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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

 

El baile de las lagartijas

© 2011, David de Juan Marcos

© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Ibérica, S.A., Madrid, España.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Imagen de cubierta: Dreamstime.com

 

ISBN: 978-84-9139-054-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

 

 

 

Esta novela comenzó a escribirse en Córdoba en la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores.

 

 

A mis padres, porque ellos son

lo posible de todo lo imposible

 

 

«…Y ya nadie me escribe

diciendo no consigo olvidarte…».

 

Joaquín Sabina

 

 

La realidad, al contrario que la ficción,

puede permitirse la licencia de lo increíble.

1

 

 

—Margarita, ponte el abrigo de misa, nos vamos a la ciudad, hay que comprar la tumba.

Margarita Samaniego tuvo que amarrarse a todas las caricias prohibidas que aquel vejacón le había servido a granel y, aferrada a sus lujuriosos recuerdos, desnuda sobre campos de girasoles, barrió la poca paciencia que le quedaba:

—Antonio, viejo chocho, tu lápida ya está en el cementerio y los ataúdes en el sobrao.

Cayute entró a navegar en la humedad de la casa, espantó con el cayado a las gallinas y subió al desván. Bajo un ventanuco que concentraba la luz diáfana del amanecer, encontró apoyados dos féretros de madera de roble junto a la lápida de mármol azabache moteado de su mujer. Cayute suspiró bien profundo, tanto como quería que lo enterraran para que nadie pudiera arrancarle sus raíces. De nuevo todo tenía razón de ser. Aliviado, salió a la calle y se sentó a fumar en el sofá de mimbre del zaguán para contemplar su pueblo. Ya no había huellas en el camino de tierra seca y las casas aparecían en carne viva, arrulladas en el silencio de los muros caídos. Por los boquetes abiertos en las paredes de adobe se veían aún mesas puestas con la loza lista para comer, vestidos de boda desgajados por el aire y cartas amarillas atadas con lazos rojos de tafetán. En aquella quietud sofocante, solo se oían los ecos de un pasado demasiado remoto. Cayute cerró los ojos, resignado a esperar el abrazo de la muerte, con la tranquilidad de saber cumplida la promesa que dio sentido a todas las decisiones de su vida. Una promesa expuesta con indignación cuando no era más que un niño.

Poco quedaba ya de aquel Almoneda atemporal que cruzó el general Francisco Franco a toda velocidad, medroso de respirar el aire viciado de la frontera y comprobar las aberraciones que se contaban de aquella aldea. Don Emiliano del Cros, el alcalde, había recibido la noticia esa misma mañana. Un alto cargo del ejército que combatió a su lado en la guerra de Ifni le informó de que el Caudillo no pensaba viajar a Portugal después de inaugurar su más insigne obra de ingeniería civil. De acuerdo con las crónicas de Almoneda, Franco envió a su contrafigura a Bemposta, pues él deseaba recorrer el salto del río donde en su día celebró los veinte años de ser elegido Generalísimo, y citarse, más al sur, en una vieja estación de tren, con su primer amor, quien al verlo aparecer bajo palios lo aborreció para siempre. El día más triste de la vida del Caudillo según sus hombres más cercanos.

Almoneda ardía en hilaridad y bullicio. En todas las casas se emborrachó a los niños con jarabe de quina, se adornaron las calles con jirones y guirnaldas de colores, se regaron los caminos de tomillo, salió la banda de trompetas y tambores de Semana Santa, se llenaron damajuanas de sangría, y se prohibió a todos los ancianos salir de sus casas. Algunos de estos vejancones vieron la cabalgata a través del cristal de sus lágrimas azules, otros se reunieron en las madrigueras de los tiempos de la guerra para preparar atentados seniles; aunque la mayoría de ellos aprovechó para dormir hasta la tarde (que siempre fue el mejor modo de espantar a los fantasmas del desánimo).

En cada cocina se prepararon pantagruélicos estofados de setas, cocido castellano, bollo maimón, chanfaina, oreja, farinato, morro salpicado, callos, repelao, rebozao y piñonatas, y se descorcharon botellas fermentadas en lugares inimaginables. Aun con todo este esfuerzo, a nadie decepcionó la fugaz huida del Generalísimo y su gran comitiva. Don Emiliano del Cros decidió prolongar la parranda durante seis grandiosos y desaforados días, y los acontecimientos que allí ocurrieron (o dejaron de ocurrir) fueron la comidilla del pueblo durante varios meses. Se engendró un auténtico duelo abierto de rumores. Había quienes aseguraban haber estrechado su excelentísima mano y comprobado que se trataba de un impostor, pues el original nunca se atrevería a dejar el país por miedo a un levantamiento comunista. Otros juraban por la salud de sus suegras que habían tenido a Franco en persona sentado a su mesa compartiendo asuntos de carácter internacional que llevarían a España a recuperar la gloria perdida desde los tiempos de Felipe II contra los navíos ingleses. Leopoldo Ruiz, el carpintero, fue quien llegó más lejos al narrar ante la chufla general cómo había recetado al mismísimo Caudillo un bálsamo para sosegar una almorrana que prometía convertirse en un problema nacional. «Ni presas, ni presos, el señor don Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo Franco Bahamonde solo ha venido a por mis brebajos», gritó cuando se cansó de tanta ironía. Según el carpintero, desde hacía meses se carteaba con el Caudillo sobre ungüentos y cataplasmas antiquísimos, heredados de una tatarabuela de la tribu Aymara, que remediaban el mal del sueño, la acidez de estómago o el cerumen del oído. Sus tisanas y apósitos fueron desde esa tarde tema de burla en toda buena borrachera. Leopoldo Ruiz mantuvo sus argumentos hasta la muerte, porque, según sus circunspectas palabras:

—La divulgación de estos secretos de Estado me acarrearía persecución y condena a muerte mediante el tormento del garrote vil.

La única cosecha que dejó el paso del General fue una explosión demográfica nueve meses después de hijos legítimos (y no tanto) que, unida al derroche aún no amortiguado de la semana de su concepción, trajo consigo a Almoneda el innombrable, y en boca de todos, añolhambre; que en realidad fue un lustro, pues hasta a la rutina de comer poco se acostumbra el hombre. Esta vivencia de pucheros aguados y pan de ceniza fue utilizada durante años por los más ancianos como argumento de autoridad sobre hijos y nietos. Las escaseces provocaron que se retomara y extendiera la figura de Ronaldo Márquez, el sustanciero. Su trabajo consistía en remendar agujeros en el estómago por dos pesetas alquilando huesos de diferentes sabores para enriquecer pucheros. En sus cestas de mimbre podían encontrarse piezas de esqueleto de conejo, cabra, toro, cartílagos de camello egipcio y hasta colas de lagarto amazónico. Todos ellos bien catalogados, etiquetados y de sabores tan variados a la imaginación de los muertos de hambre que nadie se enteró (o no quiso enterarse) de que no eran sino los cerdos muertos de triquinosis de Epifanio Reyes, el porquero. El sustanciero alcanzó tal popularidad en la comarca que era costumbre no comer hasta su anodino paso de cascabeles y bocinas de bicicleta. Con el tiempo en su cesta comenzó a ofrecer especias y aromas fantásticos y suntuosos que vendía con la charlatanería de un feriante. Ronaldo Márquez se convirtió en un boticario ambulante bien establecido, de manera que el oficio se heredó en la familia hasta que el último Márquez abandonó la comarca durante el tiempo de los desastres naturales.

Rodeado por estos sinsabores nació Antonio López-Jurado, dos años después de la gloriosa semana del despilfarro (y del pecado según los más puristas), por lo que fue doce meses menor que el resto de sus amigos. Esta circunstancia se vería aún más marcada por unas patitas de pichón sin nido que le valieron el apodo de Cayute, nombre que recibían en Almoneda los polluelos de cigüeña, pues en el mestizaje de aquella aldea de frontera hasta los nombres vernáculos parecían aparearse para dar combinaciones ridículas. Hasta los veinte años Cayute fue un muchacho de costillas marcadas, pelo encrespado, poco talento y menos ambición. Quizá esto último fue lo único que heredó de su padre, Valentín López-Jurado, panadero del pueblo durante medio siglo hasta convertirse en parásito del oxígeno embotellado a raíz de una bronquitis crónica propia de su oficio. Para Valentín el nacimiento de Cayute resultó ser el estímulo necesario a su terco propósito de casarse con Mina Soler. Le enloquecían la fogosidad de sus quince inviernos y el modo en que encendía los cigarrillos con solo asomarlos a sus labios. Cándido Soler, el padre de Mina, puso todas las zancadillas que pudo a la relación en un último intento por salvar la arruinada hacienda familiar. Durante treinta años Cándido fue fogonero de locomotora, pero se labró una pequeña fortuna con el estraperlo de café portugués y otros bienes en desuso por la pobreza de la posguerra. La miseria también tiene sus vicios, y en la comarca era de ley consumir café a todas horas hasta el punto de endeudarse si con ello se evitaban las infusiones de achicoria. Cándido Soler y el maquinista, un jesuita obsesionado con la relación entre la naturaleza, los quebrados y el rectángulo perfecto, recogían paquetes deshidratados a los intermediarios portugueses que traían el café de las colonias africanas. Después lo introducían en el país, sobornando a los carabineros de frontera que de igual manera conocían las necesidades de aquellos tiempos. Una mañana, según regresaban de Oporto, fueron detenidos por la Guardia Civil con una denuncia. Cándido Soler estuvo rápido y arrojó el cargamento a la caldera. Pero como las catástrofes por definición resultan en una cadena de pequeñas calamidades, uno de los guardias, curtido en mil y un engaños fronterizos, introdujo una vara de metal en la caldera y saboreó el aroma que emanaba de ella con maneras de catador. «De Mozambique», dijo dándose importancia. «Un café exquisito». Los cuatro meses de cárcel no redimieron a Cándido. Aprovechó el encierro para idear un depósito de agua con doble fondo donde esconder la mercancía para que cuando abrieran el grifo en las inspecciones no cayera más que agua limpia y descafeinada. No tardó en hacer cierta fortuna con su oficio de calderero y estraperlista de café y aceite. Mucho esfuerzo y riesgo, muchos años con una maraña de miedos agarrada a las tripas, para que su hija se casara con el primer desarrapado que le removiera las hormonas. Fue el cura del pueblo, el padre Mauro José, quien abrió los ojos a Cándido en su lecho de muerte. Le hizo ver la voluptuosidad de los encantos de Mina y el peligro de que su hija terminara con el aroma de demasiadas sábanas y sudores ajenos. Ante tales perspectivas, Cándido Soler aceleró en todo lo posible los trámites nupciales para que la boda se celebrara antes de su muerte. El argumento fue lapidario:

—Mejor con un panadero que con un putero.

Se casaron un domingo de noviembre, no tanto por ser el día del Señor como por la creencia popular de que en domingo siempre hacía buen tiempo. El enlace lo ofició el padre Mauro José a pesar de la oposición de Milagros Galladán, madre de Mina, quien ante cualquier felicitación o comentario sobre el esplendor del día contestaba con el mismo refrán: «Sol madrugador y cura callejero, ni el sol calentará ni el cura será bueno». Mostraba así su reticencia a admitir al sacerdote como miembro del clero tras los acontecimientos ocurridos años atrás, cuando el padre Mauro estuvo calentándose en las brasas de la excomunión.

Todo sucedió el verano de la devastación climática. Cuando el calor llegó, reventó árboles y empedró los caminos de gorriones muertos. A la luz de su paso el ganado se convertía en polvo y el aire partido se tornaba de barro. La catástrofe se extendió por toda la comarca, y las autoridades promulgaron un edicto donde se estableció el toque de queda en horas de sol bajo pena de muerte, aunque los únicos que hicieron caso omiso se resquebrajaron en ascuas al momento. En Almoneda nadie respiró en meses, adormecidos en sofás de mimbre con las glándulas sudoríparas enquistadas a base de emplastos de tila y azafrán. Tan solo el padre Mauro José cumplía con su ministerio, protegido por un halo de frescura matinal que hizo a más de uno convertirse carcomido por la envidia. Nunca se rezó tanto en la aldea, siendo el letargo de la sequía cultivo de nuevos creyentes. Pero también trajo consigo un absentismo en la iglesia que le permitía al padre Mauro demorarse cinco minutos más en su nimio desayuno de café negro con coñac. Un domingo, a finales de mes, entró en la capilla aún con la servilleta en el alzacuellos y allí, penitente y sumiso, esperaba el alcalde don Emiliano del Cros. Había acudido a escuchar la misa del cabo de año de su difunta madre, muerta ese mismo día de solo Dios sabe qué año, cuando apareció ahogada en el abrevadero junto a su burra con el corazón de ambas aún bombeando anís. Don Emiliano del Cros apartó la cascada de sudor que le caía desde la frente a los ojos y humedeció la lengua, en la que se podría rallar pan duro, para arriesgar la vida exhalando la última bocanada de aire limpio que reservaba para el amén:

—A quien madruga Dios le ayuda, padre.

—Por todos los santos del infierno —maldijo el párroco—. A mí no va a cogerme usted las sobaqueras. Su vagancia solo le da autoridad para revolcarse en su propia pitorra, to’l día tumbao a la lomba sin hacer na.

Aquello fue el comienzo de un duelo político-divino que hubo de sacudir la poca moral cristiana de los convertidos por la sequía, y terminó por cobrarse la efímera conciencia de la realidad que ambos tenían, hasta sumergirlos en una locura insomne perpetua. Primero madrugaron tres horas antes del canto del gallo y, como dos ladrones de almas, daban sombra con sombra en el cruce de caminos de la alameda cuando iban dispuestos a despertar al otro. Más tarde lo intentaron a medianoche, cuando los vecinos aprovechaban las horas de menos calor para estirarse sin peligro y los veían pasar como dos autómatas. Finalmente, madrugaban al atardecer, momento en que cada uno montaba su propia escandalera. El padre Mauro se deslizaba en su frescura de rocío divino mientras cantaba Ne recorderis a todo pulmón y bendecía las casas con un hisopo y un pequeño incensario. Al mismo tiempo, el alcalde don Emiliano del Cros vociferaba bandos en castellano antiguo desde el balcón del ayuntamiento durante horas, para que nadie dudara de su desvelo. Pero por más estrategias, trampas y fullerías que probaron, ninguno consiguió la pretendida humillación pública de su rival, y optaron en su herida jerárquica por sustituir el sueño por un parpadeo más pausado en un continuo trasnochar.

Tras dos meses de infinito madrugón, el padre Mauro José se encerró en la ermita a escupir sermones apocalípticos. Estas incongruencias babélicas que rozaban la blasfemia rebotaban en las piedras de la bóveda y le hacían creer que Dios le hablaba en su propio eco. Don Emiliano del Cros tampoco perdía el tiempo. Dedicaba sus días duplicados a la firma de contratos de compra y venta de bienes públicos. Apoyado en su arrogancia solitaria y absolutista, vendió la fuente del pueblo a un grupo de bandoleros portugueses por una gallina albina que cagaba diamantes, y dictó un estatuto por el que una anciana hubo de ser exhumada y llevada al taxidermista para que este la disecara a la entrada de Almoneda disfrazada de doncella vienesa.

Entre los aldeanos el duelo se vivía envuelto en un ruido confuso de voces sordas, un balbuceo negro que se extendía por toda la meseta y crecía en los oídos de cada persona, donde se transfiguraba en ley y sentencia. Milagros Galladán fue la primera que entró en la iglesia tras la sequía. Escondido en la capilla tras el púlpito, se encontró a un viejo travieso y saltarín, de largas barbas enmarañadas y caminar plantígrado. El padre Mauro José se balanceaba en el retablo mientras echaba espumarajos y recitaba a San Marcos entre risotadas. Las habladurías no tardaron en llegar al obispo monseñor Fernández Burgos, quien perdonó al párroco las vergüenzas de la excomunión apoyándose en la certeza de que era un beato incorregible. Aunque también hubo de ayudar la proclama del alcalde en la que se ensalzaba hijo del maligno y juraba hacer lo mismo con todos los santurrones quiméricos que pisaran Almoneda.

Suspendidos en la densidad de su tiempo continuado, los dos insomnes aprendieron a comportarse con la lucidez de una vaca en público a base de infusiones de teína para despabilarse y colirios de hierbabuena para diferenciar lo actual de lo nostálgico. Tardaron semanas en atreverse a volver a dormir, atormentados por un miedo pueril a lo desconocido. Condenados a la esclavitud de su duermevela, vagabundeaban entre recuerdos de amores domesticados en campos de trigo y abuelos de piel de piedra. Don Emiliano del Cros se mantuvo en la alcaldía después del escándalo bajo la legitimidad que le daba el vicio de la costumbre que había sometido a las gentes de Almoneda. El padre Mauro José tardó un tiempo en volver a oficiar misa, aunque fue el párroco de la comarca por muchos años más, hasta que él mismo se olvidó de quién era.

Rechazados por vivos y muertos, terminaron por compartir recuerdos que escarbaban el pecho en constante pugna por ver la luz. Pasaban las noches sentados frente al tablero de damas bajo los robles de la plaza, hablando a la vez sin escucharse. Don Emiliano contaba sus planes para la reconquista de Gibraltar mediante la extinción a garrotazos de todas las monas del peñón, inspirado en leyendas de antaño que cantaban la recuperación española de la colonia. Mientras al alcalde se le caían sus palabras de grandeza, el padre Mauro simultaneaba con dotes proféticas e historias de su pasión de amante sin talento. Y don Emiliano evocaba sus años de maletilla por Extremadura, y el cura recitaba el santoral, y el alcalde se cagaba en la guerra de Ifni por la diarrea crónica que le provocaron los moros con aceite de ricino, y ambos se sentían acompañados al tiempo que lloraban lágrimas de sal sin agua, gotas blancas de muerto con castañeteo de dientes negros. Se confesaron amores furtivos, pecados sin nombre pero de la misma esencia y raíz humana que ya no jugaba al escondite ni se vestía de protocolo. Cuentan que aún hoy, muchos años después, vuelven de entre los muertos algunas noches y juegan a las damas en la plaza de Almoneda, aunque ahora ya nadie sabe quiénes fueron ni por qué están allí.

 

 

Por voluntad de Milagros Galladán, a la misa de boda de su hija Mina solo acudieron aquellos que aportaban algo de sustento al pueblo o, al menos, fueran de linaje respetable para dejar bien a las claras que su yerno no tenía nada de chulo. El convite fue de puertas abiertas a petición de los novios, incluso para los camioneros franceses y portugueses que todas las noches arribaban a Almoneda previo paso por el puerto fluvial de la frontera o los cargaderos de la vía ferroviaria. El resto eran en su mayoría transportistas, comerciantes de lana, algodoneros y contrabandistas; aunque tampoco faltaban presidiarios, ociosos, ignorantes camuflados de artistas por sus pocos recursos para un exilio digno, o pensadores filántropos. Muchos de ellos presumían de ser perseguidos por el Régimen debido al virtuosismo de su obra y la ferocidad de sus lenguas. Al menos así engañaban de pueblo en pueblo a republicanos que les ofrecían refugio y comida hasta que descubrían la estafa.

La fiesta fue humilde, pero bárbara en alegría y baile. Tras ella, muchos de estos hombres de paso no volvieron a las reprimendas conyugales e hicieron ilegítima propiedad de alguna jovencita (y no tan jovencita) de Almoneda. Seis meses después de la boda Mina Soler dio a luz y haría lo mismo a intervalos regulares de veinticuatro meses durante los siguientes dieciséis años con la esperanza de parir una niña. Salvo Antoñito, el primogénito, el dolor del parto fue pequeño comparado con la rabia de fracasar en su cruzada por engendrar una hembra. En cuanto Mina se recuperaba, exprimía a Valentín López-Jurado con más vehemencia y exceso. Recurrió a los consejos torpes y exaltados de sus amigas, a conjuros de santones y curanderos, a las pócimas, afeites y mixturas de una pitonisa aborigen de Australia. A nada se negaba. Llegó a probar toda suerte de posturas, enredos de los que tenía que pedir ayuda a los vecinos para escapar. Poco a poco aunó todo en un ritual de apareamiento propio. Con una cebolla en la cabeza, los pechos manchados con harina, la bufanda de su bisabuela y cascabeles y cencerros en el pelo, se entregaba a la pasión, no sin antes someterse a una ablución de tomate en el abrevadero, poner cara a la pared a todas las vírgenes de la casa y cantar alrededor de la cama El salto de la Pavona: La mona que está debajo le pica el escarabajo / A la una anda mi mula / A las dos la campana y el reloj / A las tres sopitas en una sartén… / A las veinticuatro sopitas en vino blanco / A las veinticinco un buen brinco / Al salto de la Pavona, salto encima de esta mona… Y se lanzaba sobre Valentín hasta el amanecer.

Todo resultó inútil. Nunca fue capaz de parir una niña, como ya profetizó el día de la boda Clara Montes, madre de Valentín. Sin embargo, consiguió agitar la lujuria de su marido de tal forma que solo deseaban estar el uno junto al otro en un noviazgo eterno. Tampoco se preocuparon de sacar adelante a sus siete hijos. Los abandonaron al aprendizaje picaresco, pasando la tutela de hermano a hermano como un pantalón con las alforzas del dobladillo. Valentín López-Jurado solo se comprometió en su labor de padre los primeros años de la vida de Cayute. Al cerciorarse de que las luces de su hijo no le alcanzarían para ser científico, artista o abogado, delegó en la escuela su educación y regresó a retozar junto a su mujer.

Al igual que el resto de los niños de pocos recursos, los primeros años de escuela para Cayute fueron en casa de las Mimosas. Allí conoció a José María Cuesta y Adrián González, que llegaron a ser dos amigos de los que dan la vida y, en ocasiones, la vergüenza. Cayute siempre recordaría su primera mañana en la escuela de las Mimosas. Nada más entrar con su tajuela y el cubo de cisco para el brasero, el olor a almizcle fue tan intenso que le empezó a doler la cabeza de inmediato, experiencia que le serviría para evocar la misma escena cada vez que el viento traía un olor similar por esa desalmada facultad que siempre tuvo su nariz para revivir el pasado a través del olfato. En su recuerdo también quedó la sala lúgubre de piso ajedrezado, las paredes picadas por la humedad, las figurillas de santos inquisidores y el vaho que salía de la boca al respirar hasta en verano. En el centro de la estancia había un tablero grande de misa, y en uno de sus extremos aparecían encarpetadas de silencio las dos gemelas cuarentonas que tanto hubieran de padecer. Ambas se llamaban Fernanda. Así lo decidieron sus padres ante su demoníaco parecido. Como el padre Mauro José se negó a ponerles el mismo nombre, solo bautizaron a una de ellas que tuvo el pelo suave y brillante como la nieve bajo el sol, mientras su hermana Fernanda tenía que usar un pañuelo para tapar su pelo grasiento y roto.

Ante aquella desoladora visión, Cayute recogió su niñez y la arrastró hasta sentarse junto a Adrián González. Del miedo que le produjo la abotagada desproporción de sus manos y la cabeza pelada como un novio de la muerte, sonrió con reticencia sin saber entonces que ese gesto le valdría por toda una adolescencia de tranquilidad. Adrián acogió de inmediato a Cayute bajo su protección, tal vez porque era el único ser humano que le había sonreído, o tal vez porque le pareció presa fácil de matones y de este modo tendría con quien pelearse a muerte. Y es que Adrián González era un genio sanguinario cuyos únicos placeres fueron siempre el dolor del prójimo y la pintura. Desde los quince años vivió de sus cuadros y acuarelas, que el doctor Leoncio Cañizo dio en llamar radiografías del alma. Nadie supo dónde guardaba el corazón para figurar aquella belleza sobrecogedora, pero cualquiera que veía sus obras se sentía pequeño, desnudo y feo. Siempre fue un mozalbete cruel y tosco en sus modales, de piel cuarteada y zapatos de payaso. Cayute pronto comprobó que Adrián era el terror de los niños y ancianos, y le devolvió una amistad sincera e incondicional. A menudo, exaltaba sus virtudes y lo etiquetaba de incomprendido, cosa que alegraba a Adrián y le hacía ser más comedido con el sufrimiento ajeno.

Enfrente de Cayute se sentaba José María Cuesta, blanco de las más crueles burlas. Era un muchachito enclenque y amanerado que corría remando con las piernas con el culo hacia fuera; un espíritu libre capaz de comunicarse durante días silbando, y cuya vara de medir el tiempo eran los cuatro cortes de pelo necesarios para que la tierra completara una vuelta alrededor del sol. Nunca tuvo una virtud destacable, salvo la de lanzar los escupitajos más densos y potentes con una puntería tan asombrosa que hacía llorar de risa a Adrián, motivo más que suficiente para hacerse merecedor de entrar en el grupo de elegidos. Pronto hicieron buenas migas, y la alegría y despreocupación de José María llegaron a ser el contrapunto a la melancolía de Cayute.

Con Adrián a la cabeza, en aquella mesa se forjaron amistades eternas y, en la misma fragua heterogénea, las travesuras más feroces contra las Mimosas. La perversión de Adrián González hacia ellas era tan abrumadora como su corazón de artista. Cayute llegó a pensar que Adrián nunca dormía. Lo veía tocar a cualquier hora de la noche el trompeador de la puerta de las Mimosas, lanzaba palomas al patio atadas a bombas de aguafuerte, y se meaba por el hueco de la ventana, siempre abierta por la claustrofobia irracional de las gemelas. Aunque las malas lenguas, que en la mayor parte de los casos se apoyan en la realidad más decadente, aseguraban que la dejaban entornada para que alguien les quitara la vergüenza de morir doncellas.

Embriagados por el poder que les daba el sentirse unos temerarios, José María Cuesta y Cayute fueron también amasadores de las fechorías más sonadas contra las Mimosas. La connivencia se encargó de sellar una amistad indisoluble con los hilos que regalan los secretos a quienes los guardan en el bolsillo como tesoros del alma. A esta afectividad muda se uniría Miguelito Cañizo, hijo del médico de Almoneda, el día en que Cayute y sus dos amigos asaltaron un camión repartidor de refrescos en la parada de descarga de la tienda de ultramarinos de la señora Adela Marcos. Robaron y devoraron sin sed un botellín de limonada para luego llenarlo con el metabolismo urinario del mismo, cerrarlo y retornarlo a su caja. El sentimiento de culpa pronto afloró en lo más profundo de su inocencia. Enseguida Cayute y José María Cuesta reprocharon a su amigo la autoría del hurto. Pero poco le importó esto a Adrián González, ocupado como estaba en hacer cábalas sobre a manos de quién llegaría el casquillo del crimen.

Adrián González nunca se atrevió a poner la mano encima a sus amigos, y por eso aquella disputa no llegó a mayores hasta la aparición de Miguelito Cañizo. Surgió de una sombra con su pelo de torero repeinado con servetinal y la cantilena de haberlos visto a la puerta de la tienda de ultramarinos. «A este lo acachino», fue lo único que dijo Adrián González, que siempre fue persona parca en palabras. Tardó poco en agarrarlo por el pescuezo y taladrarle la cabeza con un cristal mientras Miguelito pataleaba, haciendo más gratificante la venganza. El bruto de Adrián le dejó en la cabeza un río empedrado en sangre, y no lo mató acogotado por la intervención razonada de José María.

Miguelito Cañizo nunca delató a Adrián, más por una cuestión de honor que por miedo, y cuando regresó del hospital buscó su amistad con regalos y palabras sinceras. Fue el último ser humano que acogió Adrián González a la sombra de su amparo. Miguelito Cañizo se convirtió desde entonces en el complemento ideal de Adrián González, con un toque de elegancia en cada travesura: su pequeña firma de gamberro de guante blanco.

2

 

 

Almoneda surgía de la propia tierra como la cresta ocre de la cabeza de un gallo. En verano, cuando los agónicos riachuelos eran incapaces de aliviar la sed de los ejidos, las casas de barro se mimetizaban con el entorno y hasta el cielo del atardecer quería participar de aquella belleza de cobre candente. Desde el Cerro de Matacristos, situado al oeste, las tejas de barro cocido parecían mechones ondulantes de sirena. El campanario se erguía orgulloso, siempre vigilante con sus cuatro ojos de faro, y justo detrás de él, al sur y el este, manaba el océano de campos de labranza que arropaban el suelo como una colcha zurcida con hilos de pizarra confeccionada a base de retazos de oro, verde y canela. En algunos escaques del abigarrado y caprichoso ajedrez se distinguían huertos abandonados con el cigüeño y el arado romano cubiertos de líquenes y pena. Las encinas salpicaban el paisaje aquí y allá, ofreciendo sombra y refugio. Algunas de ellas eran tan antiguas que se habían ganado el derecho a un nombre propio.

Al norte, estaban las dehesas. En otro tiempo bosques excelsos y altivos que devastaron las reses. Eran aún lugares frescos y enigmáticos, llenos de sendas que conducían hacia las grandes fincas, y más allá, a la hermana Portugal. Más hacia el norte, con los ojos de puntillas, se distinguían montañas de lluvia difuminadas por valles y laderas abancaladas que apenas dejaban adivinar la riqueza de un mundo por descubrir. Los negocios y la trashumancia siempre llevaron a otros lugares.

Era, pues, el Cerro de Matacristos el que impedía a los habitantes del pueblo ver desde sus casas la linde imaginaria que dibujaba a lo lejos el padre Duero de una orilla y Douro de la otra, y que, sin embargo, unía, más que separar, a las gentes que de su ribera sobrevivían. Las hoces y gargantas excavadas por el río fueron durante décadas cómplices de familias que subsistían del contrabando, o más bien del trueque, de trigo, café, vino, aceite, aguardiente, legumbres y de alguna que otra cabeza de ganado menor, al abrigo de aguas mansas y nobles revestidas por laderas mágicas festoneadas de viñedos.

Aunque en la distancia Almoneda se levantaba construido de mil matices terrosos, una vez dentro de sus secretos, las calles se dejaban ver forradas por macetas de geranios y hortensias, las fachadas se cubrían con enredaderas que se colaban por cualquier hueco en portones de madera, cocheras y cuadras pintadas de colores sin nombre, que junto al olor de la madreselva hacían olvidar el omnipresente estiércol del ganado. La calzada que salía de la carretera comarcal partía el pueblo de parte a parte con un trazo perfecto. Sin embargo, las calles interiores serpenteaban, se enrollaban y parecía que cambiaran cada día. Las casas se retorcían para amoldarse a los caprichos del laberinto, y mientras las residencias balconadas se mostraban desafiantes, las casitas más pequeñas se escondían en rincones imposibles, a la búsqueda de sombra y misterio.

A pesar de esta imbricación de caminos, todas las sendas confluían en los dos extremos del pueblo: la plaza del ayuntamiento, en la parte norte, o bien el río, afluente de su hermano mayor, en la parte sur. La plaza era el principio y el fin de todo lo posible en Almoneda; jalonada por dos grandes robles a modo de centinelas, una fuente de cuatro chorros la mayor de las veces seca, y un carretillo con sus vástagos agujereados por el óxido y la rueda succionada por el tiempo, cuyo receptáculo de metal aún se encuentra lleno de tulipanes sobre un manto de ceniza que nadie recuerda ya quién plantó. Era el símbolo del pueblo, más por antigüedad (o ambigüedad) que por simbología. Flanqueando la fachada del cabildo estuvieron siempre las casas mayores de las familias más adineradas. Detrás, un poco apartado, estaba el frontón adornado con vivas de quintos. La iglesia románica se escondía más atrás, con su retablo de pan de oro, hermano pequeño del de San Esteban de Salamanca, que era la indiscutible joya local. En la parte sur de Almoneda, la cuesta de los Mártires llevaba a la senda del cerro y al río, un pequeño oasis ribeteado de chopos con voces alegres y esencias de vida. Sus aguas sirvieron siempre para lavar la ropa y el pecado, jugar y esconderse de miradas no deseadas y moler el trigo. Había, sin embargo, otra salida del pueblo por sendas de polvo que se abrían hasta una cañada terminada en una vieja alquería. Allí vivía la madre de Valentín López-Jurado, Clara Montes. De ella se decía que realizaba ritos satánicos y nigromancias, y que tenía el huerto cultivado con cadáveres sin huesos. Nada más lejos de la realidad. La abuela de Cayute nunca hizo daño a nadie.

La abuela de Cayute murió por ser bruja. Aunque también es cierto que llegó lúcida a la vejez por sus artes de mujer mántica. Trabajaba a todas horas entre tarros olorosos, seleccionando especias con su piel de pez y sus ojos mezclados de tonos verdes, suspendida entre nubes de colores volcánicos. Conocía remedios para males comunes como el insomnio, los dolores de entretiempo o los malos recuerdos, y otros inverosímiles para las algas que crecen en la piel de los viejos marinos o para el niño al que le salieron alas de algodón de tanto desearlo. Tan solo las Mimosas marcharon sin aliviar su dolor después de pedir ayuda. La abuela de Cayute, tras muchos intentos frustrados, sentenció que contra el miedo a vivir ni los muertos tienen remedio.

En el salón de la casa confluían todas las fantasías de su nieto. Cayute iba cada tarde y ayudaba a la abuela Clara en sus panaceas con la esperanza de ganarse alguna historia fabulosa de mundos que tal vez existieron. Se le iban los días enteros con la rapidez que pasa una brisa de verano, y el tiempo, en su cleptomanía crónica, aprovechaba esos despistes para robarse a sí mismo. A veces Cayute no podía entrar a por su dosis contemplativa porque la puerta de su abuela se cerraba con trancas invisibles durante semanas. «Estaba buscando al abuelito», le decía ella más tarde cuando salía con la cara que su madre tenía después de quitarse el maquillaje, como si la hubiera tenido a remojo en un barreño de agua. En una de esas ocasiones Cayute logró esconderse dentro y la vio jugando a los naipes con dos espíritus templarios. La abuela Clara, al verse descubierta, tomó la resignada determinación de abrir su caja de Pandora y compartir el abolengo fantasmal de la familia con su nieto. Al principio las apariciones eran puntuales, pero con el tiempo no era difícil toparse por el pasillo con personajes ilustres del Siglo de Oro, ahogados lechosos, náufragos autistas o niños de piel escamosa que se comían las flores del zaguán entre lágrimas. Todos ellos elevados en el mismo halo volcánico, todos transparentes, brillantes, y con los ojos de los muertos tristes. Así es como descubrió Cayute el vínculo maldito de su genealogía con el mar, y al mismo tiempo que el abuelito nunca vendría, pues la abuela Clara le contó que murió de añoranza en tierra, por falta de salitre en los pulmones.

Los espectros poco a poco le robaron la cordura a su abuela como si le cortaran briznas de raciocinio con una guadaña. Se convirtió en una anciana levitante y silenciosa. Flotaba por el cuarto entre los susurros de su boca memoriosa, tarareaba viejos poemas de amor, recitaba los posos del café durante horas, o escrutaba la luz del polvo en los muebles. Finalmente, cerró su herbolario y se dedicó por completo a la mística de la adivinación. Para Cayute fueron los mejores años. En la ilusión de la aeromancia, la ceromancia y la alectomancia, encontró un puerto donde amarrar la imaginación. Por las mañanas corría a la habitación de su abuela con la cara aún sin lavar, y ella le descifraba los sueños tras examinar las legañas, su pelo sibilino y las huellas en la almohada.

En ese tiempo comenzaron a llegar los viajeros exóticos al encuentro de enmiendas. Eran hombres estirados, con manos esponjosas y piel de luna. Portaban listas llenas de nombres con la intención de hacer cábalas sobre fechas de defunción. Mercaderes de esperanza y enterradores de sueños ajenos, en palabras de la abuela Clara, por lo que nunca los ayudó, a pesar de tener un corazón de mazapán que se le escapaba a caricias por las manos. Allí comenzó una condena que mantuvo a la bruja aterida entre dos realidades, la mente en el futuro y el alma anclada en el pasado. En esta encrucijada lloraba las lágrimas blandas de los viejitos al no encontrar consuelo en su dédalo de nostalgias: «Porque, Antoñito, no siempre caminar por los senderos de la memoria es hermoso, ya lo entenderás, todo fluye, nada se detiene». El ingenio para la averiguación se le hizo insoportable con los años a la bruja, y la vida se le convirtió en una sórdida reminiscencia del futuro. Alcanzó tal perspectiva a través de las puertas del tiempo que los aldeanos dejaron de venir a por sus augurios porque la vieja hacía predicciones tan exactas y descripciones tan visuales que el porvenir perdía su esencia.

Cuando terminaban los vaticinios y profecías, sus ojos marinos retornaban al verde ondulante habitual. Llegaba la hora de las historias. Los oídos abismados de Cayute absorbían cuentos de seres fáunicos que podían robarte el juicio con solo pensar en ellos, y druidas tan poderosos que si quisieran le darían la vuelta a la tierra como a un calcetín. Cayute, sin embargo, prefería los episodios de su propia familia. El relato del proverbial aguante de la tía Felisa, capaz de beberse una botella de orujo de un trago y después caminar desnuda sobre la baranda del campanario sin titubear, hasta que una mañana la encontraron ahogada con la nariz metida en un dedal de aguardiente y una galleta atravesada en la boca. Muy divertida era también la narración de los treinta años que cavó en su finca el tío abuelo Samuel en busca de un tesoro con el que arruinó a la familia y que lo obligó a pasar el resto de sus días rumiando maldiciones en su túnel de vanidades por miedo al amanecer. Pero, sin duda, la favorita de Cayute era la historia del día en que el diablo se le metió en el cuerpo a su abuela. Y es que, al contrario de lo que se pensaba, Clara Montes no siempre fue bruja. Todo ocurrió a raíz de una maldición que llegó a la familia a través de la bisabuela Dolores después de una noche quimérica en placeres con un chamán peruano. Al morir la bisabuela, un chorro luminiscente salió de su garganta como única herencia y se le metió por los ojos a su hija Clara. Si su abuela repetía aquellos cuentos de apariciones, escaramuzas y leyendas de antepasados para no olvidarlas es algo que Cayute nunca supo. Y por mucho que insistiera en sus peticiones, seguro de que su abuela era dueña de toda la ciencia del mundo, la vieja siempre terminaba por entonar la nana de la bruja que voló en su escoba a la otra punta del océano para cumplir la promesa que le había hecho a su enamorado. «Todo fluye», repetía de nuevo Clara Montes después de esta canción de cuna. «No lo olvides, Antonio, hijo».

Había, sin embargo, algo que llamaba la atención sobre la bruja por encima de los conjuros de buhonera, los trucos de levitación y su aura milenaria: Clara Montes fue la única persona del pueblo por quien Adrián González mostró respeto. Al muchacho le gustaba sentir aquella mano de papel sobre su pelo híspido mientras la bruja decía: «Ay-Adrián-jodío, tienes la presencia de tu padre». Adrián González se amodorraba en la tranquilidad de la anciana, convencido de que a través de aquella mirada todo debía verse hermoso, incluido él. Adrián no aguantaba mucho aquel ataque contra sus sentimientos más ocultos. Se le llenaba la cara de mocos y se iba a casa para que sus amigos no lo vieran echar de menos a su padre.

Adrián González hablaba de casi todo y de casi todos delante de sus amigos. Reproducía chismes oídos a las Mimosas con la confianza y autoridad de un especialista en filosofía del comportamiento humano. Y cuando no tenía trápalas, reinventaba las viejas o empezaba una nueva. De lo único que nunca hablaba era precisamente de su padre. Murió cuando Adrián tenía seis años, víctima del primer accidente en carretera del que se tiene constancia en las efemérides del pueblo. Fue un pequeño comerciante textil que viajaba por la comarca en una Vespa de segunda mano. Trabajaba en la compraventa de lana merina aun cuando hacía mucho que había dejado de hacer negocio de aquel modo. Muchos años después de muerto, se le recordaba en las crónicas de ancianos como un gran hombre que sin duda habría merecido la santería de haber alcanzado la senectud. Los que aún tenían recuerdos de él se preguntaban cómo un hombre de indudables virtudes celestiales podía haber engendrado al mismísimo diablo. Se disparaban los símiles con el Apocalipsis bíblico, tocaban madera al paso de Adrián González, y con la boca chiquita lo llamaban anticristo o hacían el símbolo de la cruz a sus espaldas.

Adrián González pronto aprendió a superar en público esta ausencia. No así Rocío Castillejo, su madre. Desde el día en que le faltaron las caricias angelicales de su marido, se refugió en la iglesia con absoluta devoción y confianza en el más allá. Pero los argumentos para acudir a Dios cada vez se hicieron más inestables. Empezó a beber licor de palo, sugestionada por los vívidos recuerdos que le traía el misticismo nebuloso del alcohol. En ocasiones, sumergida en estos sueños etílicos, creyó estar tan cerca de su marido que si hubiera mantenido el equilibrio podría haberlo abrazado. Fantasías de quien al uno más uno siempre le encuentra un cero. Esto, además de hacerla caer más en la bebida, le ocasionaba terribles trastornos que solo amainaba con lágrimas y más licor. En el último momento de sobriedad que tuvo en la vida, comprendió que ni la fe ni el llanto persuadirían a la muerte para que le devolviera a su marido. Sus únicos consuelos, a fin de cuentas, terminaron por ser una dieta de botella y media de jarabe de Santa Catalina aderezada con siestas de caballo percherón.

Los aldeanos, aunque lo veían desnudo de padre y madre, no repararon en la educación de Adrián González y lo condenaron con desidia al fracaso (que viene a ser el peor de los abandonos por manifestarse años después en forma de reproches mutuos). No le quedó otro remedio que educarse por su cuenta bajo modelos de comportamiento regidos por las leyes naturales. Comenzó a crecer solitario y distante a la manera de un depredador. Pasaba las resacas de su madre subido en una encina de la dehesa. Allí, ahondaba en su mal fario y lloraba como un niño caprichoso que exige que alguien le haga caso. Se dormía abrazado a cualquier rama o con la almohada entre las piernas, y soñaba que la vida se le iba rápida y suave en un soplo estival que le llevaba como una hoja hasta su padre.

Cuando el odio le secaba las lágrimas con su pañuelo de rencores, Adrián se tornaba huraño, cruel, y arremetía contra la humanidad y sus reglas. Cosas del dios con el que se nace dentro. Desaparecía semanas enteras a sabiendas de que nadie preguntaría por él. Con un tirachinas mataba gorriones que después desparasitaba, desplumaba y comía con maneras primitivas. Por las noches, cuando la luna le ofrecía algo de complicidad, rebanaba cientos de cuellos de girasoles con gravedad de inquisidor o cortaba las alambradas de espino que evitaban la salida del ganado y los jabalíes a la carretera. Más de una vez tuvo que escapar de los disparos de algún campesino, y Epifanio Reyes, el porquero, juró matarlo si volvía a acercarse a su casa a rondar a su hija, cuando la verdad era que Adrián González solo buscaba el calor de los marranos para dormir y era la muchacha la que le enseñaba los pechos por la ventana cuando lo veía acercarse.