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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Nikki Logan

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Lo que los ojos no ven, n.º 2565 - mayo 2015

Título original: Awakened by His Touch

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6321-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

ELLIOT Garvey se apoyó en el mirador de madera y observó a la mujer que jugaba con su perro en la orilla. Daba igual que el camino que llevaba allí fuese público, el mapa que tenía en las manos y los carteles que había en ese lugar remoto y pintoresco le recordaban que esos terrenos eran privados. Por eso, teóricamente, también lo era la playa que había abajo. En realidad, era una cala rodeada de rocas. En su tierra no había ningún sitio que se pareciera a ese. Su lugar de procedencia, muy al norte por la costa, era arenoso y no tenía las impresionantes formaciones rocosas de los terrenos de Morgan. Ella no lo miraba, pero tampoco fingía que no supiera que estaba allí. Quizá fuese una turista. Eso explicaría que llevara ese vestido de algodón que se había remangado y no un traje de baño. Además, era una turista a la que le gustaba viajar con su perro. El golden retriever saltaba y ladraba a su alrededor aunque ella tenía una correa en la mano derecha. Ella bailaba, entraba y salía al ritmo de las olas con el borde del vestido levantado y ondulaba el cuerpo como llevada por una música que él no podía oír. Entonces, recordó el único viaje que hizo con su madre cuando él tenía unos ocho años. Había sacado medio cuerpo por la ventanilla del coche que había pedido prestado su madre. Estaba maravillado por hacer algo tan emocionante y soñaba con los sitios a los que podría llegar si fuese ligero como una pluma, como hacía esa mujer al bailar. No había viento en esa cala, pero ella se movía entre corrientes que nadie ni nada podían sentir. Solo las sentían ella y su perro. Fingió que iba a tomar una foto del paisaje y la enfocó con el teleobjetivo. Tenía el pelo largo y mojado de un color parecido al del golden retriever y la piel muy blanca y llena de pecas. Si hiciese eso menos, bajo el sol del oeste de Australia, quizá no tuviese tantas marcas en la piel, pero tampoco tendría esa sonrisa resplandeciente que casi no la cabía en el rostro.

Bajó la cámara y retrocedió al darse cuenta de que estaba entrometiéndose en un momento muy íntimo. La madera crujió y el perro captó el ruido. Dejó de ladrar, dirigió el hocico hacia él y se puso al lado de la mujer. Ella dejó de bailar y se agachó para acariciarlo, pero no miró en su dirección. Elliot bajó del mirador y tomó el camino donde estaba aparcado su lujoso coche, el único que había por los alrededores. Tenía que ver a los Morgan para convencerlos de que extendieran su empresa por el mundo. Tenía otra oportunidad para conseguir el puesto de socio que había quedado vacante. Ser muy bueno en su trabajo ya no era suficiente. Tenía que ser fantástico para ascender a socio y cimentar su futuro, y Morgan era la marca que necesitaba.

 

 

–¿Qué hace exactamente un «dinamizador», señor Garvey? –le preguntó Ellen Morgan una hora después mientras miraba su tarjeta.

–Los dinamizadores nos encargamos de buscar clientes con potencial y de ayudarlos a que se den cuenta de que tienen ese potencial.

–Me parece un trabajo bastante raro –intervino Robert Morgan mientras entraba en la sala con dos tazas de café y le entregaba una a Elliot.

–Es una especialidad, un planteamiento distinto al de mis colegas.

Ellen, que ya estaba bebiendo café, pareció ofendida, a juzgar por el tono de su voz.

–Señor Garvey, ¿cree que tenemos un potencial del que no nos hemos dado cuenta? Nos consideramos bastantes innovadores en nuestro sector.

–Llámeme Elliot, por favor –repitió él aunque sabía que sería inútil–. Claro que son innovadores. Dominan el mercado local y son de los tres mayores a escala nacional –si no lo fueran, una empresa como Ashmore Coolidge no los tantearía–. Aun así, siempre se puede crecer.

–Somos apicultores, señor Garvey. Unos de los muchísimos que hay en el mercado internacional. No creo que haya un hueco para nosotros en el extranjero.

–Mi trabajo es ayudarlos a hacerse un hueco.

–¿Expulsando a alguien? –preguntó Ellen con el ceño fruncido.

–Siendo competitivos, éticos y conocidos.

–¿Cree que el enorme sol de nuestra etiqueta no es conocido en los puntos de venta?

La voz que llegó de la puerta era delicada y analítica. Elliot se dio la vuelta mientras Helena Morgan entraba en la habitación. La hija de Ellen y Robert tenía fama de ser el talento que había detrás de la ascensión de Morgan a lo más alto… Se fijó en el golden retriever empapado que avanzaba detrás de ella. ¡Era ella! ¿Se habría dado cuenta de que él era el hombre que había estado mirándola cuando tenía el vestido mojado y pegado al cuerpo? Sin embargo, no dijo nada. Ni siquiera lo miró mientras iba a la cocina arrastrando elegantemente la mano por la encimera para tomar la taza que quedaba. Su indiferencia fue una táctica muy eficaz.

–No me refiero a la presencia en los puntos de venta –replicó Elliot –. Me refiero a la presencia en los mercados.

–¡Wilbur! –exclamó Ellen para quitarse al perro de encima–. Laney, por favor…

La mujer emitió un sonido y el perro dejó de buscar cariño para ir a la cocina y quedarse respetuosamente al lado de Helena.

–Nuestros clientes saben muy bien dónde encontrarnos –argumentó Laney desde la cocina.

–¿Lo saben los nuevos?

–¿Cree que no nos basta con los que tenemos? –preguntó ella con la cafetera en una mano y la taza en la otra.

Uno de sus padres la miró a ella y el otro, a él, como si los examinaran.

–Todos los mercados cambian –contestó Elliot.

–Y nosotros cambiaremos con ellos.

Ella se sirvió sin dejar de mirarlo.

–Sin embargo, nunca hemos sido codiciosos, señor Garvey, y no veo el motivo para que empecemos a serlo ahora.

Que dijera su nombre le abrió la puerta que necesitaba mientras ella entraba en la sala con el café recién servido.

–Tiene cierta ventaja… –comentó él en un tono un poco desafiante sin ser ofensivo.

Ella tenía un aire muy regio en su forma de moverse y de mirarlo sin mirarlo a los ojos.

–Lo siento, señor Garvey –intervino Robert–. Es Helena, nuestra hija y apicultora jefa. Laney, te presento al señor Elliot Garvey, de Ashmore Coolidge.

Ella tendió la mano, pero él tendría que acercarse para poder estrechársela. Algo muy propio de una princesa, aunque quizá su piel no fuese tan suave como parecía. Sin embargo, lo era y notó que la mano le vibraba por el contacto.

–¿Un inversor? –preguntó ella agarrándole la mano más tiempo del normal.

–Un dinamizador –replicó él, repentinamente susceptible por la diferencia.

Ella, por fin, lo miró a los ojos. Como era más alto, tuvo que levantar las pestañas y él pudo ver los iris grises rodeados de un blanco como no había visto jamás. Eran unos ojos sanos, preciosos y rebosantes de aire puro. Aun así, parecía como si no estuviesen allí, como si ella estuviese pensando en otra cosa. Él se ofendió un poco por no ser digno de toda su atención cuando esa reunión y su resultado significaban tanto para él. Parecía como si la indiferencia cautelosa fuese un mecanismo potente y efectivo en las tierras de los Morgan.

–He leído la propuesta que nos mandó por correo electrónico –replicó ella retirando la mano–. Y era… muy interesante.

–Sin embargo, usted no está interesada.

Ella sonrió y el rostro le cambió, volvió a ser la chica que bailaba en la playa entre las olas.

–Dicho por usted, parece algo espantoso.

Sus padres se miraron, pero no con preocupación por el descaro de su hija, sino con curiosidad.

–Me gustaría saber más sobre sus actividades. Podríamos avanzar en lo que tengo pensado.

–No hacemos visitas guiadas –replicó ella.

–Ni me verá. Se me da muy bien ser camaleónico…

Ella frunció levemente las cejas y él comprendió que tampoco era la manera de abordarla.

–Además, la revisión de Ashmore Coolidge tiene que hacerse pronto. Dos pájaros de un tiro.

Por fin, dio en el blanco. Laney Morgan era eficiente y su empresa exigía por contrato que sus clientes pasaran una revisión cada dos años para comprobar que todo iba bien.

–¿Cuánto durará? ¿Una hora? –preguntó ella.

–Por lo menos, un día. Probablemente, dos.

–¿Tendremos que avisarlo?

–No, reservaré una habitación en el pueblo.

–No lo hará –intervino Ellen–. Puede ocupar una de las casitas.

Laney y él la miraron a la vez con asombro.

–¿Tienen alojamiento? –preguntó él con curiosidad porque el dossier de ellos no decía nada.

–Nada del otro mundo –Ellen se rio–. Un par de casitas para invitados en el prado de invierno.

Era lo mejor que podía pasarle. Quedarse en sus tierras, quedarse cerca, era la forma más rápida que podía imaginarse de conseguir su conformidad.

–¡Mamá!

El rostro de Laney no delató nada, pero su voz fue muy elocuente. Sin embargo, la oferta ya estaba hecha. Un par de días podrían bastarle para saber todo lo que necesitaba saber sobre los Morgan e influirlos para que aceptaran su oferta de extenderse por el mundo.

–Gracias, Ellen, eres muy generosa.

Su rostro siguió sin delatarla, pero todo su cuerpo indicaba que Helena estaba disgustada.

–Laney, por favor, ¿te importaría acompañar a Elliot a la casita del fondo?

La voz, delicada y maternal, era firme y no admitía discusión posible. Laney se puso recta y evitó mirarlo a los ojos otra vez mientras esbozaba una sonrisa forzada.

–Claro.

Volvió a emitir ese sonido agudo y el perro se levantó de un salto. Ella se dio la vuelta, pasó la mano por el respaldo de los sofás hasta que llegó a una silla del comedor, donde estaba colgada la correa de cuero que llevaba en la playa. Cuando se inclinó para atársela, el perro impetuoso cambió de actitud y se convirtió en un animal atento y profesional. Todo cobró sentido. Su forma temeraria de servirse el café, la mano tendida fuera de su alcance, que no lo mirara a los ojos… Laney Morgan no era una princesa indolente, o, al menos, no era solo eso. Laney Morgan, a quien había visto bailando alegremente en la playa, quien había conseguido que la empresa familiar se convirtiera en una de las más prosperas del país, era ciega

Capítulo 2

 

–ES INVIDENTE –murmuró Elliot Garvey en cuanto estuvieron fuera.

–Está mirándome fijamente.

–No –dijo él con la voz cargada de intranquilidad.

–Puedo notarlo –él contuvo la respiración–. Prácticamente notarlo, señor Garvey, no literalmente.

–Lo disimula muy bien.

–No lo disimulo en absoluto –replicó ella deteniéndose bruscamente.

–De acuerdo, lo siento. He elegido mal las palabras.

–He tenido veinticinco años para perfeccionar los sentidos, señor Garvey. Además, la dirección de su respiración lo delató –siguió ella pasando por una verja con Wilbur.

–Elliot.

Él se quedó en silencio y ella se preguntó si estaría mirando a sus tierras o a ella. No le gustaba que la observaran.

–Se concentra mucho. Se llama Wilbur, ¿verdad?

–Lo hace cuando tiene el arnés puesto –ella sonrió–. Si no, es un perro como todos.

–Tus tierras son preciosas. La península es increíble. ¿Has vivido alguna vez en otro sitio?

–¿Para qué? Esto es perfecto. La Naturaleza, el espacio…

–Las playas… –añadió él con algo más que tensión.

Elliot se aclaró la garganta como si se disculpara. Ella giró la cabeza hacia él mientras seguía avanzando y cayó en la cuenta. Los suaves gruñidos de Wilbur cuando estaba en el mar.

–¿Era usted?

–Estaba en el mirador y no sabía que daba a una playa privada. Lo siento.

¿La había observado cuando bailaba? Se sintió vulnerable y ya no era fácil conseguirlo, pero tampoco iba a permitir que él lo supiera. Se apartó el pelo de la cara.

–Ha debido de tener muy mala suerte para que su empresa lo mandara tan lejos de la ciudad.

–En absoluto. Yo lo elegí. Nadie más se había fijado en Morgan.

–Lo dice como si fuera una competición –comentó ella con curiosidad.

–Lo es. La mejor parte de mi trabajo es encontrar talento en bruto y promoverlo.

Se hizo otro silencio y ella supuso que él estaba mirando las construcciones y su estado. Morgan tenía unas instalaciones modernas, pero a ella nunca le había gustado que la juzgaran.

–Entonces, si es un proceso competitivo y nadie más de su empresa se ha fijado en nosotros, ¿quiere decir eso que nadie de su empresa cree que tenemos potencial?

Él se tomó tiempo para contestar y a ella le gustó. No era un hombre que se precipitara.

–Significa que no tienen visión de futuro ni prestan atención.

Para ser un chico de la ciudad, tenía una voz magnífica. Era inteligente y comedido.

–¿Usted sí presta atención?

–Llevo mucho tiempo siguiendo vuestra progresión. ¿Eso son neumáticos?

El repentino cambio de tema la sorprendió, pero debía de estar refiriéndose a las casitas.

–Hace un par de años, a mi padre le dio uno de sus ataques por reciclar y construyó un par de casitas para la familia y amigos. Neumáticos y tierra compacta por fuera, pero bonitas por dentro, con chimenea e intimidad. Además, según me han contado, tienen unas vistas impresionantes del mar.

–Efectivamente, de ciento ochenta grados –reconoció él con un suspiro de satisfacción.

Ella se detuvo delante de la casita del fondo y se orientó con el marco de la puerta.

–Allí, a la izquierda, está la factoría. La playa está por ese camino y el primer colmenar está detrás de esta colina. ¿Sabe volver al coche para recoger sus cosas?

–Sí, me oriento bien. ¿Tengo que estar en algún sitio a alguna hora?

–¿Es alérgico a las abejas?

–Solo hay una forma de saberlo.

Ese hombre afrontaba la vida de frente, como a ella le gustaba.

–Bueno, si le apetece vivir experiencias peligrosas, suba a la colina dentro de veinte minutos. Estaré viendo las abejas.

Cuanto antes empezara, antes terminaría. Ella se dio la vuelta y le entregó la llave. Notó la calidez de los dedos de él cuando la recogió.

–¿Necesito alguna vestimenta de protección?

–No. Sin embargo, póngase gafas de sol.

–De acuerdo. Gracias, Laney.

Su voz se alejó mientras subía a la casita, pero había captado algo más en su tono. ¿Pena? ¿Por qué iba a estar triste? Al fin y al cabo, estaba saliéndose con la suya.

–De nada, señor Garvey –replicó ella haciendo hincapié en el tratamiento.

Con un leve giro de la muñeca, Wilbur dio media vuelta y la llevó colina arriba. El perro se dio cuenta enseguida de a dónde iban y alargó los pasos. Lo que más le gustaba era la playa y lo segundo, las abejas. Cuando ella estaba ocupada con las abejas, él podía correr libremente.

Cuando llegaba a lo alto de la colina, donde estaban las colmenas de primera categoría, siempre se detenía y se daba la vuelta para observar el paisaje que se imaginaba. No necesitaba verificar con la vista lo que le habían descrito durante años. Había tres generaciones de construcciones donde se elaboraban los productos y detrás estaba el mar. Era magnífico en su cabeza y tenía los olores, los sonidos y el aire puro para respaldarlo. Por eso, cuando Elliot Garvey alabó sus tierras, supo que era sincero. Sin embargo, ese no era el único motivo para que les encantaran a su familia. Les encantaban porque estaban bien situados en una zona agrícola de la costa, porque estaban repletos de flores silvestres y porque estaban rodeados de reservas naturales con distintos tipos de eucaliptos que daban un sabor muy característico a su miel. Además, y eso era lo más importante, porque era su hogar, donde había vivido desde que nació. Ese era el potencial en el que creían todos independientemente de lo que Elliot Garvey viera allí.

 

 

¿Qué se hacía en situaciones como esa? ¿Tenía que pisar la hierba con fuerza para que lo oyera? ¿Tenía que toser o anunciarse? Al final, Wilbur se ocupó de que Helena se enterara de su presencia. Estaba seco y lo acarició. Ella estaba concentrada en lo que estaba haciendo en una de las cajas. Se había puesto una camisa de manga larga sobre el vestido. Una hilera de abejas salía hacía los campos y dejaban sitio a las que volvían. El trajín era como el de los aeropuertos que había conocido, que habían sido muchos. Se puso las gafas de sol y sintió una punzada por la amabilidad de Laney. Una mujer que no utilizaba los ojos se preocupaba por los de él.

–¿Puedo acercarme?

–Claro, pero si digo que salga corriendo, salga corriendo colina abajo.

Él la miró para ver algún indicio de que era una broma, pero no había ninguno.

–¿Esa es mi norma de seguridad?

–Sí. Es una norma bastante sencilla. No toque nada ni se quede si las cosas se ponen feas.

No Iba a dejar a una mujer indefensa mientras las abejas la atacaban, pero ya lo discutirían cuando los dos estuvieran a salvo.

Ella pasaba los dedos por la colmena abierta y unas abejas se apartaban y otras se amontonaban en el dorso de la mano, pero no parecían molestas.

–¿Qué estás haciendo?

–Busco escarabajos de la colmena.

–¿Cómo lo haces?

Contuvo el aliento ¿Habría captado ella que, en realidad, le había preguntado que cómo lo hacía si era ciega? Si lo había captado, lo pasó por alto con una sonrisa.

–Las abejas se mueven cuando las tocas, pero los escarabajos están muy agarrados.

Había un montón de abejas que estaban arremolinándose alrededor de la colmena y de las manos de Laney, pero había algo en su despreocupación que le dio confianza para inclinarse mientras ella sacaba una de las bandejas llena de abejas, panales y escarabajos. Escarabajos que aplastaba sin compasión con la uña cuando los encontraba.

–¿Cómo es posible que no tengas picaduras?

–Mis dedos son mis ojos y no puedo ponerme guantes. Además, esta colmena no es agresiva, solo reaccionan a una amenaza inminente.

–¿Tus manos no son una amenaza?

–Supongo que no.

Quizá fuese comprensible. Sus largos dedos casi las acariciaban, eran casi seductores.

–¿Lo oye? –ella emitió un sonido como el de las abejas–. Es el sonido de la abeja feliz.

–Al contrario, que…

–El de la abeja furiosa que está perdiendo la paciencia. Son muy expresivas.

–Las adoras.

–Naturalmente. Son mi trabajo.

Su trabajo era «dinamizar», pero ¿lo adoraba? ¿Su rostro se iluminaba como el de ella cuando hablaba de su último logro? Quizá lo apreciara porque tenía talento para hacerlo y le gustaba mucho que su jefe lo elogiara, algo que nunca hicieron cuando era un niño.

Laney volvió a meter la bandeja. Buscó la bandeja central con sus elegantes dedos y la sacó.

–Esta pesa bastante. Una buena producción.

Estaba llena de panales cubiertos de cera y él lo comentó.

–Las bandejas más cercanas al centro suelen estar más llenas porque concentran sus esfuerzos alrededor de la bandeja donde están la reina y sus larvas.

Él pensó que debería estar tomando notas, que eso era lo que estaría haciendo un profesional. Un profesional que no estuviese deslumbrado por una mujer hermosa, claro.

–¿De verdad? ¿Los integrantes más valiosos de una colonia están todos juntos en un punto? Eso parece muy mal pensado por su parte.

–No es como en una empresa, donde los directivos no pueden viajar en el mismo avión –ella se rio–. El sitio más seguro es el centro de una colmena, rodeado por tu familia.

–En teoría… –replicó él poco convencido porque, en su mundo, las cosas no habían sido así.

–Si les pasa algo a la reina o a las larvas, trabajan el doble para reponer a la reina o repoblar la colmena enseguida.

Igual que en Ashmore Coolidge. Por muy esencial que fuese la dirección, si alguien fallaba, la empresa la reponía inmediatamente y esa persona desaparecía sin dejar rastro.

–Entonces, ¿las abejas se matan a trabajar para mantener a la familia real?