Portada: La serpiente de Essex. Sarah Perry
Portadilla: La serpiente de Essex. Sarah Perry

 

Edición en formato digital: octubre de 2017

 

Título original: The Essex Serpent

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

En cubierta: © diseño de Peter Dyer
con imágenes de iStock y William Morris

© Sarah Perry, 2016

© De la traducción, Carlos Jiménez Arribas

© Ediciones Siruela, S. A., 2017

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid.

 

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17151-68-3

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

NOCHEVIEJA

 

I. EXTRAÑAS NUEVAS HAY EN ESSEX

Enero

Febrero

Marzo

 

II. PONGA ÉL TODO SU EMPEÑO

Abril

Mayo

 

III. VELAD, PUES, EN TODO TIEMPO

Junio

Julio

Agosto

 

IV. ESTOS ÚLTIMOS TIEMPOS DE REBELIÓN

Septiembre

Noviembre

 

Nota de la autora

Agradecimientos

 

Para Stephen Crowe

 

Si me apuran para que diga por qué le amaba, siento que es algo que no puedo expresar, salvo contestando: «Porque él era él; y porque yo era yo».

MICHEL DE MONTAIGNE,

De los afectos

NOCHEVIEJA

 

Un joven va río abajo por la ribera del Blackwater en una fría noche de luna llena. Lleva horas apurando el año viejo, trago a trago hasta las heces, hasta que le han empezado a doler los ojos y se le ha revuelto el estómago, y se ha cansado de las luces brillantes y el bullicio.

—Bajo al agua un momento —dijo, y estampó un beso en la mejilla que tenía más cerca—. Estaré de vuelta antes de que den las campanadas.

Y ahora, allí plantado, mira al este, hacia la marea que baja y deja el estuario sumido en calma y sombra, y al centelleo de las gaviotas sobre las olas.

Hace frío, y debería sentirlo, pero estaba hasta arriba de cerveza y lleva el abrigo bueno de paño grueso. El tejido del cuello le raspa la nuca, y se siente ebrio y con la lengua seca. «Me voy a dar un chapuzón», piensa, «a ver si me despejo». Llega al final del camino que baja hasta el muelle y se detiene allí, él solo frente a los cauces secos labrados en el barro oscuro que esperan a que suba la marea.

—Brindemos otra vez por la amistad —canta con voz dulce de tenor.

Luego se ríe, y alguien se ríe con él. Se desabrocha el abrigo y se lo abre, pero no le basta, porque quiere sentir cómo se afila el aire al contacto con su piel. Más se acerca al agua entonces, y le saca la lengua a la salinidad del aire. «Sí: me voy a dar un chapuzón», piensa, y deja caer el abrigo al suelo cenagoso. Además, no sería la primera vez, pues ya de niño había probado a darse un baño en buena compañía, para celebrar que un año se viene y un año se va, locuras de un chapuzón a medianoche.

Está baja la marea, el viento ha amainado, y en el Blackwater no hay nada que temer: dadle un vaso de su agua y se lo beberá de un trago, con sal y todo, con conchas y moluscos.

Pero algo se ha mudado en el rielar de la marea, o en la súbita quietud del aire: algo ha cambiado en la superficie del estuario, que late como con pulso propio, que palpita, y vuelve luego a su tersura, a su mudez, justo cuando él da un paso hacia delante; que vuelve al cabo a sacudirse, como algo que al tocarlo se retira temeroso. Más se acerca él entonces, y menos miedo tiene; y se elevan las gaviotas en el aire una a una, y la última de todas lanza un grito de consternación.

El invierno desciende sobre él como un mazazo en el cogote, y nota que le traspasa la camisa y le cala hasta los huesos. Se han disipado ya los efectos jubilosos del alcohol, no se siente cómodo rodeado de sombras y, cuando busca el abrigo, ve que un crespón de nubes oculta la luna y le nubla la vista. Respira lentamente, el aire se llena de alfileres; el suelo que pisa está empapado, como si algo hubiera desplazado el agua de repente. «Nada, no es nada», piensa, y da pasitos en el sitio para armarse de coraje, mas otra vez vuelve a sentirlo: es como estar mirando una fotografía, un raro momento hurtado al tiempo, seguido de una sacudida frenética que no puede deberse solo al tirón que da la luna a las mareas. Cree ver —y lo ve, lo ve— el pausado movimiento de algo gigantesco, encorvado y siniestro, cubierto de ásperas y tupidas escamas, que luego desaparece.

Le entra miedo de estar rodeado de sombras. Hay algo allí, lo siente, algo que espera el momento propicio, que es implacable, monstruoso, nacido del agua, algo que no le quita ojo. Aguardaba adormecido en las profundidades y por fin ha salido a la superficie, y él se lo imagina hendiendo las olas, oliendo ávidamente el aire. Lo paraliza el miedo, le da un vuelco el corazón, porque en tan breve espacio de tiempo lo han acusado, lo han condenado y han dictado sentencia contra él. Él, ¡el pecador incesante que alberga en lo más hondo del corazón una pepita negra! Y asiste a su suplicio saqueado, vaciado de toda bondad, pues nada tiene que ofrecer en su descargo. Con más ahínco escruta el agua negra del Blackwater y otra vez lo ve, algo que escinde en dos la superficie y luego se sumerge, sí, algo que siempre ha estado ahí, esperando, algo que por fin ha dado con él. Y es raro, porque está tranquilo: después de todo, es hora de hacer justicia, y gustosamente se declara culpable. Lo pueden los remordimientos, no la redención, y se lo tiene bien merecido.

Entonces se levanta un viento que despeja el cielo de nubes, y la luna en su recato asoma otra vez la cara. Bien poca luz es esa, es cierto, pero halla en ella algún consuelo. No en vano ve el abrigo allí, a apenas unos pasos, con los faldones manchados de barro; y descienden otra vez al agua las gaviotas, y se siente ridículo. Alguien ríe en el camino que baja hasta el muelle: una chica y su pareja, ataviados con ropa de fiesta. Y él los saluda con la mano y grita:

—¡Estoy aquí!

Y aquí que estoy, piensa: aquí, en la marisma, que conoce como si fuera su casa; aquí, con la marea baja y nada que temer. «¡Menudo monstruo!», piensa, y se ríe él solo, y siente el vértigo del aplazamiento, y se dice: ¡Qué otra cosa va a haber ahí que arenques y caballas!

No hay nada que temer en el Blackwater, nada de lo que arrepentirse; solo un momento de confusión en noche oscura y aún queda mucho que beber. Llega hasta él el agua, y ve que es otra vez su vieja amiga. Y para demostrarlo, se le acerca, moja en ella las botas, abre de par en par los brazos:

—¡Estoy aquí! —grita, y le responde un coro de gaviotas. «Es solo un chapuzón», piensa, «por los viejos tiempos», entonces se quita la camisa sin parar de reír.

Oscila el péndulo, un año se va, otro año viene, y oscuro es el espacio que hay en la faz de las profundidades.

I

EXTRAÑAS NUEVAS
HAY EN ESSEX

ENERO

1

Dio la una, el día era gris y aburrido, y cayó la bola del tiempo en el observatorio de Greenwich. Había hielo en el meridiano cero, también en las jarcias de las barcazas de chata proa que surcaban el Támesis con ajetreo. Marcaban el tiempo a voces los capitanes, el tiempo y la marea, y desplegaban las velas de color rojo sangre contra el viento de noreste. Río arriba iba un cargamento de hierro con destino a la fundición de Whitechapel, donde las campanas doblaban a vivo contra el yunque como si no hubiera tiempo que perder. Tiempo de condena que cumplir entre las cuatro paredes de la cárcel de Newgate; tiempo perdido en vanas filosofías en los cafés del Strand; malgastado por los que anhelaban que el pasado se hiciera presente, y odiado por aquellos cuyo anhelo era hacer del presente su pasado. Naranjas y limones daban la hora en la iglesia de St. Clement, como dice la canción, y la campana que llamaba a votar a los parlamentarios en Westminster muda estaba.

El tiempo era dinero en la Royal Exchange, donde menguaba la tarde y también las esperanzas de los que querían hacer pasar el camello por el ojo de la aguja; y en las oficinas del edificio Holborn Bars, el diente metálico de la rueda en el reloj magistral lanzaba una corriente eléctrica que hacía sonar el carillón de los doce relojes subsidiarios. Los oficinistas alzaban al instante la vista del estadillo, y luego la bajaban otra vez. En Charing Cross Road, flotas urgentes de autobuses y carruajes hacían las veces de carro alado del tiempo, y en las plantas de los hospitales, el de San Bartolomé y el de Santo Tomás, el tiempo multiplicaba las horas en minutos de aflicción y sufrimiento. En la capilla metodista de John Wesley, los himnos alababan el paso del tiempo en un reloj de arena, aunque más rápido aún querrían que pasara; y a apenas unos metros de allí, el hielo ya se derretía en las lápidas de Bunhill Fields.

En los colegios de abogados, el Lincoln’s Inn y el Middle Temple, miraban en los calendarios el vencimiento de los plazos de prescripción; en las habitaciones alquiladas en Camden y en Woolwich, el tiempo era cruel con los amantes, que nunca comprendían cómo se había hecho tan pronto tan tarde, y les curaba al final sus renovadas heridas. Por toda la ciudad, en casas y apartamentos, desde la alta sociedad hasta los bajos fondos, pasando por la clase media, transcurría el tiempo y se perdía, se aprovechaba al máximo o se hacía eterno; y llovía todo el rato, una lluvia plomiza y fría.

En Euston Square y en Paddington, las estaciones de metro recibían pasajeros, que se vertían dentro como cualquier clase de materia prima a la espera de ser molida, procesada y moldeada. En un vagón de la línea circular rumbo a Kensington, el parpadeo de las luces mostraba escasos auspicios en la portada del Times, y una bolsa caída entre las filas de asientos derramaba su acopio de fruta podrida por el suelo. Olía a lluvia en los gabanes, y oculto entre el pasaje, con el cuello del suyo levantado, el doctor Luke Garrett iba recitando las partes del corazón humano.

—Ventrículo izquierdo, ventrículo derecho, vena cava superior —decía, y las contaba con los dedos, con la esperanza de que aquella letanía aminorara los latidos angustiosos de su propio corazón. El hombre que tenía al lado alzó la vista y lo miró, desconcertado; luego se encogió de hombros y desvió la mirada—. Atrio izquierdo, atrio derecho —continuó Garrett con un hilo de voz, pues, aunque estaba habituado a llamar la atención de los desconocidos, no vio razón alguna para regodearse en ello.

Diablillo, lo llamaban, porque les llegaba a todos a la altura de los hombros y caminaba a grandes zancadas, como si fuera a encaramarse sin más, de un salto, al alféizar de cualquier ventana. Incluso a través del abrigo, se le adivinaba el vigor en las piernas, y cierta urgencia en el aplomo de los brazos; además tenía el ceño prominente, pobre muro de contención para toda la riqueza y avidez de su intelecto. Lucía un flequillo largo y negro, semejante al filo del ala de un cuervo, que apenas ensombrecía la mirada de sus oscuros ojos. Era cirujano, tenía treinta y dos años, y una mente que no veía colmado su apetito, ni sujetos sus pronunciamientos.

Se apagó la luz, y se volvió a encender, y la parada de Garrett estaba cada vez más próxima. Tenía una hora para llegar a su destino, el entierro de un paciente, y no hubo nunca luto más liviano que el que él vestía para la ocasión. Hacía seis días que Michael Seaborne había muerto de cáncer de garganta. Fue un enfermo que mostró el mismo desinterés tanto por la enfermedad que lo consumía como por los cuidados de su médico. Pero Garrett no tenía la mente puesta en el finado, sino en su viuda, quien quizá en aquel preciso instante (pensó, y no pudo evitar sonreír para sí) se estaría cepillando el pelo revuelto, o echando de menos un botón en el mejor vestido negro que tuviera.

No había visto nunca un duelo como el que vivió Cora Seaborne, pero es que, nada más llegar al hogar de los Seaborne, en Foulis Street, Garrett se dio cuenta de que aquello no era normal. La atmósfera que se respiraba en las habitaciones de altos techos se acercaba más al desasosiego que a la enfermedad. El paciente estaba todavía bastante bien, aunque acostumbraba a llevar un pañuelo al cuello a modo de vendaje. Lo gastaba de seda, en tonos pálidos siempre, y a menudo con alguna mancha. Dado que no cabía pensar que un hombre tan meticuloso no se hubiera percatado, Luke sospechaba que lo hacía para incomodar a las visitas. De lo delgado que estaba, Seaborne llegó a parecer alto y todo, y hablaba tan bajito que había que acercarse para oírlo. Era cortés y atento, tenía como un silbido en la voz, y tonos azulados en la base de las uñas. Aguantó con aplomo la primera consulta, y rechazó la intervención quirúrgica.

—Pienso abandonar este mundo tal y como vine a él —dijo, y se dio unos toquecitos en la seda que le cubría la garganta—: sin cicatrices.

—No hace falta que sufra —argumentó Luke, ofreciendo un consuelo que no se le había solicitado.

—¡Que sufra! —Era evidente que la idea le parecía divertida—. Seguro que se aprende algo sufriendo. —Y luego prosiguió, como si una cosa llevara a otra—: Pero dígame, ¿conoce usted a mi mujer?

Garrett se recreaba a menudo con el primer conocimiento que tuvo de Cora Seaborne aunque, a decir verdad, aquel recuerdo no era fiable, elaborado a base de todo lo que siguió después, porque llegó justo en ese momento, como si hubiera acudido a la llamada, y se detuvo en el vano de la puerta para calibrar al visitante. Cruzó luego el espacio enmoquetado que la separaba de su marido, se inclinó para besarlo en la frente, tomó posición detrás del sillón que ocupaba y le tendió la mano a Garrett.

—Me ha dicho Charles Ambrose que no hay mejor médico que usted. Él me dio el artículo que escribió sobre la vida de Ignaz Semmelweis, y, si usa usted el escalpelo con la maña que se da con la pluma, viviremos todos una eternidad.

No había quien se resistiera a un halago pronunciado tan al natural, y a Garrett no se le ocurrió otra cosa que reír y aceptar con una reverencia la mano ofrecida. Había hondura en esa voz, mas no quietud, y él pensó nada más oírla que tenía el acento nómada de los que nunca han vivido mucho tiempo seguido en el mismo país, pero era solo un pequeño defecto que ella tenía en el habla, y se apoyaba en unas consonantes más que en otras para superarlo. Vestía de gris, con sencillez, aunque la tela de la falda le brillaba como el cuello de una paloma. Era alta y corpulenta, y tenía los ojos grises también.

En los meses que siguieron, Garrett había logrado entender un poco mejor aquel desasosiego que flotaba en el ambiente de Foulis Street junto al olor a sándalo y a tintura de yodo. Michael Seaborne dejaba notar allí su maligna influencia hasta cuando se retorcía de dolor, y no tenía nada que ver con el poder que suelen tener los convalecientes. Tenía a su mujer tan pronta al quite con paños fríos y buen vino, tan dispuesta a aprender a punzar una vena, que cualquiera diría que había memorizado punto por punto el manual de la perfecta casada. Pero muestras de afecto entre Cora y su marido, eso jamás lo vio Garrett. A veces hasta la creía capaz de acelerar su final y temía que lo llevara aparte cuando preparaba una inyección y le dijera: «Dele más; dele un poquito más». Cuando se inclinaba sobre el lecho para besarle al santo la cara macilenta hundida en la almohada, lo hacía con cautela, como si tuviera miedo de que levantara la cabeza y le mordiera la nariz por pura inquina. Contrataba enfermeras para vestirlo, limpiar la herida y mudar las sábanas, pero casi ninguna duraban más de una semana; y la última, una chica belga muy devota, se cruzó una vez con Luke en el pasillo y musitó: «Il est comme un diable!», y le mostró la muñeca, aunque no tenía en ella marca alguna. Solo el perro —al que no habían puesto nombre, era fiel, tenía sarna y no se separaba de la cama— no le temía al amo, o quizá fuera que ya se había hecho a él.

Pasado el tiempo, Luke Garrett se fue haciendo él también a Francis, el hijo de los Seaborne, un niño moreno que no daba ruido, y a Martha, la niñera, que tenía por costumbre acercarse a Cora Seaborne y cogerla de la cintura, posesivo gesto que no gustaba nada al médico. Tras la inspección de rigor al paciente, que no duraba mucho, pues nada podía hacerse ya, Cora se llevaba a Luke para que viera el fósil de un diente que acababa de llegarle por correo; o para que le contara, con todo lujo de detalles, sus ambiciosos planes en el avance de la cirugía cardiovascular. Practicó con ella sus conocimientos de hipnosis y le explicó que en su día la usaron los cirujanos militares para hacer más fáciles las amputaciones; también jugaban al ajedrez, y siempre ganaba él, y Cora veía con disgusto que su oponente no había escatimado fuerzas contra ella. El diagnóstico de Luke era claro: estaba enamorado, y no sería él quien le buscase cura a semejante mal.

Creía haber visto en ella siempre un poso de energía, algo acumulado que buscaba liberarse, y llegó a pensar que, en cuanto Michael Seaborne diera su postrer aliento, saltarían chispas en la acera por donde ella pasara. Y el postrer aliento llegó al cabo, y Luke estuvo allí presente, y el moribundo lo dio con no poco trabajo y aspavientos, como si hubiera echado a un lado todo lo estipulado por el Ars moriendi en el momento culminante y buscara a toda costa alargar un poco más la vida. Y Cora no sufrió por ello cambio alguno, no estaba ni dolida ni aliviada, pues una única vez se le quebró la voz, y fue cuando contó que habían hallado muerto al perro, aunque Garrett no supo muy bien si la iba a ver reír por ello, o la iba a ver llorar. Estampada su firma en el certificado de defunción, cuando los restos de Michael Seaborne salieron de la casa, no había razón alguna que llevara a Garrett a Foulis Street, pero cada mañana se levantaba con una sola cosa en la cabeza, y se plantaba ante el portón de hierro y veía que lo seguían esperando.

El tren entró en la estación de Embankment, y él se dejó llevar por el gentío a lo largo del andén. Entonces fue cuando le vino aquella pena, que no era la que sentía por Michael Seaborne, ni por su viuda, sino que se debía a que estaba próximo el último encuentro que había de tener con Cora; pena de que no volviera a verla más después de aquel día, que le quedara de ella una imagen final en la que la vería de refilón mientras se alejaba y tocaban a muerto las campanas. «No importa», se dijo. «Tengo que ir, aunque solo sea para estar presente cuando sellen el ataúd». Fuera de la estación, el hielo se iba derritiendo en las aceras y un blanquecino sol acentuaba su declive.

 

Vestida tal y como mandaba la ocasión, Cora Seaborne estaba sentada delante del espejo. Llevaba prendida en cada oreja una perla sujeta con un hilo de oro y le dolían los lóbulos, pues hubo que perforarlos de nuevo. «Si había que derramar alguna lágrima», dijo, «tendrá que valer con estas». Se había maquillado, y eso le confería mayor palidez a su rostro; y, aunque el sombrero negro no le pegaba nada, tenía velo y un penacho de plumas negras, y con eso le alcanzaba para el luto que requería la ocasión. Los botones disimulados en los puños del vestido no le llegaban para abrochárselos, y entre el borde de la manga y el guante asomaría una franja de piel blanca. El cuello del vestido era más bajo de lo que le hubiera gustado, y se le veía la repujada cicatriz que tenía en la clavícula, de un dedo de largo, y casi de un dedo de ancho. Guardaba una réplica perfecta para con las hojas de plata que adornaban los dos candelabros del mismo metal situados a ambos lados del espejo, también de plata, y que su marido usó para marcarla, como el que estampa un sello en un borrón de lacre. Había pensado echarse maquillaje encima, pero al final le acabó cogiendo cariño, y no se le escapaba que en algunos círculos corría el envidioso rumor de que se había hecho un tatuaje.

Dio la espalda al espejo y paseó la vista por la habitación. Cualquier visita que se asomara desde la puerta quedaría perpleja al ver, por un lado, la alta y mullida cama y las cortinas adamascadas que correspondían a una mujer rica; y, por otro, los restos de excavaciones propios de un naturalista. La pared del fondo estaba cubierta de grabados de botánica, mapas arrancados de atlas y folios en los que había escrito citas con grandes letras mayúsculas de trazo negro («¡NUNCA SUEÑES CON LA MANO EN LA BARRA! ¡NO VUELVAS LA ESPALDA A LA BRÚJULA!»1). En la repisa de la chimenea había una docena de amonites, ordenados de mayor a menor; y encima de ellos, apresada para siempre en un marco dorado, Mary Anning señalaba, junto a su perro, un pedazo de roca desgajado de una pared caliza cerca de Lyme Regis. ¿De verdad le pertenecía ahora todo aquello, la alfombra, las sillas, la copa que todavía olía a vino? Había que creer que sí y, solo de pensarlo, se sentía flotar, como si su cuerpo hubiera perdido la sujeción a las leyes de Newton, y fuera a acabar abierta de brazos y piernas contra el techo. Mas se impuso el decoro, y borró de un plumazo aquella sensación, aunque ya daba igual, porque la había sentido lo suficiente como para ponerle nombre: no era lo que se dice felicidad, ni contento, sino alivio. Y pena también, eso sin duda, una pena por la que daba gracias, pues, por mucho que hubiera llegado a odiar a su marido aquellos últimos años, él fue el que la formó, al menos en parte, y ¿qué sentido tenía odiarse a sí misma?

«¡Vaya que si me hizo!», dijo, y el caudal de los recuerdos se esparció por el aire como el humo de una vela al soplarla. A los diecisiete vivía con su padre en una casa al norte de Londres, y su madre llevaba ya años muerta; aunque antes de partir para el otro mundo se aseguró de que su hija no tuviera que aguantar el suplicio de las clases de costura y de francés. Su padre, al no saber qué hacer con la modesta fortuna que tenía, querido y desdeñado a partes iguales por los arrendatarios, salió un día de casa en viaje de negocios y volvió con Michael Seaborne pegado a los talones. Todo orgulloso, el padre le presentó a su hija, Cora, descalza, con la boca llena de latines, y su acompañante le cogió la mano a la chica y la estuvo admirando, y la regañó por tener una uña rota. Tras este, volvió otro día, y otro, hasta que su venida empezó a ser esperada con anhelo; le traía libros finos y objetos duros que no valían para nada. Se burlaba de ella, la tomaba de la mano, y con el pulgar frotaba en la palma hasta que la piel se le resentía, y era como si allí, en ese preciso punto, le naciera a la chica la conciencia. Cuando estaba con él, todo, los estanques de Hampstead, la bulla de los estorninos al caer el sol, las huellas escindidas que las ovejas imprimían en el barro blando, todo era banal, intrascendente. Y ella se avergonzaba precisamente de eso: de su desastrada ropa, de su pelo suelto.

Un día, él le contó: «En Japón las lascas a los platos rotos las arreglan con pan de oro. Fíjate qué cosa sería esa: que te quebrara yo a ti la cintura y te curara las heridas a base del vil metal». Pero tenía diecisiete años, su misma juventud la protegía, y no se apercibió de la cuchilla que le traspasaba hasta lo más hondo: se echó a reír, y eso hizo él. Cambió a los diecinueve el canto de los pájaros por las plumas de los abanicos; los grillos en la acrecida hierba, por una chaqueta bordada con élitros de escarabajos. Empezó a llevar sujeta la cintura con un corsé de ballenas, perforadas las orejas con marfil y el pelo atado con peinetas de carey. Y asimismo aprendió a hablar con languidez, sin atrabancarse, y a ir en coche a todas partes. Él le regaló un anillo de oro que no le cabía en ningún dedo; y al año siguiente, otro, más pequeño todavía.

Oyó la viuda pasos en el piso de arriba, y eso la sacó del ensimismamiento. Pausados pasos, medidos por la cadencia exacta del tictac de algún reloj. «Francis», dijo. Y se sentó a esperar, plácidamente.

 

Un año antes de morir su padre, y unos seis meses después de que la enfermedad diera la cara una mañana a la hora del desayuno (cuando Michael Seaborne no pudo tragar un trozo de pan tostado porque le había salido un bulto en la garganta), a Francis lo trasladaron a la cuarta planta de la casa, en la otra punta del pasillo.

El padre no habría perdido un minuto con aquellos asuntos domésticos ni aunque le hubiera sobrado tiempo; y tiempo era lo que le faltaba, ocupado como estaba asesorando al Parlamento en la tramitación de una nueva ley de la vivienda. Fue todo cosa de la madre, y de Martha, a la que contrataron de niñera nada más nacer Francis, y quien desde entonces, tal y como decía ella misma, entre unas cosas y otras, no había visto momento nunca de dejar la casa. Pensaron que había que tenerlo a mano, pues no paraba quieto por la noche y se lo veía cada dos por tres en la puerta; incluso, una o dos veces, asomado a la ventana. No pedía agua, ni que lo dejaran meterse en la cama con sus padres, como cualquier otro niño; él solo se quedaba allí de pie en el vano de la puerta, con alguno de sus muchos talismanes en la mano, hasta que su presencia acababa por inquietar a los padres, y uno de ellos alzaba la cabeza de la almohada.

Nada más trasladarlo a lo que Cora llamaba la habitación del ático, dejó de levantarse por la noche, satisfecho con la acumulación (nadie habló nunca de «robo») de cuanto se le antojaba. Disponía luego el botín siguiendo un intrincado orden muy desconcertante que había cambiado cada vez que Cora subía a ver a su retoño. Lo raro y bello de cada patrón habría sido cosa de admirar de haber sido obra de otro niño que no fuera su hijo.

Como era viernes, y era el día que enterraban a su padre, se había vestido él solo. Con once años, ya sabía por dónde tenía que ponerse la camisa, y sacaba de ello su consabida lección de anatomía («Igual que las personas, tiene la camisa cuello, pero en vez de brazos tiene mangas»). La muerte de su padre se le antojaba una calamidad, mas no mucho peor que haber perdido uno de sus tesoros el día de antes (una pluma de paloma, nada del otro mundo, pero dotada de tal flexibilidad, que se podía hacer con ella una espiral perfecta sin romperle el raquis). Cuando recibió la noticia —y al ver que su madre no lloraba ni se movía, sino que resplandecía como si le hubiera caído encima un rayo—, lo primero que pensó fue: «No comprendo por qué me tienen que pasar a mí estas cosas». Pero la pluma había desaparecido, su padre había muerto y al parecer tenía que ir a misa. Y le gustó la idea. Entonces, bien consciente de lo afable de sus planteamientos dadas las circunstancias, dijo: «Un cambio sirve a veces de respiro».

En los días que siguieron a la desaparición de Michael Seaborne, el que más sufrió fue el perro. No había manera de apartarlo de la puerta del cuarto en el que había muerto su dueño, ni de consolarlo, y allí gañía día y noche. Quién sabe si habría valido con una caricia pero, como nadie se atrevió a acercar la mano a la mugrienta piel del animal, tuvieron que amortajar el cadáver («Ponle un penique en cada ojo para el barquero», decía Martha, «que no creo que San Pedro se ocupe de eso...»), acompañados de aquel planto a aullido en cuello. Muerto estaba el perro ya, pensó Francis, mientras le pasaba la manita a una bola de pelo que se le había quedado prendida al padre en la manga, o sea que el único que había plañido estaba ahora para que lo plañeran.

No estaba seguro de qué rituales regían la inhumación de los cadáveres, pero pensó que era mejor ir bien pertrechado. En cada bolsillo de la chaqueta llevaba un objeto que, si no exactamente sagrado, sí era al menos aparente, pensó, para la ocasión: una lente rota que ofrecía una visión fragmentaria de las cosas; la bola de pelo (que ojalá alojara todavía alguna pulga o garrapata, la cual, si tenía suerte, puede que acogiera a su vez alguna gotita de sangre); una pluma de cuervo, la mejor que tenía, de tonos azulados en la punta; una tira de tela que le había arrancado a Martha del borde del vestido, porque divisó en él una insidiosa mancha con la forma de la isla de Wight; y una piedra perforada limpiamente en todo el centro. Hecho acopio de objetos, con los bolsillos llenos y bien inventariados, bajó a buscar a su madre, entonando, en cada uno de los treinta y seis escalones que lo separaban de la habitación materna: «No somos nadie; no somos nadie».

—Frankie.

Qué pequeñito era, pensó, con aquella expresión impasible en la cara, que no guardaba parecido alguno, curiosamente, con la de ninguno de sus progenitores; como mucho, tenía los mismos ojos inexpresivos y negros que tenía el padre. Se había peinado, y el pelo formaba estrías sobre el cuero cabelludo. A la madre la conmovió aquel prurito del niño por adecentarse, y le tendió la mano, aunque la dejó caer enseguida flácida en el regazo. Él se quedó allí de pie dándose golpecitos en los bolsillos, como si pasara revista a algo, y preguntó:

—¿Dónde está?

—Nos espera en la iglesia. —¿Debería levantarse y abrazarlo? Aunque, la verdad sea dicha, no parecía que le hiciera falta consuelo—. Frankie, llora si quieres; no te dé vergüenza.

—Si quisiera llorar, lloraría. Y, si quisiera hacer lo que fuera, lo haría.

No lo reprendió por eso, porque era la pura verdad. Volvió a darse un toque en cada bolsillo, y ella dijo con ternura:

—Te traes tus tesoritos.

—Me los traigo. Tengo un tesoro para ti (un toque), un tesoro para Martha (otro toque), un tesoro para papá (un toque más) y un tesoro para mí (dos toques).

—Gracias, Frankie...

Y no supo qué más decir. Menos mal que por fin llegó Martha, y, con ella, la luz que traía siempre y que disipaba, con su sola presencia, la más mínima tensión que flotara en el ambiente. Acarició con delicadeza la cabeza de Francis, como habría hecho con cualquier niño, y rodeó con su robusto brazo a Cora por la cintura; con ella, entró un olor a limones.

—Venga, vamos —dijo—, que a él nunca le gustó que llegáramos tarde.

Las campanas de St. Martin empezaron a tocar a muerto a las dos, y el tañido se extendió por todo Trafalgar Square. Francis, dotado de un oído despiadadamente agudo, se tapó las orejas con las manos enguantadas y no quiso traspasar el umbral hasta que no cesó el repique de la última campanada, momento en el que la feligresía, dándose la vuelta para ver entrar tarde al oficio a la viuda y al hijo, soltó un suspiro de agradecimiento: ¡qué pálidos venían! ¡Tal y como corresponde! Y ¡¿te has fijado en el sombrero?!

Cora presenció el espectáculo vespertino con desapasionado interés: en mitad de la nave, proyectando sobre el altar su sombra, en un ataúd alzado sobre lo que parecía una mesa de destazar, estaba el cuerpo de su marido, algo que no recordaba haber visto nunca en su totalidad, sino solo en breves y a veces temerosos retazos de palidísima piel dispuesta apenas sobre su hermosa estructura ósea.

La sorprendió comprobar que casi no sabía nada de él como figura pública, la cual había ejercido, imaginó, en los amplios espacios de los Comunes, y en los despachos que les daban la réplica en Whitehall, donde tenía sus oficinas, y en el club al que ella no podía asistir, al haber sufrido la desgracia de nacer mujer. Quizá allí conocieran el lado amable de aquel hombre —sí, puede que allí sí—; quizá le había tocado a ella hacer las veces de cámara de compensación por la crueldad que otros se habían granjeado. Había en ello cierta nobleza, si se paraba a pensarlo, y se miró las manos como si esperara que con un pensamiento así le brotaran estigmas.

Por encima de su cabeza, en el balcón negro, a tanta altura que se diría flotaba en el aire varios metros por encima de las columnas que lo sujetaban, estaba Luke Garrett. «¡El Diablillo», pensó ella. «Mírenlo ahí!», y era casi como si el corazón quisiera salir volando hacia el amigo y se apretara contra los barrotes que formaban las costillas. Llevaba puesto un abrigo para la ocasión, pero quedaba tan fuera de lugar como si se hubiera puesto el delantal de cirujano; y seguro que había estado bebiendo antes de venir, y que a la chica que tenía al lado la había conocido hacía poco, y le exigiría un desembolso por sus atenciones que él no podía costearse; y aunque estaba oscuro y había considerable distancia, le llegó desde el balcón la provocadora mirada de ojos negros que la incitaba a reír. Martha la sintió también y le pellizcó a su señora en el muslo, de tal manera que, horas más tarde, cuando corrían las copas escanciadas de vino en Hampstead, Paddington y Westminster, corrió la voz: «La viuda de Seaborne tuvo un ataque de llanto justo cuando el cura entonaba las palabras “aunque haya muerto, vivirá”, y fue tan hermoso y a la vez tan triste».

A su lado, Francis no paraba de susurrar, tenía el pulgar pegado a los labios y los ojos cerrados con fuerza. Eso lo hacía otra vez parecer un bebé, y ella puso una mano encima de la mano de su hijo. Le cabía dentro perfectamente, no se movía lo más mínimo y estaba muy caliente; y, pasados unos instantes, ella apartó la mano y volvió a dejarla en el regazo.

Más tarde, cuando el espacio entre los bancos se llenó de un revuelo de sotanas parecido al de las grajas, Cora fue hasta la puerta y despidió a la congregación de pie en la escalinata, según iban saliendo y se deshacían en muestras de atención y amabilidad: que podía contar con ellos como amigos para lo que fuera en Londres; que era más que bienvenida, con aquel niño tan guapo, a cenar cuando le viniera bien; que la tendrían presente en sus plegarias. Le dio a Martha tantas tarjetas de visita, tantos ramilletes de flores y tantos recordatorios enmarcados en negro que cualquiera que pasara por la calle podría haber pensado que se trataba de una boda, aunque algo lúgubre.

Todavía no había caído la tarde, pero ya se acumulaba la escarcha en los escalones y lanzaba un brillo diamantino a la luz de las farolas, y la niebla rodeaba la ciudad como una carpa blanquecina. Cora temblaba de frío, y Martha se acercó un poquito más para sentir el calor que exhalaba aquel fornido cuerpo enfundado en el segundo mejor abrigo que gastaba. Francis, a unos metros de ellas, tenía la mano izquierda en el bolsillo de la chaqueta y allí rebuscaba algo, y con la derecha se atusaba el pelo cada pocos instantes. No parecía afligido en lo más mínimo; porque, de lo contrario, ambas mujeres lo habrían atraído para darle cobijo entre sus cuerpos, para susurrarle esas palabras de consuelo que el niño habría logrado arrancarles con tan solo abrir la boca. Parecía más bien resignado, como un buen chico, a que lo sacaran de aquel mundo suyo que atesoraba tanto.

—¡Que el Señor se apiade de nosotros! —imploró el doctor Garrett cuando el último de los asistentes iba ya escaleras abajo y se calaba el sombrero negro, feliz de dar por concluido aquel servicio y poder dedicarle ahora toda su atención a la noche que se avecinaba, con su esparcimiento, y a la mañana posterior, con su pila de negocios. Y entonces, sin solución de continuidad, se puso tan serio como irresistible y le tomó la mano a Cora—: Has estado muy bien, Cora. ¿Me dejas que os lleve a casa? Te lo ruego. Tengo mucha hambre. ¿Tú no? Ahora mismo me comería una vaca y un ternero.

—No te podrías permitir tanto dispendio. —Martha siempre le hablaba al médico con un tono de desaire, y el mote de Diablillo se lo puso ella, aunque nadie se acordara ya de ello. Porque la irritaba verlo en la casa de Foulis Street, primero cuando eran requeridos sus servicios; luego por pura devoción; pues, para devoción, Martha pensaba que valía con la suya. Garrett había despedido a su acompañante, y llevaba en el bolsillo de la pechera un pañuelo negro.

—Lo que más me gustaría ahora mismo es darme un buen paseo —confesó Cora.

Francis, que vio cómo se apoderaba de ella un hastío repentino del que podría sacar partido, se le agarró a las faldas sin demora y pidió que volvieran a casa en metro. Y llegó aquella exigencia como siempre: no en la boca del niño que hablaba solícito y dejaba ver cuánta ilusión le hacía, sino como la mera constatación de un hecho. Garrett, que no había aprendido todavía a negociar con la voluntad implacable del chico, dijo:

—Considero que por hoy ya he estado más de lo que me conviene en el Hades. —Y alzó la mano al ver un coche que pasaba.

Martha cogió al chico de la mano, y, como no esperaba aquel avance tan audaz de la niñera, el chico no la retiró.

—Yo te llevo, Frank, porque se estará calentito, y tengo los dedos de los pies que no los siento. Pero, Cora, no puedes ir caminando de aquí a casa, ¡son por lo menos cinco kilómetros!

—Cinco kilómetros y pico —confirmó el médico, como si hubiera puesto él los adoquines—. Cora, déjeme que la acompañe. —El conductor del coche se impacientaba, y su gesto fue respondido con una obscenidad—. No lo hagas. No puedes ir tú sola...

—Que no lo haga, que no puedo. —Cora se quitó los guantes, escaso abrigo para el frío, poco más que una tela de araña, y se los arrojó a Garrett—. Dame los tuyos; no comprendo para qué hacen estos guantes, o qué les lleva a las mujeres a comprarlos. Andar puedo, y andando iré. ¿No ves que vengo preparada para caminar? —Se levantó el borde del vestido y le enseñó las botas, más propias de un colegial.

Francis le había dado la espalda ya a su madre, dado que no tenía el más mínimo interés en el desarrollo de los acontecimientos, y sí mucho que hacer en la habitación del ático: con sendos toques en la chaqueta señalaba dónde había guardado las nuevas adquisiciones que requerían su atención. Así que se soltó de la mano de Martha y echó a andar hacia el centro. Martha, después de lanzarle a Garrett una mirada de desconfianza, y a la señora, otra de pena, gritó algo a modo de despedida y desapareció en la niebla.

—Deja que vaya yo sola —dijo Cora, y se calzó los guantes que le había tomado prestados, aunque estaban tan raídos que no abrigaban mucho más que los suyos—. Tengo tal lío en la cabeza que tardaré varios kilómetros en aclararme. —Llevó una mano al pañuelo negro que Garrett llevaba en la pechera—. Ven mañana conmigo a la tumba, si quieres. Dije que iría sola, pero quizá sea ese el quid de la cuestión, quizá siempre estamos solos, independientemente de la compañía.

—Tendrías que llevar siempre a tu lado a un secretario para que levantara acta de todas tus ocurrencias —dijo el Diablillo haciendo mofa, y le soltó la mano. Luego hizo una desmesurada reverencia y se metió en el coche, cerrando la puerta de un sonoro golpe que no llegó a apagar la risa de ella.

Maravillada ante aquella capacidad que tenía él de alterarle el ánimo por completo, en vez de coger camino de casa hacia el oeste, Cora se dirigió primero al Strand. Quería dar con el punto en el que habían soterrado el río Fleet al este de Holborn, desviando su curso: desde una alcantarilla en concreto se oía el cauce presuroso rumbo al mar.

Cuando llegó a Fleet Street, pensó que si aguzaba el oído lograría atravesar la grisura del aire y oír el río en su recorrido por aquella tumba larga que le habían construido, pero solo se oía el ruido de una ciudad a la que ni la helada ni la niebla lograban disuadir en su firme alternancia de labores y placeres. Además, había oído que ya casi no llegaba a río, que era poco más que un albañal, que lo que lo acrecía no era el agua de lluvia que caía en Hampstead Heath y se filtraba por las capas freáticas, sino la humanidad que se hacinaba en sus orillas. Estuvo un rato más allí, hasta que le empezaron a doler las manos con el frío y notaba la sangre latir en los lóbulos puntiagudos de las orejas. Soltó un suspiro entonces y puso rumbo a casa, y descubrió que el desasosiego que había acompañado siempre la imagen de la casona blanca en Foulis Street había quedado atrás, caído por el suelo entre los bancos negros de la iglesia.

Martha, que estuvo esperando hecha un manojo de nervios hasta que Cora volvió a casa (poco más de una hora después, cuando los polvos blancos del maquillaje ya no tapaban el ardor de cada peca, y tenía el sombrero negro todo caído), le daba gran importancia al apetito para saber si alguien estaba en sus cabales, y contempló con arrobo cómo su amiga devoraba un par de huevos fritos con tostadas mientras apuntaba: «Qué ganas tengo de que acabe todo esto. Todo el tarjeteo y los apretones de manos. ¡Cómo me aburre el protocolo de la muerte!».

El niño, en ausencia de la madre, apaciguado por el viaje en metro, subió a acostarse sin decir palabra, con la sola compañía de un vaso de agua, y se quedó dormido mientras apuñaba los restos de una manzana en una mano. Martha lo miró desde la puerta, se fijó en la negrura de sus pestañas sobre la blanca mejilla, y sintió por él una inmensa ternura. Vio entonces una bola de pelo del perro que, a saber cómo, había acabado en la almohada, imaginó que estaría llena de piojos y pulgas y se inclinó sobre el durmiente para quitarla de allí y que durmiera a salvo. Pero se conoce que rozó la funda de la almohada con la muñeca, el chico se despertó al instante, vio el preciado tesoro en la mano de ella y soltó airado una especie de grito sin articular palabra que la obligó a soltar la bola mugrienta y salir corriendo de la habitación. Según bajaba la escalera iba pensando: «¿Por qué le tengo miedo, si no es más que un pobre huerfanito?», y estaba casi tentada a volver a subir y exigirle que le entregara aquel recuerdo tan repugnante, y hasta que le diera un beso si la apuraban, cuando sonó una llave en la puerta, y allí estaba Cora, pidiendo a gritos una lumbre, tirando los guantes al suelo y tendiéndole los brazos para que la estrechara entre los suyos.

Más tarde esa misma noche, Martha fue la última en irse a la cama, y se detuvo delante de la puerta de Cora, pues había tomado por costumbre desde hacía algunos años cerciorarse de que su amiga estaba bien. Vio por la puerta entreabierta que un leño crepitaba en la chimenea, y ya en el vano dijo: «¿Estás dormida? ¿Quieres que entre?», y al no recibir respuesta, se plantó de un paso en la gruesa y pálida moqueta. La repisa de la chimenea estaba llena de cabo a rabo de tarjetas de visita y recordatorios, enmarcados en negro, colmados de apretada escritura, y un ramito de violetas atadas con un lazo negro había caído en el hogar. Martha se agachó a recogerlas y casi le pareció que se alejaban de ella y ocultaban los pétalos entre las hojas con forma de corazón. Las puso en un vaso con agua y lo colocó donde su amiga pudiera verlas nada más despertarse. Luego se inclinó sobre el lecho para darle un beso. Cora dijo algo entre dientes y cambió de postura debajo de las sábanas, pero no se despertó; Martha recordó el día que empezó a trabajar en Foulis Street, donde pensaba que hallaría a una ensoberbecida señora de la casa con el seso sorbido por los chismorreos y la moda, mas se dio cuenta de que no podía haber estado más desencaminada al ver el ser mudable que salió a abrirle la puerta. Hecha una furia, como en trance, Martha pensaba que ya se había acostumbrado a esa Cora, cuando emergía otra de sus cenizas: la niña pagada de su propia inteligencia daba paso en apenas unos instantes a la amiga íntima de toda una vida; y a la mujer que caía en el derroche con las más estilosas cenas se le llenaba la boca de palabrotas en cuanto salía por la puerta el último invitado, feliz entonces de soltarse la melena y despatarrarse junto al fuego muerta de risa.

Hasta la voz le provocaba a Martha cierta admiración confusa con aquel defecto en el habla que era mitad melodía, mitad tartamudeo, y que le salía sobre todo cuando estaba cansada y se le resistían las consonantes. Y el hecho de que se le vieran las heridas debajo de una inteligencia tan encantadora (la cual, había observado Martha, se podía accionar al antojo igual que el grifo de la bañera) solo la hacía más cara a sus afectos. Michael Seaborne guardaba para la niñera idéntica indiferencia que la que le dedicaba al perchero de la entrada: no la veía, ni se dignaba a mirarla a los ojos cuando se la cruzaba en la escalera. Pero nada se le escapaba a la buena de Martha, quien siempre tenía el oído atento a la gentileza de sus insultos y a la evidencia inocultable de los moratones; y le costaba Dios y ayuda no ponerse a planear un asesinato por el que habría dado gustosa su vida en el patíbulo. No llevaba ni un año en Foulis Street cuando Cora fue a verla a su cuarto muy de madrugada, en una noche en vela para todo el mundo. Fuera lo que fuera lo que él le hubiese dicho o hecho, sufría convulsiones, aunque hacía calor; y tenía mojada la mata despeinada de pelo. Martha ni siquiera abrió la boca y alzó la ropa de cama para meter a Cora dentro y abrazarla. Hasta plegó las rodillas y la abarcó todo lo grande que era. Estaban las dos en posición fetal, como dos cucharillas, y el temblor de la otra mujer penetró a la niñera por completo. Libre de las convenciones que dictaban los corsés de ballena y la ropa, Cora era robusta de cuerpo. Martha le notaba las crestas ilíacas, inquietas en la parte baja de la espalda, la piel suave del vientre que acunaba con su brazo, los músculos tenaces de los muslos: fue como estar abrazada a un animal que no volvería jamás a dejarse estar tan quieto. Despertaron unidas por un lazo tenue, tan felices una al lado de la otra, y se despidieron al filo de una caricia.

La reconfortaba ver que Cora no había acabado en la cama presa del abatimiento tras la muerte de él, sino que seguía atenta a lo que llamaba «sus estudios», todo un hábito ya para ella, como un jovenzuelo que empolla a todas horas en la facultad. Tenía en la mesilla la vieja carpeta de cuero que había heredado de su madre, perdido ya el fulgor de las letras doradas, impregnada de aquel olor al animal (eso decía Martha siempre) al que un día perteneció la piel. Y allí estaban también los cuadernos de notas llenos de su letra pequeña y clara, con las páginas interfoliadas de tallos de plantas y hierbas, y un mapa de la costa lleno de marcas de tinta roja. La rodeaba un manojo de papeles esparcidos por toda la cama, y se había quedado dormida con el amonites de Dorset en la mano. Solo que en el sueño lo había agarrado con demasiada fuerza, lo había desmenuzado, y no atesoraba ahora más que un puñado de barro.

1 Herman Melville, Moby Dick, capítulo 96, traducción de José María Valverde.

FEBRERO

1

—Porque fíjate en el jazmín, sin ir más lejos. —El doctor Luke Garrett apartó con una mano los papeles que tenía encima de la mesa, como si brotaran debajo los capullos blancos florecidos y, al dar por fin con la petaca, se puso a liar un cigarrillo—. Es tan dulce el olor que resulta grato y repugna a la vez; la gente se aparta al olerlo y luego se acerca, se aparta y se acerca, y no saben si poner cara de asco o dejarse seducir por ese aroma. Tan solo con que reconociéramos que el dolor y el placer no ocupan polos opuestos, que son dos caras de una misma moneda, ya estaríamos en condiciones de entender un poquito mejor... —Perdió el hilo de sus argumentos, y se puso a buscarlo mentalmente dando muestras de impaciencia.

Su acompañante, sentado junto a la ventana, estaba acostumbrado a oírlo pontificar así. Le dio un sorbo al vaso de cerveza que tenía en la mano y se atrevió a decir:

—Pero si la semana pasada proclamabas que toda forma de dolor era mala por naturaleza, y que la bondad era algo inherente a los estados placenteros. Recuerdo las palabras exactas, porque las repetiste unas cuantas veces, y hasta me las escribiste para que no las olvidara; puede que incluso las lleve encima. —Se dio unos golpecitos en los bolsillos, haciendo gala de una ironía que no dominaba del todo y lo llevó a ponerse rojo.