Lecturas recomendadas

1. Desarrollo cerebral de la empatía

«Ponerse en el lugar de los demás, eso es la empatía. Y hacerlo tanto desde el mundo de las ideas, con lo que pensamos o tomando la perspectiva de otra persona, como desde el de las emociones, es decir, de cómo nos sentimos ante lo que les ocurre a los demás.»

Así es como comienza la introducción de mi libro La empatía, que ya he citado unas páginas atrás.

Ya sabemos, pues, qué es la empatía, y que se trata, por tanto, de una tendencia natural e inherente al ser humano. Pero surgen nuevas preguntas:

¿Cuándo aparece la empatía?

Emerge entre el segundo y el tercer año de vida. Es entonces cuando se produce la transición desde el estar centrado en la propia emoción a empezar a tomar conciencia de las de los demás. De hecho, incluso antes, ya durante el primer año, niños y niñas se sienten mal y tratan de consolar a otros cuando lloran, y algo más tarde, entre los catorce y los dieciocho meses, muestran conductas de ayuda de forma espontánea y sin esperar nada a cambio.

¿Es esto realmente la empatía?

En realidad, es en este periodo, entre los dos y los tres años, cuando comienzan a asentarse sus bases, pero es necesario un desarrollo cerebral para alcanzarla, de forma definitiva y en mayor o menor medida, en el periodo adulto.

¿Dónde se forma nuestra empatía?

La empatía, al igual que otros procesos cerebrales, depende de un completo sistema neural con diferentes áreas que interactúan entre sí, muchas de ellas ubicadas en la corteza cerebral y otras en partes más profundas del cerebro. Las primeras son más propias de nuestra especie debido a la evolución y al desarrollo de procesos mentales complejos como la abstracción y la conducta moral. Las más primitivas, que compartimos con muchas otras especies de animales, son la sede de las conductas motivadas y emocionales, como la agresión, la conducta sexual o la alimentaria.

En adolescentes hay un desajuste entre estas dos grandes regiones cerebrales, pues el desarrollo del sistema límbico (estructuras más primarias) se acelera al comenzar la pubertad, entre los diez y los doce años, y va madurando en los años siguientes.

Por su parte, el córtex prefrontal no llega a su máximo estado evolutivo hasta unos diez años más tarde, y es por eso por lo que los adolescentes son más proclives a implicarse en conductas arriesgadas, ya que no cuentan con un mecanismo de control de los actos impulsivos.

¿Cómo se forma la empatía?

En el desarrollo de la empatía se van produciendo distintos procesos de forma progresiva que van afectando a partes del cerebro concretas, con conexiones entre ellas cada vez más complejas. Como ya he comentado, las bases de la empatía aparecen a una edad muy temprana, pero su desarrollo se extenderá hasta el periodo adulto, momento en que se produce la maduración final del cerebro y de las conexiones cerebrales entre algunas de sus áreas.

Eso no quiere decir que no se pueda mejorar la empatía cuando el cerebro ha finalizado su periodo madurativo, nada más lejos de la realidad, porque la educación y el entrenamiento en empatía se pueden llevar a cabo a lo largo de toda la vida y las estrategias para mejorarla pueden practicarse en cualquier momento.

Tenemos la posibilidad de modificar nuestro cerebro y podemos así aprender a ser más empáticos, más allá de nuestra genética y de nuestra situación personal y social.

El componente emocional de la empatía y las «neuronas espejo»

El componente emocional de la empatía comienza a desarrollarse antes que el mental, basta solo con ver a los más pequeños leer las caras para comunicarse antes de tener desarrollado el lenguaje. Pensemos, por ejemplo, en cómo un bebé diferencia una cara familiar de otra que no lo es o cómo reconoce cuándo su cuidador está enfadado, tiene miedo o está contento. Recuerdo, por ejemplo, cómo mi hija menor, cuando era bebé, sonreía cuando le hacía un dibujo de una carita pese a que yo simplemente dibujaba un círculo en el que incluía dos puntitos para los ojos, otro para la nariz y una rayita curvilínea para la boca, a modo de sonrisa. Nos puede parecer asombroso que se puedan reconocer las emociones de modo tan precoz, pero entre los dos y los tres meses de edad se pueden ya imitar las expresiones de miedo, tristeza y sorpresa, lo que en parte es debido a las denominadas «neuronas espejo».

En los estudios con primates llevados a cabo en la Universidad de Parma en la década de 1990 se descubrió de forma casual que algunas de las neuronas que regulan el movimiento se activaban no solo cuando hacían algo, sino cuando observaban que otro primate lo hacía. Fue un hallazgo revolucionario que supuso una pieza clave en la comprensión del funcionamiento cerebral de la empatía. Dichas neuronas parecen funcionar ya a los seis meses de edad, por lo que la imitación de las emociones prepara al cerebro para que empatice más tarde a través de las interacciones sociales.

A modo de curiosidad, hay que indicar que, si bien cuando fueron descubiertas se les atribuyeron numerosas funciones, en la actualidad existe un debate en torno a cuál es exactamente su papel. A diferencia de los animales, es casi inviable analizar la actividad de neuronas aisladas en personas, pues las técnicas de neuroimagen actuales nos indican cómo se comportan grandes grupos de neuronas. Aunque hay bastante acuerdo en cuanto al rol de las neuronas espejo en el reconocimiento de las acciones en otros y su imitación, está en tela de juicio su implicación en otras funciones más complejas, como el lenguaje y la empatía. En cualquier caso, lo cierto es que ya a una edad muy temprana los bebés son capaces de percibir y responder a los estados afectivos de otros, lo que resulta fundamental para el aprendizaje social.

El componente mental de la empatía con el «contagio emocional»

Para que se produzca una verdadera comprensión empática no es suficiente con poder compartir los estados emocionales, se hace necesario que haya también un desarrollo de los componentes mentales que permitan tomar la perspectiva del otro. El contagio emocional, que haría referencia a este proceso, tiene lugar cuando hacemos nuestras las emociones de los demás, como, por ejemplo, cuando lloramos con un amigo que nos explica una experiencia dramática que está viviendo, lo que indica que nos estamos contagiando de su emoción.

Sin embargo, la empatía va más allá, porque supone ponerse en el lugar de la otra persona y comprenderla y acompañarla emocionalmente, pero sin sentir malestar o sufrimiento por ello. De hecho, algunas profesiones, como la educación, la docencia, la psicología, la medicina y la enfermería o el trabajo social, requieren, desde mi punto de vista, un alto grado de empatía. La diferencia es que contagiarse emocionalmente y sentir malestar puede suponer un gran sufrimiento, lo que, además, mermará nuestra capacidad para ofrecer ayuda o, en el peor de los casos, para evitar ese dolor, y puede fomentar la indiferencia y el distanciamiento respecto a quien sufre.

¿Cómo se adquiere la capacidad empática?

El proceso de adquisición de la capacidad empática se produce gradualmente, pues, conforme avanza el desarrollo, las inferencias emocionales contienen ya distintos tipos de información mucho más compleja, como el contexto en el que ocurre algo, la relación de lo acaecido con otros hechos o los objetivos o las creencias que se persiguen. Así, por ejemplo, una niña puede entender por qué su compañera siente rabia cuando otra le ha quitado su peluche o por qué su amigo experimenta una sensación de tristeza al despedirse de su papá.

Pero este proceso es más lento para las emociones sociales complejas como la vergüenza o el orgullo, por lo que se adquirirán en una etapa posterior del desarrollo. La toma de perspectiva permite entonces imaginarse o proyectarse en el lugar del otro para entender lo que está sintiendo, y sobre los cuatro años los niños pueden ya entender que la emoción que sienten otras personas sobre un hecho concreto (imaginemos, por ejemplo, la alegría de un amigo al recibir un regalo) depende de la percepción que se tiene de este y de los deseos y creencias que lo acompañan (la niña que se identifica con su amigo podría pensar, pongamos por caso, que es un día genial porque es su cumpleaños y es el protagonista de la fiesta, y que sus papás, que lo quieren mucho, le han hecho el regalo que tanto esperaba).

En este punto en concreto, los circuitos cerebrales que se activan son ya algo más complejos e incluyen de algún modo al córtex prefrontal en una red neuronal que está implicada tanto en el reconocimiento emocional como en la toma de perspectiva (con áreas cerebrales comunes y otras diferenciadas) y que continuará madurando hasta el final de la adolescencia y el principio de la edad adulta.

Empatía y regulación emocional

Otro aspecto importante para el desarrollo de la empatía es la regulación emocional, que incluye la capacidad para identificar las propias emociones de forma precisa, para asimilarlas y comprenderlas y, también, para manejarlas adecuadamente. Esto es importante porque, cuando los niños no regulan bien las emociones, las viven de forma negativa, lo que obstaculiza su adaptación social.

Imaginemos el caso de un niño de cinco años que siente ira intensa y descontrolada cuando su amiga va a su casa y saca sus juguetes para jugar. Esto hace que muestre su furia con gritos, llantos e incluso hostilidad manifiesta; no es capaz de asumir que su invitada está explorando sus juguetes igual que haría él si estuviese en otra casa con objetos que son una novedad. La falta de control puede llevar a que no supere el enfado e incluso le diga a su amiga que se vaya de su casa, lo que repercute negativamente en su relación y puede tener consecuencias en el futuro, ya que, aunque a esa edad no se manifieste conscientemente, las experiencias vividas crean una huella de memoria. Por supuesto, este ejemplo les puede haber ocurrido de forma aislada a todos los niños de esa edad, pero, cuando se convierte en una constante ante muchas situaciones en las que no se tolera la frustración, las repercusiones en la vivencia emocional propia y en las relaciones con los demás son notorias.

La correcta regulación, en cambio, pasa por un esfuerzo en el control emocional y, a su vez, incide en la preocupación y la sensibilidad hacia las necesidades de los demás.

Es decir: los niños con un adecuado manejo emocional, que controlan la habilidad de focalizar y cambiar la atención, tienen mayor capacidad para empatizar, con independencia de su propia emocionalidad. Eso se debe a que pueden modular las emociones negativas.

Sin embargo, quienes tienen dificultades para regular las emociones como la ira o la tristeza, sobre todo si son proclives a vivirlas de forma intensa, suelen presentar menor comprensión empática ante los demás y mayor malestar ante lo que les ocurre.

Regulación emocional y funciones ejecutivas

El desarrollo de la regulación emocional está estrechamente asociado al de las funciones ejecutivas, que son actividades mentales complejas que nos permiten organizar nuestro comportamiento de forma eficaz para adaptarnos al entorno y alcanzar así nuestras metas. Entre estas funciones cognitivas se encuentra, por ejemplo, la memoria de trabajo, que hace posible organizar y procesar la información en el periodo temporal inmediato; la planificación o capacidad de planificar objetivos y desarrollar planes para lograrlos considerando las posibles consecuencias; la flexibilidad cognitiva o capacidad de adaptarnos a las circunstancias cambiantes del entorno, y la toma de decisiones o proceso que nos permite realizar una elección entre varias alternativas en función de nuestras necesidades, los posibles resultados derivados de estas y sus consecuencias.

Las funciones ejecutivas, como se ve, son básicas para adaptarnos al entorno y conseguir nuestras metas. Así, por ejemplo, cuando nos levantamos pensando en lo que tenemos que hacer a lo largo del día, podemos ir cambiando los planes en función de lo que va ocurriendo, incorporar alguna nueva tarea o modificar las que pensábamos realizar.

Pero, además, la capacidad de regular las emociones está vinculada a la de atribuir pensamientos, ideas y juicios a otros, o metacognición, palabra muy utilizada en psicología. Gracias a la metacognición podemos anticipar el propio comportamiento y el de los demás mediante la percepción de sus emociones y actitudes y formular hipótesis sobre cómo actuarán en el futuro.

Volviendo a los niños, estos aprenden a regular sus emociones cuando mejoran su metacognición y maduran las estructuras cerebrales que están en la base de la memoria de trabajo y del control inhibitorio. Las bases cerebrales de la regulación emocional incluyen el córtex prefrontal y el córtex cingulado anterior, ambos básicos para la empatía.

La maduración de estas partes del cerebro permite, de hecho, que los niños utilicen el lenguaje para poder autorregular sus sentimientos, si bien en realidad diferentes partes del cerebro estarán implicadas en la empatía en diversas etapas del desarrollo.

Con la maduración se utilizan más estructuras de control para regular las emociones y no tanto otras más básicas. Así, cuando estamos enfadados por algo que nos ha ocurrido, se activa la amígdala, en la que se ubica la expresión primaria y sin filtro de aquello que sentimos, pero podemos expresarla o no en función del control inhibitorio ejercido por el córtex prefrontal.


Quizás el paso final en el desarrollo de la empatía se alcanza cuando somos capaces de entender la perspectiva del otro y, además, ponernos emocionalmente en su lugar. Se trata, como ya he explicado, de la preocupación empática: no sentimos malestar emocional al no contagiarnos de las emociones, pero las comprendemos, las respetamos y mostramos nuestra preocupación. Yendo más lejos, podemos intentar emprender alguna acción para sacar al otro de su sufrimiento, es decir, mostrar un comportamiento de ayuda más allá de lo que experimentemos.

Podríamos concluir entonces que la empatía va madurando progresivamente con el desarrollo del cerebro, desde la infancia hasta el periodo adulto. En su adquisición gradual se van consolidando los procesos de identificación, comprensión y regulación emocional, comprensión empática y sensibilidad ante el sufrimiento ajeno. Esta es necesaria para adaptarse al mundo social y manejarse en él y es clave para construir una sociedad más respetuosa y solidaria y, por ende, menos violenta.

2. ¿Genética de la empatía?

La sospecha de que los factores biológicos, y en concreto los genes, podrían desempeñar algún papel en el desarrollo de la empatía se ha basado en investigaciones que mostraban que algunas personas son más empáticas que otras y en que, en general, las mujeres lo son más que los hombres en todas las sociedades y culturas. Sin embargo, estas apreciaciones son muy generales y podrían ser explicadas desde otros factores, como la socialización o las diferencias hormonales. En la actualidad, el aumento de los estudios de genética molecular, centrada en el efecto de genes concretos, y de genética de la conducta, que utiliza diversos métodos de análisis para ver el efecto de los genes y el ambiente, revela cada vez más datos que asientan la existencia de un componente genético en el desarrollo de la empatía.

Si bien es cierto que la variabilidad genética que heredamos desempeña un papel fundamental en la diversidad de conexiones y funciones del cerebro, también lo es que gemelos idénticos criados en el mismo ambiente pueden mostrar un funcionamiento cerebral notablemente diferente.

Precisamente, uno de los métodos más utilizados para analizar el peso de los genes en un aspecto concreto, como, por ejemplo, la empatía, consiste en la comparación de gemelos monocigóticos o idénticos, que comparten todos sus genes, con gemelos dicigóticos o mellizos, que comparten, al igual que los hermanos no gemelos, la mitad, pero que tienen en común que el proceso de gestación es el mismo, lo que hace que la comparación sea más válida (veremos más adelante la importancia de lo que ocurre durante la gestación en el desarrollo cerebral de los niños).

La concordancia se calcula como el porcentaje en que ambos gemelos o mellizos comparten un rasgo determinado, ya que en los casos en que esta sea mayor en los primeros se podrá inferir que el peso de los genes es relevante. Para la empatía, los resultados demuestran que las influencias genéticas obtenidas al analizar a gemelos son mínimas entre los catorce y los veinte meses de edad, aunque aumentan entre los dos y los tres años.

¿Cómo de importantes son entonces los genes para el desarrollo de la empatía?

El síndrome de Williams, causado por una alteración genética, apuntaría hacia una alta influencia de los genes en el desarrollo de la empatía, pues quienes lo padecen muestran mucha calidez y apertura hacia los demás junto a una gran empatía que hace que sean los primeros en ofrecer ayuda cuando ven el sufrimiento ajeno.

Sin embargo, otras investigaciones sugieren que se trataría más de un peso relativo, incluso muy limitado, en comparación con la influencia del ambiente. Los genes predicen, tanto en el cerebro infantil como en el adulto, la forma en que actuarán las vías cerebrales por las que circulan los neurotransmisores o sustancias químicas, los cuales comunican unas neuronas con otras y son los responsables de nuestros pensamientos, emociones y conductas. Por ello, los niños con una variante genética concreta pueden tener mayor predisposición a mostrar comportamientos empáticos. En concreto, una de las piezas claves en la empatía es una sustancia llamada oxitocina, que también está implicada en la conducta social y en el establecimiento de los vínculos sociales, en la confianza, la cooperación, la percepción y el procesamiento de las expresiones faciales, la generosidad y el amor. Esto se debe a que una determinada versión del receptor de la oxitocina (parte de la neurona a la que se acopla la sustancia y hace que se transmita el impulso nervioso) puede influir en que un niño muestre sensibilidad hacia otro o, por el contrario, en que haga caso omiso a su estado emocional.


En un estudio llevado a cabo en la Universidad de Oregón y publicado en 2011 se identificó un gen relacionado con la oxitocina que resultó estar implicado en la empatía. En dicho estudio, algunas personas describían un momento de sufrimiento en sus vidas mientras se grababan las expresiones y reacciones de sus parejas emocionales. Posteriormente, otras personas que no conocían a las que habían sido grabadas opinaban sobre la amabilidad, la sensibilidad y la confianza que les habían transmitido. Los resultados mostraron que las personas identificadas como más empáticas tenían una variación concreta del gen relacionado con la oxitocina. Estos hallazgos dieron las primeras pistas sobre la posible existencia de una base genética de la empatía, aunque no dejaba claro hasta qué punto esta base genética tenía un peso relevante.


Más tarde, en 2015, se realizó otra investigación en diversas universidades que fue más allá, al proponerse analizar si los dos diferentes componentes de la empatía, el cognitivo, que hace referencia a la capacidad de tomar la perspectiva mental de otras personas, y el emocional, referido a la capacidad de comprender las emociones y ponerse en el lugar de la persona que las está sintiendo, podían tener como base vías neurogenéticas diferentes. Los resultados de este estudio, en efecto, permitieron hilar más fino, ya que la empatía emocional fue relacionada con genes de la oxitocina, mientras que la cognitiva, con genes de la arginina vasopresina, sustancia también implicada en la emoción del miedo.

Ambas sustancias están involucradas en las interacciones sociales, pero la especificidad de estos hallazgos tiene una espectacular repercusión. Intentaré explicarlo con detalle: no podemos olvidar que hay personas con una alta empatía cognitiva que carecen de la emocional. Es lo que ocurre con las personas manipuladoras y que, llevado al extremo, se observa en los psicópatas, que toman la perspectiva del otro para manipularlo y utilizarlo al intentar conseguir sus objetivos, pero sin ningún tipo de acercamiento afectivo o preocupación por su estado emocional. Los psicópatas, de hecho, pueden llegar a ansiar la empatía emocional, pero son incapaces de sentirla, y el hecho de que los sistemas de neurotransmisión implicados en ambos componentes de la empatía sean diferentes refuerza esta idea y apunta hacia la formación de las vías de la oxitocina como la clave para el desarrollo de la empatía emocional.

Además, las partes del cerebro que regulan estos dos tipos de empatía son también diferentes: la cognitiva se relaciona fundamentalmente con la corteza cerebral, en concreto, con el córtex prefrontal, los lóbulos temporales y las áreas de transición de estos con los parietales. Por su parte, la emocional está más vinculada al córtex cingulado anterior y a la ínsula, estructura ubicada en la parte posterior de la unión entre el lóbulo frontal y el parietal.


Más recientemente, en 2018, se publicó un estudio de gran envergadura en el que se contó con la participación de casi cuarenta y siete mil personas y que arroja nueva luz sobre el peso de los genes en la empatía al situarlos en torno al diez por ciento de influencia. Además, revela que el hecho de que las mujeres sean más empáticas no sería debido a algo inscrito en nuestros genes, sino a los efectos de las hormonas a nivel prenatal —que preparan a nuestro cerebro para comportarse de un modo concreto— y, sobre todo, a la socialización.

Este estudio demuestra que la genética tiene un peso relativo en la empatía, pero lo que desde mi punto de vista es mucho más importante es el hecho de que la socialización, que incluye la educación, tiene un papel clave en su desarrollo.

El que la socialización resulte tan fundamental en relación con la empatía abre grandes posibilidades para actuar en las escuelas y en los centros educativos desde la primera infancia, pero, a la vez, nos hace preguntarnos en qué estamos fracasando, porque la realidad es que vivimos en una sociedad que no destaca por su alta empatía, sino más bien por todo lo contrario.

En nuestro descargo, podemos decir que es cierto que, en comparación con otras épocas históricas, algunas de las sociedades actuales son más empáticas y menos violentas y que las personas tienen mayores protecciones, seguridad y derechos. Pero, aun así, ¿por qué, si la educación tiene un papel tan importante, nos falta todavía tanto por hacer?

Tal vez ha llegado el momento de plantearnos los modelos educativos seguidos hasta ahora y empezar a pensar en una educación en empatía como la clave para un futuro en el que las sociedades sean más respetuosas, solidarias, cooperativas y altruistas.