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HÉCTOR AGUILAR CAMÍN (Chetumal, 1946) es escritor, historiador y periodista. Su obra de ficción incluye las novelas Morir en el Golfo (1985), La guerra de Galio (1991), El error de la luna (1994), Un soplo en el río (1998), El resplandor de la madera (2000), Las mujeres de Adriano (2002), La tragedia de Colosio (2004), La conspiración de la fortuna (2005), La provincia perdida (2007) y Adiós a los padres (2014). Ha reunido sus relatos en un volumen: Pasado pendiente y otras historias conversadas (2010), y sus ensayos sobre el presente de México en Saldos de la revolución (1982), Después del milagro (1988), Subversiones silenciosas (1994), La ceniza y la semilla (2000) y Pensando en la izquierda (2008). Es director de la revista Nexos (1978), decana de la prensa cultural de México. La piedra fundacional de su obra es La frontera nómada (1977), un libro clásico sobre la Revolución mexicana que el Fondo de Cultura Económica ofrece hoy a los lectores en su edición definitiva, añadiendo ensayos y reflexiones claves sobre estos revolucionarios extraños, a la vez triunfantes y melancólicos, mal conocidos y peor reconocidos como los verdaderos artífices de la Revolución mexicana.

SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA


LA FRONTERA NÓMADA

HÉCTOR AGUILAR CAMÍN

La frontera nómada

SONORA Y LA REVOLUCIÓN MEXICANA

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, Siglo XXI, 1977
Primera edición, Cal y Arena, 1997
Primera edición, FCE, 2017
Primera edición electrónica, 2017

Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar
Fotografías de portada: arriba: Gen. Obregon and staff of Yaquis, ca. 1910. Library of Congress, Prints and Photographs Collection, número de reproducción LC-DIG-ggbain-16097 /
abajo: Álvaro Obregón a caballo, Lagos de Moreno, Jalisco, ca. 1914. © 374012 Secretaría de Cultura.INAH.Sinafo.FN.México. Reproducción autorizada por el INAH.

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contraportada

ÍNDICE GENERAL

ÍNDICE

PUNTOS DE REFERENCIA

LISTADO DE PÁGINAS

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN, 1997

Hace 20 años entregué a la imprenta la primera edición de La frontera nómada, un intento de explorar la historia de la facción triunfadora de la Revolución mexicana, la facción sonorense, cuyos caudillos fundarían los rasgos centrales del México moderno. Cuando empecé a estudiarlos eran unos triunfadores impopulares. Lo siguen siendo. Como se sugiere en el prefacio de la primera edición, la posteridad histórica mexicana tiende a venerar a sus héroes derrotados y a mirar con recelo a sus personajes triunfadores. Es así como se ha erigido en símbolo fundante de la nacionalidad la figura sacrificial de Cuauhtémoc, el guerrero azteca que ejemplifica la resistencia heroica pero también la derrota ineluctable de su pueblo. Son padres de la patria, forjadores de su independencia, Miguel Hidalgo y José María Morelos, los curas guerrilleros que perdieron la vida y fracasaron en su causa independentista, varios años antes de que la consumara uno de los grandes villanos de nuestra historia, Agustín de Iturbide.

El panteón de la Revolución mexicana prefiere también celebrar a sus águilas caídas antes que a sus caudillos ganadores. Tiene puesto su orgullo en el martirio de Francisco I. Madero, la fidelidad agraria de Emiliano Zapata, la violencia plebeya de Francisco Villa, más que en el sentido de nación de Venustiano Carranza, el genio pluriclasista de Álvaro Obregón o la visión fundadora de Plutarco Elías Calles. No se exagera mucho si se dice que, al final de la línea, la historia en México no la han escrito los triunfadores. Benito Juárez es una excepción, pero no fue él quien consagró su propia historia, sino el villano nacional que lo sucedió en el mando, Porfirio Díaz, el cual se había rebelado contra Juárez por lo mismo que más tarde se rebelarían contra él: la tendencia juarista a concentrar y retener el poder. La otra excepción de un triunfador venerado en la historia de México es Lázaro Cárdenas, cuya figura y memoria agrandaron también quienes se dedicaron a corregirlo en su posteridad.

Juárez y Cárdenas ganaron en consagración histórica el reconocimiento nacional que no tuvieron cuando gobernaban. Repudiados, controvertidos y aun odiados en el momento de hacer mutis del escenario de su tiempo, fueron después los ausentes deseados, los santones de la Iglesia laica que es toda historia patria digna de ese nombre. Hoy resulta casi una profanación recordar que Juárez debió gran parte de su triunfo contra la intervención francesa al respaldo militar y diplomático de los Estados Unidos. Profano es también decir que la utopía popular cardenista estuvo sustentada en un autoritarismo corporativo y antidemocrático, tan impopular en su tiempo, cuando lo llevó a cabo el Partido de la Revolución Mexicana, como impopular es hoy su herencia, que carga el Partido Revolucionario Institucional.

Historiadores de las costumbres nacionales nos explicarán algún día por qué quienes negaron en la práctica a Juárez y Cárdenas necesitaron encumbrarlos como sus antecedentes; por qué tuvieron la necesidad de asumirse herederos y defensores de la experiencia histórica que querían demoler. Mientras defendía la herencia liberal y nacional de Juárez, Porfirio Díaz construía un gobierno autoritario. Mientras consagraba la utopía popular, corporativa y estatista de Cárdenas, la familia revolucionaria se entregaba a la realidad capitalista de la posguerra. El tiempo y la simplificación borran las continuidades. Benito Juárez aparece desligado de Porfirio Díaz tanto como Lázaro Cárdenas de los presidentes sucesores. La evocación de sus logros tiende a convertirse en una secuela de próceres buenos seguidos de próceres malos. Hay cierta lógica en ello. Para presentarse como eslabón culminante de la historia liberal, Porfirio Díaz no quería subrayar en la memoria pública los modos antiliberales, oligárquicos y proamericanos del México de Juárez. Le interesaba destacar las partes luminosas, no las oscuras, porque quería alumbrarse con ellas, y mejorar así sus propias sombras. Los presidentes posrevolucionarios, sucesores y negadores de Cárdenas, no querían tampoco destacar los rasgos autoritarios y corporativos de Cárdenas, sino sus venas nacionalistas y justicieras. Esa era la herencia revolucionaria que deseaban alumbrar, para ser mejorados y sostenidos por ella. La pulsión binaria de la historia patria hizo lo demás: borró las sombras en un lado y la luz en el otro, dejó en uno puras sombras y en el otro lado sólo luces, diluyendo los grises, que son la esencia misma de la historia.

Algo en lo profundo de la sensibilidad del país sospecha de las testas coronadas y se inclina ante los pendones caídos. Pero los triunfadores tienen más cosas que decir de la historia posterior a su triunfo que los derrotados, aunque ambos sean partes de la experiencia total de la nación. La victoria de Cortés es más explicativa de lo que siguió que la derrota de Cuauhtémoc. La independencia triunfante de Iturbide es un hecho más decisivo para el futuro de la nación que las campañas guerreras de Hidalgo y Morelos. Lo mismo puede decirse de la facción sonorense y sus caudillos en relación con el México posrevolucionario. Su experiencia tiene un peso explicativo mayor —no único, sino mayor— que las campañas fulgurantes de Villa o la fidelidad agraria de Zapata. El México de fin del siglo XX se parece más al que fundaron Carranza, Obregón y Calles que al que pudieron soñar Zapata y Villa. No porque fueran más visionarios o tuvieran más claro lo que buscaban —aunque por algo ganaron—. También porque fueron ellos quienes tomaron las decisiones que hicieron el porvenir.

Muchas cosas han sucedido con la Revolución mexicana en los últimos 20 años. Una de las más notables es que ha empezado por fin a ser parte de la historia. Es una realidad que pertenece cada vez más al pasado y cada vez menos al presente —interminable presente— en que la convirtió el discurso público de México. Me refiero al discurso público en su sentido más amplio: el de la oratoria oficial y la historia patria, el de la plaza pública y la crítica intelectual, el del periodismo político y la cultura de masas, lo mismo que el discurso implícito en los ámbitos de la educación sentimental y el orgullo patrio. En todos esos órdenes el discurso público ha dejado de utilizar a la Revolución mexicana como proyecto de futuro o referencia de legitimidad histórica. El México de fines del siglo XX se revuelve en la ola de un largo adiós al entramado institucional que se ostentó por décadas como directo engendro del movimiento de 1910.

Nuevas palabras, como modernización o democracia, se disputan el lugar que antes tuvo en los estrados y en las conciencias el proteico mito revolucionario. La pobreza comparativa de esas palabras es evidente. Ninguna parece capaz de incubar una nueva conciencia y un nuevo proyecto nacional. Más impracticable aún parece insistir en el viejo código. El desacomodo político mexicano de fin de siglo tiene su origen en las nostalgias secretas y las fracturas públicas creadas por este tránsito. La corriente de fondo acaso sea una resistencia múltiple al abandono del enorme pasado/presente que nos acostumbramos a llamar, por tanto tiempo, Revolución mexicana.

Releyendo y corrigiendo La frontera nómada, 20 años después, descubro que su materia tiene poco o nada que ver con esa construcción ideológica del establecimiento posrevolucionario. Su materia es la de unos hombres de frontera que fueron a la revolución sin saber que fundarían el Estado mexicano moderno y su profusa mitología popular. Es la historia de unos rancheros y maestros de pueblo, unos obreros itinerantes, unos pequeños agricultores, soldados recientes, burócratas sin brillo, comerciantes y profesionistas ambiciosos que se hicieron a las armas en autodefensa de su tierra natal y terminaron al frente de un país destruido y renovado por una guerra civil. Es la historia de algunos de nuestros próceres antes de que empezaran a serlo, antes de que se subieran al pedestal y los petrificara un busto ecuestre. Ojalá y el desvanecimiento mitológico de la Revolución mexicana ayude a verlos mejor, más llana y nítidamente, como conviene a la objetividad de la disciplina histórica y a la salud de la memoria nacional.

La relectura del libro me ha hecho patente también el paradigma, invisible para mí cuando escribía, desde el que la historia de los revolucionarios sonorenses era juzgada por el historiador que escribió hace 20 años estas páginas. Mi vara de medir, creo, era La Revolución con mayúsculas, la revolución que, para serlo de veras, debía transformar las estructuras y refundar la historia. Parecía irritarme la falta de voluntad de los revolucionarios de Sonora para arrasar la sociedad existente y voltear de cabeza el ancien régime. Me irritaba su falta de radicalismo o de compromiso social para intentar una “verdadera revolución”. Entre líneas, o explícitamente, los fustigaba por eso: por haber hecho una revolución con minúsculas, atenta a las conveniencias de la ley y los fueros de la propiedad. Las anteojeras eran mías, desde luego. Me hacían perder de vista algo que ha quedado en estas páginas, y que me parece hoy más interesante que los ideales o las exigencias teóricas de una Revolución con mayúscula.

Me refiero a la forma como la pasión política corre desnudamente, sin rubor ni justificación, por las vidas que se esbozan en estas páginas. Con detalle y profusión, a veces fatigosa, puntillosamente, estas páginas retratan algo más interesante que la voluntad de cambio revolucionario, algo que puse en el libro en muchos momentos sin reparar en su importancia. Ese algo son los modos del combate político, sus incandescencias volátiles y caprichosas, a menudo ineluctables, portadoras de una densidad humana que sólo pueden igualar otros órdenes fundamentales de experiencia como la riqueza o el miedo, la religión o el amor. Dondequiera que vaya la política, habrá razones, ocasiones y pasiones semejantes a las que deja entrever el linaje revolucionario sonorense. No es una historia piadosa. Pretende ser una historia real.

He añadido a la segunda edición de La frontera nómada dos mapas y un índice onomástico, un cuadernillo de fotos, varias reparaciones bibliográficas detectadas por Enrique Núñez y una dedicatoria para Ignacio Almada Bay. He suprimido adjetivos, separado párrafos y limpiado la puntuación. He conservado, en las notas, una alusión juguetona a Segundo Portilla, que se ha ido. Quiero escribir, por último, con agradecimiento, el nombre de Alberto Román, sin cuya mano editora este libro sería más imperfecto de lo que es.

3 de enero de 1997

SUMARIO