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Eduardo Galeano

Eduardo Galeano


Nació en Montevideo, en 1940. Allí se inició en el oficio periodístico, publicando dibujos y crónicas en el semanario El Sol. Entre 1959 y 1963 fue jefe de redacción del semanario Marcha y director del diario Época entre 1964 y 1966. Desde principios de 1973, durante los años de la dictadura militar uruguaya, estuvo exiliado en la Argentina -donde fundó y dirigió la revista Crisis- y en la costa catalana de España. A principios de 1985 regresó a Montevideo, donde actualmente vive, camina y escribe.

Es autor de varios libros, traducidos a numerosas lenguas. Galeano comete, sin remordimientos, la violación de las fronteras que separan los géneros literarios. A lo largo de su obra, donde confluyen la narración y el ensayo, la poesía y la crónica, sus libros recogen las voces del alma y de la calle y ofrecen una síntesis de la realidad y su memoria. En dos ocasiones fue premiado por la Casa de las Américas y por el Ministerio de Cultura del Uruguay. Recibió el American Book Award de la Universidad de Washington, Estados Unidos, por su trilogía Memoria del Fuego. Fue el primer escritor galardonado con el Premio Aloa, creado por los editores de Dinamarca, y con el Cultural Freedom Prize, otorgado por la Fundación Lannan.




la
creación literaria

Eduardo Galeano

El fútbol a sol y sombra









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Las páginas que siguen están dedicadas a aquellos niños que una vez, hace años, se cruzaron conmigo en Calella de la Costa. Venían de jugar al fútbol, y cantaban:


Ganamos, perdimos
,
igual nos divertimos.


Este libro debe mucho al entusiasmo y la paciencia del Pepe Barrientos, Manolo Epelbaum, Ezequiel Fernández-Moores, Karl Hübener, Franklin Morales, Ángel Ruocco y Klaus Schuster, que leyeron los borradores, corrigieron disparates y aportaron ideas y datos valiosos.

Fueron también de gran ayuda el ojo crítico de mi mujer, Helena Villagra, y la memoria futbolera de mi padre, el Bebe Hughes. Mi hijo Claudio y algunos amigos, o amigos de mis amigos, pusieron el hombro arrimando libros y periódicos o respondiendo consultas: Hugo Alfaro, Fernando Balbi, Chico Buarque, Nicolás Buenaventura Vidal, Manuel Cabieses, Jorge Consuegra, Pierre Charasse, Julián García-Candau, José González Ortega, Pancho Graells, Jens Lohmann, Daniel López D’Alesandro, Sixto Martínez, Juan Manuel Martín Medem, Gianni Minà, Dámaso Murúa, Felipe Nepomuceno, el Migue Nieto-Solís, Luis Niño, Luis Ocampos Alonso, Carlos Ossa, Norberto Pérez, Silvia Peyrou, Miguel Ángel Ramírez, Alastair Read, Affonso Romano de Sant’Anna, Pilar Royo, Rosa Salgado, Giuseppe Smorto y Jorge Valdano. Osvaldo Soriano participó como escritor invitado.

Yo debería decir que todos ellos son inocentes del resultado, pero la verdad es que creo que bastante culpa tienen, por haberse metido en este lío.

Confesión del autor


Como todos los uruguayos, quise ser jugador de fútbol. Yo jugaba muy bien, era una maravilla, pero sólo de noche, mientras dormía: durante el día era el peor pata de palo que se ha visto en los campitos de mi país.

Como hincha, también dejaba mucho que desear. Juan Alberto Schiaffino y Julio César Abbadie jugaban en Peñarol, el cuadro enemigo. Como buen hincha de Nacional, yo hacía todo lo posible por odiarlos. Pero el Pepe Schiaffino, con sus pases magistrales, armaba el juego de su equipo como si estuviera viendo la cancha desde lo más alto de la torre del estadio, y el Pardo Abbadie deslizaba la pelota sobre la línea blanca de la orilla y corría con botas de siete leguas, hamacándose sin rozar la pelota ni tocar a los rivales: yo no tenía más remedio que admirarlos, y hasta me daban ganas de aplaudirlos.

Han pasado los años, y a la larga he terminado por asumir mi identidad: yo no soy más que un mendigo de buen fútbol. Voy por el mundo sombrero en mano, y en los estadios suplico:

—Una linda jugadita, por amor de Dios.

Y cuando el buen fútbol ocurre, agradezco el milagro sin que me importe un rábano cuál es el club o el país que me lo ofrece.

El fútbol

El fútbol

La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí. En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable. A nadie da de ganar esa locura que hace que el hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con el ovillo de lana: bailarín que danza con una pelota leve como el globo que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin saber que juega, sin motivo y sin reloj y sin juez.

El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se juegue. La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y prohíbe la osadía.

Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que se sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad.

El jugador


Corre, jadeando, por la orilla. A un lado lo esperan los cielos de la gloria; al otro, los abismos de la ruina.

El barrio lo envidia: el jugador profesional se ha salvado de la fábrica o de la oficina, le pagan por divertirse, se sacó la lotería. Y aunque tenga que sudar como una regadera, sin derecho a cansarse ni a equivocarse, él sale en los diarios y en la tele, las radios dicen su nombre, las mujeres suspiran por él y los niños quieren imitarlo. Pero él, que había empezado jugando por el placer de jugar, en las calles de tierra de los suburbios, ahora juega en los estadios por el deber de trabajar y tiene la obligación de ganar o ganar.

Los empresarios lo compran, lo venden, lo prestan; y él se deja llevar a cambio de la promesa de más fama y más dinero. Cuanto más éxito tiene, y más dinero gana, más preso está. Sometido a disciplina militar, sufre cada día el castigo de los entrenamientos feroces y se somete a los bombardeos de analgésicos y las infiltraciones de cortisona que olvidan el dolor y mienten la salud. Y en las vísperas de los partidos importantes, lo encierran en un campo de concentración donde cumple trabajos forzados, come comidas bobas, se emborracha con agua y duerme solo.

En los otros oficios humanos, el ocaso llega con la vejez, pero el jugador de fútbol puede ser viejo a los treinta años. Los músculos se cansan temprano:

— Éste no hace un gol ni con la cancha en bajada.

¿Éste? Ni aunque le aten las manos al arquero.

O antes de los treinta, si un pelotazo lo desmaya de mala manera, o la mala suerte le revienta un músculo, o una patada le rompe un hueso de esos que no tienen arreglo. Y algún mal día el jugador descubre que se ha jugado la vida a una sola baraja y que el dinero se ha volado y la fama también. La fama, señora fugaz, no le ha dejado ni una cartita de consuelo.

El arquero


También lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas. Dicen que donde él pisa, nunca más crece el césped.

Es un solo. Está condenado a mirar el partido de lejos. Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento. Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está disfrazado de cuervo y el arquero consuela su soledad con fantasías de colores.

El no hace goles. Está allí para impedir que se hagan. El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las deshace.

Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar? Primero en pagar. El portero siempre tiene la culpa. Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el castigado es él: allí lo dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los pecados ajenos.

Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero se redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero: él no. La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso? ¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de acero? Con una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá la maldición.

El ídolo

El ídolo

Y un buen día la diosa del viento besa el pie del hombre, el maltratado, el despreciado pie, y de ese beso nace el ídolo del fútbol. Nace en cuna de paja y choza de lata y viene al mundo abrazado a una pelota.

Desde que aprende a caminar, sabe jugar. En sus años tempranos alegra los potreros, juega que te juega en los andurriales de los suburbios hasta que cae la noche y ya no se ve la pelota, y en sus años mozos vuela y hace volar en los estadios. Sus artes malabares convocan multitudes, domingo tras domingo, de victoria en victoria, de ovación en ovación.

La pelota lo busca, lo reconoce, lo necesita. En el pecho de su pie, ella descansa y se hamaca. El le saca lustre y la hace hablar, y en esa charla de dos conversan millones de mudos. Los nadies, los condenados a ser por siempre nadies, pueden sentirse álguienes por un rato, por obra y gracia de esos pases devueltos al toque, esas gambetas que dibujan zetas en el césped, esos golazos de taquito o de chilena: cuando juega él, el cuadro tiene doce jugadores.

—¿Doce? ¡Quince tiene! ¡Veinte!

La pelota ríe, radiante, en el aire. Él la baja, la duerme, la piropea, la baila, y viendo esas cosas jamás vistas sus adoradores sienten piedad por sus nietos aún no nacidos, que no las verán.

Pero el ídolo es ídolo por un rato nomás, humana eternidad, cosa de nada; y cuando al pie de oro le llega la hora de la mala pata, la estrella ha concluido su viaje desde el fulgor hasta el apagón. Está ese cuerpo con más remiendos que traje de payaso, y ya el acróbata es un paralítico, él artista una bestia:

—¡Con la herradura no!

La fuente de la felicidad pública se convierte en el pararrayos del público rencor:

¡Momia!

A veces el ídolo no cae entero. Y a veces, cuando se rompe, la gente le devora los pedazos.

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El hincha


Una vez por semana, el hincha huye de su casa y acude al estadio.

Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los tambores, llueven las serpentinas y el papel picado: la ciudad desaparece, la rutina se olvida, sólo existe el templo. En este espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exhibe a sus divinidades. Aunque el hincha puede contemplar el milagro, más cómodamente, en la pantalla de la tele, prefiere emprender la peregrinación hacia este lugar donde puede ver en carne y hueso a sus ángeles batiéndose a duelo contra los demonios de turno.

Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva, glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias y maldiciones y de pronto se rompe la garganta en una ovación y salta como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado. Mientras dura la misa pagana, el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de que somos los mejores, todos los árbitros están vendidos, todos los rivales son tramposos.

Rara vez el hincha dice: «Hoy juega mi club». Más bien dice: «Hoy jugamos nosotros». Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música.

Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribuna, celebra su victoria, qué goleada les hicimos, qué paliza les dimos, o llora su derrota, otra vez nos estafaron, juez ladrón. Y entonces el sol se va y el hincha se va. Caen las sombras sobre el estadio que se vacía. En las gradas de cemento arden, aquí y allá, algunas hogueras de fuego fugaz, mientras se van apagando las luces y las voces. El estadio se queda solo y también el hincha regresa a su soledad, yo que ha sido nosotros: el hincha se aleja, se dispersa, se pierde, y el domingo es melancólico como un miércoles de cenizas después de la muerte del carnaval.

El fanático
El fanático

El fanático es el hincha en el manicomio. La manía de negar la evidencia ha terminado por echar a pique a la razón y a cuanta cosa se le parezca, y a la deriva navegan los restos del naufragio en estas aguas hirvientes, siempre alborotadas por la furia sin tregua.

El fanático llega al estadio envuelto en la bandera del club, la cara pintada con los colores de la adorada camiseta, erizado de objetos estridentes y contundentes, y ya por el camino viene armando mucho ruido y mucho lío. Nunca viene solo. Metido en la barra brava, peligroso ciempiés, el humillado se hace humillante y da miedo el miedoso. La omnipotencia del domingo conjura la vida obediente del resto de la semana, la cama sin deseo, el empleo sin vocación o el ningún empleo: liberado por un día, el fanático tiene mucho que vengar.

En estado de epilepsia mira el partido, pero no lo ve. Lo suyo es la tribuna. Ahí está su campo de batalla. La sola existencia del hincha de otro club constituye una provocación inadmisible. El Bien no es violento, pero el Mal lo obliga. El enemigo, siempre culpable, merece que le retuerzan el pescuezo. El fanático no puede distraerse, porque el enemigo acecha por todas partes. También está dentro del espectador callado, que en cualquier momento puede llegar a opinar que el rival está jugando correctamente, y entonces tendrá su merecido.

El gol

El gol

El gol es el orgasmo del fútbol. Como el orgasmo, el gol es cada vez menos frecuente en la vida moderna.

Hace medio siglo, era raro que un partido terminara sin goles: 0 a 0, dos bocas abiertas, dos bostezos. Ahora, los once jugadores se pasan todo el partido colgados del travesaño, dedicados a evitar los goles y sin tiempo para hacerlos.

El entusiasmo que se desata cada vez que la bala blanca sacude la red, puede parecer misterio o locura, pero hay que tener en cuenta que el milagro se da poco. El gol, aunque sea un golcito, resulta siempre goooooooooooooooooooool en la garganta de los relatores de radio, un do de pecho capaz de dejar a Caruso mudo para siempre, y la multitud delira y el estadio se olvida de que es de cemento y se desprende de la tierra y se va al aire.

El árbitro


El árbitro es arbitrario por definición. Éste es el abominable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posible y el ampuloso verdugo que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera. Silbato en boca, el árbitro sopla los vientos de la fatalidad del destino y otorga o anula los goles. Tarjeta en mano, alza los colores de la condenación: el amarillo, que castiga al pecador y lo obliga al arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio.

Los jueces de línea, que ayudan pero no mandan, miran de afuera. Sólo el árbitro entra al campo de juego; y con toda razón se persigna al entrar, no bien se asoma ante la multitud que ruge. Su trabajo consiste en hacerse odiar. Única unanimidad del fútbol: todos lo odian. Lo silban siempre, jamás lo aplauden.

Nadie corre más que él. Él es el único que está obligado a correr todo el tiempo. Todo el tiempo galopa, deslomándose como un caballo, este intruso que jadea sin descanso entre los veintidós jugadores; y en recompensa de tanto sacrificio, la multitud aúlla

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exigiendo su cabeza. Desde el principio hasta el fin de cada partido, sudando a mares, el árbitro está obligado a perseguir la blanca pelota que va y viene entre los pies ajenos. Es evidente que le encantaría jugar con ella, pero jamás esa gracia le ha sido otorgada. Cuando la pelota, por accidente, le golpea el cuerpo, todo el público recuerda a su madre. Y sin embargo, con tal de estar ahí, en el sagrado espacio verde donde la pelota rueda y vuela, él aguanta insultos, abucheos, pedradas y maldiciones.

A veces, raras veces, alguna decisión del árbitro coincide con la voluntad del hincha, pero ni así consigue probar su inocencia. Los derrotados pierden por él y los victoriosos ganan a pesar de él. Coartada de todos los errores, explicación de todas las desgracias, los hinchas tendrían que inventarlo si él no existiera. Cuanto más lo odian, más lo necesitan.

Durante más de un siglo, el árbitro vistió de luto. ¿Por quién? Por él. Ahora disimula con colores.

El director técnico


Antes existía el entrenador, y nadie le prestaba mayor atención. El entrenador murió, calladito la boca, cuando el juego dejó de ser juego y el fútbol profesional necesitó una tecnocracia del orden. Entonces nació el director técnico, con la misión de evitar la improvisación, controlar la libertad y elevar al máximo el rendimiento de los jugadores, obligados a convertirse en disciplinados atletas.

El entrenador decía:

— Vamos a jugar.

El técnico dice:

— Vamos a trabajar.

Ahora se habla en números. El viaje desde la osadía hacia el miedo, historia del fútbol en el siglo veinte, es un tránsito desde el 2-3-5 hacia el 5-4-1, pasando por el 4-3-3 y el 4-4-2. Cualquier profano es capaz de traducir eso, con un poco de ayuda, pero después, no hay quien pueda. A partir de allí, el director técnico desarrolla fórmulas misteriosas como la sagrada concepción de Jesús, y con ellas elabora esquemas tácticos más indescifrables que la Santísima Trinidad.

Del viejo pizarrón a las pantallas electrónicas: ahora las jugadas magistrales se dibujan en computadora y se enseñan en video. Esas perfecciones rara vez se ven, después, en los partidos que la televisión trasmite. Más bien la televisión se complace exhibiendo la crispación en el rostro del técnico, y lo muestra mordiéndose los puños o gritando orientaciones que darían vuelta al partido si alguien pudiera entenderlas.

Los periodistas lo acribillan en la conferencia de prensa, cuando el encuentro termina. El técnico jamás cuenta el secreto de sus victorias, aunque formula admirables explicaciones de sus derrotas:

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— Las instrucciones eran claras, pero no fueron escuchadas —dice, cuando el equipo pierde por goleada ante un cuadrito de morondanga. O ratifica la confianza en sí mismo, hablando en tercera persona más o menos así: «Los reveses sufridos no empañan la conquista de una claridad conceptual que el técnico ha caracterizado como una síntesis de muchos sacrificios necesarios para llegar a la eficacia».

La maquinaria del espectáculo tritura todo, todo dura poco, y el director técnico es tan desechable como cualquier otro producto de la sociedad de consumo. Hoy el público le grita:

—¡No te mueras nunca!
y el domingo que viene lo invita a morirse.

Él cree que el fútbol es una ciencia y la cancha un laboratorio, pero los dirigentes y la hinchada no sólo le exigen la genialidad de Einstein y la sutileza de Freud, sino también la capacidad milagrera de la Virgen de Lourdes y el aguante de Gandhi.

El teatro

El teatro

Los jugadores actúan, con las piernas, en una representación destinada a un público de miles o millones de fervorosos que a ella asisten, desde las tribunas o desde sus casas, con el alma en vilo. ¿Quién escribe la obra? ¿El director técnico? La obra se burla del autor. Su desarrollo sigue el rumbo del humor y de la habilidad de los actores y en definitiva depende de la suerte, que sopla, como ei viento, donde quiere. Por eso el desenlace es siempre un nisterio, para los espectadores y también para los protagonistas, salvo en casos de soborno o de alguna otra fatalidad del destino.

¿Cuántos teatros están metidos en el gran teatro del fútbol? ¿Cuántos escenarios caben dentro del rectángulo de pasto verde? No todos los jugadores actúan solamente con las piernas.

Hay actores magistrales en el arte de atormentar al prójimo: el jugador se pone la máscara del santo incapaz de matar una mosca y entonces escupe, insulta, empuja, arroja tierra a los ojos del contrario, le pega un certero codazo en el mentón, le hunde el codo en las costillas, le tironea el pelo o la camiseta, le pisa un pie cuando está parado o una mano cuando está caído, y todo lo hace a espaldas del árbitro y mientras el juez ele línea contempla las nubes que pasan.

Hay actores memorables en el arte de sacar ventaja: el jugador se pone la máscara del pobre infeliz que parece imbécil pero es idiota y entonces, ventajea: ejecuta la falta, el tiro libre o el saque de costado varias leguas más allá del punto indicado por el árbitro. Y cuando le toca formar barrera, se desliza desde el lugar señalado, muy despacito, sin levantar los pies, hasta que la alfombra mágica lo deposita encima del jugador que va a patear la pelota.

Hay actores insuperables en el arte de hacer tiempo: el jugador se pone la máscara del mártir que acaba de ser crucificado y entonces rueda en agonía, agarrándose la rodilla o la cabeza, y queda tendido en el césped. Pasan los minutos. A ritmo de tortuga acude el masajista, el manosanta, gordo traspiroso, oloroso a linimento, que trae la toalla al cuello, la cantimplora en una mano y en la otra mano alguna pócima infalible. Y pasan las horas y los años, hasta que el juez manda sacar del campo a ese cadáver. Y entonces, súbitamente, el jugador pega un salto, plop, y ocurre el milagro de la resurrección.

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Los especialistas


Antes del partido, los cronistas formulan sus preguntas desconcertantes:

—¿Dispuestos a ganar?

Y obtienen respuestas asombrosas:

—Haremos todo lo posible por obtener la victoria.

Después, los relatores toman la palabra. Los de la tele acompañan las imágenes, pero bien saben que no pueden competir con ellas. Los de la radio, en cambio, no son aptos para cardíacos: estos maestros del suspenso corren más que los jugadores y más que la propia pelota, y a ritmo de vértigo relatan un partido que suele no tener mucha relación con el que uno está mirando. En esa catarata de palabras, pasa rozando el travesaño el disparo que uno ve rozando el alto cielo, y corre inminente peligro de gol la meta donde la arañita está tejiendo su tela, de palo a palo, mientras el arquero bosteza.

Cuando concluye la vibrante jornada en el coloso de cemento, llega el turno de los comentaristas. Antes los comentaristas han interrumpido varias veces la trasmisión del partido, para indicar a los jugadores qué debían hacer, pero ellos no han podido escucharlos porque estaban ocupados en equivocarse. Estos ideólogos de la WM contra la MW, que viene a ser lo mismo pero al revés, usan un lenguaje donde la erudición científica oscila entre la propaganda bélica y el éxtasis lírico. Y hablan siempre en plural, porque son muchos.

El lenguaje de los doctores del fútbol


Vamos a sintetizar nuestro punto de vista, formulando una primera aproximación a la problemática táctica, técnica y física del cotejo que se ha disputado esta tarde en el campo del Unidos Venceremos Fútbol Club, sin caer en simplificaciones incompatibles con un tema que sin duda nos está exigiendo análisis más profundos y detallados y sin incurrir en ambigüedades que han sido, son y serán ajenas a nuestra prédica de toda una vida al servicio de la afición deportiva.

Nos resultaría cómodo eludir nuestra responsabilidad atribuyendo el revés del once locatario a la discreta performance de sus jugadores, pero la excesiva lentitud que indudablemente mostraron en la jornada de hoy a la hora de devolucionar cada esférico recepcionado no justifica de ninguna manera, entiéndase bien, señoras y señores, de ninguna manera, semejante descalificación generalizada y por lo tanto injusta. No, no y no. El conformismo no es nuestro estilo, como bien saben quienes nos han seguido a lo largo de nuestra trayectoria de tantos años, aquí en nuestro querido país y en los escenarios del deporte internacional e incluso mundial, donde hemos sido convocados a cumplir nuestra modesta función. Así que vamos a decirlo con todas las letras, como es nuestra costumbre: el éxito no ha coronado la potencialidad orgánica del esquema de juego de este esforzado equipo porque lisa y llanamente sigue siendo incapaz de canalizar adecuadamente sus expectativas de una mayor proyección ofensiva hacia el ámbito de la valla rival. Ya lo decíamos el domingo próximo pasado y así lo afirmamos hoy, con la frente alta y sin pelos en la lengua, porque siempre hemos llamado al pan pan y al vino vino y continuaremos denunciando la verdad, aunque a muchos les duela, caiga quien caiga y cueste lo que cueste.

La guerra danzada

La guerra danzada

En el fútbol, ritual sublimación de la guerra, once hombres de pantalón corto son la espada del barrio, la ciudad o la nación. Estos guerreros sin armas ni corazas exorcizan los demonios de la multitud, y le confirman la fe: en cada enfrentamiento entre dos equipos, entran en combate viejos odios y amores heredados de padres a hijos.

El estadio tiene torres y estandartes, como un castillo, y un foso hondo y ancho alrededor del campo. Al medio, una raya blanca señala los territorios en disputa. En cada extremo, aguardan los arcos, que serán bombardeados a pelotazos. Ante los arcos, el área se llama zona de peligro.

En el círculo central, los capitanes intercambian banderines y se saludan como el rito manda. Suena el silbato del árbitro y la pelota, otro viento silbador, se pone en movimiento. La pelota va y viene y un jugador se la lleva y la pasea, hasta que le meten un trancazo y cae despatarrado. La víctima no se levanta. En la inmensidad de la hierba verde, el jugador yace. En la inmensidad de las tribunas, las voces truenan. La hinchada enemiga ruge amablemente:

—¡Que se muera!

—Devi moriré!

Tuez-le!

—Mach ihn nieder!

—Let bim die!

—Kill kill kill!

El lenguaje de la guerra

Medianteuna hábil variante táctica de la estrategia prevista, nuestra escuadra se lanzó a la carga sorprendiendo al rival desprevenido. Fue un ataque demoledor. Cuando las huestes locales invadieron el territorio enemigo, nuestro ariete abrió una brecha en el flanco más vulnerable de la muralla defensiva y se infiltró hacia la zona de peligro. El artillero recibió el proyectil, con una diestra maniobra se colocó en posición de tiro, preparó el remate y culminó la ofensiva disparando el cañonazo que aniquiló al cancerbero. Entonces el vencido guardián, custodio del bastión que parecía inexpugnable, cayó de rodillas con la cara entre las manos, mientras el verdugo que lo había fusilado alzaba los brazos ante la multitud que lo ovacionaba.

El enemigo no se batió en retirada, pero sus embestidas no conseguían sembrar el pánico en las trincheras locales y se estrellaban una y otra vez contra nuestra bien acorazada retaguardia. Sus hombres disparaban con la pólvora mojada, reducidos a la impotencia por la gallardía de nuestros gladiadores, que se batían como leones. Y entonces, desesperados ante la rendición inevitable, los rivales echaron mano al arsenal de la violencia, ensangrentando el campo de juego como si se tratara de un campo de batalla. Cuando dos de los nuestros quedaron fuera de combate, el público exigió en vano el máximo castigo, pero impunemente continuaron las atrocidades propias de un enfrentamiento bélico e indignas de las reglas caballerescas del noble deporte del balompié.

Por fin, cuando el árbitro sordo y ciego dio por concluida la contienda, una merecida silbatina despidió a la escuadra vencida. Y entonces el pueblo victorioso invadió el reducto y paseó en andas a los once héroes de esta épica victoria, esta hazaña, esta epopeya que tanta sangre, sudor y lágrimas nos ha costado. Y nuestro capitán, envuelto en la enseña patria que nunca más será mancillada por la derrota, levantó el trofeo y besó la gran copa de plata. ¡Era el beso de la gloria!

El estadio


Ha entrado usted, alguna vez, a un estadio vacío? Haga la prueba. Párese en medio de la cancha y escuche. No hay nada menos vacío que un estadio vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie.

En Wembley suena todavía el griterío del Mundial del 66, que ganó Inglaterra, pero aguzando el oído puede usted escuchar gemidos que vienen del 53, cuando los húngaros golearon a la selección inglesa. El Estadio Centenario, de Montevideo, suspira de nostalgia por las glorias del fútbol uruguayo. Maracaná sigue llorando la derrota brasileña en el Mundial del 50. En la Bombonera de Buenos Aires, trepidan tambores de hace medio siglo. Desde las profundidades del estadio Azteca, resuenan los ecos de los cánticos ceremoniales del antiguo juego mexicano de pelota. Habla en catalán el cemento del Camp Nou, en Barcelona, y en euskera conversan las gradas del San Mamés, en Bilbao. En Milán, el fantasma de Giuseppe Meazza mete goles que hacen vibrar al estadio que lleva su nombre. La final del Mundial del 74, que ganó Alemania, se juega día tras día y noche tras noche en el Estadio Olímpico de Munich. El estadio del rey Fahd, en Arabia Saudita, tiene palco de mármol y oro y tribunas alfombradas, pero no tiene memoria ni gran cosa que decir.

La pelota

La pelota

Era de cuero, rellena de estopa, la pelota de los chinos. Los egipcios del tiempo de los faraones la hicieron de paja o cáscaras de granos, y la envolvieron en telas de colores. Los griegos y los romanos usaban una vejiga de buey, inflada cosida. Los europeos de la Edad Media y del Renacimiento disputaban una pelota ovalada, rellena de crines. En América, hecha de caucho, la pelota pudo ser saltarina como en ningún otro lugar. Cuentan los cronistas de la corte española que Hernán Cortés echó a brincar una pelota mexicana, y la hizo volar a gran altura, ante los desorbitados ojos del emperador Carlos.

La cámara de goma, hinchada por inflador y recubierta de cuero, nació a mediados del siglo pasado, gracias al ingenio de Charles Goodyear, un norteamericano de Connecticut. Y gracias al ingenio de Tossolini, Valbonesi y Polo, tres argentinos de Córdoba, nació mucho después la pelota sin tiento. Ellos inventaron la cámara con válvula, que se inflaba por inyección, y desde el Mundial del 38 fue posible cabecear sin lastimarse con el tiento que antes ataba la pelota.

Hasta mediados de este siglo, la pelota fue marrón. Después, blanca. En nuestros días, luce cambiantes modelos, en negro sobre fondo blanco. Ahora tiene una cintura efe setenta centímetros y está revestida de poliuretano sobre espuma de polietileno. Es impermeable, pesa menos de medio kilo y viaja más rápido que la vieja pelota de cuero, que se ponía imposible en los días lluviosos.

La llaman con muchos nombres: el esférico, la redonda, el útil, la globa, el balón, el proyectil. En Brasil, en cambio, nadie duda de que ella es mujer. Los brasileños le dicen gordita, gorduchinha, la llaman nena, menina, y le dan nombres como Maricota, Leonor o Margarita.

Pelé la besó en Maracaná, cuando hizo su gol número mil, y Di Stéfano le erigió un monumento a la entrada de su casa, una pelota de bronce con una placa que dice: Gracias, vieja.

Ella es fiel. En la final del Mundial del 30, las dos selecciones exigieron jugar con pelota propia. Sabio como Salomón, el juez decidió que el primer tiempo se disputara con pelota argentina y el segundo tiempo con pelota uruguaya. Argentina ganó el primer tiempo y Uruguay el segundo. Pero la pelota también tiene sus veleidades, y a veces no entra al arco porque en el aire cambia de opinión y se desvía. Es que ella es muy ofendidiza. No soporta que la traten a patadas, ni que le peguen por venganza. Exige que la acaricien, que la besen, que la duerman en el pecho o en el pie. Es orgullosa, quizás vanidosa, y no le faltan motivos: bien sabe ella que a muchas almas da alegría cuando se eleva con gracia, y que son muchas las almas que se estrujan cuando ella cae de mala manera.

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Grabado chino de la dinastía Ming. Es del siglo XV, pero la pelota parece de Adidas.

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Dos imágenes de la historia del fútbol. El primer dibujo reproduce un fragmento de un mural pintado hace más de mil años en Tepantitla, Teotihuacán, México: el abuelo de Hugo Sánchez pateando de zurda. El segundo es la estilización de un relieve medieval en la catedral británica de Gloucester.