Para Carrie Ryan, Sabrina Darby y Jordan, que conocieron el secreto de quién era Chase desde el principio.

Para Baxter, que guarda todos mis secretos.

Y para lady V, espero que crezcas y tengas un montón de secretos propios.

Chase

· Marzo de 1823, Leighton Castle, Basildon, Essex ·

—Te amo.

Dos extrañas y sencillas palabras que poseían un increíble poder.

No era que lady Georgiana Pearson —hija de un duque y hermana de otro, con un elevado sentido del honor, y del deber y futuro objeto de una presentación impecable, dueña de un pedigrí incomparable envidiado por toda la sociedad— no las hubiera escuchado a lo largo de su vida. Era que los miembros de la aristocracia no amaban.

Y si lo hacían, no recurrían a algo tan vulgar como confesarlo.

Así que fue toda una sorpresa, hablando claro, que aquellas palabras salieran de sus labios con tanta facilidad y veracidad. Pero a lo largo de sus dieciséis años de vida Georgiana jamás había pensado que sentiría tanto placer al deshacerse de los grilletes que acompañaban su nombre, su pasado y su familia. A decir verdad, abrazó con rapidez el riesgo y la recompensa, encantada de sentir por fin. De vivir. De ser ella misma.

Correr ese riesgo era en sí mismo una condena, a fin de cuentas se trataba de amor.

Pero se sentía libre.

Estaba segura de que no podía existir un momento tan hermoso como ese; estar entre los brazos del hombre que amaba, con el que iba a pasar toda la vida. Todavía más, con el que construiría su futuro abandonando en el camino su nombre, su familia y su reputación.

Jonathan la protegería. Él se lo había dicho mientras la resguardaba del frío viento de marzo y también estaba protegiéndola allí, en los establos de la propiedad familiar.

Jonathan la amaría. Había susurrado las palabras mientras sus manos desabrochaban, desnudaban y prometían todo con su suave contacto.

Y ella le había respondido, ofreciéndose por completo.

«Jonathan». Ella suspiró su placer al aire, acurrucada contra él, amortiguada por músculos fibrosos y áspera paja, y cubierta por una cálida manta de caballos que debería resultar áspera e incómoda pero que de alguna manera se había vuelto suave, sin duda por los placeres que acababa de presenciar.

Amor. Algo más propio de sonetos, madrigales, cuentos de hadas y novelas.

Amor. Una emoción difícil de disfrutar que hacía que los hombres lloraran, cantaran y sufrieran por el deseo y la pasión.

Amor. Aquel sentimiento que alteraba la vida y la volvía brillante, cálida y maravillosa. La emoción que todos estaban desesperados por descubrir.

Y ella la había encontrado. Allí. Ese gélido invierno, en el abrazo de ese magnífico muchacho. No, muchacho no, hombre. Era un hombre igual que ella era una mujer, se había convertido en una entre sus brazos, contra su cuerpo.

Uno de los caballos del establo relinchó con suavidad y pateó el suelo de su box, resoplando por comida, agua o cariño.

Jonathan se movió debajo de ella, que se aferró a él al tiempo que tiraba de la manta para recolocarla a su alrededor.

—Todavía no.

—Debo marcharme. Tengo obligaciones.

—Pero yo te necesito —repuso ella, intentando camelarlo.

Él le puso la mano en el hombro desnudo, cálida y áspera contra su piel suave, y la hizo estremecer. Era raro que alguien la tocara —hija de un duque y hermana de otro—. Era inocente. Prístina. Intocable.

Hasta ese momento. Sonrió al pensarlo. A su madre le daría un ataque de nervios al enterarse de que su hija no tenía intención de presentarse en sociedad. Y cuando lo supiera su hermano —el duque del desdén—, el más aristócrata de los aristócratas de Londres... no lo aprobaría.

Pero a Georgiana no le importaba. Sería la señora Tavish, ni siquiera conservaría el «lady» al que tenía derecho. No lo quería. Solo quería a Jonathan.

No le importaba que su hermano fuera a hacer todo lo posible para detenerla. No podría conseguirlo.

Ese caballo hacía mucho tiempo que había dejado las cuadras, como decía el refrán. Pero Georgiana todavía estaba en el pajar.

Se rio ante la idea, mareada por el amor y el riesgo que corría; las dos caras de una misma moneda que resultaba muy gratificante.

Jonathan se movió debajo de ella y se deslizó fuera del cálido capullo que habían formado sus cuerpos, haciendo que el frío aire del invierno le erizara la piel desnuda.

—Debes vestirte —dijo él, cogiendo sus pantalones—. Como nos pille alguien…

No era necesario que terminara la frase, llevaba semanas diciéndola; la primera vez que se besaron y todos los momentos que robaron después. Si alguien los pillaba, lo azotarían o algo mucho peor. Y ella quedaría arruinada.

Pero en ese momento, después de lo que acababa de ocurrir, después de yacer desnudos en el áspero heno del invierno, de dejar que la explorara, tocara y acariciara con sus manos, callosas por trabajar la piedra, ya estaba arruinada. Y no le importaba. No le importaba nada.

Huirían… debían huir para poder casarse. Irían a Escocia. Comenzarían una nueva vida; ella tenía dinero de sobra.

No le importaba que él no tuviera nada.

Se amaban y con eso era suficiente.

Ser un miembro de la aristocracia no era algo que se pudiera envidiar; más bien era digno de lástima. Si no se tenía amor, ¿para qué vivir?

Suspiró y miró a Jonathan durante un buen rato, maravillada por la elegancia con la que se puso la camisa y la metió en la cinturilla del pantalón, por la forma en que tiró de las botas para subirlas como si lo hubiera hecho mil veces en este espacio tan bajo. Lo vio anudarse la corbata al cuello y meter los brazos en las mangas de la chaqueta antes de ponerse el abrigo. Sus movimientos eran suaves y precisos.

Cuando terminó, Jonathan se volvió hacia la escalera que conducía a los establos de la planta baja, musculoso y de huesos largos.

Ella subió la manta intentando hacer desaparecer la sensación de frío que dejaba su marcha.

—Jonathan —lo llamó con suavidad, sin querer que la oyera nadie.

Él la miró y ella vio algo en sus ojos azules; algo que no identificó al momento.

—¿Qué?

Georgiana sonrió, tímida de repente. Lo que debía ser imposible teniendo en cuenta lo que acababa de hacer. Lo que acababa de ver.

—Te amo —repitió una vez más, maravillada por cómo las palabras salían de sus labios, por la forma en que la envolvía el sonido, veraz, hermoso y bondadoso.

Él vaciló en la parte superior de la escalera, colgando sobre los escalones con tan poco esfuerzo que casi parecía flotar en el aire. Jonathan no dijo nada durante un rato; el tiempo suficiente como para que ella sintiera el frío de marzo en los huesos. El tiempo suficiente como para que un atisbo de inquietud la atravesara.

Por fin, él esbozó aquella sonrisa radiante y descarada que tanto la había atraído desde el principio. Todos los días durante un año entero, o quizá más tiempo. Hasta aquella tarde cuando la tentó por fin, hasta que la besó por fin sin vacilación. Hasta que le prometió la luna y tomó todo lo que ella podía ofrecer.

Pero no lo había tomado.

Había sido ella la que se lo entregó. Libremente.

Después de todo, lo amaba. Y él la amaba.

Se lo había dicho. Quizá no lo hubiera hecho con palabras, pero sí con caricias.

«¿No lo había hecho?».

La duda la atravesó junto con otra emoción desconocida. Algo que lady Georgiana Pearson —hija de un duque y hermana de otro— no había sentido antes.

«Dilo —deseó—. Dímelo».

—Eres una chica muy dulce —dijo él después de un interminable momento.

Y se perdió de vista.

Capítulo 1

Diez años después, Worthington House, Londres

Cuando revisó los acontecimientos ocurridos en su vigésimo séptimo año de vida, Georgiana Pearson estuvo segura de que la culpable de todo fue la caricatura.

Sí, aquel maldito dibujo.

Si hubiera aparecido en El folleto de los escándalos el año anterior, cinco años antes o media docena de años después no le hubiera importado. Pero había sido publicado en la revista de cotilleos más famosa de Londres justo el quince de marzo.

Lo que le hacía recordar por qué había que protegerse de los Idus famosos.

Por supuesto, la caricatura fue producto de otra fecha comprometida. Dos meses antes, el quince de enero, el día en que Georgiana, la completamente arruinada, escándalo en ciernes, madre soltera hermana del duque de Leighton, decidió tomar las riendas de su vida y volver a alternar en sociedad.

Y allí estaba, en un rincón del salón de baile de Worthington House, en el momento cumbre de su regreso a la vida social, muy consciente de que todos los ojos de Londres la miraban.

La juzgaban.

No era el primer baile al que asistía desde que se vio arruinada, pero sí el primero en el que la vio todo el mundo; el primero en el que no llevaba una máscara, ya fuera de tela o pintura. El primero en el que fue Georgiana Pearson, un diamante en bruto, pulverizado por un escándalo.

Y la primera vez que estuvo presente mientras era humillada públicamente.

Para ser clara, a Georgiana no le importaba estar arruinada. De hecho, defendía a capa y espada ese estado por un sinnúmero de razones. La no menos importante de las cuales era que una vez arruinada, ya nadie espera que una dama se comporte de manera adecuada.

Lady Georgiana Pearson —aunque no reclamaba ese título y apenas lo merecía— estaba encantada de haber sido deshonrada y llevaba muchos años estándolo. Después de todo, eso la había hecho rica y poderosa, la había convertido en propietaria de El Ángel Caído, el más escandaloso y popular club de juego de Londres, y la persona más temida de Gran Bretaña como Chase, el famoso «caballero» misterioso que fingía ser.

No importaba nada que fuera, de hecho, una mujer.

Así que sí, Georgiana pensaba que el cielo le había sonreído aquel día, una década atrás, en el que se forjó su destino. Verse apartada de la sociedad —para bien o para mal— había significado que, a su vez, eliminaron la necesidad de sufrir la presencia de ejércitos de damas de compañía y conversaciones insustanciales regadas con limonada tibia. Ya no se vio obligada a mostrar interés por la Santa Trinidad de los temas que preocupaban a las mujeres de la aristocracia: chismes sin sentido, moda y solteros elegibles.

Los chismes le interesaban más bien poco, ya que rara vez eran ciertos y jamás contenían toda la verdad. Prefería enterarse de secretos; los que ofrecían los hombres poderosos y que eran auténticos escándalos en el mundo de los negocios.

Tampoco sentía gran inclinación por la moda. Las faldas se consideraban a menudo una señal de debilidad femenina, que relegaba a las damas a hacer poco más que alisarlas y a las hembras menos refinadas a poco más que levantarlas. Cuando pisaba el club de juego, se escondía detrás de sedas de brillantes colores propias de las prostitutas más hábiles de Londres, pero en los demás lugares prefería la libertad que otorgaban los pantalones.

Y no tenía interés por los solteros elegibles. Le daba igual que fueran guapos, inteligentes o con título si no poseían dinero que perder en el club. Durante años se había reído de los caballeros que eran considerados blancos en el mercado matrimonial por las mujeres; sus nombres aparecían en el libro de apuestas de El Ángel Caído y se especulaba sobre quiénes serían sus futuras esposas, cuándo se celebrarían sus bodas o en qué momento nacerían sus herederos. Desde la sala privada de los propietarios del club había visto cómo los más variados solteros de la ciudad —cada uno más guapo, rico y bien educado que el anterior— eran pescados, inmovilizados con grilletes y desposados.

Agradecía al creador no haberse visto obligada a pasar por esa farsa idiota, forzada a coquetear, obligada a casarse.

No, Georgiana se vio arruinada a la tierna edad de dieciséis años y llevaba una década siendo el ejemplo con el que advertían de los peligros a las incomparables de la sociedad. Aprendió temprano una gran lección sobre los hombres y, afortunadamente, escapó de la situación sin ninguna expectativa de pasar por la soga del párroco.

Hasta ese momento.

Los presentes se habían apresurado a susurrar, a ocultar sonrisas y risitas. Paseaban la mirada por ella fingiendo no verla —incluso los que se sentaban más cerca— mientras la maldecían por su pasado. Por su presencia. Y, sin duda, por su descaro. Por haberse atrevido a mancillar su purísimo mundo con un escándalo.

Esos ojos la juzgaban y, si pudieran, la matarían. Sabían por qué estaba allí y la despreciaban por ello. ¡Dios! Era una tortura.

Todo empezó con el vestido. El corsé la estaba matando poco a poco. Las capas de enaguas restringían todos sus movimientos. Si se viera obligada a huir, sin duda se tropezaría con ellas, caería de narices al suelo y sería tragada por una horda de cacareos de damas de la aristocracia envueltas en encajes.

La imagen ocupó su mente de manera inesperada y casi sonrió. Casi. La posibilidad de que ocurriera tal cosa hizo que esa expresión estuviera a punto de hacer acto de presencia.

Nunca había sentido tanta inquietud en su vida, pero no les daría el placer de jugar a ser su presa. Se concentraría en la tarea que le ocupaba.

Un marido.

Su objetivo era lord Fitzwilliam Langley —un hombre honorable, con título, necesitado de fondos y de protección—. Un hombre que apenas tenía secretos que guardar, solo uno. Uno que si alguna vez llegaba a descubrirse no solo lo arruinaría, sino que le enviaría a la cárcel.

El marido perfecto para una dama que necesitaba la parafernalia que envolvía el matrimonio pero no el vínculo en sí.

Ojalá apareciera de una vez aquel maldito hombre…

—Una mujer sabia me dijo en una ocasión que los cobardes se ocultan en los rincones de las habitaciones.

Georgiana contuvo el impulso de gemir mientras se negaba a volverse hacia la familiar voz del duque de Lamont.

—Pensaba que no te importaba la sociedad —repuso ella.

—No digas tonterías. Me gusta lo suficiente e incluso si no fuera así, no me habría perdido el primer baile de lady Georgiana. —Ella frunció el ceño—. Cuidado con tu expresión, o el resto de Londres se preguntará por qué despides a un duque.

El duque en cuestión, conocido por muchos como Temple, era su socio, copropietario de El Ángel Caído, y sumamente irritante cuando le daba por ahí. Por fin, se volvió hacia él con una brillante sonrisa.

—¿Has venido a regodearte?

—Creo que querías terminar esa pregunta con un «Su Excelencia» —la provocó él.

Ella entrecerró los ojos.

—Te aseguro que no.

—Si pretendes acabar con un aristócrata, deberías practicar el uso de los títulos.

—Prefiero practicar mis habilidades en otras áreas. —Comenzaban a dolerle las mejillas por mantener la expresión.

Él arqueó las cejas oscuras.

—¿Cómo por ejemplo?

—Vengarme de aristócratas arrogantes que se complacen con mi sufrimiento.

Él asintió muy serio.

—No es una habilidad precisamente femenina.

—En el tema de la feminidad estoy un poco desentrenada.

—Claro… —Temple esbozó una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes blancos y ella tuvo que resistir el impulso de borrársela del rostro. Murmuró una maldición por lo bajo y él se rio—. Eso tampoco es demasiado femenino.

—Cuando regresemos al club…

Él la interrumpió.

—Te aseguro que tu transformación es notable. Me ha costado reconocerte.

—Esa era la idea.

—¿Cómo lo has hecho?

—Usando menos maquillaje. —El personaje con el que Georgiana se mostraba más en público era Anna, la madame de El Ángel Caído. Anna abusaba del maquillaje, las pelucas extravagantes y mostraba amplios escotes—. Los hombres solo ven lo que quieren ver.

—Mmm… —repuso él, poco de acuerdo con sus palabras—. ¿Qué demonios te has puesto?

A ella le hormiguearon los dedos por la necesidad de alisarse las faldas.

—Un vestido.

Un vestido blanco y virginal, diseñado para una chica mucho más inocente que ella. Mucho menos escandalosa. Como era ella antes de que tomara las riendas de su vida.

—Te he visto con vestidos. Esto es… —Temple hizo una pausa para observarla de pies a cabeza y contuvo una risa—. Es totalmente diferente a cualquier otro vestido que te hayas puesto. —Se mantuvo en silencio un rato para estudiarla a fondo—. Llevas un matojo de plumas en la cabeza.

Georgiana apretó los dientes.

—Me han asegurado que es la última moda.

—Estás ridícula.

Como si ella no lo supiera. Como si no se sintiera así.

—Tu encanto no conoce límites.

Él sonrió.

—No me gustaría que te mostraras demasiado complacida contigo misma.

No existía ninguna posibilidad de que se sintiera así en ese lugar, rodeada por el enemigo.

—¿No tienes que entretener a tu esposa?

Él entrecerró los ojos oscuros antes de buscar con la vista una cabeza con brillante cabello castaño rojizo en el centro del salón de baile.

—Tu hermano está bailando con ella. Dado que está protegiéndola con su reputación, he pensado que podría hacer lo mismo con su hermana.

Ella lo miró con incredulidad.

—¿Con tu reputación?

Unos meses atrás, Temple era conocido como el duque asesino, y todo el mundo estaba convencido de que había matado a su futura madrastra el día antes de la boda en un arrebato de pasión. La sociedad le había dado la bienvenida al redil cuando demostró que la acusación era falsa, y él se casó con la mujer que todo el mundo pensaba que había asesinado; un escándalo de los que hacían época, aunque él seguía siendo tan escandaloso como podía ser un duque que se había pasado años en las calles y luego en el ring de El Ángel Caído, donde luchaba como boxeador con los puños desnudos.

Temple tenía título de duque, pero su reputación estaba bastante empañada… al contrario que la de su hermano. Simon había sido educado para ese mundo; que bailara con la duquesa de Lamont ayudaría a la restauración de su nombre y, de paso, del ducado de Temple.

—Tu reputación puede resultarme más dañina que beneficiosa.

—Tonterías. Los duques le gustan a todo el mundo. No somos demasiados, así que no tienen elección. —Él sonrió y le ofreció una mano—. ¿Te apetece bailar, lady Georgiana?

Ella se quedó paralizada.

—Bromeas…

La sonrisa se extendió de oreja a oreja y los ojos negros de Temple brillaron de diversión.

—No se me ocurriría bromear sobre tu redención.

Georgiana entrecerró los ojos.

—Sabes que tengo maneras de tomar represalias.

Él se inclinó.

—Las mujeres como tú no rechazan a un duque, Anna.

—No me llames así.

—¿Mujer?

Ella le dio una palmada a su mano, irritada.

—Debí dejarte morir en el ring.

Durante años, Temple había sido una de las atracciones de El Ángel Caído. Todo aquel que estuviera en deuda con el club tenía una manera de recuperar su fortuna: superar al invencible Temple en el ring. Una lesión y su esposa le habían apartado del boxeo.

—No lo dices en serio. —Temple tiró de ella hacia la luz—. Sonríe.

Ella lo hizo, pero se sintió imbécil.

—Lo digo de verdad.

Él la tomó entre sus brazos.

—No es cierto, pero como te aterroriza este mundo y lo que vas a hacer, no voy a presionarte sobre el tema.

—No estoy aterrada —repuso ella con rigidez.

Temple la acalló con la mirada.

—Claro que lo estás. ¿Crees que no lo entiendo? ¿Que no lo entiende Bourne? ¿O Cross? —agregó, refiriéndose a sus otros dos socios en el club de juego—. Todos hemos tenido que arrastrarnos fuera de la suciedad y regresar a la luz. Todos hemos tenido que luchar para que vuelvan a aceptarnos en este mundo.

—Para los hombres es diferente. —Las palabras salieron de su boca antes de poder detenerlas. Al ver la expresión de sorpresa en la cara de Temple, supo que ella había aceptado su premisa—. Maldito seas.

Él bajó la voz.

—Vas a tener que controlar tu lengua si quieres que crean que eres más que un trágico escándalo.

—Lo estaba haciendo muy bien antes de que aparecieras.

—Te estabas escondiendo en un rincón.

—No me escondía.

—Entonces, ¿qué hacías?

—Esperaba.

—¿A que se acercaran a mostrarte una disculpa formal? —se regodeó él.

—Más bien a que los fulminara la peste —gruñó ella.

Temple se rio entre dientes.

—Ojalá bastara con desearlo… —La hizo girar por la pista y las velas encendidas por toda la estancia dejaron un rastro de luz en su campo de visión—. Ha llegado Langley.

El vizconde había llegado cinco minutos antes. Ella lo supo al momento.

—Lo vi entrar.

—No esperes un matrimonio de verdad con él —aseguró Temple.

—No lo espero.

—Entonces, ¿por qué no aspiras a algo mejor?

Georgiana miró al apuesto hombre en el otro lado del salón y parpadeó. Al que había elegido como consorte.

—¿Crees que el chantaje es la mejor manera de pescar marido?

Él sonrió.

—A mí me chantajearon para encontrar esposa.

—Sí, ya, pero la mayoría de los hombres no son tan masoquistas, Temple. Llevas tiempo diciendo que debería casarme. Lo mismo que Bourne o Cross —añadió, mencionando a sus socios—. Por no hablar de mi hermano.

—Ah, sí, he oído que el duque de Leighton ha ofrecido una dote tan grande al que se case contigo que es notable que soportes el peso de tal fortuna. Pero ¿y el amor?

—¿El amor? —Le resultó difícil pronunciar la palabra sin desdén.

—Sin duda has oído mencionar el concepto. ¿No te suenan los sonetos y poemas sobre finales felices para siempre?

—Sí, he oído hablar sobre ello —repuso ella—. Pero estábamos hablando sobre matrimonio, lo que es más o menos conveniente, pagos de deudas y esas cosas, no creo que sea necesario incluir el amor en el tema —añadió—: Y, además, es una idiotez.

Temple la miró durante un buen rato.

—Entonces estás rodeada de tontos.

Ella le lanzó una mirada cortante.

—De todos vosotros. Brutos irrazonables. Y mira lo que ha ocurrido por eso.

Él arqueó las cejas oscuras.

—¿Qué? ¿Matrimonio? ¿Hijos? ¿Felicidad?

Georgiana suspiró. Habían sostenido esa conversación cientos de veces. Miles. Sus socios estaban tan felizmente emparejados que no dejaban de intentar imponer su estado a todos los que les rodeaban. Lo que ellos no sabían era que el idilio no era para ella. Ignoró ese pensamiento.

—Soy feliz —mintió.

—No. Eres rica. Y poderosa. Pero no eres feliz.

—La felicidad está sobrevalorada —aseguró al tiempo que se encogía de hombros mientras él la hacía volar por el salón—. No vale la pena.

—Claro que vale la pena. —Bailaron en silencio durante un buen rato—. Ya ves, no estarías aquí si no fuera por la felicidad.

—No por la mía, por la de Caroline.

Su hija. Que crecía más cada segundo que pasaba. Había cumplido nueve años, pero luego serían diez… y muy pronto, veinte. Y ella era la razón de la que Georgiana estuviera allí. Miró a su descomunal pareja de baile, el hombre que la había salvado tantas veces como ella a él.

—Pensaba que podría evitárselo —confesó ella en voz baja—. Que todo sería más fácil para ella.

Lo había hecho durante años, en detrimento de ambas.

—Lo sé —convino él con un murmullo. Ella agradeció que el baile impidiera tener que mirarlo a los ojos con frecuencia. Sabía que no podría haberlo hecho.

—Traté de mantenerla a salvo —repitió. Pero una madre solo puede mantener a un niño seguro durante un tiempo—. Pero no fue suficiente. Necesitará más para deshacerse de toda la mierda.

Georgiana había hecho todo lo que pudo; envió a Caroline a vivir a casa de su hermano, intentando no mancillarla con las circunstancias que rodeaban su nacimiento.

Y había funcionado… hasta que dejó de hacerlo.

Hasta el mes anterior.

—No puedes estar refiriéndote a la caricatura —dijo él.

—Por supuesto que me refiero a la caricatura.

—A nadie le importa una mierda esa revista.

Ella lo hizo callar con una mirada.

—Eso no es cierto, todo el mundo la lee.

Los rumores habían sido brutales desde su regreso. Que su hermano le había dicho que Caroline no podía tener una presentación y ella se lo había rogado. Que había insistido en que, siendo ella madre soltera, debía permanecer oculta. Que ella le había suplicado. Que los vecinos la habían oído gritar. Lamentarse. Maldecir. Que el duque la había exiliado y que había regresado sin su permiso.

Las publicaciones sobre cotilleos fueron salvajes, cada una tratando de superar a las demás con historias sobre el retorno de Georgiana Pearson, «lady descocada».

La más popular de todas, El folleto de los escándalos, había recurrido a una legendaria viñeta escandalosa y algo blasfema. Georgiana subida a un caballo, cubierta tan solo por su pelo mientras sostenía a una niña. Una sátira en la que la hacían parecer lady Godiva, pero con un bebé envuelto entre los brazos como si fuera la Virgen María, con un desdeñoso duque de Leighton mirándolo todo con expresión horrorizada.

Georgiana había ignorado la caricatura por completo hasta una semana antes, cuando un día extrañamente cálido había tentado a medio Londres a acudir a Hyde Park. Caroline le había pedido que salieran a dar un paseo a caballo y ella había dejado su trabajo a regañadientes para acompañarla. No era la primera vez que aparecían en público, pero sí era la primera vez que lo hacían después de la publicación de la caricatura, y Caroline fue consciente de las miradas.

Habían desmontado en lo alto de una de las laderas que conducía al Serpentine, cuyas aguas estaban embarradas y turbias como era usual a finales de invierno, y llevaron los caballos hasta el lago. Un grupo de chicas poco mayores que Caroline habían comenzado a cuchichear mientras las miraban. Georgiana había visto actitudes parecidas las veces suficientes como para saber que aquello no presagiaba nada bueno.

Sin embargo, la esperanza que brillaba en el inocente rostro de su hija hizo que no tuviera corazón para alejarla de allí, a pesar de que eso era lo que quería hacer con desesperación.

Caroline se acercó a las niñas disimulando, intentando que no pareciera que lo hacía a propósito. Que no era un movimiento planeado. ¿Cómo era posible que todas las niñas del mundo conocieran ese gesto? ¿Uno que transmitía anhelo y miedo al mismo tiempo? ¿Cómo un silencioso ruego para que se dieran cuenta de que estaba allí?

Mostraba un coraje milagroso, nacido de la juventud y la locura.

Las chicas vieron primero a Georgiana, sin duda la reconocieron a tenor de cómo abrieron los ojos y movieron las lenguas sus madres. A los pocos segundos hacían conjeturas sobre la identidad de Caroline, mientras las miraban entre susurros estirando el cuello. Georgiana se quedó atrás, resistiéndose para no interponerse entre los lobos y su cachorro. Quizá se había equivocado. Quizá mostrarían bondad. Bienvenida. Aceptación.

Y entonces la vio la líder del grupo.

Caroline y ella rara vez eran identificadas como madre e hija. Georgiana era lo suficientemente joven para que las consideraran hermanas y, aunque no se escondía de la sociedad, tampoco se relacionaba con ella.

Pero en el momento en que los ojos de aquella preciosa niña rubia se abrieron como platos, reconociéndolas —¡Malditas fueran todas las madres cotillas!—, supo que Caroline no tenía nada que hacer. Quiso detenerla. Abortar aquello antes de que comenzara.

Dio un paso adelante, hacia ellas.

Demasiado tarde.

—El parque ya no es lo que solía ser —dijo la niña con un saber estar y un desprecio que aventajaba con mucho a sus años—. Se permite que cualquiera pasee por aquí. Da igual su procedencia.

Caroline se quedó inmóvil, con las riendas de su querido caballo olvidadas en la mano, fingiendo no escuchar. Como si no fuera su intención oír lo que decía.

—… Y quien sea tu padre —añadió otra chica con cruel regocijo.

Y allí quedó, flotando en el aire, la palabra no dicha. «Bastarda». Georgiana quiso abofetearlas.

Aquella manada de marionetas que se cubrían los labios con las manos enguantadas, ocultando las sonrisas; aunque incluso se veía cómo les brillaban los dientes. Caroline se volvió hacia ella con sus ojos verdes llenos de lágrimas.

«No llores —quiso decirle—. No dejes que sepan que te han hecho daño».

Pero no estaba segura de si esas palabras eran para ella o para su hija.

Caroline no llegó a derramar las lágrimas, pero sus mejillas ardían con intensidad. Avergonzada de su nacimiento. De su madre. De una docena de cosas que no podía cambiar.

Regresó a su lado despacio y —bendita fuera— comenzó a acariciar el cuello de su montura con parsimonia, como si quisiera demostrar que no se sentía insultada.

Cuando vio su actitud, Georgiana se había sentido tan orgullosa que no pudo hablar por el nudo que le obturaba la garganta. No había tenido necesidad de decir nada; fue Caroline la que habló primero y lo suficientemente alto como para ser escuchada.

—… Ya no hay cortesía.

Georgiana se había reído sorprendida mientras Caroline se montaba en su caballo y la miraba.

—Te echo una carrera hasta Grosvenor Gate.

Habían volado sobre las monturas. Y Caroline había ganado. Dos veces en una mañana.

Pero ¿cuántas veces iba a perder?

La pregunta la devolvió al presente. Al salón de baile, a la música, al ritmo con que giraba entre los brazos del duque de Lamont, rodeada por los miembros de la aristocracia.

—Caroline no tiene futuro —comentó en voz baja—. Yo lo destruí.

Temple suspiró. Ella continuó.

—Pensé que podría comprar su acceso a cualquier lugar que le gustara. Me dije que Chase le abriría cualquier puerta que deseara traspasar.

Sus palabras eran tranquilas y el baile impedía que nadie la escuchara.

—La gente se hará preguntas sobre por qué el dueño de un club de juego está tan interesado por el futuro de la bastarda de una dama.

Georgiana apretó los dientes con fuerza. Había hecho muchas promesas a lo largo de su vida… se había prometido enseñar a la sociedad una bien merecida lección. Se había prometido a sí misma que nunca se inclinaría ante ellos.

Se había prometido que jamás permitiría que afectaran a su hija.

Pero algunos votos, por muy firmes que fueran, no podían mantenerse.

—Ejerzo ese poder y, aun así, no es suficiente para salvar a una niña. —Hizo una pausa—. Si no llevo a cabo esto, ¿qué le ocurrirá a ella?

—Yo la mantendré a salvo —prometió el duque—. Y a ti. Y también los demás. —Un conde. Un marqués. Sus socios en el negocio, todos ricos, saludables, poderosos y con un título importante—. Tu hermano.

Y aun…

—¿Y cuándo no estemos? Entonces, ¿qué? Cuando nos hayamos ido, ella poseerá un legado producto del vicio y el pecado. Estará condenada a una vida en la oscuridad.

Caroline se merecía algo mejor. Se lo merecía todo.

—Se merece la luz —susurró, tanto para sí misma como para Temple.

«Y ella se la daría». Caroline querría una vida. Niños. Todo.

Y para asegurarse de que pudiera tener esas cosas, Georgiana solo tenía una opción. Debía casarse. La idea la devolvió al momento; su mirada cayó en el hombre que había al otro extremo de la estancia, al que había elegido como futuro esposo.

—El título de vizconde ayudará.

—¿Es un título todo lo que necesita?

—Sí —repuso ella—. Un título digno de ella. Algo con lo que conseguirá la vida que quiere. Es posible que no lleguen a respetarla nunca, pero un título asegurará su futuro.

—Hay otras maneras —aseguró él.

—¿Cuáles? —preguntó—. Piensa en mi cuñada. Piensa en tu mujer. Apenas las aceptan, sin título serían un escándalo. —Él entrecerró los ojos al escucharla, pero ella continuó—. Es el título lo que las salva. ¡Maldita sea!, se suponía que tú habías matado a una mujer y no te echaron porque eres duque. Daba igual que fueras un presunto asesino, te hubieras podido casar con quien hubieras querido. El título es lo único que importa. Y siempre será así.

»Siempre habrá mujeres que vayan detrás de los títulos y hombres que ansíen las dotes. Bien sabe Dios que la dote de Caroline será grande, pero no suficiente. Siempre será mi hija, e incluso aunque ella lo amara, ningún hombre decente querría casarse con ella. Pero ¿y si me caso con Langley? Se abrirá ante ella un futuro carente de mi pecado.

Temple permaneció en silencio durante largo rato, y ella se lo agradeció.

—Entonces, ¿por qué no implicar a Chase? —preguntó él cuando finalmente habló—. Es necesario el nombre, Langley necesita una esposa y nosotros somos las únicas personas de Londres que sabemos por qué. Se trata de un acuerdo beneficioso para las dos partes.

Bajo la fachada de Chase, fundador del club de juego al que todos los caballeros de Londres querían pertenecer, Georgiana había manipulado a docenas de miembros de la sociedad. A cientos. Chase había destruido a algunos y ensalzado a otros. Chase había salvado y arruinado vidas. Podría manipular con facilidad a Langley para que contrajera matrimonio con solo mencionar el nombre de Chase y la información que poseía sobre el vizconde.

Pero necesitar no era querer, y quizá fuera la aguda comprensión de que ese equilibrio —que el vizconde necesitara casarse tanto como ella y lo quisiera tan poco— lo que la hacía dudar.

—Tengo la esperanza de que el vizconde se muestre de acuerdo por beneficio mutuo, y que no sea necesaria la interferencia de Chase.

Temple se mantuvo en silencio durante un buen rato.

—Pero su intervención aceleraría el proceso.

Cierto, pero también conduciría a un matrimonio horrible. Si podía conquistar a Langley sin chantajes, mejor que mejor.

—Tengo un plan —confesó.

—¿Y si no funciona?

Pensó en el expediente de Langley. No era muy grueso, pero sí sumamente condenatorio. Una lista de nombres, todos de varones. Georgiana ignoró el amargo sabor que inundó su boca.

—He chantajeado a hombres más poderosos.

Temple sacudió la cabeza.

—Cada vez que me acuerdo de que eres una mujer, dices algo así y… Chase vuelve.

—No es fácil de ocultar.

—Ni siquiera cuando eres tan… —Hizo una mueca al mirar el tocado de plumas—. Tan lady… ¿cómo se llama esta cosa?

Georgiana se salvó de tener que responder a Temple o de discutir los extremos a los que estaba dispuesta a llegar para asegurar el futuro de su hija porque la orquesta tocó la nota final. Se apartó e hizo la reverencia esperada.

—Gracias, Su Excelencia. —Hizo hincapié en el título cuando se enderezó—. Creo que iré a tomar un poco el aire.

—¿Sola? —preguntó él con cierta preocupación en su tono.

Ella se sintió frustrada.

—¿Crees que no puedo cuidarme sola? —Era la fundadora del más notorio club de juego de Londres. Había destruido más hombres de los que podía recordar.

—Creo que debes cuidar tu reputación —dijo Temple.

—Te aseguro que si un caballero intenta tomarse alguna libertad, le daré un golpe en la mano. —Esbozó una sonrisa tan amplia como falsa y bajó la cabeza con timidez—. Ve con tu esposa, y gracias por el baile.

Él le sostuvo la mano con fuerza durante un instante hasta que volvió a mirarlo a los ojos.

—No podrás con ellos. Lo sabes, ¿verdad? No importa cuánto te esfuerces… La sociedad siempre ganará.

Aquella afirmación la hizo sentir demasiado furiosa.

—Te equivocas —respondió, conteniendo la emoción—. Y tengo la intención de demostrártelo.

Capitulo 2

La conversación la había puesto nerviosa. La velada la había puesto nerviosa. Y aunque no le importaba sentirse nerviosa, era el motivo por el que se había resistido tanto tiempo a ese momento, a regresar a la sociedad y recibir miradas llenas de curiosidad y prejuicios. Las había odiado desde el principio, hacía diez años. Odiaba la forma en que la seguían cada vez que se vestía para recorrer las calles deMayfair en vez de estar en el lugar que le correspondía, en El Ángel Caído. Odiaba la manera en que se burlaban de ella en los talleres de las modistas, en las mercerías, librerías y en las escaleras de la casa de su hermano. Odiaba la manera en que había sellado el destino de su hija, la forma en que lo hizo mucho antes de que Caroline hubiera respirado por primera vez.

Había llevado a cabo su venganza por aquello, construido un templo al pecado en el corazón de la sociedad, donde había coleccionado los secretos de todos sus miembros a lo largo de seis años. Los hombres que jugaban en El Ángel Caído no sabían que cada carta que echaban, cada vez que perdían, caían más en las redes de una mujer a la que antes habían rechazado.

Tampoco sabían que sus secretos habían sido anotados con cuidado, por lo que estaban catalogados y listos para usarse cuando Chase los necesitara.

Pero por alguna razón, ese lugar, esas personas y su mundo intocable ya estaban cambiando, haciéndola vacilar cuando nunca había dudado. Antes, se hubiera sentado ante el futuro vizconde de Langley para exponerle lisa y claramente los términos, y habría acabado casándose con ella o sufriendo las consecuencias.

Ella conocía muy bien en qué consistían esas consecuencias y no le importaba lanzar otra víctima al lobo del escándalo. No era que no se atreviera a hacerlo. Aunque esperaba conseguirlo de otra manera.

Salió a la terraza anexa al salón de baile de Worthington House y respiró hondo. Se sintió desesperada por la manera en que la engañaba el fresco aire nocturno, haciéndola creer que se había liberado de esa velada y esas obligaciones.

La noche de marzo estaba llena de promesas y se alejó del salón de baile hacia la oscuridad, donde se sentía más cómoda. Una vez allí perdida, suspiró y se apoyó en la balaustrada de mármol.

Tres minutos. Cinco a lo sumo. Luego regresaría. Después de todo estaba allí por una razón específica. Había un premio al final de ese juego, uno que, si jugaba bien sus cartas, significaría la seguridad y el futuro que ella no podía dar a su hija.

Se enfureció ante la idea. Poseía un poder inimaginable. Con el golpe de una pluma, con una patada en el suelo de su infierno particular, podía destruir a cualquier hombre. Conocía los secretos de los hombres más influyentes de Gran Bretaña… y de sus mujeres. Sabía más sobre la aristocracia que cualquiera de sus miembros.

Pero no podía proteger a su hija. No podía darle la vida que se merecía. No sin ellos. Sin su aprobación.

Así que allí estaba. De blanco, con la cabeza llena de plumas, sin querer otra cosa que caminar por los oscuros jardines hasta llegar al muro que los rodeaba, escalarlo y regresar a su club. A la vida que se había forjado. La que había elegido.

Supuso que tendría que quitarse el vestido para poder treparlo… y quizá a los residentes enMayfair no les pareciera demasiado bien.

El pensamiento fue interrumpido por un grupo de jovencitas que escaparon del salón de baile, derramando sus risas y susurros con una intensidad que cualquiera podía escuchar.

—No me sorprende que se ofreciera a bailar con ella —cacareó una—. No hay duda de que espera que ella se case con un tipo que vaya a gastar la dote a su garito.

—De todas maneras —repuso otra—, bailar con el duque asesino no le será beneficioso.

Claro que estaban hablando de ella. Era sin duda la comidilla de toda la sociedad.

—Sigue siendo un duque —intervino otra—. Sea cierto ese estúpido apodo o no. —Esa era más inteligente. No sobreviviría entre sus amigas.

—No lo entiendes, Sophie. No es que sea un duque de verdad.

Sophie no estaba de acuerdo.

—Tiene el título, ¿no?

—Sí —respondió la primera, en tono irritado—. Pero fue boxeador durante mucho tiempo y ahora se ha casado por debajo de sus aspiraciones, así que es como si no lo tuviera.

—Pero la ley de la primogenitura…

Pobre Sophie, que intentaba usar los hechos y la lógica para imponerse. Las demás no atenderían a razones.

—Eso no importa, Sophie. ¿Es que no lo entiendes? Lo que importa es que ella es horrible. Tenga una dote enorme o no, no conseguirá pescar a un marido decente.

Georgiana pensó que la líder del pequeño grupo era horrible, pero parecía la única que opinaba tal cosa, pues sus secuaces asintieron con la cabeza y murmuraron su aprobación.

Ella se acercó más, intentando observarlas mejor.

—Está claro que va detrás de un título —opinó la que llevaba la voz cantante, que era una chica pequeña y muy delgada, que parecía haberse peinado con un puñado de flechas.

Georgiana era consciente de que no estaba en condiciones de tirar la primera piedra en lo que a peinados se refería, dado que llevaba medio plumaje de una garza en su propio cabello, pero lo de las flechas le parecía demasiado.

—Ni siquiera pescaría a un caballero, pero a un aristócrata es impensable. Ni aunque solo fuera baronet.

—Es que, técnicamente, no es un título aristocrático —señaló Sophie.

Georgiana ya no pudo contenerse más.

—Oh, Sophie, ¿es que no te das cuenta? A ninguna de ellas le interesa la verdad.

Las palabras cortaron la oscuridad y las jovencitas, seis en total, se volvieron al unísono a mirarla, con expresiones de diferentes grados de sorpresa en sus rostros. Quizá llamar la atención sobre sí misma no había sido lo más prudente, pero ya de perdidos al río.

Dio un paso adelante, y dejó que la luz la iluminara. Dos de las chicas contuvieron el aliento. Sophie parpadeó. Y la pequeña Napoleón que las lideraba se mantuvo firme ante ella, con la mirada al frente, hacia su hombro, dado que la superaba con facilidad en más de veinte centímetros.

—No está invitada en la conversación.

—Pero debería estarlo, ¿no le parece? A fin de cuentas soy el tema principal.

Tuvo que reconocer que las otras muchachas tuvieron la decencia de parecer avergonzadas. La líder no mostró la misma actitud.

—No quiero que me vean conversando con usted —repuso esta última con crueldad—. No me gustaría verme manchada por el escándalo.

Georgiana sonrió.

—No se preocupe por eso. Mi escándalo siempre ha buscado… —Hizo una pausa—. Torres más altas.

Sophie abrió mucho los ojos.

—¿Cuál es su nombre? —presionó Georgiana.

—Lady Mary Ashehollow —repuso la que llevaba la voz cantante con los ojos entrecerrados.

Tenía que tratarse de una Ashehollow. Su padre era uno de los hombres más repugnantes de Londres —un borracho mujeriego que sin duda había contagiado la viruela a su esposa—. Pero era el conde de Holborn y, por tanto, aceptado en ese mundo absurdo. Pensó de nuevo en la información que había en El Ángel Caído sobre el conde y su familia. La condesa era una bruja a la que no le importaría ahogar gatitos si pensara que eso la ayudaría a crecer socialmente. Tenían dos hijos, un niño que todavía asistía al colegio y una chica, que se había presentado el año anterior. Una chica que, sin duda, no era mejor que sus progenitores.

De hecho, fuera lady o no, la muchacha merecía una reprimenda.

—Dígame, ¿está prometida?

Mary se quedó inmóvil.

—Esta es mi segunda temporada.

Georgiana avanzó hacia ella, disfrutando del encuentro.

—Una más y se convertirá en un florero, ¿verdad?

Un golpe bajo. La mirada de prepotencia de la chica se esfumó, pero recuperó la compostura tan rápido que cualquier otra persona que no fuera Chase pensaría que no la había perdido.

—Tengo muchos pretendientes.

—Mmm… —Georgiana recordó el expediente de Holborn—. Burlington y Montlake, imagino, que tienen deudas lo suficientemente elevadas para pasar por alto sus defectos con tal de poner las manos en su dote.

—No es la más apropiada para hablar de defectos. Ni de dotes —se rio Mary.

Aquella pobre chica no sabía que era cinco años mayor y la aventajaba en cincuenta de experiencia. Una experiencia que había ganado tratando con criaturas mucho peores que una muchacha con la lengua afilada.

—Ah, pero yo no pretendo hacer creer que mi dote es innecesaria, Mary. Sin embargo me sorprende lo de Lord Russell. ¿Qué hace un hombre decente como él husmeando detrás de alguien como usted?

Mary apretó los dientes.

—¿Alguien como yo?

Georgiana dio un paso atrás.

—Me refiero a alguien con su espantosa falta de gracia social.

El aguijón acertó de pleno. Mary retrocedió como si la hubiera golpeado físicamente. Sus amigas se cubrieron la boca con la mano para contener una risa irreprimible. Georgiana arqueó una ceja.

—La crueldad carece de placer cuando se dirige a una, ¿verdad?

La ira de Mary, intensa y desagradable no se hizo esperar.

—No me importa lo grande que sea su dote. Nadie se fijará en usted. Nadie que sepa lo que es realmente.

—¿Y qué soy? —preguntó ella, cayendo en la trampa. Dispuesta a que la chica siguiera adelante.

—Una mujerzuela. Una furcia —repuso Mary con brutalidad—. Madre de una bastarda que acabará convertida en otra ramera.

Georgiana se esperaba lo primero, pero no lo último. Le hirvió la sangre en las venas. Se puso bajo la luz dorada que provenía del salón de baile.

—¿Qué ha dicho? —Sus palabras flotaron en el silencio.

Nadie dijo nada. Las otras muchachas percibieron el tono de advertencia de sus palabras y murmuraron por lo bajo, preocupadas. Mary retrocedió, pero era demasiado orgullosa para retractarse.

—Ya me ha escuchado.

Georgiana avanzó, obligando a Mary a abandonar el charco de luz y perderse en la oscuridad. Donde ella reinaba.

—Repítalo.

—Er…

—Repítalo —insistió Georgiana.

Mary cerró los ojos con fuerza.

—Es usted una mujerzuela —susurró.

—Y usted una cobarde —siseó ella—. Igual que su padre, y que su padre antes que él.

La chica abrió los ojos de golpe.

—No quería que…

—Claro que quería —la interrumpió Georgiana en voz baja—. Y le podría haber perdonado que me insultara. Pero no que mencionara a mi hija.

—Le pido disculpas.

«Demasiado tarde». Georgiana sacudió la cabeza, se acercó para susurrar su promesa.

—Cuando todo se derrumbe a su alrededor, será por culpa de este momento.

—¡Lo siento! —exclamó Mary, percibiendo la verdad que contenían sus palabras. Debería saberlo. Chase no prometía nada que no fuera a cumplir.

Salvo que esa noche no era Chase, sino Georgiana.

«¡Dios!».

Tuvo que tomar distancia con el momento. Dejarse llevar por la ira revelaría demasiado. Se alejó de Mary y se echó a reír con fuerza, un sonido que había perfeccionado en el club.

—Le falta coraje para defender sus convicciones, lady Mary. Se asusta con facilidad.

Las demás chicas se rieron y la pobre Mary pareció muy enfadada, como si no le hubiera gustado nada la manera en que la había bajado del pedestal de superioridad.

—Jamás será digna de estar con nosotras. ¡Es una puta!

Todas las demás contuvieron el aliento a la vez, y sobre la terraza cayó el silencio.

—¡Mary! —susurró una de ellas después de un momento, expresando la sorpresa y desaprobación que sentían.

Mary tenía los ojos desorbitados, desesperada por retomar el lugar que ocupaba en la cima de la pirámide social.

—¡Ella empezó!

Hubo una dilatada pausa.

—En realidad —musitó Sophie—, empezamos nosotras.

—¡Oh, muchas gracias, Sophie! —lloró Mary antes de girarse y correr hacia el salón de baile. Sola.

Georgiana debería haberse sentido feliz con el desarrollo de la escena. Mary había ido demasiado lejos y aprendido la lección más importante de la sociedad: los amigos solo se quedaban con uno cuando no tenían nada que perder.

Pero no se sentía feliz. Chase acostumbraba a sentirse orgulloso de su control. De la calma que mostraba. De sus reflexivas actuaciones.

¿Dónde demonios se había metido Chase esa noche?

¿Cómo era posible que esas personas hubieran ejercido tal efecto sobre ella —sobre sus emociones— incluso en ese momento? ¿Incluso a pesar del poder que ella podía ejercer sobre ella en su vida paralela?

«Es una puta».

Las palabras se habían quedado en la oscuridad, recordándole el pasado. Recordándole el futuro que aguardaba a Caroline si no conseguía que ese mundo la aceptara.