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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Carol Marinelli

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

De la vergüenza al amor, n.º 135 - diciembre 2017

Título original: Sicilian’s Baby of Shame

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-550-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

BASTIANO Conti había nacido con voracidad y había provocado un problema. Su madre había muerto al darlo a luz y nunca había revelado quién era su padre. Sin embargo, le había dejado lo único que tenía; un anillo. Era de oro italiano con una esmeralda pequeña en el centro y algunas perlas alrededor.

El tío de Bastiano, quien tenía cuatro hijos, había propuesto en un principio que las monjas se ocuparan del pequeño huérfano que se había quedado llorando en la maternidad del valle de Casta. Había un convento que daba al estrecho de Sicilia y, normalmente, los huérfanos acababan allí. Sin embargo, ese convento estaba en las últimas. Las monjas estaban ocupadas, pero alguna se compadecía de vez en cuando y lo tomaba en brazos un poco más tiempo del que se necesitaba para darle de comer, solo de vez en cuando.

–Familia… –le había dicho el sacerdote a su tío–. Todo el mundo sabe que los Conti cuidan de los suyos.

Los Conti dominaban el oeste del valle y los Di Savo, el este.

El sacerdote le dijo que la lealtad hacia los suyos estaba por encima de todo. Por eso, después de las severas palabras del sacerdote, el tío de Bastiano y su reticente esposa se habían llevado al pequeño bastardo a su casa, pero nunca había sido un hogar para Bastiano. Siempre lo habían considerado un intruso y, si pasaba algo, era el primero al que echaban la culpa y el último al que perdonaban. Si había cuatro dulces, no los dividían para que hubiera cinco, Bastiano se quedaba sin dulce. Bastiano, que se sentaba en el colegio al lado de Raul di Savo, había empezado a entender por qué.

–Raul, ¿qué sería lo primero que salvarían tus padres si hubiese un incendio? –le había preguntado la hermana Francesca en clase.

Raul se había encogido de hombros.

–Tu padre –había insistido ella–, ¿qué sería lo primero que se llevaría?

–Su vino.

La clase se había reído y la hermana Francesca, cada vez más desesperada, se había dirigido a Bastiano.

–Bastiano, ¿qué salvaría tu tía?

Él la había mirado con sus serios ojos grises y había fruncido el ceño mientras contestaba.

–A sus hijos.

–Correcto.

Ella había vuelto a la pizarra y él se había quedado con el ceño fruncido porque, efectivamente, había sido la repuesta correcta. Su tía salvaría a sus hijos, pero no a él.

No obstante, cuando tenía siete años, lo mandaron a recoger los dulces y la esposa del pastelero le revolvió el pelo. Estaba tan poco acostumbrado a las demostraciones de cariño que se le iluminó la cara y ella le dijo que tenía una sonrisa muy bonita.

–Usted también –le dijo él.

–Toma –ella se rio y le dio un cannoli por haberle alegrado la mañana.

Bastiano y Raul se sentaron en la ladera y se comieron el dulce. Los niños deberían haber sido enemigos a muerte, los Conti y los Di Savo se habían peleado durante generaciones por los viñedos y las tierras del valle, pero Bastiano y Raul se habían hecho muy amigos.

Ese breve encuentro en la pastelería le había enseñado a Bastiano que podía irle mejor con el encanto. Una sonrisa hacía maravillas y más tarde aprendió a coquetear con los ojos, y lo recompensaron con algo mucho más dulce que un cannoli.

Bastiano y Raul siguieron siendo amigos a pesar de las protestas de sus familias. Solían sentarse en la ladera que había al lado del convento, ya vacío, y bebían vino barato. Mientras miraban el valle, Raul le contó las palizas que soportaba su madre y reconoció que no tenía ganas de irse a la universidad en Roma.

–Entonces, quédate.

Era así de sencillo para Bastiano. Si él hubiese tenido una madre, o alguien que lo quisiera, no se iría. Tampoco quería que Raul se fuese, pero, naturalmente, no lo reconoció.

Raul se marchó.

Una mañana, cuando bajaba por la calle, vio que Gino salía dando gritos de la casa de Raul y que dejaba la puerta abierta. Raul no estaba y, dado lo que le había contado su amigo, él creyó que tenía que comprobar que su madre estuviese bien.

–Señora Di Savo…

Llamó a la puerta abierta, pero ella no contestó. Sin embargo, oyó que estaba llorando. Su tío y su tía decían que era una desequilibrada, pero Maria di Savo siempre había sido amable con él. Preocupado, entró y la encontró llorando de rodillas en la cocina.

–Hola…

Le sirvió una bebida, tomó un paño, lo mojó con agua y se lo puso en el ojo morado.

–¿Quiere que llame a alguien? –le preguntó él.

–No.

La ayudó a levantarse y ella se apoyó en él mientras lloraba. Bastiano no sabía qué hacer.

–¿Por qué no lo abandona?

–Lo he intentado muchas veces –contestó ella.

Bastiano frunció el ceño porque Raul siempre le había dicho que le había pedido a su madre que lo abandonara y que ella se había negado.

–¿No podría vivir en Roma con Raul?

–No quiere que vaya, me abandonó –Maria sollozó–. Nadie me quiere.

–Eso no es verdad.

–¿Lo dices en serio?

Ella lo miró y fue a corregirla, a decirle que había querido decir que habría gente que la quería… No él.

Ella llevó una mano a su mejilla.

–Eres muy guapo.

Maria le pasó una mano por el pelo tupido y moreno, pero él se dio cuenta de que no lo hacía como la esposa del pastelero, que era más… cariñosa. Él, desconcertado, le apartó la mano y retrocedió unos pasos.

–Tengo que irme.

–Todavía no –replicó ella.

Maria llevaba solo un camisón y se le veían un poco los pechos. Él se dio la vuelta para marcharse y para que ella no se abochornara cuando se diera cuenta de que se le veían.

–No te marches, por favor.

–Tengo que ir a trabajar.

Él había dejado el colegio y estaba trabajando en el bar, que era una tapadera para los asuntos más turbios de su tío.

–Bastiano, por favor…

Lo agarró del brazo. Él se paró y ella lo rodeó para ponerse delante de él.

–Oh…

Ella se miró y vio que se le veían los pechos, pero Bastiano no miró y fingió que no se había dado cuenta. Pensó que ella se taparía, pero no solo no se tapó, sino que le tomó una mano y se la puso sobre la piel tersa. A él se le daban bien las chicas, pero el seductor siempre era él. Calculó que Maria tendría unos cuarenta años y, además, ¡era la madre de su mejor amigo!

–Señora di Savo…

Ella le puso la mano encima de la suya cuando fue a retirarla.

–Llámame Maria –le interrumpió ella con una voz grave y ronca.

Él podía oír su respiración profunda y, cuando ella retiró la mano, él siguió con la suya en su pecho.

–Estás… duro –siguió ella mientras lo acariciaba.

–Gino podría…

–No volverá hasta la hora de la cena.

Bastiano solía llevar la voz cantante, pero no en esa mañana ardiente. Maria volvió a arrodillarse, por voluntad propia esa vez, y terminó al cabo de unos minutos.

Cuando él se marchó, juró que no volvería a ir allí. Sin embargo, esa misma tarde fue a la farmacia, compró preservativos y estaban en la cama una hora más tarde.

Era ardiente, intenso y prohibido, se encontraban siempre que podían, pero nunca era bastante para Maria.

–Vamos a marcharnos de aquí –le dijo Bastiano.

Le habían pagado y tenía el anillo de su madre por si todo fallaba. No podía soportar la idea de que ella estuviese con Gino ni un minuto más.

–No podemos –replicó ella. Aun así, le pidió ver el anillo y él la observó mientras se lo ponía–. Si me amaras, querrías que tuviera cosas bonitas.

–Maria, devuélveme el anillo.

Era lo único que tenía de su madre, pero Maria no cedió y él se marchó. Subió por la ladera del convento y se sentó para intentar aclarase las ideas. Toda su vida había querido saber qué era esa cosa tan esquiva que llamaban amor y había descubierto que le daba igual. En ese momento, era él quien quería marcharse, y quería el anillo de su madre.

Se levantó para bajar al pueblo que veía abajo y, entonces, un coche a toda velocidad tomó una curva.

Stolto –murmuró en voz baja.

Llamó «estúpido» al conductor mientras veía que tomaba otra curva… y que se salía de la carretera. Corrió hacia los restos humeantes, pero lo pararon y le dijeron que era el coche de Gino.

–¿Es Gino?

–¡No! –le gritó una mujer que trabajaba en el bar–. Llamé a Maria para decirle que Gino estaba yendo hacia su casa y que estaba muy enfadado. ¡Se había enterado de lo tuyo! Ella tomó el coche y…

 

 

La muerte de Maria y sus consecuencias no habían dejado en muy buen lugar a Bastiano. Raul volvió de Roma y la víspera del entierro fueron a la ladera donde se habían sentado cuando eran unos muchachos.

–¡Te llevabas la que querías del valle! –exclamó Raul, que no podía contener la furia.

–Fui a ver cómo estaba…

Sin embargo, Raul no quería oír que lo había seducido su madre.

–Y desplegaste todo ese encanto falso.

Raul lo había visto en acción. Sabía que Bastiano podía atraer con sus ojos a la más tímida de las mujeres y derretir su contención solo con una sonrisa.

–Fui un necio al confiar en ti –siguió Raul–. Es como si la hubieses matado tú.

Efectivamente, era el primero al que echaban la culpa y el último al que perdonaban.

–No te acerques por el entierro –le advirtió Raul.

Sin embargo, Bastiano no podía hacerlo y las cosas empeoraron al día siguiente. Después de una pelea encarnizada al lado de la tumba, se supo que Maria había dejado la mitad de su dinero a Bastiano. Raul, que había sido su amigo, lo acusó de haber llevado a su madre a la muerte y juró que dedicaría el resto de sus días a hundirlo.

–No eres nada, Conti. No lo has sido nunca y no lo serás ni con el dinero de mi madre.

–No me pierdas de vista –le avisó Bastiano.

Solía decirse que criar a un niño era labor de todos, pero cuando todo el pueblo lo consideraba un tramposo, un mentiroso, un seductor y un malnacido, en eso se convertiría. Por eso, cuando Gino, borracho, fue a enfrentarse con él, Bastiano, en vez de encajarlo, se revolvió. Cuando Gino dijo que Maria era una ramera, él le puso los cuernos con una mano y le insultó de la peor manera posible.

Cornuto!

Todos los lugareños estuvieron de acuerdo en que Bastiano era lo peor de lo peor.

Capítulo 1

 

ALGUNAS noches eran infernales.

–¡Bastiano!

Oyó la voz conocida y almibarada y supo que tenía que estar soñando porque Maria llevaba mucho tiempo muerta. Estaba solo en la cama, algo poco corriente, e hizo un esfuerzo para despertarse mientras amanecía en Roma.

–¡Bastiano! –volvió a llamarle ella.

Bajó la mano, comprobó que no tenía el miembro duro, lo cual era un triunfo, y esbozó una sonrisa sombría mientras le decía en silencio que ya no se le ponía duro por ella.

Maria le dio una bofetada. Llevaba el anillo de su madre y se llevó la mano a la cara porque la herida se le había abierto. Tenía la mejilla abierta y la sangre le corría entre los dedos.

Bastiano luchaba consigo mismo incluso en sueños. Sabía que estaba soñando porque la pelea con Raul había sido en el cementerio; la herida de la mejilla era posterior a que Maria estuviese bajo tierra. Todo el mundo había dicho que él había tenido la culpa de su muerte.

Por eso estaba allí, unos quince años después, en una de las suites presidenciales del hotel Grande Lucia de Roma. Raul di Savo estaba pensando comprarlo y eso significaba que estaba en lo más alto de la lista de cosas que él tenía que conseguir.

Hizo un esfuerzo para despertarse y miró el reloj de la mesilla. Apagó el despertador porque ya no lo necesitaba, no volvería a dormirse. Sabía por qué Maria estaba otra vez en sus sueños. En realidad, no los había abandonado nunca, pero el sueño había sido muy vívido y él lo atribuía a que Raul y él estuviesen en el mismo hotel.

Oyó que llamaban levemente a la puerta de la suite y que intentaban meter en silencio el carrito con el desayuno.

Puzza!

Bastiano sonrió cuando oyó la maldición de la doncella, que se había tropezado con algo, y supo, por la palabra, que era siciliana. Había dejado abierta la puerta del dormitorio principal, pero ella volvió a llamar.

–Adelante.

Estaba más que acostumbrado al servicio de habitaciones. No solo estaba pensando en comprar ese hotel, también era el propietario de varios establecimientos de primera categoría. Cerró los ojos para indicarle que no quería conversación.

 

 

Sophie vio que él no se había movido para sentarse y no le dijo «buenos días». Las normas eran muy claras en el Grande Lucia y los empleados estaba muy bien formados. A ella le encantaba su trabajo y, aunque no solía llevar los desayunos, le habían pedido que llevara ese antes de que terminara su turno de noche. La habían llamado tarde, la noche anterior, y se había perdido el relevo, cuando les informaban de los clientes importantes, de sus características y de sus peticiones concretas. Naturalmente, ella sabía que cualquier huésped que estuviera en la suite presidencial era un huésped importante. Además, había comprobado su nombre en el pedido de su desayuno.

Era el señor Bastiano Conti.

Todo lo silenciosamente que pudo, abrió unas gruesas cortinas y las contraventanas para que el huésped, cuando se incorporara, pudiera ver Roma en todo su esplendor matinal.

¡Y menudo día tan espléndido iba a resultar!

A Sophie le pareció como si se abriera el telón de un teatro y apareciera un escenario maravilloso. Había muy pocas nubes y se disiparían enseguida porque iba a ser un día caluroso de verano. El Coliseo parecía sacado de una postal y su belleza hacía que se le pusiera la carne de gallina. Efectivamente, era un gran día porque, si no hubiera tomado una decisión complicada y no hubiese rechazado el deseo de su familia para que se casara con Luigi, ese día habría sido la víspera de su primer aniversario de matrimonio.

Por un instante, se olvidó de dónde estaba y se quedó admirando la vista mientras reflexionaba sobre el año anterior. Había tomado decisiones complicadas, pero estaba completamente segura de que habían sido las acertadas. Naturalmente, tenía curiosidad por los hombres, pero podía separarla del matrimonio, aunque su madre no pudiera entenderlo. Cuando había intentado imaginarse la noche de bodas con Luigi, se le había helado la sangre. Había salido con un par de jóvenes en Roma, pero los besos húmedos de Luigi habían dejado secuelas y, a pesar de la curiosidad, había apartado la cabeza ante los avances de cualquier hombre.

Sus padres creían que llevaba una vida pecaminosa en Roma, pero, desgraciadamente, no podían estar más equivocados. Ella sabía que era ingenua, pero también era fuerte, lo bastante fuerte como para rechazar a un hombre y un matrimonio que no había querido.

Buongiorno.

Una voz grave la devolvió a la realidad. Se dio la vuelta y se dio cuenta de que la habían sorprendido soñando despierta, y que había sido un huésped muy importante en su propia suite.

Fue a disculparse, pero se había quedado sin respiración. Allí, tumbado en la cama y observándola con indolencia, estaba una visión más cautivadora todavía que la que acababa de admirar. Era alto, tenía las manos detrás de la cabeza y el torso desnudo, lo sabía porque la sábana solo le tapaba hasta mitad del abdomen.

Era magnífico, la piel era de un tono oliváceo y el pelo, muy moreno. El único borrón en tanta perfección era una cicatriz que le cruzaba la mejilla, pero hasta eso hacía que pareciera más hermoso. Sin embargo, lo que atrajo toda su atención fueron sus ojos. Eran grises y penetrantes y, cuando sus miradas se encontraron, se quedó sin respiración y no pudo mirar a otro lado. Eso era algo muy raro en ella. Estaba muy acostumbrada a los hombres ricos y guapos por su trabajo, pero sus ojos no se desviaban de ese y se sonrojó un poco en vez de disculparse.

–Estaba preparándole la vista, señor Conti.

Él sonrió levemente por la broma de ella, como si hubiese colocado todo lo que había fuera específicamente para él.

–Gracias –él miró hacia la ventana–. Lo ha hecho muy bien.

Entonces, volvió a mirarla a ella. Cuando había pensado que ella estaba demorándose, había abierto los ojos para decirle que se diera prisa y se marchara, pero vio algo en ella que le calmó su impaciencia habitual.

En ese momento, lo hipnotizaba.

Los ojos que se clavaban en los de él eran marrón oscuro. Él ya sabía, porque la había mirado con detenimiento, que era esbelta y que llevaba un uniforme verde claro y unos zapatos planos, y que todo ello parecía quedarle un poco grande. En ese momento, mientras miraba su cara, vio que tenía el pelo castaño y tupido y recogido en un moño un poco alborotado que dejaba escapar algunos mechones largos. Pensó que parecía cansada y supuso que su turno estaba terminando, no empezando.

Ella había hecho que sonriera, solo un poco, pero era una auténtica sorpresa si se tenía en cuenta el sueño que no había conseguido quitarse de la cabeza. El dormitorio estaba bastante desordenado y la elegante sala no podía estar mucho mejor, tenía que haber una botella de champán tirada por el suelo y, seguramente, era lo que había provocado que ella dejara escapar ese ligero improperio.

–¿Quiere que le sirva el desayuno?

Ella seguía un poco nerviosa, y no solo porque la hubiese sorprendido mirando por la ventana. Se acercó al carrito con el desayuno y levantó uno de los cubreplatos de plata.

–No, gracias –contestó Bastiano–. Me conformo con que me traiga un poco de café.

–¿Quiere agua o zumo también? –él vio que ella hacía una levísima mueca y captó el tono de su voz cuando siguió hablando–. A lo mejor quiere las dos cosas…

Él volvió a sonreír cuando ella dejó claro que sospechaba que tenía resaca.

–Sí, por favor.

Ella le llevó los dos vasos y él se bebió el agua mientras ella volvía al carrito para servirle el café. Normalmente, él se servía el café porque no le gustaba que le diesen conversación, pero, en ese momento, era él quien estaba dándola.

–¿Es siciliana? –le preguntó él mientras le llevaba el café a la mesilla.

Ella asintió con la cabeza, pero hizo una mueca de disgusto al darse cuenta de que él la había oído maldecir.

–Yo también. ¿Qué es eso? –preguntó él señalando el carrito.

Aunque ella había vuelto a tapar la comida, se podía captar un olor intenso y especiado.

Shakshuka. Unos huevos escalfados de Oriente Próximo –contestó ella.

El impresionante huésped arrugó la nariz y ella temió que la cocina hubiese confundido los pedidos. Comprobó rápidamente la hoja del pedido y vio que estaba bien.

–Lo ha pedido usted…

–¡En qué estaría pensando! –replicó él.

–He oído decir que están muy buenos –a juzgar por el olor, su recomendación era muy acertada–. ¿Quiere que me los lleve y que le traigan otra cosa?

–Está bien –él sacudió la cabeza–. Déjelos.

–Espero que pase un buen día.

Él dejó escapar una risa algo amarga y asintió con la cabeza.

–Usted también.

Ella fue a cerrar la puerta del dormitorio, pero él le dijo que la dejase abierta. Mientras se marchaba, recogió la botella de champán con la que se había tropezado y la dejó en la bandeja. La habitación estaba hecha un desastre y le encantaría ponerse a ordenarla en ese preciso momento, pero no era su trabajo ese día y, además, era demasiado temprano para ocuparse de una suite.

En cualquier caso, ya había terminado su jornada y fue a fichar y a recoger sus cosas.

–¿Qué haces llevando desayunos? –le preguntó Inga mientras sacaba la chaqueta de la taquilla.

Sophie, por cortesía, había comentado por qué terminaba la jornada un poco más tarde, pero Inga había metido una pulla en su habitual tono crítico.

–Eso es para las doncellas más veteranas.

–Hago lo que me dicen que haga –replicó Sophie.

Inga se dio la vuelta para marcharse y Sophie le sacó la lengua. No se llevaban bien. A Inga le gustaba llevar los desayunos y, sobre todo, a los hombres muy ricos. Aunque hacer… favores estaba rigurosamente prohibido, ella estaba casi segura de que por eso tenía ese bolso tan exclusivo que acababa de guardar en la taquilla.

Ella no era quién para juzgar a nadie y procuraba no hacerlo.

Su antipatía hacia Inga se debía a sus comentarios despectivos y a las pullas que le lanzaba. Ella hacía todo lo posible para restarles importancia, pero era muy difícil algunas veces. Ni siquiera sabía qué había hecho para merecerse el rencor de Inga.

Aun así, decidió no darle más vueltas. Estaba deseando marcharse a casa, estaba cansada y hambrienta y soñaba con meterse en la cama. En vez de salir por la puerta lateral, salió, como hacía muchas veces, por la cocina. El motivo era doble. Por ahí salía al callejón, que estaba más cerca del pisito que compartía con otras dos chicas y, además, con un poco de suerte, el pequeño rodeo podía proporcionarle un desayuno gratis.