cover-el-molino-de-dios-600.jpg

EL MOLINO DE DIOS

Mario Peloche

EL MOLINO DE DIOS

{Colección sístole}

Primera edición, marzo 2017

© Mario Peloche Hernández, 2017

© Esdrújula Ediciones, 2017

ESDRÚJULA EDICIONES

Calle Martín Bohórquez 23. Local 5, 18005 Granada

www.esdrujula.es

info@esdrujula.es

Edición a cargo de

Víctor Miguel Gallardo Barragán y Mariana Lozano Ortiz

Ilustración de cubierta: PerroRaro

Impresión: Ulzama

«Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el Código Penal vigente del Estado Español, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística, o científica, fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.»

Depósito legal: GR 333-2017

ISBN: 978-84-17042-06-6

Impreso en España· Printed in Spain

Para Nuria.

Por lo intangible que nos sustenta,

por lo invisible en lo que ponemos nuestra fe.

«La imaginación del hombre, como todas las facultades que se le conocen, funciona con arreglo a unas leyes establecidas de existencia y operatividad susceptibles de seguimiento, y actúa sobre el mismo material: el universo externo, la constitución mental y moral del hombre y sus relaciones sociales. En consecuencia, por distintos que puedan parecer a primera vista los resultados obtenidos entre los cultivados europeos y los salvajes hotentotes, entre los filosóficos hindúes y los pieles rojas del Oeste americano, examinados de cerca presentan características idénticas».

Edwin S. Hartland, The Science of Fairy Tales: An Inquiry into Fairy Mythology (La ciencia de los cuentos de hadas: Estudio sobre la mitología feérica).


«… Y así, con bastante frecuencia a algunos, tal vez ocasionalmente a todos, se nos presentan ligeros destellos de iluminación, brevísimos atisbos de la naturaleza del mundo tal como es para una consciencia liberada del apetito y del tiempo, del mundo que sería si no prefiriéramos ser nuestros yos personales y, con ello, negar a Dios.»

Aldous Huxley, Viejo muere el cisne.

Capítulo I

Lo único que le queda a Elías de su hijo es una caja. A eso se reduce la vida, cualquier vida: a una anodina caja de cartón, grande y pesada, veteada de mugre y moho.

La mesa de formica rayada en la que reposa, y la macilenta luz de la bombilla, no logran sino acentuar el realismo, petrificar el drama.

El anciano no necesita mirar el nombre de la etiqueta torcida dispuesta sobre la cinta de embalar. No quiere, de hecho. Teme la avalancha de recuerdos afilados que esa simple acción pueda desencadenar. Pero mira, claro. «Lázaro Muriel González». Y, contra todo pronóstico, no ocurre nada. Apenas un atisbo del rostro de su hijo: abotagado, de piel mortecina y ojos tan oscuros como la barba y el pelo, siempre enmarañado. Tenía los rasgos de su madre, y eso explicaba muchas cosas. Su distanciamiento y la animadversión que nunca se atrevió a expresar en voz alta, por ejemplo.

Elías piensa que de los recuerdos del pasado se forman las penas nuevas. Aunque no siente aún esa pena. Ni tristeza, ni melancolía siquiera. Era su hijo, pero a la vez era un desconocido. Era su hijo, claro, pero nunca reconoció en él nada suyo. Era un trastornado; lo había alejado de sí por eso y lo odió cuando, tras la separación, se decidió por su madre. Así que lo único que siente en su interior es el regusto de ese odio añejo, irracional, un poso de cicuta que siente en la lengua y en el corazón incluso ahora, delante de lo único que le queda de su hijo. Y la certeza de su ausencia le hace volver el odio hacia sí mismo. Mezquino es como se siente, es lo que es. Una mierda de padre. Una mierda de hombre.

Cierra los ojos y apoya las manos en la mesa, buscando sustento en lo tangible. La diminuta monja que hasta ese momento se ha mantenido a una distancia prudencial toma su gesto por el de un padre compungido y se acerca carraspeando. Él la detiene levantando la mano y, enarbolando una media sonrisa encantadora y genuinamente falsa, apacigua sus temores. «Se me pasará», se oye decirle, como desde lejos, pero su verdadero yo sigue aquí, más cerca, en el vórtice de sus pensamientos.

—¿Quiere abrirla ahora?

Elías niega con la cabeza. Ni por todo el oro del mundo la abriría en este maldito sitio.

La monja lo mira contrita y su apergaminado rostro se repliega sobre sí mismo como un acordeón.

—Sie… Siento mucho lo de su hijo. Le aseguro que aún no sabemos cómo…

—Ya.

Elías la mira con dureza; no puede evitarlo. Ya basta. Está cansado de interrogantes, de respuestas huecas, de conmiseración de manual. Así que levanta la caja, sintiendo un tirón en las lumbares, y, sin mirar a la monja, atraviesa la puerta metálica de la habitación que ocupó su hijo.

Sale a un largo pasillo gris, al que la luz de los fluorescentes colocados a intervalos regulares confiere el aspecto de un cuerpo enfermizo.

Mientras avanza siente la carga en los brazos y en la espalda, pero más acentuada en la cabeza, como una congoja travestida de cefalea. Intuye las miradas que le dirigen los ocupantes de las habitaciones de la derecha, meras sombras chinescas tras las mirillas cuadradas cubiertas de rejilla. Acelera aún más por la médula del pasillo, nervioso sin saber bien el motivo, mientras la numeración de las habitaciones decrece a mayor velocidad. Jadea sofocado, la caja puro plomo, y siente el sudor que le resbala por la nuca y el regusto de la bilis que le aflora a la boca.

Recortado frente a él atisba un rectángulo de luz, y un gemido inesperado, mezcla de miedo y alivio, brota de él cuando comprueba que se trata de la salida. Apoya la frente húmeda en el cristal; las monjas lo miran recelosas, pero siguen con sus quehaceres.

La puerta da a una rotonda señoreada por un vetusto magnolio, y lo recibe el ambiente brumoso del atardecer, un continuo plúmbeo del organismo enfermo que ha dejado atrás, como si hubiera traspasado un foramen magnum.

Sacude la cabeza, sorprendido por el devenir de sus pensamientos, que va mucho más allá de su pesimismo habitual. La obligada despedida a su hijo, conocer el lugar vacuo y deprimente donde pasó sus últimos días… le hace sentir más que nunca la losa de su mortalidad, el hastío de un viejo de sesenta y cuatro años que dejó su cátedra de Matemáticas porque quería tener tiempo para no hacer nada y descubrió que «la vida está en otra parte».

Se dirige hacia su viejo Renault y mira la caja mientras la deposita en el maletero, como si la viera por primera vez, como si fuera el motivo de todo, o el señuelo, o tal vez ambas cosas.

Y sigue pensando en ella mientras arranca, mientras observa frente a sí, sobre la ciudad, lo que un poeta describió como un barco cárdeno de nubes que se dirige hacia el arrecife del ocaso. Hoy los versos le suenan vacuos, falsos. Mientras, en un ángulo del retrovisor, contempla el letrero que pende sobre la entrada del edificio que deja atrás, en letras negras sobre fondo gris, como no podía ser de otra forma, y que anuncia la Residencia Psiquiátrica Nuestra Señora de la Montaña. Se da cuenta de que la mirada otrora firme es ahora titubeante, húmeda, la del que sabe que acarrea en una caja los pecados del pasado y los interrogantes de la misteriosa desaparición de un hijo.

Una anodina caja de cartón, grande y pesada, veteada de mugre y moho.

Capítulo II

Érase una vez un muchacho que se encontraba en una playa. Todo seguía tal como lo recordaba, porque no era la primera vez que estaba allí: la arena, una alfombra blanca moteada de algas oscuras, infinita, que se unía con el horizonte en un eterno beso; el mar, una taza añil en la que se estribaba el azul del cielo. Y entre medias, como ovejas recortadas, las nubes, que descendían en manadas a abrevar.

Lo que el joven no recordaba bien era cuánto tiempo había pasado desde la última vez que estuvo allí. Fue hace mucho, mucho, o apenas nada; le era difícil precisarlo, admirado como estaba ante tan hermoso paisaje. Hace un segundo, o unos años, estaba en su casa, mirando por la ventana de su habitación la calle donde vivía, los niños que corrían, escuchando los ruidos cotidianos de su ciudad. Y en un abrir y cerrar de ojos se encontraba en esta playa, lo más hermoso que jamás había contemplado.

Se quedó inmóvil, absorbiéndolo todo, moviendo tan solo, sin ser consciente de ello, un pie con el que trazaba círculos y líneas en la arena. Se agachó y recogió un puñado.

—¿Cuántos granos caben en el hueco de una mano? —se preguntó en voz alta. Recordaba haber leído la respuesta en algún libro. Muchos millones, seguramente. Qué curioso. Minúsculos asteroides de sílice, planetas liliputienses que se derramaban entre sus dedos, almas gemelas que quizá jamás llegaran a conocerse, o que tal vez ya se conocían y no lo sabían…

—¿Cuántos quieres que quepan? —contestó una voz sibilante a su lado. El joven se giró y observó, sorprendido, que quien había contestado era un extraña serpiente que no estaba hacía un instante. Al menos tenían eso en común. Se quedó mirándola, pensando qué responder… y si iba a responder. No era muy dado a hablar con animales.

—¿Cuántos, cuántos, joven mudo?, ¿cuántos? —El ofidio emitía esta aguda cantinela mientras reptaba a su alrededor, sin dejar de mirarlo. Era un ejemplar algo ancho, de color crema, con dibujos ondulados en el lomo, como letras de un antiguo alfabeto. Pero lo que más llamaba la atención eran unos ojos que no se apartaban del joven. Eran gemas del color del fuego engastadas en la cabeza. Al chico no le daban miedo las serpientes, pero lo ponía nervioso la forma de mirarlo de aquella.

Como si le hubiera leído el pensamiento, y de hecho así había sucedido, pues tal era su naturaleza, el animal dejó de moverse y le dijo:

—No te preocupes; no te haré daño. Como prueba, te diré mi nombre, y así tendrás poder sobre mí, porque quien conoce el nombre de otra criatura posee una parte de ella. Me llamo Shitna.

—Hola, Shitna.

El joven se sentía francamente idiota por saludar a un animal.

—Hola, joven torpe. Y ahora, responde. ¿Cuántos quieres que quepan?

—No lo sé.

—Eso no es cierto.

En efecto, no lo era. El joven se conformaba con uno solo que los contuviera a su madre y a él.


Miriam se interrumpe al oír la respiración acompasada de su hijo. Daniel ya se ha dormido. En silencio, como todo lo que hace. Su principito… Observa su rostro ladeado, apoyado en la almohada. Como la playa del cuento que ella misma le escribió, y se siente pequeña al pensar que fue su última obra, Daniel tiene la piel de arena blanca punteada aquí y allá por minúsculas pecas, como algas pardas, como planetas liliputienses. Es tan pálido… Es verdad que ella es muy clara de piel, pero la de Daniel es lechosa como la de un albino. Ha heredado eso de su padre. Eso y alguno de sus trastornos. Solo tiene que fijarse en los perennes cercos oscuros bajo los ojos, prueba indeleble de los terrores nocturnos que lo asaltan noche tras noche y que los terapeutas no son capaces de erradicar. Qué hermosa herencia paterna, ¿verdad? Pero no quiere pensar en él y, como es un ejercicio que lleva años realizando, lo consigue. Se centra en su hijo. También en eso tiene años de práctica: es lo que ha hecho desde que nació. Volcarse en él, cuidarlo día tras día, hora tras hora. «Como cualquier madre», se podría decir, y de hecho se lo han espetado decenas de veces. Por cosas así sabe que los juicios de valor son imposibles de rebatir, a diferencia de las opiniones. «Los niños son niños». Perogrulladas; la atrevida ignorancia. Esas madres no tienen ni repajolera idea de lo que es cuidar a un niño autista, y tampoco quieren pararse a escucharlo. Piensan que con lo que han hojeado en las revistas de la peluquería es suficiente. Porque cada niño es un mundo, no hay más verdad que esa, pero el suyo es árido, de atmósfera asfixiante, sigue trayectorias erráticas y está poblado de una forma de vida tan diferente que la interacción humana no lo alcanza. Se dedica en cuerpo y alma a sondearlo, tantearlo, buscar resquicios y surgencias. Es explorar los yermos de su mente, el erial de su anatomía, frustrándose en cada intento fallido. Es vivir en un limbo de agotamiento perpetuo, de nostalgia por algo que ni ella misma sabe expresar, donde no puede permitirse ser ni feliz ni estar triste más que en momentos esporádicos. Donde simplemente es, y con eso le basta. Quizá el tratamiento que empezará al día siguiente sea el definitivo; quizá esta vez funcione. Quizá lo cambie todo. Quizá. Pero el quizá es el nunca de los soñadores, y el día de mañana está aún muy lejos.

Miriam se levanta y suspira, sin reparar en el parecido que guarda con el joven que contemplaba la playa en su cuento. Ambos solitarios, perdidos, ambos trazando con el pie, sin saberlo, círculos y líneas. Ambos, geometría sonámbula.

El niño se remueve en sueños, destapándose los brazos, y ella se inclina para echarle la manta por encima. Ojalá fuera igual de fácil cubrir los recuerdos.

Lo mira una última vez y sale, dejando la puerta entornada. Así podrá oír los gritos si, Dios quiera que no, las pesadillas vuelven a acudir. Espera solo por él, solo por él, que esta sea una de esas pocas noches tranquilas; se siente egoísta por estar agotada. Y desea con todas sus fuerzas que mañana todos los problemas de su principito, de la única persona que da sentido a su vida, su mutismo, sus terrores… desaparezcan. Abracadabra. Ojalá todo fuera igual de fácil que en los cuentos de hadas.


La habitación queda a oscuras. Solo una rendija de la luz del pasillo aporta una tímida iluminación al dormitorio del niño. Daniel se rebulle inquieto, da una vuelta, luego otra, y por fin despierta. Esta vez no ha sido por las pesadillas, sino por el anhelo de algo pendiente. Se levanta y se mueve, con la naturalidad del conocimiento, por la plúmbea atmósfera que la oscuridad y el silencio confieren a las cosas. Ahí se siente el niño a gusto, quizá porque su interior es también un reino opacado y mudo. Se dirige a un rincón, junto a la ventana. Rebusca a tientas bajo un sillón y encuentra unas cartulinas, sus preferidas, las de colores. No las ve, claro, pero sabe que son esas, y no solo porque él mismo las dejó ahí por la mañana.

Levanta la persiana un par de dedos, con mucho cuidado; no quiere que su madre se despierte y acuda. Ahora no. Tiene algo vital que hacer. El resquicio que deja la ventana es suficiente para que pase un rayo de luz lunar, un contrapunto gélido a la luz dorada que ilumina la rendija de la puerta.

Y esa luz nocturna es la que el niño buscaba.

Se acomoda, sentado como un buda flacucho, con las cartulinas en el regazo. Mueve la cabeza a un lado y otro, oteando el aire. Asiente satisfecho. Ha venteado el cierzo que le gusta. Ahora levanta las manos en el aire y se pone a gesticular. Cualquiera que lo contemplara, y más conociendo su afición por los cuentos, diría que es un pequeño genio salido de una lámpara o un aprendiz de prestidigitador de Hogwarts. Sin embargo, la navaja de Ockham es muy afilada y la explicación es mucho más sencilla: el niño solo trata de atrapar el rayo de luna entre los dedos.

Las escuadras de sus manos se afanan primero en mensurar el tenue hilo de luz; luego lo atraviesan, lo acarician, se deslizan por su contorno moldeando como un orfebre el reflejo de nácar. Por fin, el niño parece darse por satisfecho y ceja en sus inefables engarces. Coge una de las cartulinas que tiene entre las piernas y, con sumo cuidado, empezando por una esquina, se pone a romperla en pedacitos diminutos. Usa solo una pequeña parte, deja a un lado el montón de trozos y comienza de nuevo con otra cartulina. Así, hasta que acumula varios montoncitos. Los contempla un momento sonriendo con los ojos, estáticas la boca y la garganta, y de golpe los mezcla. El montón resultante acaba en su mano derecha. Cierra el puño, sosteniendo dentro su tesoro de charol, y se lo coloca en la otra mano abierta. Y entre ambas, el rayo de luz lunar.

Ahora llega el misterio, porque es cuando empieza el juego. Daniel abre un ápice el puño, y lentamente, en un goteo, manan los pedacitos de cartulina. Alabeando por el aire, caen sobre la mano abierta. Así, uno tras otro, observamos a un niño pequeño que a su vez observa, extasiado, todo sonrisa ahora, cómo se derraman por sus manos los trozos de cartón. Y cuando caen todos, los recoge y vuelve a empezar el juego, una y otra vez, en una cadencia que a cualquier adulto se le haría tediosa. Daniel también ve caer simples trozos de cartón, apenas más magia que el confeti de un cumpleaños añejo, pero ahí no reside el misterio. Es en el tránsito donde surge la magia. En el instante en que los pedacitos cruzan la luz dejan de ser, a ojos del niño, mera cartulina. Para él, como para el joven del cuento, que será él mismo algún día, pasan a ser algo muchísimo más importante: son mundos los que arracima, galaxias las que expanden sus manos. Incluso parecen adquirir un brillo dorado, ajeno al reflejo lunar, que se incrementa en cada ascenso y descenso por el reloj de arena de las manos. Y entre los fotones que se entrecruzan como cometas ve rostros, rostros que a su vez lo observan. Con desapego, con curiosidad. Como lo suelen mirar los mayores cuando van a algún sitio público, pero con un punto más de avidez.

Y en ese instante, Daniel es casi, casi feliz.

Capítulo III

Elías abre la puerta de su casa y enciende la lámpara de la entrada. Esta pende de un techo inusitadamente alto, fruto de una vetusta construcción, lo que explica, junto con las sucesivas particiones de una antigua casa señorial, la peculiar distribución y orientación de las habitaciones. A su derecha se abre una minúscula sala de estar. Entra en ella y, aún con la caja en la mano, se las apaña para encender la radio. En la sala, además de espacio, falta el omnipresente televisor, ambas carencias por decisión propia. Esto, junto con el hábito de escuchar música clásica, lo ayuda a sobrellevar la soledad.

Hace muy poco que ha alquilado este apartamento, poco después de prejubilarse y dejar su cátedra de física y matemáticas en Madrid. Una vuelta a los orígenes, o quizá una excusa para atender el requerimiento escrito de su hijo y, de esta manera, acercarse de alguna manera a él. Desde que Sara abandonó la casa que compartían en Madrid no había estado en una vivienda que de alguna manera, aunque fuera arrendada, pudiera considerar suya. Por supuesto, podía permitirse algo mejor que este viejo apartamento del extrarradio, en una especie de pueblo de casas bajas encastrado en la periferia de la ciudad. La pensión de un catedrático no era la de un ministro, pero no estaba mal. Sin embargo, nunca había deseado tener más de lo necesario. Quizá ahí radicaba el problema.

Sale de la habitación. La luz alcanza a iluminar la parte inicial del pasillo, hasta un recodo, y las puertas del minúsculo cuarto de baño y la cocina, que forman un ángulo. Más allá, el pasillo gira y acaba en el único dormitorio. Elías entra en él y, como ve que la persiana del buró que está a la derecha se encuentra cerrada, opta por dejar la caja encima de la cama aún por hacer.

Echa un vistazo alrededor y se sorprende por el desorden imperante, como si hasta ese mismo momento no hubiera sido consciente de ello, como si no fuera él el causante. Es su especialidad, las matemáticas del caos. La cama antigua, estrecha, bajo una ventana enmarcada de herrumbre. Al lado, contra la pared, un secreter antiguo de haya del siglo xix, sin duda el objeto más valioso de la casa… incluido él mismo, como piensa con sorna.

Y, por supuesto…, libros. Miríadas de ellos. Una vez Sara le dijo, en uno de sus escasos raptos de ira verbalizados, que no era más que un teórico de la vida, un pusilánime que no sabía afrontar los problemas cotidianos, que erguía entre ellos, y entre sí y el resto del mundo, una muralla de libros. Y aquí está él ahora, solo con sus amigos más fieles, sus ajados, ascéticos, apasionantes libros. Apilados en columnas; bajo la ventana; desbordando el estrecho desfiladero entre la cama y la pared, y en una enorme estantería barata sostenida a duras penas, opuesta al escritorio. La observa, preñada de libros, las baldas combadas, una amenaza perenne de parto de hojas y astillas. Se recuerda por enésima vez que debería aligerar el peso y, por enésima vez, se contesta que otro día.

Abre el buró y recoge apresuradamente los folios que ocultaba la persiana, echando apenas un vistazo a los ideogramas esbozados en ellos: ecuaciones, funciones de onda, demostraciones, desigualdades de Bell, atractores... Ahora, sus sudokus físicos no le importan. Vuelve a sentir la urgencia de antes, la curiosidad que mató al gato… o que lo dejó vivo y muerto a la vez, en su caso. Siente la caja detrás, esperándolo, observándolo incluso, y él solo siente el deseo, el único que lo ha impelido a lo largo de toda su vida, de conocer. Por fin, cuando la superficie está despejada, se vuelve, levanta la caja de la cama y la deposita en el tablero. Aunque es amplio, la caja sobresale por el borde. Coge unas tijeras del cajón y las desliza por la cinta de embalar, entre las solapas. Un escalofrío le recorre el cuerpo al cortar la etiqueta con su nombre, como si hubiera pisado su tumba. Es una profanación; él no tiene derecho a hurgar en el pasado, en lo más íntimo de un hijo al que nunca quiso. Pero le urge encontrar respuestas, es una máxima que su vida de docente le ha inculcado. Y recuerda que su hijo expresó por escrito que esa caja se le debía entregar específicamente a él. Es un magro consuelo para sus remordimientos, aunque es mejor que nada. Así que respira profundamente, agarra las solapas y, tras un tirón, por fin la caja queda abierta.

Lo asalta un vago olor de humedad. Orienta el brazo alargado de un flexo para examinar mejor el interior. En el fondo resalta el brillo oscuro de la carcasa de un ordenador. Resulta vagamente amenazador, allí agazapado, quitinosa cubierta de insecto, ocelos plateados del holograma de la marca orientados hacia él, desafiándolo. Lo agarra con cuidado y lo deposita al lado de la caja, preguntándose si en cuanto deje de mirarlo emergerán de él multitud de patas articuladas y escapará corriendo.

Otro brillo, algo menos intenso, capta su atención. Se trata de una caja de plástico verde oscuro que ocupa casi todo el lateral. Tiene una etiqueta adhesiva blanca, y al acercase puede leer: «Dra. Nieves Andrade, Psiquiatra. Sesiones H. 0 a 4». Debe de tratarse de los apuntes o grabaciones de la última especialista que trató a su hijo. La abre, y dentro encuentra, apiladas con descuido, seis microcintas y una grabadora plateada. Seguramente pertenecían a la psiquiatra, ya que a su hijo, por lo poco que sabía, todo este material analógico debía de parecerle antediluviano.

Por eso vuelve su atención al portátil. Debía de ser de su hijo. Ahora que lo observa mejor, repara en lo arañada que está la carcasa y en las varias pegatinas que lo decoran, que reivindican desde la lucha armada del pueblo hasta la legalización del cannabis.

Sin darse tiempo para analizar las proclamas ni elucubrar en qué andaba metido su hijo, lo enchufa, se sienta en su silla de oficina de saldo y se queda mirando la pantalla mientras lo enciende. Está nervioso, expectante… y tiene miedo, aunque no sepa decir por qué. La pantalla se ilumina, y lo recibe el logotipo de un sistema operativo que no conoce, cosa que no le sorprende demasiado. No hay matemático que se precie que no sepa de informática, aunque en un mundo cada día más digital, él resulta un insecto anacrónico, un lepisma que vive en el papel.

Al momento aparece un pequeño recuadro titilante que exige una contraseña. Es lo esperable, pero no por ello resulta menos exasperante.

Y ahora, ¿qué?

No conocía a su hijo (conoce, en presente, conoce, solo está desaparecido) lo suficiente para saber qué palabra tendrá como clave, ni siquiera si será una fecha, algún juego de letras o una sigla, ya puestos. Así que, con tantas opciones como pocas esperanzas, empieza por lo obvio: «Lázaro». Nada. Error. Igual, pero sin tilde. Error. Con minúscula. Error. Ufff. Elías se reclina hacia atrás, con las manos en la cabeza.

¿Cuál era su fecha de nacimiento? A ver, recuerda el día, más por la festividad que por cuestiones de nostalgia: 1 de noviembre, Todos los Santos. Y el año…

A ver, Lázaro tenía (tiene, maldita sea, tiene)… treinta y tres. Como el chiste del médico. Y como la edad de Cristo. Prueba con «Cristo», en mayúsculas y en minúsculas, como mero entretenimiento. Y claro…, error. Echa cuentas y pone la fecha de su nacimiento, separada por guiones altos y bajos, por barras oblicuas.

Error.

Se rasca inconscientemente la sien. Solo se le ocurre que tendrá que llevar el ordenador a una tienda de informática, donde haya algún joven, con más pendientes que un corsario antillano y un coche ruidoso con el carburador trucado aparcado en la puerta, que sepa saltarse el cifrado.

Se levanta dispuesto a salir de la habitación, pero una extraña asociación de ideas entre Cristo, los carros de fuego y él mismo lo hace inclinarse de nuevo sobre el ordenador.

Teclea «ELIAS». Y el ordenador, aunque no se anima a andar, cobra vida.

Tan sencillo y, a la vez, tan absurdo. Mientras el sistema arranca, en la pantalla un mero fundido a negro, piensa que no sabe por qué, de entre millones de posibilidades, Lázaro se inclinó por su nombre. Solo puede suponer que por la misma razón por la que lo eligió para recibir la caja. Quizá porque nadie, ni su madre, habría querido recibirla. Quizá porque supuso que solo él sería capaz de desentrañar el misterio de su desaparición.

—Es mucho suponer —se dice—, pero aquí estoy. No puedo hacer mucho más.

De pronto, en la pantalla se forma una imagen. Es una especie de fotografía muy borrosa, de grano, pixelado o como quiera que se diga, muy grueso, con mucha nieve. Debajo, en mayúsculas oscuras, una frase:


DETRÁS DE TI


Un dedo helado le recorre la espalda. En la imagen se intuye, más que se aprecia, un rostro muy desenfocado. Pero aun así es escalofriante.

Detrás de ti.

Siente un cosquilleo en la nuca, como cuando nota que alguien lo mira. Se echa hacia atrás en la silla, para conseguir una mejor perspectiva de la imagen, y el miedo se abre paso dentro de él como una marea helada.

Detrás de ti.

A distancia, la imagen parece enfocarse, ganar nitidez. Y el rostro brumoso que lo mira es… antinatural. La boca, un finísimo corte sagital; un desgarro desdeñoso en el rostro. Y esos ojos… grandes, esféricos, que emanan malevolencia, antigua y pura. Y que miran de frente. Pero no a él, sino…

Detrás de ti.

Un terror atávico lo paraliza, le convierte la sangre en cartílago. Dios, esos ojos… Solo quiere dejar de mirarlos, pero no quiere ver qué observan si no es a él, sino tras él.

Detrás de ti.

Se gira de golpe, porque sabe que no tendrá voluntad ni arrestos si lo intenta despacio. Y detrás encuentra… nada. Nada. Su habitación de siempre. Su estantería preñada de siempre, los libros de siempre. Por los clavos de Cristo, ¿qué coño le ha pasado? Esta maldita tensión… , su rutina alterada, primero por la desaparición, luego por la llamada para recoger la estúpida caja… Eso ha tenido que ser. Eso… y que es un viejo estúpido al que la soledad y la hipertensión están pasando factura.

¿Cómo podía tener esa maldita foto retocada ahí, mirándolo, cada vez que encendía el ordenador? Como para no acabar mal de la cabeza. Intenta mirar de soslayo mientras pulsa el botón derecho del ratón, aunque siente esos ojos ahí, sobre él. Abre «Propiedades»; luego, «Imágenes predefinidas», y elige una al azar. Al instante, un campo de grandes girasoles puebla la pantalla. Elías resopla y se masajea las sienes, notando como el alocado retumbar de sus venas se reduce por momentos. Sin embargo, siente una extraña comezón detrás de los ojos, como si un germen transportado por esa mirada aviesa hubiese anidado en sus retinas. Sí que lo ha desasosegado la imagen, desde luego, aunque no es para menos. Cierra los ojos un instante y los abre lentamente, con recelo, como si la mirada pueda abrirse paso entre las flores, desgarrar la pantalla y llegar a él. No es así, claro, y vuelve a recibirlo la estampa bucólica.

Respira a fondo, se serena y se centra en buscar lo que sea que le haya dejado su hijo. Observa el escritorio y comprueba que el contenido de iconos es muy escaso, ascético incluso. Tan solo reconoce algunos programas habituales de reproducción de audio y vídeo, y un par de carpetas. Una indica «Archivos temporales», y la más críptica, tan solo «D».

Sumido en el desconcierto, abre la primera. En su interior encuentra una serie de carpetas ordenadas alfabéticamente: Abducciones – Clarividencia; Criptozoología – Feérico; Forteano – – Hiperestesia; Holografía – Magnetismo; Mineralogía – Psicología; Precognición – Sincronicidades; Sinestesia – Zoología.

Lázaro se queda asombrado. ¿Qué es esto? ¿Un hobby extraño? ¿Un trabajo de investigación de algún tipo? Sabía que su hijo escribía, y que hacía alguna chapucilla ocasional como informático, pero esto… ¿A qué venía esta extraña mezcolanza de categorías? Algunas apenas le sonaban, y otras no casaban entre sí. Materias empíricas mezcladas con paparruchas paranormales y seudociencia. Quizá solo se tratara de documentación para algún libro, pero pincha alguna de las carpetas y comprueba que contienen miles de documentos, fotografías y apuntes escaneados. Un trabajo ímprobo, de años, una verdadera obsesión.

Eso es. Claro. En realidad, no debería sorprenderse tanto. Sabe de sus trastornos, y las obsesiones deben de estar asociadas a alguno de ellos. Aun así, en los ingentes ficheros, ordenados con mimo por fechas y materias, y en la elección de aquel rostro demencial como fondo de pantalla, no le parece encontrar el caos esperable en un perturbado. Solo observa un afán de investigar, de saber… Algo que él mejor que nadie puede comprender y, de hecho, compartir.

Cierra la carpeta con intención de revisarla con más atención en cuanto pueda, y abre la otra. Encuentra unas hojas de cuaderno arrancadas y escaneadas, y le parece reconocer la letra. Y tanto que sí. Es la de Lázaro, no hay duda.

Echa un vistazo y comprende que tiene ante sí una narración en primera persona de su hijo. Sus vivencias y sus anhelos, deslavazados y sin orden cronológico aparente; apenas ha conservado una entrada cada varios años, numeradas del uno al doce. Pero es la vida de su hijo, al fin y al cabo…, junto con sus últimos días.

Ha encontrado su diario.

Diario, entrada 12

Estoy muerto. Estoy aquí ahora mismo, sosteniendo el bolígrafo entre los dedos, cilindros huecos de sangre y tinta ajenos a mí, contemplándolo mientras se desliza por el papel, pero en realidad estoy muerto. Por dentro y por fuera. Vacío en mi interior, sin nada que me sostenga salvo los huesos. ¿Y de qué valen los huesos sin alma? Como el gólem de un antiguo poema, agostados mis campos y mis pulmones, condenado a vagar en eterna soledad.

Se fue ella, la que no me amó; me aleje de mi madre, por su propio bien y por el mío. Y al final me pongo en manos de un padre que nunca actuó como tal.

La soledad no es nada, pero cuando estamos solos lo es todo.

Y además estoy sentenciado en la… realidad. Ja. Realidad. Vaya término para terminar. Tan risible como ambiguo. Basta comprobar que, semánticamente, expresa el concepto abstracto de lo tangible. ¿Puede haber mayor incongruencia? ¿Qué es entonces la realidad? ¿El ser inmutable de Parménides y Platón, el único ser real, necesario e infinitamente perfecto del universo, del que surge todo lo demás? ¿Las realidades concretas de las experiencias posibles de Kant? ¿O aquello que percibimos y experimentamos, como sostienen los empiristas?

La realidad no es nada, pero a la vez lo es todo.

Porque solo observamos la parte de la realidad que a ellos les interesa que veamos. Heráclito dijo que los hombres, en relación con el conocimiento de las cosas perceptibles, son víctimas de la ilusión. «Por más que nuestros ojos vean físicamente, estamos ciegos ante la luz de la naturaleza», corroboró Paracelso siglos después. Pero ese es otro asunto, aunque no sé si tendré tiempo de hablar de él. Ellos ya se han fijado en mí, y no tardarán en acabar conmigo. He rezado a Dios, «Padre, aparta de mí ese cáliz», pero son sus ángeles los que quieren matarme.

¡Ángeles del cielo, amparadnos!

¿Verdad?

¿Verdad?

¿Verdad?

La verdad fundamental, la realidad sustancial, para Hermes Trismegisto —el tres veces grande, loado sea el tres— está más allá del tiempo, del espacio, de todo cuanto se mueve y cambia.

De todo cuanto se mueve y cambia.

Por eso, ya todo da igual.

Que no se haga mi voluntad, sino la tuya. Creo en la vida después de la muerte, Señor, y es esta.

Estoy solo.

Estoy muerto.

Porque el molino de Dios muele despacio, pero muele muy fino.

Capítulo IV

Son poco más de las siete de la mañana, pero a esas horas el tráfico es ya muy denso. «Nos hemos habituado a utilizar el coche para todo —piensa Miriam—, y eso que vivimos a quince minutos de casi cualquier sitio». Generalmente conducir la relaja, aunque sea sumergida en este flujo arteriosclerótico; pero esa mañana se siente crispada, las manos tensas aferradas al volante. Y es que sí, son poco más de las siete, un mero interludio de la madrugada. Y en medio de ella, Daniel despertó gritando de nuevo, y de nuevo saltó ella de la cama, como tantas otras noches, y acudió a consolarlo. Parecía que desde que la despidieron de la residencia, y desde que su anhelo de ser una reputada escritora de cuentos se volvía cada vez más eso, un simple anhelo, su vida se había reducido a unos gritos desgarradores que le cercenaban el sueño, una rápida carrera, un largo abrazo entre sollozos compartidos que solía durar hasta el alba. «Atrapada en mi propio día de la marmota». Así se sentía. Los días, perdidos en echar currículos, en hojear folletos de supermercados y en sentarse frente a un folio en blanco para pergeñar cuatro palabras. Las noches tristes, redundantes. Muchas veces se enfrentaba a lo escrito durante el día y lo acababa borrando. Otras no hacía ni eso. Incluso estas noches en que no ocurría nada, ella sentía en su lecho el tibio peso de la posibilidad, y con la aurora, el espectro de lo que había estado a punto de suceder. Pero esa madrugada sí había ocurrido. Después del brusco despertar y de que Daniel le inundara el hombro de lágrimas, lo llevó a su cama y allí él se durmió enseguida, acunado en sus brazos. Pero Miriam no había logrado volver a conciliar el sueño. Se quedó tumbada boca arriba, mirando al techo. Estuvo observando durante horas el lentísimo deambular de las sombras de un extremo a otro siguiendo las pautas de la luz de las farolas. Que extraño le parecía siempre el tiempo medido en su propio reloj de reflexión, de luz y de pensamientos. Ser consciente de él parecía lastrarlo, hacerlo denso, humano, rodamientos de segundos y más segundos rozándose en el espacio, ralentizándose a cada pensamiento, y cada pensamiento más pausado que el anterior.

Pensamientos de soledad compartida, de un peso tibio en la cama, algo que le hacía añorar otro calor, otro cuerpo a su lado. Siempre ese anhelo, que en tiempos fue pura necesidad de un abrazo, de unos besos. De sexo, aunque no en la misma medida, porque el sexo solía devenir en una intimidad que ella no buscaba. Necesitaba que la protegieran, no que la quisieran. Su psicóloga lo denominó filofobia, consecuencia de una supuesta inmadurez emocional, lo que parecía incapacitarla para las concesiones que supone tener pareja. Pero esa terapeuta se equivocaba de pleno; por eso dejó de ir a sus sesiones. ¿Y qué si no había sido capaz de enamorarse nunca? En el fondo estaba segura de que lo que la aterrorizaba no era el amor, ni las servidumbres que comportaba; era el miedo más atávico de todos: a la felicidad. Cuanto mayor era esta, cuando mejor iban las cosas, más necesidad tenía de destruirla. Huir hacia delante incendiando los campos, destruyendo los puentes, jalonando las cunetas con los cadáveres de sus relaciones, de sus polvos. Uno tras otro, una ristra de cuerpos sin rostro en su lecho, encima, debajo o detrás de ella, pero nunca a su lado. A veces fue por dinero, como cuando se marchó de casa con lo puesto, pero siempre fue buscando lo que en realidad no quería encontrar. Quizá lo llevara escrito en los genes, o simplemente fuera algo inherente a todas las personas pero que nadie se atrevía a confesar. No. Miriam sabía mejor que nadie que el origen de lo que le sucedía estaba en el pasado, como ocurre con casi todos nuestros males, con casi todas nuestras aflicciones. El pasado ya no está, pero es, sigue siendo la sombra alargada del presente.

Pero por fin había llegado el alba, dispersando las sombras, espoleando el tiempo. Miriam suspiró, agradecida por el color cálido con que enmarcaba los objetos y porque llegaba el momento de calzar el tiempo en la horma de su rutina diaria: levantarse, ir al baño, preparar el desayuno y despertar a Daniel. Le costó más que de costumbre lograr que dejara de remolonear y se levantara. Además, cosa extraña en él, no quiso vestirse solo, negando obstinadamente con la cabeza. Tuvo que forcejear para ponerle la ropa, y el desayuno siguió por el mismo derrotero. A Daniel le parecía mucho más interesante la doblez del puño de la camisa que las tostadas con mermelada de mora que tenía en el plato. Miriam las hizo cachitos e intentó dárselas así, incluso haciéndole el avión como cuando era mucho más chico. Pero Daniel cerró el hangar, se cruzó de brazos y no hubo manera. Incluso meterlo en el coche había sido una odisea, cuando por costumbre le encantaba montar y viajar mirando la ciudad por las ventanillas. Solía quedarse extasiado observándolo todo entre sonrisas y sonidos de deleite; quizá su mente imaginativa le mostrara una Ciudad Esmeralda. De vez en cuando espetaba una de sus frases crípticas, de esas que solo tenían sentido para él, del tipo «El autobús es laaaaaargo y llega al cielo», «Las personas brillan cuando llueve» o «Rebajas del cincuenta por ciento en textil y confección en la casa de la abuela».

Pero ese día se había limitado a retreparse en el asiento junto a ella, los brazos cruzados sobre el cinturón de seguridad, un mohín de disgusto esculpido en la cara y la vista perdida en el anodino salpicadero. Miriam entendía en parte su comportamiento. Era un día muy importante, el día en que comenzaba un tratamiento experimental para mitigar, en teoría, los terrores nocturnos y el solipsismo, y así se lo había explicado. Si ella llevaba días con mal cuerpo pensando en ese momento, no podía ni imaginar lo que un chico tan perceptivo y sensible podría estar sintiendo. Y es que aunque le habían asegurado por activa y por pasiva que no existía el más mínimo riesgo para su hijo, la coletilla experimental la aterraba. Si existiera otra manera de ayudarlo, jamás se le ocurriría someterlo a algo que sonaba tan poco fiable. Pero no la había. Ella se había dado cuenta, siendo Daniel muy pequeño, de que algo no era normal en su comportamiento. Era un bebé que apenas lloraba, que nunca la miraba a los ojos y apenas interaccionaba con ella o con lo que lo rodeaba. Miriam recuerda que visitó a todos los neuropediatras y especialistas de la ciudad, y cuando sus terapias demostraron no surtir efecto, siguió pautas menos convencionales: quitarle el gluten y el azúcar de la dieta, someterlo a una quelación intravenosa para limpiarle el cuerpo de metales… Incluso había estado llevándolo dos veces por semana a sesiones en una cámara hiperbárica para aumentarle la concentración de oxígeno en sangre. Fue una época muy dura. Ella estaba estudiando el módulo de auxiliar de enfermería; llevaba de alquiler desde que había abandonado la casa de sus padres —nunca se había llevado bien con ellos, pero el embarazo reventó la situación— y apenas tenía ahorros. Fue en esa época en la que recurrió a todo para conseguir dinero. A todo. Cerraba los ojos al recordarlo, como al hacerlo, pero ni ahora ni entonces funcionaba. Nada funcionó tampoco con Daniel. Y cuando, más adelante, llegaron los terrores nocturnos, y de nuevo fallaron los especialistas, estuvo a punto de hundirse. Hasta que oyó hablar del Centro de Estudios Neurológicos, recién fundado en las afueras. Presentó la solicitud para el tratamiento, y hacía un par de semanas que le habían contestado afirmativamente. Un atisbo de esperanza pareció crecer de nuevo en su interior. Intentaría todo lo que fuera para que su hijo tuviera una vida normal, una vida de niño, de esos que corren y gritan y se arañan con todo, de esos que sonríen cuando se les da una chuchería y se maravillan con un grillo, con un brillo, con un nido, con un árbol. De esos que abrazan, besan y llaman «mamá» a su madre. No pedía más que eso.

Lo mira de reojo mientras tuerce por la avenida, dejando a un lado la universidad, y durante un momento le parece no verlo, el instante entre dos parpadeos, y está allí, claro, qué idiota, qué nerviosa está. Nota, como tantas otras veces, esa bola de sentimientos antagónicos que le tapona la garganta, mezcla de recriminación ante esa falta de afecto que ella también necesita —lo sabe, es una egoísta, una madre mezquina, y el nudo de congoja se hace más grande, y le cuesta respirar—, y de impotencia por no ser capaz de penetrar su armadura, por no poder llegar a su interior para consolarlo. Y, como en tantas otras ocasiones, recurre a su mantra, suyo de ellos y de nadie más, a su cuento. Porque ella lo escribió, claro, pero el protagonista es Daniel. No un alter ego, sino la imagen que tiene de un Daniel más adulto. Quiso contar una fábula en la que el niño fuera protagonista, con personajes cercanos que le enseñaran cómo funcionaba el mundo y, sobre todo, que le enseñaran a él. Un viaje iniciático, por así decirlo, a escala infantil. Recuerda que lo empezó una tarde, cuando Daniel era apenas un bebé, porque se sentía especialmente marchita dentro de la travesía por el desierto que era su vida. Una madre primeriza y soltera a causa de un embarazo deseado pero con la persona incorrecta, y cuya familia, ya antes de poner el grito en el cielo con su decisión, la tildaba poco menos que de loca y la hacía ir al psiquiatra tres veces por semana. Así que se puso a escribir, simplemente porque lo necesitaba, y lo escribió de una tirada, casi sin parar, como si estuviera en trance y alguien le dictara. Era algo que había leído que ocurría a veces a ciertos escritores, pero jamás podría haber supuesto que resultara una experiencia así. Es cierto que había tomado algunas referencias del cuento de Saint-Exúpery —un principito para su principito—, pero eso no evitó que, cuando lo hubo terminado, se sintiera mentalmente agotada. Pero a la vez se encontró más relajada de lo que había estado en mucho, mucho tiempo. Y quizá porque inconscientemente asociaba el cuento a ese estado de tranquilidad, siempre recurría a él cuando estaba nerviosa. Así que, de nuevo, empieza a rememorarlo frase por frase desde donde dejó la narración por última vez, y casi sin darse cuenta, las frases emergen de su boca y Daniel también las escucha.


Sin hablar, Shitna la serpiente y él se pusieron en marcha. No porque tuviera que ir a ningún sitio, ni porque le apeteciera avanzar, sino por hacer algo. Así, fue entretejiendo pensamientos sin coherencia, andando y pensando, pensando y andando. La serpiente seguía a su lado, deslizándose entre las rocas, olfateando el aire con su lengua bífida. El joven no le preguntó adónde se dirigían. No sabía qué se podía encontrar más adelante, y la verdad es que no le apetecía saberlo. Estaba a gusto allí, pensando pensamientos que ya había pensado anteriormente en ese mismo lugar, sintiendo el contacto del sol, de la arena, del agua, como ya los había experimentado la otra vez.

Pero como la otra vez, la inminencia de algo que tenía que hacer sin demora pero que carecía de concreción se apoderó de él, tomó las riendas de su cuerpo y lo conminó a avanzar más rápido. Un pie después del otro, despacio primero, más deprisa cada vez.

Mientras avanzaba miraba a su alrededor. En realidad no tenía otra cosa que hacer: andar y observar. El paisaje le parecía inmutable en cualquier dirección, caminara lo que caminara. Incansables, las olas morían en la orilla y las nubes surcaban el cielo. Vio casi sin sorpresa que, aunque la luz irradiaba sobre él y todo cuanto lo rodeaba, en realidad no había sol ni astro que se le pareciese.

Eso, y la sensación de que las nubes que cruzaban el cielo parecían no cambiar de forma, como si estuviesen proyectadas sobre un lienzo azul, le provocaba un sentimiento de irrealidad, la certidumbre de su ser frente a la incertidumbre de lo demás. Era como si la luz no fuera más que un foco que iluminaba indirectamente el cielo, pared a su vez de un terrario cubierto de arena y agua. Se sentía un pequeño reptil objeto de estudio, o de escarnio, o como demonios se sintiera una iguana en su caja. Lo que no sabía era en qué lugar dejaba eso a Shitna.

A pesar de ello, el peso de sus elucubraciones no era ninguna rémora. Seguía avanzando impasible por su mundo-terrario, intentando apartar de su mente el horrible interrogante de quién sería el tramoyista de ese ciclópeo escenario, un niño aburrido del tamaño de Polifemo con su único ojo centrado en las andanzas, nunca mejor dicho, de su nueva mascota.

El chico empezaba a estar bastante cansado. Era extraño. Pensaba que el cansancio sería algo ajeno a esa representación, pero quizá su observador no fuera omnipotente al fin y al cabo. Sin embargo, le resultaba difícil precisar si eso resultaba bueno o malo. En fin, la cuestión era andar, y aunque empezaba a sentir los labios y los pies agrietados, la lengua pastosa, por fin parecía estar acercándose a algo concreto.

Una construcción inmensa rodeada de bruma, como un fantasmal monolito señalizador, se encontraba al final de la playa, que quizá era su principio.

Al verla, Shitna se puso nerviosa. Irguió en parte el cuerpo, con lo que alcanzaba en altura a las rodillas del muchacho, y empezó a balancear la parte erguida, primero hacia los lados, luego adelante y atrás. Así una y otra vez. Se puso a sisear y emitir extraños bufidos, en los que entremezclaba frases que el joven no acababa de entender.

—¡El uróboros! ¡El uróboros! ¡Ssssssssssí! ¡Hemos llegado!

—¿Qué dices que es eso? —preguntó el muchacho.

Shitna clavó los rubíes de sus pupilas en él.

—Eso, joven ignorante, es el principio y el fin del mundo. —Y en cuanto lo dijo, se mordió la cola y se enroscó varias veces sobre si misma, dibujando en la arena una figura parecida a un ocho.

El joven no la entendió ni la creyó, por supuesto, y Shitna no lo sacó de su error, pues tal era su naturaleza. Él dejó de prestarle atención y se centró en lo que tenía delante. Al principio le pareció un edificio enorme, como una extraña pirámide, pero cuando la niebla se fue disipando y sus pasos se acercaron más, pudo percibir como las paredes estaban formadas por arena y adoptaban una forma cónica…


Cuando Miriam divisa a lo lejos la silueta achaparrada del centro nota como se reduce el nudo que le obstruía la garganta. A su vez, el nudo que era Daniel se ha destensado. Percibe de reojo su mirada sobre ella, y aunque no llega a sonreír, un agradecimiento huidizo aletea en sus labios y se posa en sus ojos un instante.

Pero eso, para Miriam, es un mundo. Su mundo.