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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Mona Gay Thomas. Todos los derechos reservados.

SECRETOS EN EL SILENCIO, N.º 69

Título original: Secrets in Silence

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2004.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-848-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Estuvo a punto de escapársele. Le ardían los ojos del cansancio y tenía la visión borrosa. Iba a dejar la fotografía en el montón de las que ya había examinado cuando algo le llamó la atención. Algo que parecía estar fuera de lugar…

Sin apartar los ojos de la fotografía, palpó la superficie del escritorio para tomar la lupa y enfocó con el cristal la parte que le había llamado la atención. Se quedó paralizada, hasta que empezó a temblarle el pulso. Después dejó la lupa en la mesa con mucho cuidado. Le latía el pulso con tanta fuerza que todo lo demás se desvaneció. Todo, excepto la fotografía y la pequeña y curva línea roja que desaparecía bajo el pelo rubio.

Levantó la cabeza, cerró los ojos y se los masajeó con las puntas de los dedos. Aquello era demasiado importante como para equivocarse. Tenía que estar completamente segura de que lo que veía era lo que llevaba buscando durante todos aquellos meses. Mientras lo hacía, se dio cuenta de lo cerca que había estado de perderlo, y tuvo una náusea. Si no hubiera ampliado el presupuesto para contratar a un investigador que le enviara todo el material que tenía frente a ella, nunca lo habría visto.

Tomó aire, concentrándose en calmar el ritmo de su pulso y en que las manos dejaran de temblarle. Le preocupaba examinar la fotografía de nuevo por si se había equivocado, pero por supuesto, solamente había una forma de asegurarse.

Abrió lo ojos y volvió a mirarla. Colocó la lupa exactamente sobre el mismo punto que había estado estudiando antes: sobre el tallo curvo de la pequeña rosa roja que el asesino había dibujado en la nuca de su víctima, casi diez años atrás.

«El principio del fin», pensó. No importaba cuál fuera el resultado de la búsqueda que había emprendido más de ocho meses antes; al menos una de las preguntas que la había obsesionado durante toda su vida acababa de ser respondida.

Incluso en medio de aquella victoria, se dio cuenta de que no tenía a nadie con quién compartirla. Nadie que pudiera sentir lo mismo que ella. Todos se habían ido. Toda la gente para la cual aquello pudiera haber significado algo. Ella era la única que quedaba. La única superviviente. Ella era la que tenía que hablar en su nombre.

Miró de nuevo la fotografía. Otra niña pequeña, con el pelo tan rubio que casi era blanco. Katherine Delacroix.

Había tenido un nombre y una vida. Hasta que él se lo había quitado todo.

Abrió una carpeta y miró todas las fotografías que contenía. Y aquella vez las vio de verdad. Vio a la otra niña a la que habían retratado. Al menos, lo que él había dejado de ella. El cuerpo roto y vacío de otra niña que él había destrozado.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Eran lágrimas inesperadas, porque ella nunca lloraba. No podía recordar la última vez que había experimentado una emoción tan fuerte que la hiciera llorar.

Katherine. Y Mary. «Por vosotras», les prometió. Y la imagen que tenía enfrente se hizo borrosa de nuevo. «Por vosotras. Y por todos nosotros».

Capítulo 1

 

Ola de calor. Callie Evers había oído muchas veces aquellas palabras, por supuesto. Pero no estaba segura de que hubiera entendido el significado hasta aquel día.

Cuando había llegado al Point Hope aquella tarde, el calor y la humedad del ambiente habían hecho que respirar le costara un esfuerzo, y que el sudor le mojara la ropa. Sin embargo, un poco más tarde, sentada en una mecedora en el porche trasero de la casa donde había alquilado una habitación, se encontraba menos acalorada. Y además, tenía vistas a las tranquilas aguas de Mobile Bay.

Se sobresaltó al oír el ruido de la puerta. Elevó la mirada y vio a la dueña de la casa, que se acercaba con dos vasos de té helado en una bandeja. Tomó uno de ellos y le dio las gracias con una sonrisa.

—Dios mío, ya casi ha anochecido y todavía hace tanto calor —dijo Phoebe Robinson, y tomó un sorbo de té—. Supongo que no estás acostumbrada a este tipo de calor. ¿O sí? Nunca estoy segura de la geografía. Me imagino que es porque hace mucho tiempo que dejé la escuela. ¿Charlotte está cerca del mar?

—No —dijo Callie, observando el panorama que se extendía ante ella. La oscura bahía se había convertido en un espejo en el que se reflejaba el cielo del anochecer, y el sol moribundo lo había teñido de púrpura y dorado, como si alguien hubiese tirado pintura sobre la superficie del agua. La Costa Este era famosa por sus puestas de sol, y aquella era un buen ejemplo.

Sin embargo, ya era de noche bajo los árboles que se alineaban por la orilla, y sus ramas negras formaban siluetas extrañas contra el espectáculo. Por primera vez desde que había llegado a Point Hope, le pareció posible que algo tan brutal como el asesinato de Katherine Delacroix hubiera sucedido allí.

—Supongo que te llevará unos pocos días aclimatarte —dijo Phoebe—. Tómate tu tiempo, querida. Es la humedad, y no el calor, lo que verdaderamente pasa factura.

Callie se llevó el vaso a los labios para ocultar la sonrisa que le produjo aquel manido comentario sureño. El frío y la dulzura de la bebida se le extendieron por la boca, y tuvo que reprimir el impulso de pasarse el vaso por toda la cara para refrescarse.

La luz estaba desapareciendo por completo, y los colores de la superficie del mar habían desaparecido. Ya había algunas estrellas, y pronto resultaría imposible saber dónde terminaba el agua y empezaba el cielo.

En aquella tranquilidad se oía el chapoteo rítmico de las olas contra la orilla. Aquel sonido reconfortante le facilitaría el sueño, a pesar de su nerviosismo. Cuando había tomado la decisión de ir a Point Hope, se había sentido como si fuera la culminación de un largo viaje, en vez del principio. Sin embargo, cuando había llegado, su impaciencia se había agudizado.

—¿Vacaciones?

Absorta en sus pensamientos, se había olvidado de su casera, y la pregunta le pareció casi una intrusión.

—¿Perdón?

—Te he preguntado si has venido de vacaciones —repitió Phoebe—. No tenemos muchos turistas en esta época del año. El otoño es la mejor estación del año en Point Hope. El otoño es glorioso.

—Me temo que no estoy de vacaciones —Callie dudó, pero finalmente, se lo dijo. Tendría que decírselo más tarde o más temprano—. Estoy aquí para escribir un libro.

—¿Eres escritora? ¿Alguien a quien yo conozca?

—Probablemente no —admitió Callie, divertida por lo directo de la pregunta.

A Phoebe no podría resultarle familiar su nombre, a menos que hubiera visto alguna vez la pequeña revista semanal para la que escribía su columna. O a menos que estuviera suscrita a una de las revistas a las que le vendía reportajes sobre folclore, tradiciones y cultura para asegurar su solvencia económica.

—¿Es una novela romántica? —le preguntó Phoebe esperanzadamente—. Sally Tibbs, la bibliotecaria, me guarda las novedades.

Callie, recordando que tenía que explicárselo, y que tenía que empezar de alguna forma, le dijo sin ambages:

—En realidad, estoy escribiendo un libro sobre el asesinato de Katherine Delacroix.

Las palabras se quedaron suspendidas en el aire durante un instante interminable. Después, Phoebe preguntó, con la voz apagada:

—¿Kay-Kay? ¿Has venido por Kay-Kay?

—¿La conoció, señora Robinson?

—Todo el mundo se conoce en Point Hope —dijo la anciana despectivamente, como si aquello fuera algo que Callie debiera saber—. Yo le daba clases a Kay-Kay en la escuela dominical de la First Baptist Church. No faltaba ni una vez. El domingo anterior a…

A pesar de que las palabras se interrumpieran, Callie supo cómo terminaba aquella frase. «El domingo anterior a su asesinato». El asesinato de una niña de diez años, que nunca sentiría el calor y la humedad del verano, ni leería una novela, ni se enamoraría de un hombre.

—¿Me contará cosas sobre ella? —le pidió Callie. Aunque había intentado controlarse, la emoción hizo que la voz le sonara ronca. Y le pareció que transcurría mucho tiempo hasta que Phoebe respondió.

—No nos gusta hablar de Kay-Kay. Ni del asesinato. Ya tuvimos bastante conversación cuando ocurrió como para llenar una vida entera.

—Sé que es doloroso para aquellos que la conocieron, pero… Ella era uno de ustedes. Alguien que…

La mecedora crujió cuando la anciana se levantó. La brusquedad de aquel movimiento cortó el argumento de Callie.

—No nos gusta hablar sobre ello —repitió Phoebe.

—Créame, lo entiendo —le aseguró Callie—. Pero aquí murió una niña. Y la gente tiene derecho a saber por qué.

—Derecho a saber quién —dijo Phoebe, en tono acusatorio—. Eso es todo lo que te interesa. A ti y a todo el mundo. Sólo quién lo hizo.

—Por supuesto —dijo Callie. Por supuesto que aquello era lo que la gente quería saber. La identidad del asesino de Katherine Delacroix era lo que todo el mundo había querido saber durante diez años.

Era una pregunta que nunca había tenido respuesta. No se descubrió lo suficiente como para conseguir una orden de arresto contra el asesino, y mucho menos una condena. Y parecía que aquello nunca ocurriría, a menos que alguien que no fuera de aquel pequeño pueblo sureño les echara una mano.

—Tom Delacroix está muerto. Lo mejor es dejarlo estar —dijo Phoebe.

—¿Usted cree que lo hizo él?

—No importa lo que yo piense. No importa lo que piense cualquiera —dijo Phoebe, con la voz muy aguda.

—Sí tiene importancia, si no fue él quien lo hizo —le recordó Callie. Porque si Tom Delacroix no había matado a su hija…

—Ben Stanton —dijo la anciana. Sólo entonces, Callie se dio cuenta de que Phoebe había caminado hasta la puerta de la casa. Apenas distinguía su figura, en la oscuridad.

—¿Ben Stanton? —le preguntó, aunque su nombre le resultara familiar. Cualquiera que supiera algo del caso Delacroix conocía aquel nombre.

—Si alguien sabe algo, ese es Ben Stanton. Él lo sabe todo. Habla con él.

Callie abrió la boca para pedirle algo de información sobre el hombre que había estado en el centro de la investigación durante aquellos diez años, pero el ruido de la puerta al cerrarse terminó con el intento.

Se consoló a sí misma diciéndose que podría preguntarle por la mañana. Aquello le daría a Phoebe el tiempo necesario para acostumbrarse a la idea de que estaba allí por el asesinato de Katherine. Y de que, a pesar de lo que quisiera la gente de Point Hope, el mundo exterior no iba a olvidar a la niña que había muerto aquella noche.

«Pregúntale a Ben Stanton», le había aconsejado Phoebe. Y, después de todo, aquello era exactamente lo que había ido a hacer allí.

 

 

—¿Vas a salir, querida?

En cuanto Callie puso los dos pies en el piso de abajo, la voz de Phoebe salió flotando del salón. Callie entró por la puerta doble de la estancia.

Phoebe estaba sentada en la mesa, jugando a las cartas con otras tres personas. Al enfocar la vista, Phoebe se dio cuenta de que todos eran de la misma edad, y de que la estaban mirando a ella, en vez de mirar sus cartas.

—Vamos, querida, voy a presentarte a mis amigos —dijo Phoebe.

Aparentemente, la inquietud que su casera hubiera podido sentir hacia ella se había disipado durante los días que había pasado allí. O quizá los buenos modales innatos de Phoebe le impedían tratar a su huésped con otra cosa que no fuera hospitalidad sureña. Callie obedeció y se acercó a la mesa.

La anciana que estaba sentada enfrente de su casera tenía la piel igual de blanca que Phoebe, pero no tenía el pelo blanco, sino teñido de castaño. Llevaba unos pendientes de brillantes y muchos anillos, y estaba observando atentamente a Callie con sus ojos verdes, a través de unas gafas muy gruesas.

—Virginia Wilton —dijo Phoebe, señalándola con la mano en la que no tenía las cartas—. Tommy Burge —continuó, indicando al hombre delgado que estaba sentado a su lado—, y este es Buck Dolan —terminó.

Dolan, que era obviamente varios años más joven que los demás, estaba muy bronceado, y se adivinaba que había sido un hombre muy guapo a la manera clásica. Tenía tanto pelo, y lo tenía tan oscuro, que Callie se preguntó si sería suyo.

—Ella es Callie Evans. Va a quedarse conmigo un par de semanas más.

Parecía que Phoebe no tenía ninguna intención de compartir la incómoda razón por la cual Callie iba a quedarse con ella dos semanas. Por supuesto, como Callie había pasado los tres días anteriores familiarizándose con el pueblo y con sus lugares más importantes, especialmente los relacionados con el asesinato, se imaginó que los tres sabrían perfectamente por qué estaba allí.

—Encantada de conocerla —le dijo Virgina Wilton—. Phoebe me ha contado que es de Charlotte. Yo fui al colegio con una chica que se apellidaba Evers, de Carolina. Belinda Evers. ¿La conoce?

—No creo.

—Su padre era médico. Muy buena familia. Si no recuerdo mal, de casada era Robert.

—No creo que los conociera —dijo Callie, reprimiendo una sonrisa ante aquel intento descarado de averiguar sus antecedentes. Era una forma de interrogatorio aceptada allí en Virginia, así que todas aquellas preguntas no podían considerarse una falta de educación. Era, simplemente, la forma de saludar a los nuevos conocidos, intentando hacer que encajara también entre los contemporáneos de uno.

—¿Está de vacaciones? —le preguntó Tommy Burge.

—No tengo tanta suerte —respondió Callie—. En realidad, estoy trabajando.

Se dio cuenta de que el delgado cuerpo de Phoebe se erguía en la silla, casi como si estuviera intentando lanzarle una señal. Sin embargo, sus amigos también vivían allí, y debían de conocer la zona tan bien como su casera. Sus puntos de vista sobre la gente involucrada en el caso Delacroix no tendrían precio.

—No dejes que te entretengamos, querida —le dijo Phoebe.

—¿Trabajando en qué? —le preguntó Buck Dolan, con un acento sutilmente diferente al de los demás, que no parecía sureño.

—En el caso de Katherine Delacroix —respondió ella.

Al oír aquellas palabras hubo un cambio evidente en sus posturas. Fue casi como si se encogieran, como si ella hubiera pronunciado una herejía en la iglesia.

—Callie está investigando para escribir un libro sobre Kay-Kay —dijo Phoebe, demasiado risueña.

—¿De verdad? —preguntó Burge—. Creía que la gente había perdido finalmente el interés por aquel asunto.

—No creo que pierdan el interés hasta que esté resuelto —replicó Callie.

—Así que nos veremos obligados a soportar a los desagradables medios de comunicación por siempre jamás.

Callie observó a Dolan con atención. Su tono de voz había sido menos amable que el de los demás.

—¿Eso significa que usted no cree que se resolverá, señor Dolan?

—No, mientras nosotros vivamos. Han ido enrevesando las cosas demasiado desde el principio.

—¿Quién?

—No le hagas caso a Buck —dijo Virginia—. Nunca le cayó bien Ben Stanton. Cree que Ben debería haber sido capaz de resolver el caso, y en vez de eso… —se encogió de hombros.

—Usted piensa que la policía llevó mal el caso —dijo Callie.

—Creo que la policía nunca debería haber intentado llevar a cabo aquella investigación. ¿Qué credenciales tenía Stanton para pensar que estaba cualificado para investigar un asesinato? Pasar una temporada en el Criminal Investigation Department no le prepara a uno para enfrentarse a un caso así. Está bien que jugara a ser policía cuando todo lo que tenía que hacer era poner multas, pero resolver un asesinato estaba más allá de su capacidad. Mucho más allá.

—Recurrió al FBI —apuntó Phoebe, separando mucho las sílabas y pronunciándolas con precisión—. Lo sabes, Buck.

—Cuando ya era demasiado tarde —replicó Dolan.

—A mí, Ben siempre me ha caído bien —dijo Virginia—. Era el joven más agradable del mundo. Al menos, hasta el asesinato.

El asesinato. Aquel era uno de los pocos lugares en la civilización moderna en los que se podía uno referir al asesinato de una niña de diez años como «el asesinato» y estar seguro de que todo el mundo entendía a qué se refería.

Nada de lo que habían dicho era nuevo para Callie, ni le ofreció información sustancial sobre el crimen, pero al menos estaban hablando, y parecía que su hostilidad inicial hacia lo que ella estaba haciendo se había disipado.

—Estúpido —dijo Buck despreciativamente—. Stanton nunca debería haberse puesto en aquella situación. Debería haber tenido el suficiente sentido común como para darse cuenta desde el principio de que aquello lo superaba.

—Nadie hubiera podido saber nada desde el principio —comentó Tommy Burge razonablemente—. Tú tampoco, Buck. No se puede esperar que la policía sea capaz de leer la mente.

—No es leer la mente —dijo Virginia—. Tú te refieres a esa gente que puede adivinar el futuro. Los videntes. Eso es lo que tú quieres decir, Tommy. No podía ser un vidente.

—Pero podría haber sido un buen policía —dijo Buck—. Un buen policía ve una escena como aquella y es capaz de saber qué ha ocurrido. Y él no fue capaz.

A Ben Stanton lo habían llamado aquella mañana para que buscara a una niña que se había escapado de casa durante la noche, mientras su padre dormía. De acuerdo con la mayoría de las versiones, él no tenía razones para desconfiar, en un principio, de lo que le habían dicho. Alguien había abierto la puerta trasera de la casa desde dentro, y no había señales de lucha.

—¿Ha sido usted agente de la ley, señor Dolan? —le preguntó Callie—. Parece que tiene mucha experiencia.

La risa de Phoebe, ruidosa e inesperada, resonó por la habitación. Dolan la miró con los ojos entrecerrados. «No le cae bien», pensó Callie, pero la intensidad de aquella mirada sólo duró un segundo o dos. Cuando volvió a mirarla a ella, todavía con los ojos entrecerrados, no estaba segura de quién de las dos le desagradaba más.

—Yo nunca he sido policía, señorita Evers, pero tampoco soy tonto. He leído mucho sobre crímenes reales. Y sé lo que se supone que tiene que hacer la policía. En este caso no lo hicieron.

—Ve a hablar con Ben —le aconsejó Virginia—. Ninguno de nosotros estábamos en la piel de Ben Stanton aquella mañana, así que no sabemos lo que habríamos hecho. Tú tampoco lo sabes, Buck, así que cállate.

—En retrospectiva, todo se ve de forma diferente —añadió Tommy Burge.

—Chorradas —dijo Dolan—. Cualquier buen policía…

—Vigila lo que dices, Buck Dolan —le regañó Phoebe—. Sabes que no me gusta ese tipo de lenguaje, y menos en mi casa. Sobre todo, si hay una señorita presente.

Callie tuvo que reprimir de nuevo las ganas de sonreír, al recordar el lenguaje que usaban en la sala de redacción la mayoría de sus compañeros de trabajo y amigos.

—Lo habrá oído peor —dijo Buck, como si fuera el eco de su pensamiento.

—No. En mi salón, no. Y no lo hará —dijo Phoebe con firmeza—. Y ahora, dejad de hablar de Ben. Ella va a pensar que no somos más que unos paletos ignorantes. Y no es así como queréis que describa Point Hope en el libro que está escribiendo, ¿verdad?

Aquello había sido una advertencia más que evidente, y Callie sólo pudo esperar que no cortara el flujo de información.

—No sería la primera vez —dijo Burge—. Ninguno de nosotros salió oliendo a rosas de aquello.

—Estoy segura de que Callie —dijo Virginia— no tiene eso en mente.

—¿Y qué es, exactamente, lo que tiene en mente? —le preguntó Buck sarcásticamente, con los ojos azules clavados en su cara.

—Descubrir a un asesino —dijo Callie—. Supongo que es lo que quiere todo el mundo.

No hubo respuesta. El silencio se prolongó y se convirtió en algo tan incómodo que, finalmente, ella misma lo rompió, añadiendo:

—Quizá podamos hablar más tarde. Realmente, me gustaría entrevistar a tanta gente como pueda, gente que viviera aquí cuando todo sucedió.

—Jugamos a las cartas todos los martes y los viernes —dijo Virginia, con aspecto de sentirse aliviada porque la conversación se hubiera apartado de la palabra «asesinato»—. Las partidas son en casa de Phoebe porque ella ya no conduce. La mayoría de los días, Doc nos hace una visita, para vernos. Doc no juega a las cartas. Nunca lo ha hecho, que yo recuerde.

—¿Doc? —preguntó Callie.

—El doctor Everett Cooley. Supongo que también querrá hablar con él. Él era el forense, entonces. Hoy habría estado aquí, pero tenía que ir a Mobile.

—Llevaba a Ida Sullivan al oftalmólogo —dijo Phoebe, con una nota de censura en la voz—. Le dije a Everett, cuando vino la otra noche, que está permitiendo que esa mujer se aproveche de él.

Callie se preguntó, dado su tono, si Phoebe no estaría celosa.

—Doc deja que todo el mundo se aproveche de él —dijo Virginia—. Sólo Dios sabe todo lo que ha hecho por ti y por mí, Phoebe, así que no deberías quejarte porque ayude a la pobre Ida.

—No me estoy quejando por eso —replicó Phoebe, indignada—. Pero no me gusta que la gente le tome el pelo. Se supone que ya estaba retirado —le dijo a Callie, a modo de explicación.

—Sin embargo, no puede decirse que haya recortado mucho sus horas de trabajo —añadió Burge—. Es el único médico que todavía hace visitas a domicilio.

—A Dios gracias —dijo Virginia con vehemencia, cambiando de posición una de las cartas que tenía en la mano.

Hubo otro silencio embarazoso.

—Bueno, no dejes que te entretengamos más, querida —le dijo Phoebe, finalmente—. Estoy segura de que, escribas lo que escribas, serás justa. Después de todo, la gente de aquí no tiene nada que ver con… lo que ocurrió. Vete a hablar con Ben. Él puede contarte mucho más que ninguno de nosotros. Más que nadie de todo el pueblo.

—Tenía la intención de entrevistarme con el capitán Stanton —dijo Callie—. De hecho, quería hacerlo esta misma mañana. ¿Podría alguien darme la dirección?

Dolan murmuró alguna vulgaridad entre dientes, que atrajo otra mirada de reprimenda de su anfitriona. Fue Tommy Burge el que respondió la pregunta de Callie.

—Tome la carretera principal y siga las indicaciones hacia Mullet Inlet. Stanton tiene unas tierras al lado del mar. Cualquiera le dirá la dirección. Y, si no, pare en Galloway Grocery y pregunte. Así no se perderá.

—Gracias —dijo ella, paseando la mirada por toda la mesa para despedirse de ellos individualmente.

Sin embargo, la atención colectiva ya había vuelto a las cartas. La habían despachado, eficientemente, y la habían enviado a que se entrevistara con el hombre que había soportado la carga de un asesinato sin resolver durante los diez años anteriores. Y, a juzgar por la reacción de aquellos habitantes de Point Hope hacia sus preguntas, se imaginaba el entusiasmo que iba a sentir Ben Stanton cuando ella apareciera en la puerta de su casa.

Capítulo 2

 

Cuando llegó al final de la carretera embarrada, bordeada de árboles cubiertos de musgo, Callie se dio cuenta de que las tierras al lado del mar de Stanton no eran lo que ella había imaginado. Nada de la atmósfera de ricos de toda la vida, de gente adinerada venida a menos que se respiraba en aquel pueblo.

La primera cosa que llamó su atención fue el todoterreno que estaba aparcado al lado de la casa. El coche estaba descolorido de la exposición al sol y a la humedad del mar. Y la casa, de madera de cedro, era poco más que una cabaña.

Detrás había un pequeño embarcadero y un barco que, según su estimación, seguramente valía más que todo el resto. Además, a diferencia de todo lo demás, estaba muy nuevo y bien cuidado.

Callie respiró hondo para tranquilizarse y reunir valor antes de abrir la puerta del coche. En cuanto lo hizo, el calor, que se le había olvidado dentro de la burbuja de aire acondicionado del coche, la asaltó con algo parecido a una fuerza física.

Salió y cerró con cuidado. No quería darle a Stanton más avisos de los necesarios. Se quedó junto al coche un momento, escuchando. Lo único que se oía era el zumbido de los insectos. No había ningún sonido de televisión ni de radio que saliera de la cabaña. Ninguna señal de su dueño.

Si no hubiera sido por la presencia del barco y del todoterreno, ella habría vuelto a entrar en el coche, dispuesta a convencerse a sí misma de que Stanton no estaba en casa. A menos que hubiera salido a dar un paseo, sin embargo, era evidente que sí estaba. Y tenía que hablar con él…

De repente, notó que el vello de la nuca se le erizaba, y supo que alguien la estaba observando. No veía nada más allá de la pantalla-mosquitera de la puerta de la cabaña, pero sabía que había alguien detrás.

Se obligó a sí misma a avanzar hacia la casa. «No dejes que sepan que tienes miedo». Sonrió al pensar en aquella frase, aliviada de tener algo para distraerse. Además, fuera cual fuera la respuesta de Stanton a su visita…

—Ya está bien.

De nuevo, enfocó la mirada en la pantalla de la puerta. No había duda de dónde provenía aquella voz. Y a causa de su posición, él tenía toda la ventaja. La veía claramente, y sin embargo, estaba oculto como si estuviera en mitad del espeso bosque que rodeaba la cabaña.

—¿Señor Stanton?

—¿Quién es y qué quiere?

—Me llamo Callie Evers. Me gustaría hablar con usted.

Hubo un silencio, lo suficientemente largo como para que ella fuera consciente de nuevo del zumbido de los insectos.

—¿Sobre qué? —preguntó él, finalmente.

Hubo algo en su tono, algo como un recelo habitual, que le indicó a Callie que él sabía por qué estaba allí. No sería la primera persona extraña que se había acercado a él en la última década. Probablemente, su radar estaba sintonizado para localizar a los intrusos curiosos.

—Sobre Katherine Delacroix.

Mientras contestaba, dio los pasos que faltaban hasta llegar a los escalones del porche. Al contrario que el resto de los porches del pueblo, aquel no tenía mecedoras ni plantas. Era evidente que no estaba pensado para resultar hospitalario.

—Entonces, está perdiendo el tiempo —dijo Stanton.

—Tengo mucho tiempo.

—Yo no.

Deliberadamente, ella paseó la mirada a su alrededor, por la vegetación salvaje y por el todoterreno, que no había recibido ni un manguerazo en meses. Cuando volvió a mirar hacia la pantalla de la puerta, sonreía abiertamente.

—Ya veo lo ocupado que le mantiene su casa, señor Stanton —dijo, intentando que su voz sonara relajada—, así que le prometo que no le robaré mucho de su valioso tiempo.

—No me robará nada —le dijo, en un tono incluso más frío que el anterior—. Busque lo que busque acerca del caso Delacroix, no lo encontrará aquí.

—Yo creía que usted era el experto.

—Creyó mal.

—Usted dirigió la investigación.

—¿No prefiere decir que «hice una chapuza de investigación»? —dijo él, burlonamente.

—¿Lo hizo? —le preguntó, arrepintiéndose en aquel momento de haberle hecho caso a sus escrúpulos y no haber encendido la grabadora.

—Salga de mi propiedad.

La ira había sustituido a la ironía anterior.

—Si no hizo una chapuza, ¿por qué no quiere hablar conmigo? ¿No quiere que el caso se resuelva?

—No voy a hablar con usted porque es una morbosa, señorita Evers. Y a mí no me gusta la gente morbosa.

—No sabe nada de mí, ni de mis razones para estar aquí.

—Si quiere hablar de Katherine Delacroix, entonces es una morbosa. Ella lleva muerta y enterrada diez años. Y yo no tengo intención de desenterrarla.

—¿No va a ayudarme a encontrar al asesino?

—Salga de mi propiedad —repitió Stanton, con la voz apagada.

—He leído todo lo que ha caído en mis manos acerca de este caso.

—Eso sólo refuerza mi opinión sobre usted.

—Y he llegado a la conclusión de que no es posible que Tom Delacroix tuviera nada que ver con la muerte de su hija —continuó Callie, obstinadamente. Si no podía conseguir la ayuda de Stanton con amabilidad, quizá pudiera causarle impresión para que hablara—. Lo que creo es que, a causa de su determinación inquebrantable de meter a alguien en la cárcel, a cualquiera, por aquel asesinato, usted arruinó la vida de un hombre inocente. Y al estar tan seguro de que Tom Delacroix era culpable, dejó que el verdadero asesino escapara después de aquella… atrocidad.

La pantalla de la puerta se abrió con tal estruendo que, de repente, a Callie se le encogió la garganta y no pudo continuar. Y, exactamente del mismo modo que las tierras al lado del mar de Stanton no habían tenido nada que ver con lo que había imaginado, el hombre que salió de la cabaña era totalmente diferente a la imagen mental que ella se había llevado a aquella entrevista.

Había muchas fotografías de Ben Stanton entre el material que ella había conseguido. Las había estudiado prestando una atención a los detalles que, había tenido que admitir finalmente, no era debido únicamente a su interés en aquel caso.

En la mayoría de las fotos, él llevaba el uniforme de policía, con el cinturón negro abrochado alrededor de sus caderas estrechas. Siempre aparecía con los ojos azules entrecerrados contra la luz, o con gafas de sol. Parecía el vivo retrato de la eficiencia y de la dedicación a su trabajo. Y ninguna de aquellas impresiones encajaban con la realidad del hombre que acababa de salir de aquella casa hecho una furia.

Sólo llevaba unos vaqueros, tan desgastados que eran de color gris. La cintura le quedaba por las caderas, tan estrechas como ella recordaba. Estaba muy bronceado, y tenía el pecho y los hombros anchos y musculosos. Iba descalzo, y tenía los pies tan morenos como el resto del cuerpo. Incluso su pelo era diferente. Lo tenía negro, brillante, más largo que en las fotografías, y con algunas canas en las sienes.

Y no llevaba gafas de sol. Su mirada azul, penetrante y furiosa, estaba atravesándola.

—¿Por qué demonios se cree usted que tiene derecho a… —empezó a decir, con la voz tensa de desprecio.

—Él firmó su obra —dijo ella.

Stanton se quedó callado y abrió mucho los ojos de la sorpresa.

—Quizá no supiera qué era esa marca o qué significaba —continuó ella, obligándose a que su voz sonara calmada—. Pero la vio. Usted tuvo que verla. Alguien tuvo que verla.

No quería sacar tan pronto aquel as de la manga, pero tampoco había previsto que él le diera miedo. La hostilidad de Stanton era palpable, y quizá aquello fuera mejor que revelar lentamente lo que sabía, tal y como había planeado. Al fin y al cabo, la fuerza de la reacción de aquel hombre había confirmado que ella tenía razón.

Y había conseguido su atención por completo. Ben Stanton estaba, literalmente, absorbiendo cada una de sus palabras, y la furia de sus ojos azules se había transformado en algo diferente.

—Dibujó una rosa en la nuca de la niña, escondida bajo la línea del pelo.

Stanton no dijo nada, pero entrecerró los ojos, mirándola fijamente a la cara.

—Tenía una rosa en la nuca, ¿verdad?

Exactamente igual que lo había sabido por su reacción inicial, supo por el silencio de Stanton que tenía razón.

—La dibujó con un rotulador rojo, o quizá con tinta, pero estaba allí. ¿Verdad, capitán Stanton?

—Salga de mi propiedad —repitió él. No se había movido del borde del porche, pero su mirada había sido lo suficientemente reveladora.