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Tomo 1

Escritores

que cuentan

35 años del TEUC (1981-2016)

Isaías Peña Gutiérrez

Editor

Comité Editorial de la Facultad
de Ciencias Sociales, Humanidades y Arte

Nina Alejandra Cabra

César Báez Quintero

Manuel Roberto Escobar

Nancy Malaver Cruz

Claudia Carrión

Héctor Sanabria Rivera

Ruth Nélida Pinilla

Yairsiño Oviedo Correa

Nina Alejandra Cabra
Decana

Roberto Burgos Cantor
Director del Departamento de Creación Literaria

Rector

Rafael Santos Calderón

Vicerrector académico

Óscar Leonardo Herrera Sandoval

Vicerrector administrativo y financiero

Nelson Gnecco Iglesias

Escritores que cuentan: 35 años del Taller de Escritores de la Universidad Central (1981-2016) - Tomo 1 es una publicación de la Facultad de Ciencias Sociales, Humanidades y Arte

isbn (ePub): 978-958-26-0393-9

Primera edición: 2018

© Editor: Isaías Peña Gutiérrez

© Varios autores

© Ediciones Universidad Central

Calle 21 n.º 5-84 (4.º piso).

Bogotá, D. C., Colombia

pbx: 323 98 68, ext. 1556

editorial@ucentral.edu.co


Catalogación en la Publicación Universidad Central

Escritores que cuentan : 35 años del TEUC (1981-2016) / edición y prólogo Isaías Peña Gutiérrez ; dirección editorial Héctor Sanabria Rivera ; Carlos Bahamón León … (y otros ochenta y seis).

--Bogotá : Ediciones Universidad Central, 2018. -- (Premios de literatura. Taller de Escritores Universidad Central)

2 volúmenes ; 23 cm

ISBN (ePub): 978-958-26-0393-9

1. Cuentos colombianos ­­­– 1981-2016 2. Literatura colombiana – 1981-2016 3. Autores colombianos – 1981-2016

Peña Gutiérrez, Isaías, editor, prologuista II. Sanabria Rivera, Héctor, dirección editorial III. Universidad Central.

Facultad de Ciencias Sociales, Humanidades y Arte. Departamento de Creación Literaria.

860 – dc23 PTBUC / 11-04-2018


Preparación editorial

Coordinación Editorial

Dirección: Héctor Sanabria Rivera

Coordinación: Jorge Enrique Beltrán

Diseño: Mónica Cabiativa Daza

Preparación digital: Mónica Cabiativa Daza y Diego Andrés Gil Rincón

Corrección de textos: Alejandra Flórez

Editado en Colombia • Published in Colombia

Prohibida la reproducción o transformación total o parcial de este material por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

Contenido

Prólogo

Para hablar del cuento colombiano (1981-2016) | Isaías Peña Gutiérrez

Década 1980

S i l v a n a | carlos bahamón león

Rompecabezas para lectores desprevenidos | carmen stella rangel fonseca

Jornada del hombre extraño (La chica de los patios) | jaime alejandro rodríguez

Década 1990

El abuelo | dixon orlando acosta medellín

Una camella blanca en mi jaima | dulce maría bautista luzardo

El enigma Barreneche | helder morales sepúlveda

Sra. Teresa | jaime cano

Ácido úrico | javier correa

Viaje gratis | jorge franco ramos

Otra vez Carcassonne | óscar arcos palma

La fiesta interrumpida | raúl alfonso rojas romero

El caballito de los Andes | raúl tomás torres marín

La sonrisa | sandra uribe pérez

La cruz del poeta | tamara andrea peña porras

Década 2000

Cuestión de registro | aída sotelo céspedes

A la espera | alexander castillo morales

Con mis alitas Duracell | andrea salgado cardona

Carolina ya no aguanta más | andrés mauricio muñoz

Perro por el caño | camilo castillo-rojo

De nuevo un hombre en casa | carlos alberto martínez mendoza

Fluctuaciones de una gripa | edith sánchez

Otro día hábil | ednna milena clavijo rodríguez

Señora | esmeralda reyes mancera

Fantasía para dos pianos | fernando cano busquets

Señas de un embaucador | germán gaviria álvarez

Premonición | wilson germán lópez velandia

Las tentaciones de Bosch | gloria inés peláez q.

Pequeñas crónicas rojas en la tierra del Nunca Jamás | iván gómez muñoz

El bufón del rey | jair roberto vargas méndez

La próxima estación | john fitzgerald torres

Daniel Harrison | john jairo zuluaga londoño

El Águila de fuego | josé manuel rodríguez walteros

Y… Dónde están los signos | josé tomás castro rico

Tiempos de lacayo | juan antonio malaver rodríguez

Nunca te quise dar en la jeta, Javier | juan fernando álvarez gámez

Un día extraordinario | julio hernán correal triana

Noticias del imperio, por Henry Valentine Miller | luis carlos muñoz sarmiento

El sombrero de un gallero | luz dary peña marín

Una daga en Alexanderplatz | manuel josé rincón domínguez

Cromofilia | miguel ángel giraldo hernández

S A N G R E M A L E V A | nykolas bernal henao

Teatro Bogotá | orlando barón gil

Susana y el sol | óscar godoy barbosa

Más que arte conceptual | óscar hernando nossa garcía

El novio | óscar pantoja estupiñán

Matanza | rubén gélvez higuera

Prólogo

Para hablar del cuento colombiano (1981-2016)

Desde su creación, a mediados de junio de 1981, el Taller de Escritores Universidad Central (teuc) tuvo un recurso académico-literario para determinar su validez, rendimiento y vigencia, que luego se convertiría en el instrumento predilecto de evaluación permanente, cuyo uso se extendería a los herederos posteriores: el pregrado y posgrado de Creación Literaria. Aquel recurso, autónomo y ajeno a la dirección misma del teuc, fue el concurso literario. A este siempre acudiríamos para evitar sospechas y malentendidos en todos los niveles: local, regional, nacional e internacional, sin importar que fueran públicos, privados, famosos o anónimos. Los concursos, además, tuvieron (y siguen teniendo) unos pares exigentes que, en la vida literaria pública, se les denomina jurados, seleccionados entre los escritores más representativos y reconocidos de la literatura colombiana.

De aquellos concursos surgieron los cuentos ganadores de primeros, segundos o terceros premios, de menciones especiales o de finalistas, que llegaron a las páginas de periódicos, de revistas literarias o de antologías que compendiaban los frutos del concurso ganado por algunos de nuestros egresados o participantes; pero, en otras ocasiones —es bueno advertirlo, pues esta sería otra justificación para la presente publicación— muchos de estos cuentos, por la ausencia de medios de divulgación en Colombia, quedaron inéditos.

Los autores que recibieron premios o reconocimientos de algún orden en estos largos 35 años de vida activa del teuc superaron la significativa cifra de 360 o más cuentos, sin contar aquellos que jamás pudimos llegar a contactar o a verificar como ganadores. Por eso, con motivo de los 35 años de vida del teuc, en 2016 la Dirección del Departamento de Creación Literaria (por entonces, Departamento de Humanidades y Letras) pensó en la publicación, no de todos los cuentos premiados o finalistas —como hubiéramos querido—, sino de una antología con un cuento, solamente, por cada autor, entre los 360 o más premiados en los 35 años. Para ello, se buscaron, con el apoyo de los autores, los mejores premiados. Así, saldábamos seis lustros de trabajos intensos en la programación de un invento único por su naturaleza en el ámbito colombiano y latinoamericano.

Pienso, como director del teuc y como escritor colombiano, que la publicación de esta antología se justificaría en sí misma como la de toda obra literaria, cuya existencia no se agota con la escritura, sino con su aparición pública ante los ojos del lector. En primer lugar, con esta amplia muestra de más de noventa cuentos premiados, le permitiremos al analista acceder a un panorama específico y delimitado — encabalgado entre el final y el comienzo de dos siglos— de la narrativa corta colombiana. En segundo lugar, la antología será una forma privilegiada de leer una selección final (no la de una preselección o la de una lista virgen de cuentos) avalada por jurados (pares calificados, objetivos y ajenos a toda sospecha), quienes, a lo largo de 35 años, han leído y analizado cientos de cuentos en los diversos concursos convocados en todos los niveles, donde nuestros miembros activos o egresados del teuc resultaron ganadores. Esto significa tener en las manos una lista de cuentos sin la intervención del autor, de terceros, de un editor, de ningún capricho que obstaculice la validez literaria intrínseca del cuento. En tercer lugar, con cada cuento de la antología, el lector o el investigador, prevenido, avisado o ingenuo, podrá abrir un registro concreto para, así, caracterizar, sin prejuicios teóricos y genéricos, la narrativa de ese periodo en la historia del país. Cuarto, queremos darle, con la publicación de este libro —que califica y habla de los cuentistas y también de los jurados que los premiaron—, el turno a la voz de los escritores jóvenes (hace 35 años o menos), o a quienes, sin importar la edad, pasaron por el teuc y asumieron una nueva manera de hacer creación literaria, a contrapelo de la simple intuición, como sucedió antes de la existencia del teuc. En este sentido, también es un homenaje, en cabeza de aquellos autores premiados, a todos quienes han pasado por el teuc y, por último, a la vida de una obra fundacional, cuyo inicio, desarrollo y permanencia los debemos a las directivas de la Universidad Central, en sus distintas épocas vividas.

Esta antología, por lo demás, se convierte en la mejor constancia del trabajo de investigación en los procesos de creación narrativa desarrollados, tanto en su programación académica como en su planteamiento pedagógico y didáctico, por la dirección del teuc y sus profesores acompañantes.

El orden de los cuentos en la antología se ha dispuesto siguiendo la cronología de los premiados, de manera alfabética (ascendente) y por décadas, a partir de 1981, orden que permitirá tabular y estudiar los momentos de mayor producción, de más cuentos premiados, de temas y conflictos, de corrientes del lenguaje literario, de formas argumentales, de edades de sus participantes, etc. O, simplemente, para ver cómo han avanzado las formas de escribir entre quienes inauguraron el teuc en 1981 y quienes hoy continúan esa heredad que ha crecido, por fortuna, con los años.

Bogotá, D. C., 16 de junio de 2017, en pleno Bloomsday.

isaías peña gutiérrez

Editor y Director del TEUC

Década 1980

S i l v a n a

Finalista del Concurso Nacional de Cuento, Fundación Testimonio, Pasto, 1981.

Carlos Bahamón León

1

Recuerdo la primera vez que te vi. Hacía sol. Los rayos parecían buscar entrada por los claros de las ventanas. Los vidrios sucios daban una sensación de abandono.

Te recuerdo con aquel pulóver agujereado en los codos, unos jeans desteñidos y un aire de despreocupación que nunca te abandonó: parada allí frente a la puerta de la cafetería, como atemorizada por el barullo.

Hacía poco había ingresado a la universidad. Era aquella época en que leía vertiginosamente todo lo que caía en mis manos, acaso como solo se lee una vez en la vida y creía aún en muchas cosas de las que luego habría de renegar.

Te acercaste a nuestra mesa. Enrique, con quien estaba, te conocía. Terminabas Bellas Artes. Querías ser pintora. Hablamos poco o casi nada, la algarabía arrastraba las palabras.

De pronto, en medio de las clases, te veía. Casi siempre rodeada de mucha gente. Y aunque quería hablarte, aquel ambiente no hacia propicio un encuentro.

2

Aquella tarde ibas sola. Te alcancé.

—No vayamos a la cafetería —me dijiste.

Caminamos largo rato por entre los urapanes, que mecían su follaje movido por el viento.

La madeja que eras se fue deshilvanando. Hablaste muy poco de ti. Y, sin embargo, me contaste que vivías sola en un apartamento por los lados de Teusaquillo, en donde tenías también tu taller.

Preparabas poco a poco tu primera exposición. La prueba de fuego, como la llamabas.

Fuimos a tu estudio. Era un cuarto amplio, de grandes ventanales, por donde entraba la luz a borbotones. Lienzos, pinceles y cosas tiradas por todas partes.

—No hagas caso del desorden —me habías dicho.

Aquella tarde salí de tu estudio con la sensación de haber rodado por un despeñadero.

No pasó ya un día sin que nos habláramos.

Cuando nos veíamos en la universidad, no te hablaba. Te veía casi siempre con alguien, pero sabía de lo sola que estabas. No hay nada más engañoso que aquellas personas rodeadas de mucha gente. Son las más acosadas por la soledad.

Prefería ir a tu estudio y mientras hablábamos te veía llenar los lienzos de colores.

Todo, sin embargo, se me fue volviendo tan urgente, tan apremiante, que ya no pude más vivir sin ti. Aquella isla que era, se veía habitada por un náufrago que a pesar de las necesidades se resiste a partir.

Cada vez iba menos a la universidad, porque empecé a entender que aquel no era el camino que debía tomar para llegar a donde quería. Tú pintabas con el arrebato del que sabe que no puede perder el momento de disposición. Eran paisajes ocres y malvas en donde de pronto colocabas figuras frágiles y desleídas.

Estabas como yo arrasada por la soledad. Eso nos unió. Tú parecías andar con paso firme, mas yo no tenía bien claro lo que quería hacer. Escribía, pero me faltaba la fuerza que hace que el acto se vuelva necesario.

Me dijiste, entonces, que lo mejor y más sano era primero vivir.

3

Tú condición era la libertad. Mas no la mía.

Vivía por aquellos días en casa de mis padres. Tenía una familia, compromisos que me era difícil vulnerar. Prefería no hablar de esto contigo. Estas eran las cosas que nos separaban. Papá soñaba con verme profesional. Con darme con el tiempo el mando de la compañía que había diseñado. Creía en aquellas cosas que combatías. Había que alcanzar un título, me decía, que me hiciera salir del bando de los fracasados. Casi que vivía para eso. Tú creías que esto es lo que arruina la vida de un hombre, aunque él no lo quiera, y era lo que tratabas de hacerme entender. Y lo entendí, pero demasiado tarde.

Ya mamá extrañaba mi conducta. Casi no permanecía en casa, muchas veces no comía ya con ellos —costumbre sagrada entre nosotros— y empecé a quedarme fuera.

Los días se me iban en tu estudio.

Papá me llamó varias veces la atención. Estas cosas nunca te las comenté. Empezaban a preocuparse seriamente por mi suerte. Pero tú te habías instalado como un turbión en mi vida.

4

Fue un día en tu estudio que lo decidí. Me propuse lanzar todo por la borda. Una cosa era pensar en lo que había querido hacer de mi vida, y otra era vivirla.

—Casi siempre nos quedamos a medio camino —me dijiste.

Papá puso la denuncia cuando sospechó que me había marchado. Lo habría de saber después.

Viajamos varios días asolados de cansancio en trenes de segunda. Descansábamos en estaciones devastadas por el calor, en donde apenas encontrábamos al encargado de despachar el tren, que espantaba la nube de mosquitos con un periódico viejo de la capital, que intentaba leer cuando estos le daban tregua.

Habíamos partido sin rumbo fijo y cuando nos bajamos en aquel pueblo de pescadores, nos miramos como diciéndonos, hasta aquí llegó nuestro viaje.

Allí, en aquella pensión, la única del pueblo, en donde pedimos un cuarto que diera al mar, nos instalamos.

Todo era tan sencillo. Una cama, una mesa y dos asientos, una jofaina de peltre. Las paredes veían interrumpida su monotonía con algunas láminas, desteñidas por el tiempo. En un extremo, el cuarto tenía una ventana con dos batientes, que abiertas enmarcaban un pedazo de mar. Sobre la repisa de la ventana, una matera parecía naufragar. Teníamos la sensación de que en aquella estancia habíamos empezado a vivir.

Temprano, cuando la noche empezaba a desteñirse, nos asomábamos a ver planear las gaviotas.

Esperábamos al atardecer a los pescadores que dejaban sus canoas volcadas sobre la arena.

Recostado a tu lado supe vencer la soledad. Fue allí donde conocí el amor. En las noches, abríamos las batientes y, presintiendo el mar por el ruido del fondo y sintiendo el vaho del salitre que lo inundaba todo, dibujé tu cuerpo con manos trémulas. Acaricié tus senos pequeños y maduros como peras y palpé el musgo suave y apretado de tu sexo.

Allí fuimos uno. En las madrugadas, desnudos, retozábamos con la piel argentada por la luna, en aquel mar de agua tibia.

Caminábamos por aquellas calles terrosas en medio del murmullo de los pájaros, que cantaban en sus jaulas y respirábamos aquel aire filtrado por las redes tupidas de los pescadores. A veces salía con ellos a pescar. Me esperabas en medio de aquellos días sin tiempo. Trataba así de darle algún sentido a mi vida. Tú pintabas aquellos atardeceres. Esa era nuestra felicidad.

Pero eso no podía durar. Basta que un hombre sea feliz para que la vida le ponga una zancadilla.

Papá, luego de esfuerzos desesperados, me había localizado. Al pueblo me fueron a buscar. No pude resistirme. Volví con ellos.

Mamá estaba enferma. Te pedí que volvieras con nosotros. No quisiste.

Te vi por última vez parada frente al mar, con la piel atezada por el sol, descalza, mirándome, con la compasión con que se ve ir a un condenado a la horca. El viento mecía tus cabellos.

Es la última imagen que tengo de ti.

5

Volví a la universidad. En una palabra, claudiqué.

Aquellos días se me hacían largos, interminables. Pasaba en las tardes por tu estudio que ya habían alquilado a otra gente.

Lo tuyo había sido como un sueño y volví a la pesadilla que era mi vida.

Pensaba desconsolado, que la vida, una tregua, se la da a cualquiera.

Pregunté muchas veces por ti.

Nadie me dio razón.

Te fallé, Silvana. Porque la cobardía pesa más.

Sin embargo, he dejado las ventanas abiertas por si algún día decides entrar.

Aunque sé que ya no lo harás.

Carlos Bahamón León (Bogotá, 1956). Estudios Literarios en la Universidad Javeriana. Miembro del primer grupo del Taller de Escritores de la Universidad Central de 1981.

Rompecabezas para lectores desprevenidos

Primer puesto en el Concurso de Cuento “José Rafael Faría”, Universidad de Pamplona, Pamplona, Norte de Santander, 1987.

Carmen Stella Rangel Fonseca

De costado, la cabeza sobre la escuadra del brazo izquierdo, el cuerpo abandonado al abrigo perfecto entre las sábanas a eso de las seis, la mente escondida en el epílogo de una comedia bastante coherente para ser un sueño. De pronto, los párpados despegan como aviones dejando aparecer el amarillo, luego un vaso con jugo de naranja, después, y atrás del vaso, una ventana sin cortina, y, más allá del vidrio, un poste de luz, una bombilla y un cielo opaco. Soy yo, en el día de mi cumpleaños —lo recuerdo por el jugo en la mesa de noche que suele colocar mi hermano, en esta fecha, casi al amanecer—. Tenso los músculos, me enderezo, salto en un arranque de coraje para tomar el periódico, y vuelo hasta mi cama, ese rincón tan solo mío que prolonga a mi madre desde hace años —hoy siento que son muchos, y sentirlo agita mi sensibilidad—. Paso de un titular a otro, leo un par de artículos, me dejo embeber por las tiras cómicas y, por supuesto, llego al horóscopo:

Febrero 13. Si nació en este día, usted es un futurista cuyo trabajo está demasiado avanzado para su tiempo. No tema ser original, pues es allí donde se encuentra su máximo potencial (en este punto le doy la razón y asiento satisfecha). A veces, sufre desajustes de temperamento que le causan deslices hacia los extremos: tiene periodos de excitación como también de depresión; en ocasiones es huraño, pero en otros momentos muestra estabilidad emocional (aquí acentúo el ceño de mi edad). No es fácilmente comprendido: combina su natural timidez con una actuación audaz frente al sexo opuesto; trata de mezclar un interés artístico con una afinidad por la investigación científica; por una parte, es práctico, y por la otra, soñador. En total, presenta un problema a quienes quieren conocerlo bien (quizás, quizás, me digo). Pese a todo, se lleva bien con la gente, gracias a su buen humor. Adelante. Aproveche su originalidad.

Originalidad… la busco en mi cuarto y no la encuentro: una mesita antigua con suplementos literarios y, encima, la sonrisa de mi madre cuando yo era una partícula de la nada; tres sillas torneadas y una mesa, herencia de mi abuela paterna; al pie de la cama, mis zapatos negros; en la pared del frente, una cartelera mal armada donde pego bagatelas y una lista de lo que quisiera olvidar —ir al dentista, por ejemplo—; en el muro opuesto a la ventana, un motivo peruano y una rumba de óleo; y, a mi espalda, un paisaje marino que un amigo me regaló, y es como su amistad, hermoso e impasible; en el cielo raso, una telaraña.

Mientras me baño pienso si los demás empezarán por enjabonarse los pies, si seguirán la trayectoria del agua con los ojos cerrados, si sentirán el placer de acariciarse con la espuma y sentirse consentidos por la toalla —me divierte la idea de espiar al vecino—. Frente al ropero sigue mi juicio: faldas, blusas, pantalones, suéteres, todo de lo más convencional, excepto un liguero. Escojo un atuendo rojo y negro que desafía a la moda y al tiempo, y salgo un tris confortada. Antes de llegar a la oficina compro mi autorregalo, un libro de Dos Passos que está en promoción. Ya en ella, continúo el juego: escritorio de serie, un almanaque de propaganda, los libros del oficio; la nota peculiar es el desorden de los papeles. Trato de acomodarlos y encuentro un paquetico con una tarjeta que punza mi susceptibilidad: “Elegir un obsequio para usted, es difícil. Sus gustos también son imprevisibles. Sin embargo, este artefacto me pareció perfecto porque le ayudará en la búsqueda de lo inesperado. Es cuestión de estilo”. Por no azorar a mi amigo me reservo la autoría. De inmediato lo llamo y le agradezco el gesto; le digo que ha sido certero como un horóscopo y me zambullo en la resonancia de mi propia frase. Cuando cuelgo el teléfono, ya he sucumbido al reto de usar ese estilógrafo atractivo, que parece una lima de azabache, en una causa digna de la novedad. Como soy empleada, finjo angustia por el trabajo, cierro la puerta que aísla al deber y me enfrento a este instrumento como si fuera desconocido —es igual que aquel día de mis primeros tacones: confiada en crecer, ¡pero tan torpe!—. Repaso, para descartar, los usos ya probados de la pluma: tareas de estudiante, cartas de todo tipo, panfletos, caricaturas, tesis de grado, cheques, memorandos, poemas de amor, conceptos, listas de gastos, números de teléfonos, crucigramas, dos ensayos y hasta un discurso… Descubro mi omisión de novela y de cuento y, como soy modesta, me inclino por lo segundo. Empiezo:

Escribe. Escribe absorta, con ritmo sostenido, de modo extraño, como si estuviera marcando el compás del mundo industrializado; me refiero a mi vecina de despacho. La tentación de esa fisura frente a mi escritorio, hoy fue más fuerte que mi decencia. Me acerqué con cautela de enemigo crónico e inicié el espionaje: ahí está la mujer que atiza mi curiosidad, la que pasa y mira lo que quiere ver y solo deja ver lo que se mira, por ejemplo, un buenos días en el ascensor y una sonrisa para sí, quizás a su sentido del decoro. La oficina se parece a ella: ni un cuadro, ni un florero, papeles y papeles, dos ceniceros y un almanaque detenido en el trece, ¡peligro!, hace una pausa y mira a su alrededor, me retiro un poco, y al volver a mi posición la encuentro revisando su escrito en voz baja, afino el oído pero apenas capto un abejorreo, debe ser grave lo que la entretiene porque advierto su perfil congestionado, ¡ah!, qué alivio: relee y más recio, tanto que ya no trasoigo ni una frase; es asombroso, nadie hubiera imaginado la locura encerrada en semejante empaque. Se levanta, da vueltas por el cuarto, fija su atención en un objeto negro que tiene sobre la mano, y recita de memoria la misma retahíla que me turba:

Ahora estás en mi mano, talismán de los malos días y resultados peores, ahora sé que el poder de tu encanto se limita a mi palma o a mi puño, ahora veo tu temor por resbalar y perder el mínimo hechizo que te resta, ¡miserable hechizo!, con un movimiento breve de mi diestra quedarías borrado de la faz de la magia, podría hacerlo y destruirte de una vez, pero no quiero, prefiero ver las gotas de terror que te adornan con solo mover mi dedo anular; me embriaga de placer tu ofuscación, ahora quisieras agarrarte y hundir en mi carne tus tenazas, así no te caerías, ¡pobrecito!, clávame tus garfios como antes y será tu fin. La gente lo ha notado, mago de pacotilla, no tendrías una plaza ni en el circo ni en la tienda, hueles a desprestigio y ese aroma no se pierde jamás. Por ti, fetiche venido a menos, perdí a Julia y a Jimena y a Mateo y a Simón, y me robaste el empleo y me olvidé de mi madre, desgraciado embaucador, amuleto deslucido engendrado en la desgracia, mi mano se mueve al son del rencor, ¿te estremece esta canción? Ya estarás anhelando el precipicio… olvídalo, parásito, lavarás con dolor tu obra fatídica hasta que nuevamente amanezcan mis alas, ahora te domino, y con un movimiento de mi diestra quedará borrado de la faz de la magia.

La pobre mujer está perturbada, repite su cuento una y otra vez al tiempo que va subiendo el volumen de la cantata en una forma apasionada que me contagia; así, de un momento a otro, yo me la apropio y la grito al unísono: “Por ti, fetiche venido a menos, perdí a Julia y a Jimena y a Mateo y a Simón, y me robaste el empleo…”. De un golpe, la puerta de su oficina se abre y deja ver el rostro de un hombre hecho furia. ¡Señorita!, cálmese, cálmese, ¡basta!, le dice a mi amiga. Ella lo mira como si saliera de un paréntesis hipnótico: ¿qué pasa, doctor? El ruge: ¡queda despedida! ¡Queda despedida!, repite una voz a mi espalda con el efecto de un latigazo. ¿Que qué?, me sale la réplica sin pensar mientras me volteo. ¡Queda despedida!, reitera mi jefe tan energúmeno como el de ella al otro lado de la pared, no quiero infidencias ni escándalos en esta dependencia.

Llego hasta aquí no más porque en este instante entreveo al capitán de este puesto a través del vidrio de la puerta y sé lo que me espera. Tomo mi cartera, el libro de Dos Passos y la tarjeta provocadora. Salgo digna, para siempre. Ni siquiera regreso por mi estilógrafo de azabache.

Frente al ascensor nos encontramos la mujer, ella y yo, y sellamos una alianza más allá de las convenciones. Descendemos en trinidad, como quien dice: tres diosas un una.

Epílogo

Hoy, cuando me despierto, tengo la certeza de ser yo, en el día de mi cumpleaños —lo confirma el jugo en la mesa de noche, que suele colocar mi hermano en esta fecha, casi al amanecer—. Tenso los músculos, me enderezo, busco el periódico y rompo a leer igual que hace un año. Paso de un titular a otro, entro en dos artículos, me dejo embeber por las tiras cómicas y, por supuesto, salto sobre el horóscopo.

Carmen Stella Rangel Fonseca (Pamplona, 1956). Estudió Derecho en la Universidad Externado de Colombia. Cursó el Taller de Escritores Universidad Central en 1986-1987.

Jornada del hombre extraño (La chica de los patios)

Primer premio del XI Concurso Nacional de Cuento para Trabajadores del Estado, Bogotá, 1987.

Jaime Alejandro Rodríguez

Para siempre cerraste alguna puerta

y hay un espejo que te aguarda en vano

la encrucijada te parece abierta

y la vigila, cuadrafonte, Jano.

Jorge Luis Borges, “Límites”.

Esperas la salida, intentando tranquilizarte, aunque sabes que no lo conseguirás del todo antes de llegar a tu apartamento. Quizás ayer estabas confundido: el trabajo, la tensión, uno de esos días. Hoy en cambio, admites, las cosas te han salido mejor. El jefe te permitió trabajar en el segundo piso y así no tuviste que soportar la náusea provocada por ese picante aroma a carne condimentada expelido por pulsos desde la cocina. Tampoco tuviste problemas con la clientela y lograste atender cada uno de sus pedidos sin equivocaciones. Incluso resultó muy convincente la modulación porteña de tu voz —practicada por fin sin temores—, pues no escuchaste ni una sola, ¿de dónde sos, eh?, pregunta odiosa, frecuente e inevitable si te pillan el acento extranjero. El consejo del paisa dio sus buenos frutos; al fin y al cabo, reconoces, por algo los paisas alcanzan el éxito en cualquier actividad y en cualquier lugar del mundo; tienen su visión. Quién podría creer, por ejemplo, que aquí, en Buenos Aires, a más de seis mil kilómetros de Medellín, un paisa, precisamente un paisa, administra nada menos que un McDonalds. Gracias a Dios, te atreves a decir dentro del vestier, donde nadie te escucha; gracias a Dios, repites afuera, y vuelves a sentir esa horrible presión en tu pecho que no has logrado aliviar desde hace semanas, porque no sabes ya qué inventar en tus cartas a Bogotá para que tu familia no se burle, si llega a enterarse que has cedido en tu orgullo y ahora trabajas como mesero para sobrevivir.

Creíste, con sinceridad, en eso del exilio voluntario como una manera de alimentar tu espíritu creador, sediento y seco. Otra realidad, otra perspectiva, dictaminaste y te largaste dejando maltratadas las mejillas de tu madre y de tu mujer, confiando en regresar colmado de éxito y de experiencias, tal como soñabas cuando niño, cada vez que te volabas de la casa, herido en tu sensibilidad por alguna tonta discusión de familia. Será mejor, concluyes, que sigan creyendo en el ficticio puesto de la Biblioteca Nacional. Tal vez lo más complicado en la tarea de sostener esa versión sea encontrar tiempo para dar salida al alud de datos bibliográficos solicitados, ahora que, suponen, se te facilita la labor de consulta.

Sales a la calle y recibes una bofetada de viento caluroso. Piensas en el cuento de Anderson Imbert, en el que se describen, con patético realismo, los efectos del viento norte que azota siempre la mal bautizada ciudad de Buenos Aires en época de verano. Decides caminar por Cabildo, pues el solo hecho de imaginar que debes tomar un colectivo atestado de gente sudorosa puede causarte un acceso de ira tan violento como para provocar una tragedia de las dimensiones abocadas en el relato y tú no deseas complicaciones. Cruzas la avenida hasta alcanzar la acera de enfrente, menos congestionada, y caminas entretenido, mirando las vitrinas y las chicas de ropa de temporada, acostumbrado a contemplar a unas y a otras con la misma emoción simple de espectador improcedente.

Llegas a Caning y percibes el característico olor de los socavones del tren subterráneo proveniente de la estación. Contienes el impulso de ingresar a ella a pesar de tus deseos. Necesitas llegar cuanto antes a tu apartamento, pues has resuelto indagar el grado de realidad de tus últimas sensaciones (aunque en verdad sientes miedo de contemplar de nuevo, a la par con la deliciosa visión de la chica de los patios, esa otra, horrible, irreal y trágica, causante de tus actuales preocupaciones). Te queda, sin embargo, la esperanza de una respuesta sicológica a los hechos; es lo que has estado repitiendo todo el día, sin atreverte a mencionar nada a nadie, ni siquiera al paisa, con quien te liga una sincera relación paternal. Reduces la velocidad de tu paso para absorber del aire húmedo toda la fuerza de la tarde ribereña y te hundes en la niebla de tus recuerdos.

Son dos patios viejos, roídos por la sal remota de los mares, tristes como los tangos de Gardel. Tal vez podría componerse un paisaje de tarjeta postal con ellos, pues flotan hinchados de leyenda por el soplo mágico de los antiguos tiempos: ahí los calefones, deslucidos portadores de fuego, las sillas en su perfecta decadencia, las imágenes dispersas del daguerrotipo —evidencia de una alcurnia enmohecida—, los libros inútiles, mutilados por la desidia; ahí, por tanto, la Historia. Vistos desde arriba, en dirección norte-sur, parecen rectángulos trazados a mano alzada por alguna brocha tediosa, cansada de pincelar. Solo en uno —el derecho— se descubre la presencia humana: cerca del sifón, en una quietud apenas estable, un balón de fútbol reposa del juego de los niños. Contra el muro izquierdo, casi imperceptible entre tanto cachivache arrumado, una vieja silla de tijera, extendida insólitamente sobre la playa de baldosas, recibe a una muchacha expuesta al sol, último vestigio de un verano tardío. Son las siete y la luna muestra ya su rostro cercenado.

Después de tanto tiempo en el exilio, crees tener derecho a pronunciar una verdad: las circunstancias te han ido acorralando, poco a poco. Al comienzo, tu alma ingenua y provinciana esperó —días primero, semanas luego, eternidades al fin— el contacto caluroso y espontáneo de las gentes, habituado como estabas hasta entonces al dócil fluir de la vida. En cambio, tuviste que aprender con urgente rapidez otras perspectivas. Aprender bien claro que la pretensión de habitar una gran metrópoli tiene su costo: la soledad irremediable. Eres viajero en tránsito; inhabilitado para echar raíces: tus ojos ya no ven lo mismo; desde tus labios emergen palabras y sonidos imposibles, tu nariz se reciente, tu estómago se resigna, tus manos se paralizan y te reduces por fin —cuestión de supervivencia— a la repetición del otro, al tú que no eras, pero sigues siendo hasta el final. Por eso, al comienzo, huiste hacia las grutas del metro: en las calles temías ser olvidado. Empezaste a comprender la inquietante realidad de los seres subterráneos creados por Cortázar en alguno de sus textos, ya que tú mismo experimentabas una extraña sensación de seguridad cada vez que atravesabas la registradora en las estaciones. Comenzaste, sin darte cuenta, a comportarte como ellos, a permanecer durante horas en la oscuridad del subte y terminaste convertido en un perfecto trashumante de la noche.

Restringiste tu tránsito en la superficie al mínimo tramo posible entre tu departamento o tu lugar de trabajo y la próxima estación. Cuando llegabas a casa y te contemplabas ante el espejo (ese mismo que mirarás hoy con ansiedad), veías tu rostro pálido y en las ojeras notabas los estragos de la tristeza (“son tan pálidos y están tan tristes…”). Pero, por más empeño, nunca lograste reconocer a ninguno de ellos —habrías dado cualquier cosa por pertenecer a su estirpe. Ahora no puedes asegurar si el fracaso de tus pesquisas se debió a la asombrosa facilidad de esos seres para escurrirse —ya prevista— o a que, tal vez, perseguías tan solo fantasmas pues, si llevas la cuenta, hace cuatro décadas fueron detectados por primera vez y quizás ya todos han muerto. Quizás existe una nueva generación de subterráneos, especulas, algún híbrido capaz de sobrevivir tanto afuera como en las profundidades, o se ha producido el desplazamiento y ahora los seres extraños son aquellos, los que caminan en la superficie. A lo mejor, el ciclo se ha cumplido y ya nadie los recuerda. De cualquier modo, intentaste confrontar los indicios detallados en el texto, pero no conseguiste nada: no lograste reconocer al Primero en ninguno de los conductores, pese a que siempre te ubicabas en el primer vagón, cerca del puesto de comando; tampoco descubriste nada sospechoso en las puertas adyacentes a la administración o en los kioscos, donde se supone tienen sus contactos. Quizás algunas llamadas telefónicas te parecieron semejantes a las descritas en el cuento (hombres y mujeres averiguando por la adecuada ración de alpiste para sus canarios), pero tampoco esto te condujo a nada. Y entonces comenzaste a jugar con la idea de ser el novel Primero, el fundador de una nueva generación, y viste en el hecho de ser extranjero un síntoma estimulante de tus fantasías. No era difícil seguir las instrucciones del libro; en realidad, te diste cuenta en poco tiempo de que no hay otra alternativa a ese modus vivendi imaginado por Cortázar, lo cual encaminó tu ficción hacia los abismos del horror. Así que dejaste de frecuentar también las estaciones del tren subterráneo y te refugiaste en el apartamento, último bastión de tus temores.

La chica parece inmutable y etérea, como un destello. Así, recostada, infame y vertiginosa, con su vestido de baño blanco y sus gafas para-el-sol, parece de pronto un maniquí de tienda. El aire húmedo la envuelve en hilos invisibles y la atrapa en una atmósfera brumosa, fantasmal. Los reflejos de la película de grasa con que protege su piel devuelven una imagen maravillosa, descaradamente intensa y provocadora: piernas voluptuosas, blancas y macizas; senos grandes, a punto de reventar dentro del corpiño que los sostienen; rostro equilibrado, serio, fatalmente hermoso, enmarcado por bucles rubios que descienden hasta sus hombros. Y un aura mágica, capaz de mantenerla inmóvil —cuerpo embalsamado— por horas, sin que por eso se agoten las lecturas de su cuerpo.

Avanzas de memoria: cinco cuadras desde Santafé hasta Arenales por Caning. Santafé te suena irremediablemente a Bogotá, a chocolate santafereño, a aguapanela con queso, a frío y lluvia, a fútbol, quizás también a tristeza, pero sobre todo a nostalgia y a dolor. Unos pasos más y llegas a Güemes, guamas, pepa´e´guama, refranes olvidados, otro código de comunicación que ahora te parece lejano, remoto, como si distancia fuera también tiempo, tiempo perdido como en Proust. En la esquina, un automóvil abandonado, testimonio de la decadencia porteña. Te imaginas enseguida un escarabajo viejo y moribundo incapaz de abrir su caparazón para dar paso a esas dos alas mágicas y misteriosas aptas para transportarlo a cortas o a largas distancias en caso de peligro. Pateas una llanta con el deseo de ver desmoronar el automóvil, pero sigue allí: aún le restan algunos meses. Nadie los retira, los has visto a diario, botados en las esquinas sin saber por qué, muriendo lentamente como mendigos, en la más triste agonía. Llegas a Charcas, churcas, todas las chicas son churcas, bellas, rubias, con un cabello ondulado y largo que te recuerda los retratos de Miguel Angel o de Rafael; así, virginales y a la vez tentadores; mujeres bellas e inabordables. Coronel Díaz, ¿héroe?, ¿presidente?, no sabrías informar a quién conmemora el nombre de esta calle, pero estás seguro de que en Bogotá no hay muchas avenidas con nombre militar. Ahora Paraguay y en la esquina el bar Varelita, donde has visto —testigo inadvertido— los jóvenes de Palermo Viejo reunidos en las tardes, desgranando sonrisas sobre la mesa y jugando al amor de colegiales; los has visto impotente, proscrito por sus reglas. Reduces el paso aún más, te detienes, sientes un temor crecido; una cuadra más y estarás en Arenales, darás vuelta a la derecha, buscarás el número 4480, sacarás la llave grande de la portería, abrirás, ingresarás al ascensor, en el tercer piso te detendrás, caminarás por el corredor hasta el fondo y estarás por fin en tu habitación.

Ahora se mueve, cambia de posición, gira con lentitud su cuerpo, como si temiese dejar la piel pegada a la lona del asiento. A pesar de la gravedad de la maniobra, el movimiento ocasiona la perturbación de su entorno, logra despedazar la quietud en sus pequeñas ondas, como sucede cuando se arroja una piedra a un estanque tranquilo. Así, boca-abajo, entregando su espalda a los débiles rayos del sol, la chica exhibe la forma definitiva de su cuerpo. Aunque enseguida retorna a la inmovilidad, su imagen parece circular, transportada por el empuje remanente de las olas. La silla, sin embargo, permanece bien anclada a las baldosas; es la sensación de movimiento causada por el estremecimiento de la tarde.

Recomponer —alguien lo hará después de ti—, un juego que has aprendido a fuerza de habitar tu ámbito, de convertirlo en asilo y trinchera de tus peores días. Te haces policía de recuerdos, te empeñas en rastrear claves de mensajes de otras presencias antecesoras a la tuya. Buscas indicios, pruebas de alguna catástrofe de amor, recoges los átomos dispersos de algún eco aún flotante. Así, con la sabia paciencia de un relojero, imaginas, armas, tejes la urdimbre, creas los personajes de la historia, averiguas, comparas o viajas atrás, a los orígenes, guiado por la foto amarillenta descubierta en un viejo libro, o el disco dedicado que alguien olvidó en la biblioteca o los sobres o cartas sin enviar. Quizás la flor seca, atrapada en las hojas de un periódico, te sirve para cerrar el ciclo de tus especulaciones. En corto tiempo logras reedificar las torres del pasado, y bajo su amparo te acomodas a convivir con esos brazos imprevistos del recuerdo.

Un día descubriste el registro de episodios, impreso en el envés de las puertas del armario y te inquietaste. Ahora sueles leer con morbosa frecuencia esas frases cortas, esos nombres indecisos, esas fechas recientes o lejanas que conforman un collage de tiempo y de ternura en tu memoria. Reconoces en él la prueba irrefutable de una condición humana, demasiado humana, con anhelos de trascendencia. Puntos dispersos de la misma curva: la del terror ante la muerte silenciosa. La misma ansiedad que llevó al hombre de las cavernas a inventar la escritura, deduces, es esta, ancestral y primaria, la del hombre moderno por registrar su paso. No importa el resultado, en realidad jamás se confronta, importa el hecho y tú lo sabes mejor que nadie. Quizás por eso has sucumbido a la tentación y también has escrito un grafiti sobre el singular muro: “colombiano vuelto mierda julio/86”. Seguro que alguien inquieto lo descifrará después.

La luz comienza a parpadear, el sol agoniza. La imagen pierde la nitidez del principio. Se aprecian ahora los rasgos gruesos de un gran agua-tinta. Los cachivaches se han convertido en sombras sin aliento, el balón es un punto flojo y la silla parece un saltamontes entristecido. La chica, sin embargo, se ve clara como una mañana de primavera. Todo en ella se distingue con extraordinaria precisión. Ahora, derramada sobre un claro-oscuro digno de cualquier pintor flamenco, parece desbordar el ámbito de sus reflejos. Los cachivaches se desmoronan, el balón desaparece por el desagüe, la silla se desploma, las baldosas se hunden y la mujer flota, sostenida por los artificios de la noche.

Ya casi llegas; piensas en tus vecinos. A veces, de mejor ánimo, has dejado entreabierta la puerta o has corrido alguna ventana para permitir el ingreso a los ecos del pasillo; entonces escuchas los pasos del elevador, uno, dos, tres, cuatro, no, ocho, siete, seis, cinco, no. Adivinas el momento en que se detendrá en el tercero, de la misma forma como se reconoce a una persona por sus pisadas. Una puerta, la otra, y aguzas el oído. La señora del dieciséis de vuelta ya de sus correrías con su mascota: una insignificante perra pekinés, y entonces recuerdas la noche aquella cuando, a pesar de tu discreción, el animal te atacó confundiéndote con el remedio para tu celo. No olvidas el asco, la repulsión, la náusea y ese irrefrenable impulso por patearlo, detectado una fracción de segundo antes de la ejecución. No irá usted a golpear al animal, señor, entendiste, y tú, no, no, un no evasivo con el que salvaste la situación. Desde entonces te cuidas y evitas al máximo el contacto con tu vecina más inquieta. Tal vez el hombre del catorce se acerca. Demasiado amigable, opinaste desde el primer día; demasiada confianza para con un extranjero. Encuentros muy frecuentes, sin horario ni causa, en apariencia fortuitos, pero sospechosos. Te sentiste perseguido y a la vez comprometido con su gentileza. Saludos, servicios, anuncios, comunicaciones, cartas, todas relaciones recibidas de su mano, una mano cada vez más atrevida, llena de insinuaciones y toques descuidados, hasta cuando lo encontraste sentado en la sala con botella de vino y la mesa dispuesta para dos y tuviste que sacarlo prácticamente a patadas, porque deseaba pasar la noche contigo; así de simple, quiero pasar la noche con vos y sentiste un derrumbe en el pecho y lloraste como un niño, un niño tú, hombre hecho y derecho, con treinta años encima, sollozando como una jovencita indignada, y cerraste la puerta con llave y te pusiste a escribir una carta, malograda al fin por la anticipación de una broma: la que harían tus amigos en Bogotá; ellos quizás habrían dicho, tu eres un pendejo, de lo que te pierdes por dártelas de macho y asunto concluido. Pero quizás no es tampoco el vecino del catorce, es el administrador que viene de nuevo recogiendo firmas. Cuántas habrás impreso en esos formularios de denuncia, cuántos memorandos y protestas, y tú siempre sí, sí, la manera más fácil de salir del paso. Tampoco; tal vez el portero. Seguramente para pedirte el televisor prestado; un partido de fútbol o de baloncesto o alguna presentación por el canal estatal; ya conoces todos sus pretextos. Solo te mueve el deseo de no perder el apartamento; prefieres la cesión de alguna de tus prerrogativas, el deterioro de tu intimidad, con tal de conservar tu bunker. Pero quizás nadie se acerca, escuchas los pasos de la nostalgia y te sientes solo…

Por ahora, simplemente esperas entrar a tiempo para ver a la chica. Cierras las puertas del montacargas y escuchas el ruido del motor…

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