuelo de un punto del país a otro, y, justo antes de aterrizar, una chica joven que iba a visitar a un familiar sufrió un ataque de pánico, se desató el cinturón y fue corriendo hacia la cabina. Varias azafatas intentaron detenerla, pero corría como si le fuera la vida en ello. Abrió la puerta de la cabina y les suplicó que no aterrizaran, que acababa de tener una premonición: sufrirían un accidente, tenían que elevar vuelo y volver a aterrizar.

No dio tiempo a acabar la frase cuando los tripulantes entraron en cabina y la sujetaron para sacarla.

El entonces copiloto y futuro padre de Betria, dejándose llevar por su instinto, le pidió al comandante que elevara vuelo y diera la vuelta para poder aterrizar de nuevo. El comandante se negó de pleno, no podía autorizar que una loca interfiriera en su trabajo, pero él le insistió de tal manera que acabó por ceder. Cuando elevaron vuelo de nuevo, el comandante verificó los controles y casi se desmaya. Habían olvidado sacar el tren de aterrizaje, iban a aterrizar con el avión directamente sobre la pista, podría haber sido una auténtica catástrofe. Aquella jovencita majareta les había salvado. Alan salió de cabina para hablar con ella, pero de forma discreta, nadie más podía enterarse, de alguna forma, él sabía que ella no diría nada. Le contó lo sucedido y le preguntó que qué iba a hacer allí, y ella le contestó que visitar a un familiar. No conocía muy bien aquella zona, por lo que Alan le propuso de llevarla él mismo a la dirección que le había dado su familiar, que era una prima enferma. Ella aceptó, quedaron para verse en la terminal de salidas del aeropuerto y él cumplió su palabra, la recogió y, a partir de ahí, todo fue sobre ruedas, se enamoraron el uno del otro allí mismo, un amor que empezó en el aire y acabaría en la tierra.

Betria y su hermano, Owen, no eran de esos hermanos que guerreaban hasta la muerte, no. La convivencia es, posiblemente, la mayor causa de conflicto en el mundo, pero ellos se llevaban muy bien, de hecho, las relaciones sociales de Betria se reducían a su hermano pequeño. No quería saber nada de nadie más. Había nacido con una inteligencia innata que le permitía discernir quienes le harían el bien, y a quienes debía mantener alejados como la peste. Quizá por ello le daba tanta fobia ir a clase.

Su madre les pidió que recogieran sus enseres y se preparasen para irse, hoy no podría llevarlos en coche. Betria solía preferir ir andando, y así también acompañaba a su hermano hasta el colegio, que estaba a menos de media manzana de su instituto. La caminata por la mañana era lo único que le aliviaba pensar al despertarse. A veces los llevaba su madre en coche, pero prefería evitarlo si era posible. Si iban en coche, tendría que aguantar a un locutor de radio hablando sin parar sobre dramas y desgracias. Y recién levantada no era plato de buen gusto. Además, raramente decían algo interesante en la radio. La única vez que se interesó por lo que decía el locutor, fue poco menos de un mes atrás, cuando estaban entrevistando a un ingeniero de una gran empresa de robots que decía que pronto los robots sustituirían a los humanos en todas sus tareas.

Los robots son los pacíficos, ellos heredarán la Tierra, pensó Betria al respecto.

A las palabras del comentarista, su madre hizo un comentario, preocupada por el hecho de que dentro de no mucho los humanos parecerán no servir para nada.

–Mamá, fíjate en las cosas que nos hacemos entre nosotros y, peor aún, al resto de las especies. ¿De verdad piensas que los robots son peores? No tendrán corazón, pero no tienen maldad. ¿No te vale con eso? –le respondió en aquella ocasión, convencida de la bondad de las máquinas y de la perversidad humana.

 

Faltaba media hora para el comienzo de las clases. Era el momento de salir. Mientras ella era renuente a hacer cualquier cosa que le pidieran, su hermano, no obstante, siempre estaba dispuesto. Él ya estaba listo para salir.

–¿Nos vamos? –le dijo su hermano, ya desayunado, mientras que Betria apenas había podido cambiarse de ropa.

Ella asintió, cogió sus cosas y salieron. Siempre procuraba salir de su zona lo más rápido posible. Tenía cierta fobia natural a la gente, y evitaba, en la medida de lo posible, tener que saludar a sus vecinos. Esa fobia social no era solo por razonamiento, sino porque su subconsciente así se lo ordenaba. Su repudio social chocaba de pleno con su atractivo físico. Su rostro era de facciones suaves, con unos ojos de azul lapislázuli que resaltaban con la albina tez de su piel, y un cabello castaño dorado y lacio que le caía hasta rozar la cintura. Era un imán para los chicos de su edad, pero para ella aquello significaba una condena. No le gustaba ser agria con ellos ni con nadie, pero tampoco sabía ser simpática sin causa, ni tenía mucha mano izquierda para ello. Sus compañeras de clase no cejaban en su empeño de ir detrás de los chicos, pero ella se alejaba todo lo posible.

Después de la caminata, llegaron al fin a la puerta del colegio de Owen. Era la hora de entrar. Le dio un beso y un “cuídate” a su querido hermano.

–Somos diferentes, Betria, pero eres buena, y yo también soy bueno –le dijo él cuando lo estaba despidiendo en la puerta del colegio.

Sorprendida por el comentario, respondió con una sonrisa y un abrazo. Nunca había dejado de sentir que había una distancia abismal entre su familia y ella. Su hermano, al parecer instintivamente, le dijo una verdad que ella había pasado por alto. Hay comentarios espontáneos suelen salir del fondo del alma, y así fue. Tenía razón. Sí, había una gran distancia y eran muy diferentes, pero los unía el amor y la bondad, algo de lo que ninguno de ellos estaba exento.

–Cuídate mucho –le dijo de nuevo, y añadió–: Y recuerda lo que te dice tu hermana, no le hagas caso a los profesores, mienten mucho, son malas personas. ¡Al salir paso a recogerte! –dijo para finalizar–.

Su hermano era obediente, pero no cándido, y, a pesar de tener 13 años, sabía captar lo evidente. Rio con el comentario de su hermana. Se reajustó mochila y se fue directo a clase.

Betria miró su reloj y aún faltaban más de 20 minutos para que empezaran las clases del instituto. Decidió irse al paseo de la ribera del río y dibujar algún paisaje para hacer tiempo, ya que leer libros y dibujar era lo único que contrarrestaba su tendencia a sufrir.

En cuanto llegó, sacó su libreta, cogió un lápiz y se sumergió en su nebulosa.

–¿Qué sería de mí sin mi imaginación? –pensó ella, antes de trazar las primeras líneas del dibujo.

Cuando terminó el dibujo, se fijó en que el Sol se había movido demasiado para lo rápido que se le había pasado el tiempo. Comprobó la hora en su reloj, habían transcurrido casi 3 horas, pero le importó un bledo, bueno, de hecho, se alegró.

–Gracias, imaginación mía, me has librado de un gran aburrimiento –decía hacia sus adentros.

No todo serían buenas noticias esa mañana, al menos aparentemente. Escuchó cómo alguien la llamaba.

–¡Maldita sea! –exclamó ella al ver quién era.

Se trataba de Nidros, uno de sus compañeros de clase. Un chaval de lo más reservado, una fuente de incógnitas. No había hablado nunca con él, pero, cada vez que lo veía, estaba en silencio, sin hacer nada, nunca apuntaba nada en la libreta ni hablaba con nadie. Por momentos pensó que se trataba de una aparición, pero ahí estuvo, dos cursos en la misma clase, y en dos años abrió la boca menos veces que ella, y ya era decir...

El chico se acercó con aire despreocupado, y, sin saludar siquiera, le dijo:

–¿Qué haces?

–Nada –dijo ella, escondiendo su dibujo rápidamente, que acababa de arrancar de la libreta.

–¿Eso es un dibujo? –preguntó. ¿Me dejas verlo?

–Acabas de ver cómo lo escondo. ¿Te vale eso como respuesta?

–¿Te crees especial por tu fobia social, tus libros y tus dibujos? No eres mejor que nadie –le dijo él, yendo a quemarropa sin alterarse un ápice.

Nunca un chico le había hecho la contraria en lo más mínimo, y mucho menos recordarle que no era más que nadie. Durante un instante casi que se ablanda con su ácida respuesta, pero le era imposible dejar de ser ella misma.

–No, soy peor que cualquiera –respondió ella, reponiéndose de su sorpresa. Si te dejo que lo veas, ¿me prometes que no dirás a nadie que me has visto? Ya he perdido 3 horas de clase, y me apetece perder las otras 3.

–Vale.

Extrajo su dibujo del interior de la mochila y con sumo cuidado se lo entregó, recelosa, pero mientras mirase el dibujo, no le hablaría, y con eso bastaba. Él no era del gusto de Betria, nadie era del gusto de Betria, pero tampoco tenía la pinta de ser un chico vulgar.

El dibujo era una panorámica del río y la ciudad, pero, en su dibujo, no había ciudad. Lo había dibujado como sería antes de los humanos. Tenía un estilo bastante subjetivo, dibujaba las aguas como si estuvieran vivas, y los árboles como si volaran. La vida no le había dado felicidad interior, pero le había dado un gran talento. El chico se sobrecogió al ver el dibujo, le parecía increíble, nadie suele dibujar de manera que te absorba la atención y te embargue el alma el mero hecho de contemplar el cuadro. Y ella lo conseguía, lo conseguía sin tener la intención de hacerlo.

–¿Por qué dibujas así? –le preguntó Nidros, sosteniendo el dibujo en sus manos.

–Porque es como me gustaría que fuese.

–Pues tienes buen gusto. Deberías haber creado el mundo tú, y no el que está al mando –dijo, casi haciéndola sonreír.

Él no paraba de mirarla, y ella apartaba la mirada, estaba tensa, nunca un silencio le fue tan incómodo.

Alargó su mano para que le devolviera el dibujo y, una vez en su mano, lo guardó de nuevo en la mochila. Nidros la miró inquisitivamente, como si le estuviera haciendo un reconocimiento, y, sin más, tan siquiera sin despedirse, dio media vuelta y se largó de allí.

–Qué tío más raro –dijo ella con cara de extrañeza, mientras Nidros se alejaba.

Ya había terminado el dibujo, y le dolía la espalda de estar sentada.

En la parte alta de la ciudad había unos parques con árboles de muchas partes del mundo. No sería un mal sitio para ir, pensó.

El parque estaba vacío, solo había un perro de color canela durmiendo, enrollado sobre sí mismo entre las gruesas raíces de uno de los árboles centenarios del parque. Se sentó en un banco de madera, situado al sur del parque, desde el cual se podía admirar toda la ciudad y las colinas a la derecha.

Descubrió algo extraño en las colinas que cautivó su atención. En la cima de una de ellas, la más alta, parecía haber algo ocultándose en una de sus laderas. No sabía qué era, pero era gigante, decidió ir andando para verlo con sus propios ojos.

De camino a las colinas, tenía la sensación de que algo o alguien la estaba siguiendo. Oía pasos, pero giraba la vista atrás y no veía a nadie, así que reanudó la marcha.

Las colinas se veían más próximas, ya le quedaba menos para llegar, pero algo la hizo detenerse en seco, un peligro mortal la acechaba, lo sabía. El corazón se le heló.

A poco más de 100 metros de ella, en una arboleda donde había antiguas casas de labradores abandonadas, apareció una jauría de perros asilvestrados. Eran 5 perros, y corrían como guepardos hacia ella, abriendo de par en par sus mandíbulas babeantes.

Iban a matarla, y el único sitio cercano en el que podría refugiarse era en las casas desde donde habían salido los perros, estaba perdida, sola, completamente a merced de los canes, que daban la impresión de estar poseídos, tenían aspecto de haber sido tratados con crueldad, pero peor aspecto iba a tener ella si se le echaban encima; un acontecimiento que sentía inminente.

No podía ni gritar, el estado de shock era tal que gritar era lo último que podría hacer. De todas maneras, nadie vendría en su ayuda, y los perros ya estaban a unos 10 metros, se daba por muerta. La iban a despedazar a mordiscos, aquella sería una muerte agónica, lenta y violenta. Nunca imaginó que ese sería su final. Jamás puso grandes expectativas en su vida, pero desde luego que no se le pasó por la cabeza que moriría en las fauces de unos perros.

Cerró los ojos, sabía que estaban encima de ella, cerró los ojos como un condenado a muerte acepta su fusilamiento.

Súbita e inesperadamente, los perros se detuvieron, ya no jadeaban con la furia de hace un momento, pero no la miraban a ella, miraban hacia algo que había detrás de ella. Miró y ahí estaba, el perro solitario de color canela que había visto en el parque, descansando en las faldas de un árbol. No hacía nada, simplemente estaba parado, con la vista anclada en los otros perros, los cuales parecían profesarle un miedo atroz. Dio unos pasos más hacia ella, y, conforme avanzaba, los otros canes retrocedían, hasta que se fueron corriendo con tal rapidez que los perdió de vista en un instante. El ruido de extrañas pisadas no era de ningún ser invisible que la perseguía, era aquel perro. ¿Cómo había venido hasta ella? ¿Por qué?

El animal acababa de salvar su vida, y, mucho más importante para ella, la redimió de tener una muerte horrenda. No le importaba morir, sabía que antes o después esa metamorfosis tendría que llegar, pero lo que no podía soportar era la idea de tener que sufrir para marcharse. Su madre sufrió para traerla a ella, ella sufrió al verse fuera del vientre de su madre, sin el calor de la placenta, y luego, sufrir la gran dosis mínima de dolor que el mundo le adjudica a cada ser humano... No, moriría de forma rápida, breve, como breve era la existencia.

Olvidaba que esa decisión no estaba en su potestad.

Se acercó al perro y le acarició por todos lados, sobre el todo el cuello. El animal parecía contento, pero al mismo tiempo algo taciturno, movía un poco la cola y le seguía el juego de las caricias a Betria, pero no tenía apariencia de ser un perro muy amigo de los humanos, aunque con ella se hubiera comportado como tal.

Clavó su rodilla en el suelo para estar a la altura del animal y le dio un abrazo, a la vez que le mostraba su gratitud por haberla librado de tal destino.

–Te daría algo de comer, pero es que no tengo nada –le dijo al animal, poniendo carita de pena.

Él se limitaba a mover ligeramente la cola y a mirarla. Había visitado ese parque varias veces, pero nunca lo había visto. El perro le llegaba casi por la cintura, y estaba bien cuidado, no parecía ser un perro callejero, aunque no llevaba correa ni nada que lo vinculara a ningún humano.

Le dio la espalda a Betria y se marchó a seguir descansando en el parque.

No le terminaba de encajar todo aquello, demasiada casualidad, demasiada causalidad.

Después de semejante susto, cualquiera habría desandado sus pasos, pero ella no. Era firme en sus propósitos cuando estos estaban rodeados de un halo de misterio, y no iba a dar marcha atrás y dejar el enigma de aquella colina sin resolver. Volvió a posar su mirada en ella, y, otra vez, apareció ese extraño objeto oscuro en su ladera. Tenía un movimiento oscilante, desde arriba hacia abajo, parecía estar mandando alguna señal. Otra explicación no podía darle a aquello. Continuó hasta llegar a la pendiente que marcaba el inicio de la colina, pero desde cerca no veía nada, como se hubiera ocultado detrás de la colina, o ¿habría sido un hechizo de su imaginación? Se le iba a salir el corazón por la boca de la emoción y la intriga. Lo más normal, pensaba ella, era que no fuese nada, pero... ¿Y si lo era?

La subida era un poco escarpada, había muchas piedras sueltas y apenas arbustos a los que agarrarse. Desde lejos parecía fácil subir, pero in situ no lo era tanto.

Llevaba más de media colina subida, sudaba profusamente, pero no se detenía.

–Espero que merezca la pena lo que haya ahí detrás. Menuda paliza de me estoy dando... –pensó.

Tenía el calzado y los pantalones llenos de polvo, y el resto de la ropa completamente sudada. No sabía cómo le iba a explicar eso a sus padres. Subir colinas no formaba parte de las materias de clase.

Nada más coronar la cima de la colina, escuchó un sonido sordo que le produjo un agudo pitido de oídos. Se asomó a la otra ladera y, nada más ver lo que había, quedó paralizada. Allí abajo, en la falda de la colina, había un platillo volante, de color oscuro, de por lo menos 20 metros de diámetro y 3 de altura, y no tenía ventanas ni rendijas de ningún tipo.

Miró al rededor, escudriñó toda la zona y no había absolutamente nadie. Solo la extraña nave, haciendo suaves movimientos oscilatorios, y ella, perpleja, mezclando la maravilla con el temor. No le costaba mucho creerse aquello. Nunca fue una chica muy escéptica, su tendencia era creer en todo lo imposible, pues creer solamente en lo posible era cosa de mediocres. Tenía claro que, en un universo con más estrellas y planetas que granos de arena hay en toda la Tierra, habría que ser muy estúpido y egocéntrico para considerar que el planeta Tierra era el único habitado. El universo era un infinito desconocido. ¿Quién se siente solo, ante semejante inmensidad? Era evidente que no podría estar sola.

Tuvo el irrefrenable impulso de descender la otra ladera de la colina y poder apreciar más de cerca la nave, pero recordó historias de personas que, por acercarse a lo que no debían, desaparecían o eran abducidos. Recordó y... bueno, le dio igual recordar.

Mientras descendía, sopesaba la posibilidad de que esos seres no le fueran a dar precisamente una bienvenida, pero eso también le daba igual.

–De haber querido hacerme algo malo, ya lo habrían hecho –pensaba ella para anular la voz interna que le decía que aquello era una temeridad.

No quería desperdiciar ni un momento. Esa nave no iba a estar ahí todo el día. Así que aceleró el paso, pero de poco le sirvió, pues tropezó con una piedra y el resto del descenso que le quedaba, lo hizo rodando por el suelo. No se rompió ningún hueso, aunque se hizo magulladuras y rasguños por todo el cuerpo. Todo le dolía, le dolía muchísimo, pero las ganas de acercarse a aquella máquina superaban en intensidad a su dolor. Se levantó y se fue hacia la nave.

Por fin la tenía delante de ella. No sintió el más mínimo miedo. Más bien eran deseos de entrar ahí dentro, pilotarla ella misma y largarse a otro mundo, no estaba muy contenta con el suyo. Tenía la sensación de que, antes o después, se abriría una compuerta, deslizarían una corredera y alguien bajaría a recibirla, pero no fue así. A menudo se frustraba porque sus planes no salían acordes a sus expectativas, y no reparaba en que, quizá, eso era lo más bello; lo inesperado del destino. El destino siempre esconde algo.

Ninguna compuerta se abrió, ningún alienígena a la vista. Por lo que dio ella misma el paso, y se fue acercando, lenta y cuidadosamente, lo más cerca posible a la nave. No tenía ninguna especie de sujeción al suelo, estaba suspendida en el aire. La ley universal de la gravedad no tenía poder sobre aquella tecnología. A simple vista, estaba hecha de un metal oscuro, pero, al acercarse a unos pocos centímetros, pudo distinguir una especie de acuosidad en él.

–Qué raro –decía ella, mirándolo, pero sin atreverse a tocarlo.

La nave ya no oscilaba, estaba quieta, estática como una balsa de mercurio. Quería ver cómo era por dentro, pero no había manera de entrar, no que fuera visible a la limitada visión humana. La rodeó en ambas direcciones con la intención de hallar algo que pudiera desvelar algún secreto sobre cómo acceder a ella, pero nada de nada, allí no había ninguna puerta de acceso.

Se hartó de dar vueltas buscando un acceso, no se conformaba con ver aquello desde fuera, tal y como lo vería cualquiera de sus congéneres, no, la vida, por alguna razón desconocida, la había llevado a ese lugar. Tenía que entrar, se lo ordenaba el destino. Primero se encontró, al lado del río y en horas de clase, con uno de sus compañeros, el menos abierto y más misterioso de todos ellos. Hasta entonces, apenas se había fijado en él, pero, esa mañana, algo en ese chico le avivó un remoto sentimiento. Remoto. Luego, avistó un objeto oscuro y desconocido nunca antes visto en aquella colina, hacia el que se dirigió a pesar de que tendría que darse una buena caminata, tanto en línea recta como ascendiendo las escarpadas laderas de la considerable colina, y, entre tanto, en el camino, una jauría de perros salvajes la hubieran reducido a carne picada si no fuera por aquel misterioso perro que, con su mera presencia, hizo retroceder a los canes, evitándole así una muerte poco envidiable. El mundo se había puesto de acuerdo para que ella estuviera ahí, contemplando algo procedente de otro mundo, y nada la haría retroceder.

No cesaba en su intento de hallar una forma de introducirse en la nave, hasta que escuchó una voz:

–No te obsesiones y lo conseguirás. Se trata de constancia y querer hacerlo.

¿De dónde venía esa voz? No se transmitía a través del aire. No entraba por sus oídos. No. La escuchaba como quien escucha al duende que ha tomado cobijo en su mente. La voz no era suya, y, sin embargo, si alguien estuviera a su lado, junto a ella, no la escucharía. Alguien le estaba hablando por telepatía. Era para ella, y para nadie más.

–¿Quién eres? –preguntó ella, en voz alta.

No hubo respuesta. Volvió a repetir la pregunta, pero nada. Tampoco sabía qué tenía que ver la constancia y todo eso para poder entrar en una nave de otro mundo. Se le ocurrió que podría tirarle una piedra a la nave y ver lo que ocurriría, pero una corazonada le previno de hacerlo. Aquella gente no era de juegos ni de bromas.

–Yo que tú no haría eso –dijo la voz.

Betria soltó la piedra de inmediato, desde el principio supo que eso no era la mejor idea.

–¿Cómo puedo entrar?

–Por la puerta –respondió.

–¿Por la puerta? Aquí no hay puertas ni nada por el estilo, sea lo que sea esto, es inaccesible. ¿Cómo es que puedes escuchar mis pensamientos? –preguntó desconcertada.

–Piensas mucho, y muy alto, se escucha el ruido de tu cabeza a millones de años luz. Quien sepa escuchar, claro está.

Le dio un rodeo a la nave, otra vez. Se fijaba hasta en el más mínimo detalle, pero no podía dilucidar el modo de acceder a ella.

Cuando ya lo daba todo perdido, vislumbró un pequeño pero luminiscente punto en el acuoso metal. Era un punto que, si lo miraba fijamente, ganaba tamaño y brillo y, si quitaba la vista de él, recuperaba su pequeñez. Posó los ojos sobre el punto y, paulatinamente, se fue expandiendo hasta que se hizo del tamaño de Betria. No tuvo que moverse ni un ápice, el punto luminiscente la envolvió y apareció en el interior de la nave, como por arte de magia. Aquella tecnología era digna de ser llamada magia.

–¿Qué es la tecnología, sino una imitación de la divinidad? –pensó.

La habitación en la que estaba tenía forma ovoidal, con una iluminación tenue. Parecía una sala de interrogatorios, solo que nada más había una silla y una mesa, no estaban sujetas al suelo ni usaban ningún punto de apoyo, flotaban sólidamente –lo comprobó al intentar moverlas–, y una puerta redondeada sin puerta, que conectaba con otra estancia. Sentía el aire muy denso y cargado, no era fácil respirar, pero, después de unos segundos, sus pulmones se adaptaron y, en adelante, pudo respirar con total normalidad.

Las paredes desprendían su propia luz, no había nada que se pudiera asemejar a una lámpara o una bombilla. Eran las mismas paredes las que alumbraban tenuemente el interior de la nave, como si estuvieran cargadas de energía.

–¿Hola? –dijo ella, presa de la timidez y de la maravilla.

 

No oía la voz que le hablaba fuera. El silencio allí dentro era sepulcral. No se oían voces, ni humanas ni de otro mundo. Las paredes se tragaban las palabras. Allí el eco no tenía cabida alguna. La ninfa Eco se convirtió en eco de tanto llorar, pero ahí dentro nadie la habría escuchado, y hubiese muerto sin dejar eco alguno.

Se quitó la mochila, la colocó encima de la mesa flotante y pasó al siguiente habitáculo para ver qué había. La sala era más pequeña, sin mesas ni sillas, pero había un artefacto sobresaliendo de la pared que, si sus deducciones no fallaban, sería el control de la nave, el cual no tenía ningún botón, nada más que un círculo grande, hundido unos centímetros, donde supuso que debía de ponerse la mano. ¿La mano de quién?, se preguntó.

–Coloca la mano –escuchó a la voz hablarle.

–¿Qué me va a pasar? –respondió, indecisa y atemorizada.

Ante la ausencia de respuesta por parte de la voz, puso por fin la mano, la nave no comenzó a volar, pero sí ocurrió algo muy distinto.

Era increíble, las paredes de la nave se habían vuelto transparentes. Podía ver con extraordinaria nitidez lo que había en el exterior: la colina, las plantas, las nubes que habitaban el cielo... daba la impresión de que las paredes de la nave habían desaparecido.

¿Quiénes sois? ¿Quién eres? –preguntó Betria.

–Tienes que irte.

–¿Ya? ¿Tan pronto? No quiero irme. ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?

–Hay que saber cuándo llegar, y cuándo marcharse. No hagas esperar a tu hermano.

–¡Mierda! –gritó al caer en la cuenta de que había quedado con su hermano. ¿Qué hora es? –se preguntó a sí misma en voz alta–.

Su reloj estaba parado, marcaba la hora de recoger a su hermano, pero las manecillas no se movían, como si lo hubieran manipulado, al reloj o al tiempo. ¿Cómo sabía que había quedado con su hermano? ¿Estaba alucinando?

Hubo algo que la retuvo allí unos segundos más, y no fue la curiosidad ni su espíritu aventurero. Al caer mientras descendía la colina, su cuerpo quedó repleto de magulladuras, pero cuando miró su reloj, las rozaduras que antes tenía en la mano ya no estaban. Se examinó de la cabeza a los pies y, milagrosamente, no quedaba ni una sola herida, habían cicatrizado sin que hubiera podido siquiera percatarse de ello. La ropa seguía estando maltrecha, pero qué más le daba eso, vino a este mundo sin ropa de ningún tipo, provista de su piel y los llantos inherentes al nacimiento. Lo importante era su piel, el resto le era indiferente. Pero tendría que buscar alguna manera de justificarse, y eso era algo que odiaba profundamente; justificarse, dar explicaciones por ser la dueña de su vida o, al menos, querer serlo. Era una chica con una tendencia considerable a guardar las ofensas en lo más hondo de ella, y no las sacaba nunca a relucir, ni a morir, ni a que se murieran de hambre fuera de ella. Las guardaba, las abrazaba, lo que la debilitaba hasta límites insospechables. Si no iba al instituto, tenía que decir por qué no fue, si apenas se relacionaba con gente de edad, también tenía que dar explicaciones y justificarse. ¿Por qué el mundo era tal y como era? ¿Por qué obligarla a hacer lo que no quería? ¿Estaba haciendo algún mal a alguien? Ella velaba por su salud, y, para velar eficazmente por su salud, tenía que ser irremediablemente egoísta. Tenía que mentir a sus compañeras de clase para no acudir a cumpleaños ni demás tontunas a las que era invitada de vez en cuando, tenía que ser agria e infinitamente antipática con los chicos de su clase para que dejasen de interesarse por ella o, al menos, que no se lo hicieran saber. Tenía que recurrir a su ingenio para que la dejaran en paz, mintiendo si hacía falta. No le quedaba otra, no sabía ser de otra manera.

Mentía porque era una soñadora empedernida, cuando no estaba en cama durmiendo, estaba con los ojos abiertos, soñando, con el pensamiento en algún mundo lejano, ideado por ella misma, donde nadie más pudiera entrar. Un mundo ideal, un mundo ideal que se resquebrajaba a medida que pasaban los años, y se iba acercando, cada vez más, a esa gran cárcel de prejuicios y rutinas que era la madurez. De no ser por su portentosa imaginación, no tendría tantos problemas con el mundo, pero la imaginación jugaba tanto a su favor, como en su contra.

–Joder, ¿y cómo salgo yo de aquí? –decía, enfadada por tener que irse de allí cuando apenas acababa de entrar.

–Nada se puede hacer de forma idéntica dos veces seguidas –respondió la voz.

–¡Si ni siquiera me quiero ir! ¡Me voy por mi hermano, no porque me lo diga ninguna voz! –dijo desafiante y, una vez dicho esto, con la vista clavada en el suelo de la nave, pudo ver cómo un agujero se abría bajo sus pies, engulléndola.

Ya estaba fuera de la nave, pero cuando vino a darse la vuelta, no había nave ni nada que se le asemejara. La nave había desaparecido, como si no hubiera estado ahí.

–¡Maldita sea! –se había dejado la mochila dentro de la nave, y ya no había nave por ningún sitio.

En la mochila tenía las llaves de su casa, los libros del instituto, el móvil y, lo más importante de todo: su dibujo. De todas formas, los libros había pensado quemarlos en el fin de curso. El móvil de última generación que le regaló su padre apenas lo usaba, pues pensaba que, no solo estos aparatos leían el pensamiento, sino que, además, le hackeaban el cerebro. No. Por si ella fuera, lo hubiese tirado a la basura, pero su dibujo... eso sí que le dolió, pues, para ella, cada dibujo era lo que para el samurai su espada; una extensión de su alma.

Salió veloz de las colinas, no quería llegar tarde a recoger a su hermano. Pero lo hizo.

–¿Qué te ha pasado? Nunca llegas tarde. ¿Por qué tienes toda la ropa sucia y rota? ¿Y tu mochila? –le preguntó su hermano al verla llegar, después de un buen rato esperando.

Se llevó las manos a la cara en un gesto de cansancio, y dijo:

–Yo siempre estoy rota y sucia. Me fugué de clase y me fui dar una vuelta por las colinas, me tropecé y caí cuesta abajo por una pendiente, y la mochila se me cayó por un barranco al tropezar, casi me mato. No le digas nada a mamá ni a papá, por favor, me costará un disgusto –le rogó.

Su hermano asintió.

–Por cierto, ¿por algún milagro del destino llevas llaves de casa? Por favor, dime que sí las llevas –le preguntó ella, preocupada.

Si su hermano llevaba llaves, podría abrir él y ella pasar corriendo hacia su habitación para evitar que su madre la viera, si tenían que llamar o esperar a que llegase su padre o su madre, estaría vendida. Ya tendría tiempo para inventarse una excusa para la mochila, los libros, el móvil y las llaves, si es que reparaban en ello.

–Sí –dijo él abriendo el bolsillo exterior de la mochila, mostrándole las llaves. No te preocupes, miraré antes a ver si hay alguien.

–Qué gusto da tener un hermano inteligente –le decía, dándole un beso en la frente.

Durante el trayecto a casa, Betria no pronunció palabra, su hermana callaba por no mentirle, y él le hizo el favor de no preguntarle, pero sus padres sí que le harían preguntas si la veían así tal cual iba. Lo peor estaría por llegar si sus padres estaban en casa. Tendría que hacer uso de su imaginación para salir de aquel atolladero, o, directamente, decir la verdad y aceptar lo que viniera.

Por fortuna, ni su padre ni su madre habían llegado todavía a casa. Su padre llevaba dos días fuera, haciendo viajes intercontinentales, y hoy, supuestamente, regresaría al mediodía, y su madre podría llegar en cualquier momento. Tendría que darse prisa.

–¡De la que me he librado! –pensó.

Le dio tiempo a ducharse y ponerse ropa nueva.

Oyó el crujido de las llaves en la cerradura, la puerta se abrió.

–¡Ya he vuelto! –dijo alguien, era su padre, había llegado antes que su madre.

Betria, que ya estaba cambiada de ropa y limpia (al menos exteriormente), bajó a darle la bienvenida con un abrazo. Cuando se miraron a los ojos, tanto uno como otro pudieron ver que ambos escondían algo.

–Papá, ¿tú crees en los extraterrestres? –le preguntó, aprovechando que estaban a solas, su hermano aún no había salido de la habitación.

Alan no supo cómo responder de primeras, pues le había pillado de sorpresa la pregunta. No se la esperaba.

–¿Qué te ha pasado? Te noto tenso, papá –le dijo ella al ver trazas de nerviosismo en él, sin darle tiempo a pensar en la respuesta a su primera pregunta y, sobre todo, para evitar que él le preguntase a ella qué le había ocurrido.

Con rostro blanquecino, aún con la palidez del que ha hablado cara a cara con la muerte, le contó lo ocurrido a su hija. En el camino de vuelta desde un país de Latinoamérica, en pleno océano Atlántico, se quedó un rato en cabina supervisando, con el piloto automático puesto, comiendo un sándwich preparado, mientras los otros dos copilotos estaban fuera de cabina, pues les dispensó para que descansaran. No le había dado aún el primer bocado al sándwich, cuando apareció de la nada un objeto oscuro en el distante horizonte, iba directo hacia el avión, se hacía cada vez más y más grande, parecía un platillo volante, no podía creerlo. Venía hacia él a una velocidad pasmosa, los casi 900 kilómetros por hora de su avión eran pasos de tortuga al lado de lo que se avecinaba en la letanía. Paró en la misma punta del avión, vis a vis con la cabina, vis a vis con el piloto, como si un muro invisible lo hubiera detenido en el acto. Mantenía una distancia de poco más de un metro respecto a la cabina, era, en efecto, un platillo volador, de más de 20 metros de diámetro y unos 3 metros de altura. No tenía ventanas ni nada que se le pareciera. El sándwich cayó al suelo aún intacto. Sus manos temblaban, ingobernables. Ni siquiera pudo gritar, tal era su estupor. La nave se desplazaba en consonancia con el avión, como si fueran la misma pieza.

Sin más, los motores del avión se apagaron. Todo el sistema del avión se desconectó, excepto la iluminación del pasillo, por lo que los pasajeros no se enteraron. Saltaron las alarmas de la cabina y los otros dos copilotos que estaban fuera de cabina estirando las piernas entraron, cerrando la puerta para que nadie más oyera el pitido de alerta. Ninguno de los pilotos podía creer lo que estaba viendo ni viviendo. Jamás se habían enfrentado a algo así, y de ninguna manera podían plantarle cara. Cundió el pánico entre ellos, estaban indefensos.

El avión perdía altura lenta pero imparablemente, y el platillo volante no se iba de allí ni daba muestras de estar dispuesto a hacerlo, más bien parecía dispuesto a estrellarlos. No se preguntaba qué hacer, no había nada que hacer, solamente encomendarse a la suerte o a los dioses del aire, si es que estos no eran precisamente los que les estaban poniendo en semejante aprieto. Ni siquiera la radio les funcionaba, aunque una llamada por radio no espantaría a aquella nave, pero, justo en ese instante, tal como llegó, se fue. En un ínfimo pestañeo de sus párpados, la nave se desvaneció, sin dejar más rastro que el traumático recuerdo en la memoria de los pilotos. Los motores se encendieron de nuevo, y el avión comenzó a recuperar altura. Se miraron entre ellos, nadie dijo nada, el silencio se impuso a las confusas palabras.

–¿Te vale esto como respuesta a tus dos anteriores preguntas? Que no se entere mamá, ni tu hermano. ¿Vale? Se asustarán mucho –a lo que ella asintió. Y a ti, ¿qué te ha pasado? –le dijo, devolviéndole la pregunta–.

–Nadaa –respondió Betria, alargando la última vocal, poniéndole puntos suspensivos...

La miró inquisitivo, él le había contado su experiencia, pero ella no quería contarle la suya. ¿Era aún más extraordinaria? Le clavó la mirada, pero esta vez como quien repite su pregunta tácitamente, dándole una segunda oportunidad para que hablara, pero Betria tuvo suerte. Alguien más entró a la casa, era su madre, y tras ella su hermano bajaba por las escaleras. ¡Qué oportuno! La excusa perfecta para poder desembarazarse de la situación y evitar contarle a su padre su vivencia. ¿Cómo iba a hacerlo? Amaba a su padre y a su madre, pero el amor y la comprensión no tienen por qué ir de la mano. ¿Quién creería su versión? Incluso a ella le costaba asimilar lo vivido. ¿Qué podría esperar de los demás, por muy cercanos que fueran?

Sus padres se saludaron con un beso y les preguntaron a ella y a su hermano si les apetecía salir a comer fuera. No había comida preparada y era muy tarde para ponerse a cocinar, así que se fueron a comer a un restaurante del vecindario.

Durante la comida, Betria apenas habló, estuvo meditando sobre cuántas cosas se estaría perdiendo por ir al instituto. De haber estado en clase, nunca habría podido visitar una nave de otro mundo, y, mucho menos, hablar con la misma máquina. Aquello iba a cambiar, pensó, pero iba a cambiar radicalmente, ya mismo, se dedicaría a lo suyo, que era leer, dibujar, y descubrir, lo que fuera, pero descubrir, aunque no pudiera ir más allá de su ciudad. No quería acabar como sus compañeros, ella quería ser todo lo libre que pudiera ser, y ello implicaba dedicar su tiempo a lo que le apetecía y ganarse el dinero con lo que le gustaba hacer, aunque no fuera mucho. Tenía buena mano para dibujar, y también mucha empatía con los niños, así que optaría por intentar trabajar de ello y ser autodidacta. Una chica con un mundo interior tan vivo como el suyo no podía desperdiciarse a sí misma yendo al instituto.

Para colmo, sus padres estaban hablando de lo bien que le iba en la escuela a Owen, mientras que evitaban a toda costa hablar de los resultados académicos de ella. No hablaban de lo bien que dibujaba, ni de lo crítica que era ni de lo mucho que leía, lo único que contaba eran las notas que traía a casa. Sacaron –sin malas intenciones– a colación lo que ella hizo unos años atrás, cuando, harta de ver a su hermano enclaustrado en su habitación, estudiando cosas que jamás le serían a ser de utilidad, cogió todos los libros del colegio y, mientras dormía, los tiró a la basura. Se ganó una bronca monumental por parte de sus padres, pero jamás pidió disculpas, ya que no había hecho nada malo, sino todo lo contrario. Según ella, le estaba haciendo el mayor favor que se le podía hacer, pero su familia no podía verlo, estaban cegados por la tradición y los eslóganes de moda, como el éxito, el triunfo, y toda esa miríada de barbaridades que destruían al género humano.

Betria se enfurecía cuando veía a su hermano, con tan solo 13 años, encerrado en su cuarto estudiando bajo una luz artificial, durante el día y la noche.

–¿Qué hace un niño sentado, garabateando idioteces que un profesor le ordena, tantas horas al día? ¿Dónde está su infancia? ¿Dónde están sus caídas, sus manos manchadas de barro, sus tardes corriendo por el parque? Están asesinando al niño que todos llevan dentro, y todo aquel que esté a favor de ello, es cómplice y verdugo –reflexionaba Betria en silencio, mirando su plato aún intacto, sin ningún apetito.