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© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 419 - febrero 2020

 

© 2008 Chez Hardy LLC.

Legado de amor

Título original: The Chef’s Choice

 

© 2007 Stella Bagwell

Amor traidor

Título original: The Rancher’s Request

Publicadas originalmente por Silhouette® Books

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-949-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Legado de amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Amor traidor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

QUÉ ME ocupe de la recepción? ¿Yo? –Cady McBain alzó la vista de donde plantaba una col rizada para mirar a su madre con expresión atribulada.

–Sólo durante unas pocas horas. Hasta que tu padre y yo volvamos de Portland –añadió con rapidez Amanda McBain.

Cady casi sonrió. Hacía cuatro generaciones que los McBain dirigían la Casa de Huéspedes Compass Rose. Para sus padres, incluso para su hermano y su hermana antes de que se hubieran mudado, atender a los huéspedes en la posada de Maine era algo inerente a ellos, algo que no requería esfuerzo.

Para ella, por lo general representaba un tormento.

Si le pedían que podara un seto o plantara una flor, lo hacía con gusto. Mantenía los jardines del Compass Rose impecables, desde los lechos florales y los árboles hasta el césped posterior verde esmeralda que bajaba hacia las aguas serenas del diminuto Grace Harbor. Entendía a las plantas, resultaban predecibles.

Todo lo opuesto que las personas.

No es que no lo intentara. Pero, de algún modo, siempre terminaba por decir o hacer algo mal.

–¿Dónde está Lynne? –preguntó, pensando en la mujer vivaz y eficiente que trabajaba como recepcionista.

–Ha llamado diciendo que se sentía indispuesta y no podemos cambiar la cita de tu padre.

–¿Papá no fue al médico la semana pasada? –se incorporó, limpiándose la tierra de las manos.

–Sí, pero el doctor Belt quería hacerle algunas pruebas.

–¿Pruebas? –frunció el ceño–. ¿Qué clase de pruebas?

–Lo descubrirás cuando cumplas los cincuenta –comentó Ian McBain al acercarse por detrás de ellas–. Baste decir que ya nunca mirarás el zumo de frutas de la misma manera. En cualquier caso, todo es una pérdida de tiempo. Estoy sano como un caballo.

–Y queremos que sigas así –Cady le alisó el pelo allí donde la brisa de la mañana se lo había desarreglado–. Ve a tu cita.

–Espero que no altere demasiado tu agenda –comentó su madre.

Cady se encogió de hombros.

–Pensaba trabajar aquí todo el día, o sea que podré vigilar la posada –no comentó que había pensado pasar medio día en el luminoso invernadero que había montado en la primavera en la parte de atrás de la propiedad, donde las plantas que cultivaba para su incipiente negocio de paisajista comenzaban a asomar su tallo por encima de la tierra.

Ian miró a Cady y luego a Amanda.

–¿Vas a dejarla a ella a cargo de todo?

Su mujer enarcó una ceja.

–¿Tienes una idea mejor?

–¿Cancelar mi cita? –aportó esperanzado.

–Buen intento –se volvió hacia la casa.

–No vas a espantar a nuestros huéspedes, ¿verdad? –Ian miró a su hija con cierta inquietud–. La verdad es que necesitamos ingresar algo de dinero. Ese tejado no se pagará solo.

–Déjamelo a mí, papá –lo tranquilizó–. Yo me ocuparé de todo.

–¿Por qué me pongo nervioso cuando dices eso? –preguntó, pero le pasó un brazo por los hombros mientras subían los escalones hacia la terraza posterior de la posada.

La Casa de Huéspedes Compass Rose había sido construida en 1911 para proporcionarle alojamiento a la clientela del negocio principal de su tatarabuelo, el puerto deportivo contiguo. Durante cuatro generaciones, la amplia posada de madera blanca se había alzado a la orilla de Grace Harbor. Hacía tiempo que el estilo neocolonial original había quedado oculto por casi un siglo de anexos. En ese momento el edificio se extendía en todas las direcciones, elevándose dos plantas hasta un tejado adornado por ventanas abuhardilladas y una chimenea de ladrillo rojo. Circundado por un amplio porche y suavizado por rododendros de la altura de un hombre, lograba exhibir calidez, hospitalidad y bienvenida.

Unos veleros blancos aún se mecían en los embarcaderos del puerto deportivo de Grace Harbor, pero en esos días el propietario era su tío, Lenny, y quien lo dirigía era Tucker, su primo. Vio a éste en los muelles, moreno y desgarbado, y alzó un brazo para responder al saludo que le dedicó antes de que entraran en la posada.

–Ahora sólo tenemos tres habitaciones ocupadas –le informó Amanda, cruzando el vestíbulo hacia la puerta de dos paneles que servía como recepción de la posada–. Seis huéspedes.

Cady no pasó por alto el ceño fugaz en el rostro de su padre. A comienzos de mayo, faltaban seis semanas para el comienzo de la temporada turística de Maine, y aun así deberían haber tenido el doble de ocupación. Y con el tejado nuevo, sus padres necesitaban cada dólar que pudieran obtener.

El sonido de cucharas en la porcelana hizo que Cady mirara vestíbulo abajo hacia la sala.

–¿Y el desayuno? ¿Cómo va?

–Acaba de empezar –repuso Amanda–. Una pareja está comiendo, los demás siguen en sus habitaciones. Aunque todo se encuentra preparado. Lo único que debes hacer es estar atenta y reponer lo que haga falta. Luego recoge y déjalo bonito. Ya conoces la rutina.

–Desde los últimos veintisiete años –convino Cady.

–Son un grupo bastante tranquilo –continuó su madre, sin hacerle caso–. Con un poco de suerte, no tendrás que hacer nada durante nuestra ausencia.

El bufido de Ian pareció una risa contenida. Era una posada y Cady sabía que a menos que estuviera vacía, y a veces ni siquiera así, las cosas jamás estaban tranquilas.

–¿Se espera la llegada de alguien hoy? –preguntó.

–Un huésped. Pero no hasta después de que hayamos vuelto.

–Por las dudas, ¿dónde está su reserva?

–El papeleo y las llaves están aquí –Amanda abrió la puerta de vaivén y entró en el pequeño despacho y cocina americana que había detrás para sacar un sobre de una bandeja de mimbre–. Aunque no deberías tener que recibirlo.

–Dios no lo quiera –musitó Ian.

Amanda le dio con el codo.

–Calla. Lo hará bien. ¿Verdad, Cady?

–Seré toda amabilidad –prometió con ironía–. Y ahora marchaos o vais a encontraros con mucho tráfico.

Los siguió al exterior y los observó ir al aparcamiento, tomados de la mano como siempre. Desde niña, las dos constantes en su vida habían sido la posada y el sereno amor que se profesaban sus padres. Durante un momento, sintió un poco de melancolía. Siempre había dado por hecho que algún día encontraría un amor similar, al menos hasta llegar al instituto y descubrir que a los chicos les gustaban las rubias curvilíneas y con sonrisa de anuncio y no las chicas pelirrojas y testarudas con opiniones bien definidas.

Para bien o para mal, era quien era. El día que había descartado la búsqueda de un romance con un seductor atractivo había sido el día en que finalmente había empezado a sentirse cómoda en su propia piel. Y con veintisiete años no pensaba cambiar por nadie.

Se lavó las manos y se puso un mandil. Aunque el Compass Rose tenía un comedor separado, los desayunos siempre se habían servido en la sala del edificio principal. Y a pesar de que el restaurante empleaba a media docena de cocineros, la responsabilidad del desayuno siempre había recaído en Amanda e Ian y en el personal de la recepción.

Y ese día en particular era ella quien estaba en la recepción.

Suspiró. No es que no pudiera ser cortés. Era que tenía opiniones arraigadas. Y quizá su paciencia era un poco tenue.

Movió la cabeza, plasmó una sonrisa firme en su cara y entró en la sala para comenzar a rellenar las cafeteras, el agua caliente, los bollos y la fruta. Había llegado otra pareja de huéspedes que comía con fruición. Quizá demasiada, ya que notó que la jarra con el zumo de naranja se hallaba casi vacía. Por desgracia, lo mismo sucedía con el bidón de plástico en la parte de atrás de la despensa.

Aún faltaba una hora de desayuno, un par de huéspedes por llegar y ella se quedaba sin zumo. Recogió el bidón y salió por la puerta.

El aire olía a mar y a los pinos que crecían en torno al restaurante de cedro. Entró casi con andar furtivo por la puerta de atrás, atravesó la despensa y la zona del fregadero de platos rumbo a la nevera empotrada. Sólo sacaría un poco de zumo, el suficiente para rellenar unas copas.

–No se te ocurra ensuciar mi suelo limpio –dijo una voz.

Cady se sobresaltó y miró con expresión culpable a través de la puerta hacia la cocina.

–Roman, ¿qué haces aquí?

–Escribir mis memorias –el joven chef de piel cetrina alzó la vista de donde picaba cebollas–. Aquí no hay nada para comer. Si buscas comida, vete a la sala donde se da el desayuno.

–Vengo de allí. Estoy de servicio en la recepción.

La miró fijamente.

–¿Tú?

Cady puso los ojos en blanco.

–Sí, yo. Lynne está enferma y mamá y papá han tenido que salir esta mañana. Yo les echo una mano. Puedo hacerlo, ¿sabes?

–Tus padres deberían contratar más personal –moviendo la cabeza, continuó picando.

–Según tengo entendido, eres tú quien necesita más ayuda –replicó, yendo hacia el pequeño pasillo que conducía hacia la nevera empotrada.

El primer chef del restaurante, Nathan Eberhardt, se había marchado hacía tres semanas para ascender en su carrera, dejando a Roman a cargo de todo en su lugar. Así como éste era un cocinero de talento y un trabajador infatigable, apenas tenía veintitrés años. Carecía de experiencia suficiente para ponerse a dirigir de repente la complicada tarea de una cocina.

A su favor había que reconocer que eso no lo había detenido. Había salido adelante, a cambio de vivir prácticamente en el restaurante.

–Tienes ayudantes a tu disposición –dijo por encima del hombro–. Tú diriges el restaurante, Roman. Delega. Eso o te vas a ahogar en él.

–La última vez que lo comprobé, seguía respirando –gruñó–. Además, podría… aguarda un momento, ¿qué es ese ruido? –se asomó–. ¿Qué diablos crees que estás haciendo?

–Llevarme un poco de zumo de naranja para el desayuno –con rapidez se alejó del frío refrigerador.

–Oh, no, ni lo sueñes. Consigue el tuyo.

–No es para mí, es para el bufé del desayuno. Vamos, sólo es un poco de zumo –comentó.

–Tengo diez kilos de salmón que marinar. No puedes llevarte nada de zumo –sacudió el cuchillo.

–Ayer te traje tomates –protestó ella.

–No pienses que eso te va a sacar del apuro.

Para ser un chico grande, se movía deprisa.

Por suerte, ella era pequeña y se movía con más celeridad.

Lo oyó gruñir algo, pero vio su sonrisa antes de escapar por la puerta.

 

 

Tuvo que reconocer que estando en la recepción el tiempo volaba. Había parpadeado una vez, quizá dos, y vio que ya era la una del mediodía. Desde luego, el tiempo pasaba de forma especial cuando saltabas de crisis en crisis.

Daba la impresión de que cada vez que la puerta se abría, entraba otra persona con un problema o una pregunta urgente para ella. Como siempre, participar un poco en la vida de sus padres no hacía más que aumentar el respeto que le inspiraban. Roman tenía razón; necesitaban más personal, pudieran o no permitírselo. Unas pocas horas en la rutina de ellos y ya se sentía extenuada.

Había lavado platos del desayuno, doblado cubrecamas y sábanas en la lavandería, pasado el aspirador por el vestíbulo, horneado bollos para el té de la tarde. Sonriendo, siempre sonriendo, incluso con el cliente que había atascado el inodoro tirando de la cisterna para arrastrar una toallita para la cara.

Una toalla.

Mientras iba al despacho que había detrás de la recepción para llamar al fontanero, por enésima vez se preguntó qué le pasaba a la gente en los hoteles. Hacían cosas que jamás realizarían en su casa. ¿Qué clase de idiota tiraría una toalla por un inodoro? Lo que representaba una factura más que mermaría el presupuesto de la posada, ya casi acabado.

Como su paciencia.

La campanilla de la puerta volvió a sonar y se encogió para sus adentros.

–¿Hay alguien en casa?

La voz de un hombre atravesó la puerta de vaivén. Cady pudo oír el sonido de sus botas por el suelo del vestíbulo. No era nadie del personal. Tampoco parecía la de ninguno de los clientes que había reunido para que se fueran de compras a Freeport o Kennebunkport, lo que probablemente significaba que era la reserva que esperaban ese día. Lo que le faltaba. El hecho de que las entradas se realizaran a partir de las tres de la tarde jamás impedía que los huéspedes aparecieran una o dos horas antes y jovialmente esperaran que los llevaran a las habitaciones.

–¿Hola?

–Un momento –conteniendo el impulso de ser cortante, fue hacia la entrada–. ¿Qué…?

Y la voz se le ahogó en la garganta.

El rostro de ese hombre era el de un libertino del siglo XVI. Fina y angular, con pómulos marcados, era una cara que conocía el placer.

Las cejas oscuras y rectas hacían juego con el pelo ondulado que le caía hasta los hombros. Esa mañana no se había molestado en afeitarse y la sombra de la barba atraía la atención sobre la línea de la mandíbula y el mentón fuerte y le enmarcaba la boca.

Esa boca.

Pura tentación y diablura, fascinación y promesa. Era la clase de boca que ofrecía risas y una invitación a la decadencia.

Y a unos deliciosos y prolongados besos.

Un rubor súbito subió por su cara. Fue consciente de que lo miraba como una idiota.

«Contrólate, Cady».

Carraspeó.

–Bienvenido al Compass Rose. ¿Ha venido a registrarse?

–Más o menos. Busco a Amanda e Ian McBain.

–Me temo que no se encuentran en este momento. Aunque yo estaré encantada de atenderlo.

La comisura de sus labios se elevó un poco.

–Suerte que tengo.

Lo dijo con la naturalidad de un hombre que convertía en gelatina a cada mujer que conocía, cuya segunda naturaleza era el arte de la seducción. Cady entrecerró los ojos. No sentía mucha simpatía por los hombres atractivos en general y no estaba de humor para que la sedujeran, no después de la mañana que había tenido.

–Lo más probable es que su habitación no esté lista tan temprano, pero lo comprobaré con la gobernanta. Mientras tanto, aquí tiene los papeles para rellenar. Es Donnelly, ¿verdad? ¿Scott Donnelly?

–Hurst –corrigió él–. Damon Hurst.

–Bienvenido a la Casa de Huéspedes Compass Rose, señor… –calló y lo miró aturdida–. ¿Damon Hurst? –repitió–. ¿Ese Damon Hurst?

–El mismo.

Lo vio en ese momento… los pómulos famosos, el cabello del Renacimiento, la cara que había agraciado cientos de revistas.

Y mil historias sensacionalistas acerca de su media década de infamia.

Damon Hurts, el enfant terrible del Canal de Cocina, la estrella carismática que había lanzado a la cadena nueva contra su acérrima enemiga antes de apagarse el año anterior. Más conocido por su vida personal barroca y su volátil personaje que por su cocina innegablemente brillante, había sido tema de especulación, rumores, envidias e historias demasiado descabelladas como para poder creerse.

Salvo que eran ciertas.

Cady se aclaró la garganta.

–Sí, bueno, bienvenido al Compass Rose, señor Hurst –dijo–. Tardaremos un poco en preparar una habitación. Si es tan amable de rellenar la inscripción, por favor –depositó el papel sobre el pequeño mostrador que coronaba la mitad inferior de la puerta.

–No voy a registrarme.

Cady frunció el ceño.

–No estoy segura de entenderlo.

–El restaurante.

–Ah. Comprendo –no se había dado cuenta de que el Sextante, el restaurante del hotel, tuviera una reputación que llegara hasta Manhattan. Aunque con su programa cancelado y las puertas de su restaurante cerradas, quizá Damon Hurst tuviera poco más que hacer que recorrer oscuros locales de Maine. Logró esbozar una pequeña sonrisa–. El Sextante está del otro lado del aparcamiento. Creo que aún sirven el almuerzo.

–Tampoco he venido a comer –indicó.

Cady comprendió que se reía de ella y sintió que el rostro se le encendía.

–Si espera que le hagan un recorrido del restaurante, me temo que no ha tenido suerte –expuso con sequedad–. En este momento andamos cortos de personal y dudo mucho de que nuestro chef tenga algún interés en que dé vueltas por su cocina.

–Ahora es mi cocina –corrigió Hurst–. Supongo que no se ha enterado. Soy el nuevo chef.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ESTABA acostumbrado a surtir un fuerte efecto sobre las mujeres. Atracción, excitación, celos, ira.

Rara vez horror.

–¿Nuestro nuevo chef? –lo miró consternada.

«Como si fuera un experto en frituras de un tugurio costero», pensó Damon irritado.

–El nuevo chef del restaurante –corrigió él. Y otra vez trató de no preguntarse qué diablos estaba haciendo.

«¿Quieres volver a poner tu vida en marcha?», le había preguntado su mentor, el legendario chef Paul Descour, mientras tomaban un oporto en el restaurante señero que éste tenía en Manhattan, el Lyon. «Empieza de nuevo. Aléjate de aquí. Encuentra un buen restaurante con espacio para crecer y conviértelo en algo. Recuérdate a ti mismo que todavía eres un chef, y no un…» Había agitado la mano en el aire en señal de disgusto y negación.

¿De qué? ¿Cabeza de un programa de cocina con la máxima audiencia durante cuatro años seguidos? ¿Escritor de un bestseller de cocina? ¿Propietario de un restaurante con una estrella Michelin, el Pommes de Terre, considerado por el Times el mejor de Manhattan?

La voz en su cabeza le recordó que había sido un fusilamiento muy público. Un inversor del restaurante había abandonado esa estrella Michelin y lo había dejado colgado. El naufragio de una docena de amistades que era como una estela de escombros en su carrera. Las cien relaciones inútiles que habían sido pobres sustitutos.

Y la mañana que había despertado y se había mirado en el espejo, sabiendo que debía haber algo más.

–¿Es nuestro nuevo chef? –repitió con incredulidad la pelirroja vivaz que tenía ante sí–. No me lo creo. Éste es un negocio familiar. No imagino que hicieran algo tan… tan…

–¿Tan? –instó, mostrando su irritación. Le sacaba más de una cabeza, pero ella le devolvió la mirada sin ceder ni un centímetro, observándolo sin ninguna intimidación y desafiándolo a justificarse.

Pero no necesitaba justificarse ante nadie.

Descour y sus grandes ideas. Nathan Eberhardt, el nuevo chef adjunto del Lyon, había dejado el Sextante sin un chef principal. Paul le había dicho que era la oportunidad perfecta. Claro. Enterrarse en un rincón perdido del mundo.

«Encuentra un buen restaurante con espacio para crecer y conviértelo en algo».

–Escucha, lo creas o no, es así –soltó–. Probablemente se olvidaron de contártelo –«o ni se molestaron en hacerlo», pensó, catalogándola a primera vista como una agitadora.

–Créeme, no se olvidaron –en sus ojos se asomó una oleada de vehemencia–. A ver si lo tengo claro. ¿Eres el sustituto de Nathan?

–Eso parece –convino–. ¿Y tú eres…?

–Cady McBain. Amanda e Ian son mis padres.

–Ah –enarcó las cejas.

–¿Y eso qué se supone que significa?

–Supongo que olvidaron consultártelo.

–No creo que eso sea asunto tuyo.

–Puede que no –aceptó–, pero a ti te está molestando.

–¿Lo sabe Roman? –lo miró ceñuda.

–¿Quién es Roman?

–¿No conoces a Roman? ¿El ayudante de chef?

–Oh, claro –se encogió de hombros–. Aún no he conocido a nadie del personal. Estaba en Nueva York –no era asunto de ella que hubiera aceptado el trabajo sin ver el restaurante y que se sintiera contento de conseguirlo. No había sido precisamente un idiota con el dinero que había ganado. Al menos no con todo. El problema era que no se podía comer un loft en TriBeCa o un sofá Le Corbusier. Por una cuestión de imagen, había tardado unos días en aceptar la oferta telefónica de los McBain, pero ya había comenzado a hacer los preparativos para marcharse por el tiempo que fuera necesario para conseguir regresar a la gran urbe.

Esos ojos almendrados lo miraron entrecerrados. Podía tener pestañas que algunas de sus amantes modelos habrían matado por poseer, pero no hicieron nada para suavizar la expresión.

–Escúchame, Roman Bennett es el cocinero más talentoso y trabajador que jamás conocerás. Se ha estado matando durante veinticuatro horas al día para mantener este sitio en marcha desde que Nathan se marchó. Hazle las cosas difíciles y responderás ante mí.

Él sonrió; no pudo evitarlo.

Los ojos de ella centellearon.

–No te rías de mí.

Hizo falta toda su fuerza de voluntad para no hacerlo. Ahí estaba, una cabeza más baja que él y lo amenazaba. Y al borrar la sonrisa de su cara, comprendió que iba muy en serio.

–No soy idiota –repuso él.

–Me disculparás si prefiero esperar y comprobarlo por mi misma.

El tono de su voz dolió. Se acercó un paso.

–¿Esperar y comprobar qué?

–Si estás a la altura de tu reputación.

Controlando su irritación, apoyó los codos en el mostrador para que los ojos y los labios quedaran a la misma altura.

–Menos mal que disponemos de mucho tiempo, entonces.

Durante un minuto, ninguno se movió. Y no pudo evitar preguntarse qué haría ella si se acercara un poco más y probara esa boca mientras se hallaba entreabierta y suave por la sorpresa.

Vio que en esos ojos de color caramelo se asomaba un atisbo de alarma.

Entonces ella retrocedió de golpe.

–Deja de jugar –espetó con tono agudo.

–Y tú deja de hacerte la dura.

–Yo no me hago nada.

–¿En serio? –observó el pulso de una vena en su garganta–. Esto podría ser interesante.

Justo en ese momento, detrás de él sonó una campanilla cuando se abrió la puerta.

–Hemos vuelto –anunció una voz.

Damon se volvió y vio que entraba una mujer con los ojos de Cady.

Casi pudo oír el suspiro de alivio de ésta.

–Ha sido divertido, pero ahí están mis padres. Creo que ya es hora de que al fin conozcas a tus jefes.

–Supongo que tienes razón –convino él–. Ya nos veremos.

–No si yo te veo primero.

 

 

–¿Os hacéis una idea de a quién habéis contratado? –miró a su padres a través de la cocina privada.

–Por supuesto –repuso Amanda con calidez, mirando por encima del hombro mientras tenía en la encimera pan y embutidos en lonchas–. ¿Quieres que también te prepare un sándwich?

–No, gracias –musitó.

–Puedes darme el de ella –indicó Ian entusiasmado–. No hay nada como ayunar un par de días para que uno aprecie los alimentos.

–Estáis cambiando de tema –indicó Cady, aunque un sándwich empezaba a parecerle estupendo después de haberse saltado el almuerzo–. ¿Por qué Damon Hurst de todos los cocineros cualificados que hay?

–Cocineros, puede; pero no chefs, y no tantos como podrías pensar. Al menos no que deseen trasladarse a Grace Harbor.

De acuerdo, un diminuto pueblo turístico, incluso situado a una hora de Portland, no era para todo el mundo.

–Pero tenía que haber alguien. ¿Por qué Hurst? ¿Por qué él de entre todos?

–Para empezar, lo contratamos porque nos lo recomendó Nathan –dijo su padre, acercándose un bol con patatas fritas.

Cady parpadeó.

–¿Nathan lo conoce?

–Bueno, el chef para el que Nathan trabaja ahora, sí. Él se lo dijo a Nathan y éste nos lo dijo a nosotros.

–Mencionó que ni siquiera había venido aquí. ¿Es que lo contratasteis sin entrevistarlo? –preguntó con incredulidad.

–Lo contratamos por recomendación. Hablamos varias veces con él por teléfono. Lo habíamos visto cocinar en El Desafío del Chef, donde tiene un historial ganador. ¿Qué más necesitábamos saber?

–No sé, ¿química? ¿Ver si congeniabais?

–¿Química? –repitió su padre divertido–. No queremos una cita, sólo un chef. No veo el problema. Él necesita un trabajo y puede darnos lo que nosotros necesitamos, que es visibilidad.

–O notoriedad.

–Ya sabes lo que dicen. No existe la mala publicidad –intervino Amanda con suavidad mientras depositaba los sándwiches en la mesa y se sentaba.

–Mamá, ya conoces las historias. Quiero decir, solía echar a los clientes de su restaurante, por el amor de Dios. Le puso un ojo morado a uno de sus cocineros. ¿Quieres que pase eso en el Sextante?

–Claro que no. Pero ha dicho que eso se ha acabado. Que quiere construir algo aquí.

–Claro, hasta que encuentre algo mayor y mejor y rescinda su contrato –reinó un silencio breve mientras sus padres de repente se interesaban demasiado en las servilletas–. Lo tenéis bajo contrato, ¿no? –preguntó con súbita consternación.

Ian la miró a los ojos.

–Lo pensamos, pero decidimos que lo mejor era no hacerlo. Un contrato es una espada de doble filo. De este modo, si no encaja, podemos separarnos.

–Entonces, ¿reconocéis que existe dicha posibilidad?

–Desde luego –admitió Ian con impaciencia–. Es un riesgo calculado.

–Estoy de acuerdo con lo de riesgo.

–Pase lo que pase, nos dará mucha publicidad. La gente conoce a Damon Hurst. Querrán saber por qué está aquí. Vendrán a ver si aún tiene la magia. Piensa en ello, hasta tú lo conoces, y apenas abres un periódico o ves la tele. Nuestra ocupación está muy baja. Lleva así los dos últimos años. Necesitamos la publicidad y ahora mismo no podemos permitirnos pagarla –alzó su sándwich–. Hurst es nuestra respuesta. Enviaremos unos cuantos comunicados de prensa y tal vez consigamos una o dos reseñas en los diarios o las revistas.

–Esa publicidad no te servirá de mucho si tus empleados y comensales empiezan a marcharse.

–Me parece improbable.

–No confío en él –Cady tomó una patata–. ¿Por qué un sujeto como él iba a venir a trabajar aquí? Conocéis las historias… sale con modelos y estrellas del pop. No imagino que Grace Harbor vaya a entusiasmarlo.

–Quizá ha crecido. Eso puede pasar –Amanda la miró con amabilidad.

–De acuerdo, de acuerdo, lo capto –gruñó su hija–. Pero debe estar costándoos una fortuna.

–No tanto como imaginarías. Lo hemos pescado en un buen momento. Y tiene grandes planes para el Sextante.

–Por ahora.

–Lo necesitamos, Cady –por una vez, no había humor en la voz de su padre–. Estamos metidos en un gran agujero. Necesitamos todo el empuje que nos pueda dar, y si no confías en él, más te vale esperar equivocarte y que Nathan y Descour tengan razón. Necesitamos que hagas todo lo que esté en tu mano para que esto funcione.

–Pero…

–No te pedimos que te cases con él, sólo que contengas tu lengua y seas cortés –replicó Ian, silenciándola momentáneamente–. Si no puedes hacer eso, entonces mantente alejada.

Cady los miró y suspiró.

–Por supuesto que ayudaré en lo que pueda. Creo que los dos estáis locos, pero si Damon Hurst es lo que queréis, es lo que recibiréis. Que Dios os ayude –añadió.

 

 

–¿Cuéntame otra vez por qué es algo malo el hecho de que un hombre estupendo que es un chef fabuloso y una celebridad trabaje en el restaurante de tus padres? –preguntó la mejor amiga de Cady de la infancia, Tania Martin, desde el otro extremo del sofá.

Cady frunció el ceño y se llevó a la boca un poco de pollo con sésamo de uno de los muchos recipientes de comida china que habían pedido y que había sobre la mesita de centro. Era su noche semanal de película y cotilleos.

Nadie habría dicho que eran amigas. A diferencia de la informal Cady, que prácticamente vestía vaqueros y camisetas, Tania se mantenía a la última con su cabello negro en punta, sus adornos de plata y sus uñas y labios de color escarlata, a veces azul. Se conocían desde segundo grado y se sentían tan próximas como hermanas.

–¿Que por qué Damon Hurst es algo malo? –repitió Cady, echando salsa de soja sobre su pollo–. Es irresponsable. Temperamental. Lo despidieron de su programa de televisión y de su restaurante por no ocuparse del negocio. Monta escenas. Y tú deberías saberlo, ya que fuiste quien me lo contó.

–Además de todo eso –Tania dio un mordisco a un rollito de primavera.

–Además… Tania, fue sorprendido haciéndole el amor a una de sus clientas… por el marido de la mujer. ¿Quieres contarme otra vez qué aportará de bueno su presencia aquí?

–De acuerdo, tiene algunos fallos –concedió su amiga–. En cualquier caso, esa historia de infidelidad es de hace años. Quizá ya haya dejado atrás todo eso.

–Que Dios nos ayude si te equivocas.

–Aparte de que espero que me lo presentes en cuanto te sea posible… ¿qué vas a hacer?

–No me quedan muchas alternativas. Mamá y papá parecen creer que es la respuesta a sus problemas.

–Y tú no estás de acuerdo. Sabes que sólo sientes prejuicios hacia él porque es atractivo.

–Los siento porque representa problemas. Es uno de esos tipos que cree que puede conseguir todo lo que quiere.

–¿Y puede? –preguntó Tania con curiosidad–. Vamos, ¿cómo es de verdad?

¿Cómo era?

–Un seductor nato. Sabe exactamente qué decir y cómo hacerlo. Tiene una forma de mirarte que incluso cuando estás lista para estrangularlo, te mantiene ahí de pie mirándolo como una idiota.

Tania se quedó muy quieta.

–¿Te refieres a alguien hipotético o a ti? –preguntó con cautela.

–¿Te parezco idiota?

–Por el momento, me abstengo de responder.

–Es tan engreído, que se considera un regalo de Dios y que puede convencerte de hacer exactamente lo que quiere –soltó Cady con frustración. Se levantó del sofá y se puso a caminar por la habitación.

Tania la miró.

–Te muestras demasiado vehemente por un hombre al que apenas conoces.

–Con él no hace falta mucho. Quiero decir, se inclina y se planta casi frente a mis propias narices adrede, ya que sabe que me está crispando. Y hace eso con los ojos…

–¿Qué hace con los ojos?

–Como si quisiera devorarte –respondió, acercándose a la ventana–. Como si fueras la única persona en el mundo. Y hace que quieras creerlo –resultaba irritante. Más que irritante, indignante.

–Volvamos a la parte de «devorarte» –ordenó Tania–. ¿Quieres decir que intentó besarte?

Cady se detuvo y volvió a dejarse caer en el sofá.

–Concédeme cierta personalidad, ¿quieres? Lo habría detenido antes de que hubiera llegado a pasar.

–¿Por qué?

¿Por qué? –repitió.

Tania comió una albóndiga.

–Si quieres conocer mi opinión, no te sentaría mal una sesión de besos. ¿Hace cuánto que diste o recibiste el último?

–Ya lo sabes –bebió un trago de su refresco–. Desde Ed Shaw.

Tania la miró fijamente.

–¿Ed Shaw no fue hace tres años? Cady, cariño, debes salir más.

–Quizá no quiero –replicó–. Para ti está bien. Eres preciosa y los chicos siempre han ido detrás de ti. Para mí no funciona de esa manera.

–Porque los espantas con esa lengua afilada.

–Tal vez quiera espantarlos. Tal vez no quiera todo eso –no quería sentir los nervios, la expectación, despreciaba la sensación de que de repente le importara que un chico llamara o no. Y carecer de control si lo hacía o no. En algún momento, se había vuelto más fácil y cómodo rechazar a los chicos.

–Creo que estás loca –diagnosticó Tania–. Quiero decir, ¿qué me dices de Denny Green o de Stan Blackman? Ya has tenido chicos interesados en ti.

–No los que yo quería que mostraran interés.

–Quizá porque elegías a los que no iban a hacerlo.

–¿Una profecía autorrealizable, señora Freud?

–Creo que no les has dado muchas oportunidades a los chicos en general. ¿Por qué no probar con Hurst?

–¿Te has vuelto loca? No, gracias.

–Sería interesante.

–Igual que saltar en paracaídas sin paracaídas, al menos durante los primeros minutos. La presencia de Damon Hurst es efímera aquí. Y no –cortó cuando vio que los ojos de su amiga se iluminaban–, antes de que empieces, no necesito nada efímero.

–Bueno, creo que eres tú quien está loca –recogió el recipiente de carne con brécol–. Yo me lanzaría por él en un abrir y cerrar de ojos.

–Entonces, ¿por qué no lo haces? –preguntó Cady con aspereza.

–Puede que lo haga. Puede que… –calló, mirando a su amiga–. Te gusta –comentó con lenta y fascinada comprensión.

–No me gusta –espetó Cady–. Ya te lo he dicho. No quiero nada de él.

–Oh, sí, claro que sí.

–Quiero que desaparezca.

–Mentirosa.

–Veamos la película –gruñó.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

NADA DE atún? –preguntó Damon. Estaba sentado en el pequeño rincón adyacente a la cocina que servía como su despacho. Más pequeño que una cabina telefónica, el espacio contenía un diminuto mostrador lo bastante ancho como para colocar un ordenador portátil y un teléfono. Sentado en un taburete, desde allí podía observar la cocina.

–Hoy ya no queda. Lo hemos agotado –le respondió el vendedor de pescado por el auricular.

–¿Y raya?

–Disponemos de unos estupendos filetes –ofreció el otro.

–Siete kilos.

–También le tengo apuntadas unas merluzas y langostas. ¿Sigue en pie el pedido?

–Por ahora. Aunque las cosas van a cambiar pronto –eso esperaba. Ceñudo, concluyó la llamada.

No estaba acostumbrado a no poder conseguir lo que quería de los proveedores. Por supuesto, también estaba acostumbrado a marcharse del trabajo a medianoche y a descubrir que toda la ciudad se hallaba en la calle. Después de unas duras horas de trabajo necesitaba tiempo para relajarse. En Manhattan, eso había representado un bar o un club nocturno. En Grace Harbor, parecía que sólo podía ser su salón.

Aunque había algo positivo acerca de dormir lo suficiente y llegar temprano al trabajo. A esa hora la cocina estaba tranquila. Sólo Roman se hallaba presente, de pie ante la encimera de acero inoxidable en paralelo con la hilera de fogones que ocupaban una pared; juntas, formaban la línea donde el grueso de los pedidos iban a parar para el almuerzo o la cena. Frente al extremo de esa línea se hallaba el pequeño rincón donde se preparaban los entrantes calientes o fríos; entre ese rincón y el extremo de la línea se extendía un pasillo transversal que conducía por una puerta a la zona de lavado de los platos y a la puerta trasera y la nevera empotrada.

–¿Qué clase de mercado de pescado agota el atún a las siete de la mañana, Roman? –preguntó.

Roman alzó la vista, pero el cuchillo que manejaba no dejó de moverse.

–Un mercado que vende un montón de atún a Japón para sushi, chef. Quizá podrías conseguir que te envíen algo de otro mercado.

–No pienso hacer eso cuando lo pescan aquí mismo –pasó junto a Roman hacia las cajas de productos que les habían entregado esa mañana. Las etiquetas ponían Productos Frescos de California, pero, ¿cuán frescos iban a estar si los habían fletado desde el otro extremo del país por camión, avión o tren? ¿Y por qué recibían productos de California cuando probablemente en Nueva Jersey o Florida cultivaban todo lo que necesitaban en esa época del año? Hacer negocios en Maine estaba resultando un desafío mayor que el esperado.

Al menos la cocina estaba impoluta, paredes blancas y mostradores relucientes y suelos de barro cocido. Los potentes ventiladores de techo estaban silenciosos a esa hora. Cuando los fogones se encendieran y se convirtieran en un radiador gigante, los ventiladores y el aire acondicionado entrarían en acción. No es que fueran a ayudar mucho. En cuanto se sumergieran en el ajetreo de las cenas y los cocineros se encontraran trabajando ante los mostradores, todo el aire acondicionado del mundo no sería capaz de mantener la temperatura baja.

Volvió a girar hacia su diminuta oficina, cuyas paredes estaban alineadas con sujetapapeles que contenían los pedidos, uno para cada día de la semana. Era un sistema organizado y Roman lo había mantenido. De hecho, tenía que concederle muchos más méritos, ya que el día anterior lo había visto trabajar durante el horario de comidas. Era un hombre hábil con el cuchillo y mantenía la cocina limpia. Se movía con comodidad entre la parrilla, las sartenes y los electrodomésticos según lo requiriera la ocasión, entregando en todo momento platos limpios y bien presentados.

Damon disponía de las instalaciones y Roman del personal. Dependía de él diseñar el menú adecuado.

El Sextante ofrecía platos principales como merluza asada, langosta cocida y chuletones. Platos básicos y satisfactorios, bastante buenos para comensales que no desearan ir a Kennebunk o Portland, pero nada que fuera a atraer específicamente a alguien al restaurante.

Lo que había que hacer era mantener las tradiciones de Nueva Inglaterra, pero modelándolas, tomar la langosta y los arándanos y convertirlos en algo más que la suma de sus partes. Era ese aspecto de la cocina el que realmente le encantaba, cuando dejaba volar la imaginación para jugar con los sabores y mezclar elementos hasta dar con un giro nuevo que hacía que las papilas gustativas despertaran y tomaran nota.

Desde luego, tenía que ir poco a poco. Mantendría el menú actual una semana mientras desarrollaba los platos nuevos y Roman y el resto de los cocineros perfeccionaban su preparación. Luego rotarían unos pocos platos cada noche hasta que al final de la segunda semana estarían sirviendo un menú modernizado con los mismos sabores pero elevado a un nuevo nivel.

En ese momento el restaurante exhibía dos estrellas en las guías. Los McBain esperaban alcanzar tres; él les había jurado llegar a las cuatro. Desde luego, eso había sido antes de saber con qué proveedores tenía que trabajar. Pero aún podría lograrlo. Iba a deslumbrar a Ian y Amanda McBain. Y a su hija.

Especialmente a su obstinada y dogmática hija.

Pensaba que era bastante atractiva, aunque daba la impresión de que ella misma no era consciente de ello. Estaba acostumbrado a mujeres que coqueteaban, expertas en refinar su propio atractivo. No recordaba haber conocido alguna vez a una a la que le importara un bledo causar una buena impresión. A pesar de lo irritante que resultaba, debía concederle personalidad.

La que su padre, el coronel Brandon Hurst, jamás le había concedido a él con sus críticas. Habría considerado su actual situación una decepción más en la larga lista que mantenía. Lo que siempre había buscado el coronel era un reflejo de sí mismo.

Lo cual representaba una oportunidad para una pequeña venganza. Sin importar lo mucho que se hubiera retorcido por dentro debido a las exageraciones, rumores y mentiras descaradas que los medios sensacionalistas habían publicado acerca de él, siempre había disfrutado imaginando la reacción del coronel al verlas en algún quiosco o supermercado.

Aunque jamás había tenido la certeza de que así fuera, ya que llevaba una década sin hablar con su padre.

Si alguien le hubiera sugerido que su motivación para el éxito surgía de la necesidad de demostrarle su valía a éste, se habría burlado de dicha persona. Pero la realidad era que carecía de una buena respuesta. Había cometido errores, pero era inútil lamentarlos en ese momento. La cuestión era aprender. Si hubiera conseguido eso, entonces podría archivarlos bajo la etiqueta de experiencias interesantes.

 

 

La primera hora de la mañana era el momento favorito de Cady. El día era fresco y nuevo, el aire vivificante, incluso en mayo. Los huéspedes dormían, los empleados aún no habían aparecido. Disponía de la propiedad para ella sola, con el suave sonido del agua contra las rocas, acentuado por los gritos de las gaviotas.

Algunas personas se tomaban su tiempo para encontrar su sitio en el mundo.

Cady siempre había sabido que el suyo estaba en Maine. Su hermano Walker podía haberse trasladado a Manhattan; su hermana Max, quizá hubiera probado primero Chicago antes de regresar a establecerse en Portland. Para ella no había ningún otro lugar que esa específica zona de costa. La vida allí no siempre resultaba fácil, pero satisfacía su alma.

Desde luego, en esos tiempos tenía que preocuparse de algo más que de su alma. Después de más de seis años trabajando como paisajista para otro profesional de la zona, dos años atrás había decidido independizarse. Ser su propia jefa. Aunque en su momento no se había dado cuenta de que ser su propia jefa en realidad significaba que todo el mundo era su jefe, en particular sus clientes. Hasta la fecha, lo mejor que podía decir era que mantenía la cabeza por encima del agua.

A duras penas.

Costaba ganarse la vida cuando las cosas que plantabas sólo crecían de mayo a septiembre.

Pero ése era el trabajo que había elegido, de manera que de mayo a septiembre trabajaba, cultivaba, plantaba una sonrisa en su cara y se mostraba amable hasta que le dolía la mandíbula. Y en invierno enganchaba un quitanieves en su furgoneta y rezaba para que nevara.

No obstante, hacía progresos. Su vieja furgoneta tendría que durar unos pocos años más, pero el nuevo invernadero le brindaba una ventaja crítica en sembrar sus propios productos. Había adquirido unos cuantos clientes fijos… negocios, propietarios que alquilaban propiedades y el tío Lenny en el puerto deportivo. Se arreglaría, a pesar de que el Compass Rose seguía siendo su regreso principal.

No importaba que la posada fuera de la familia, sus padres siempre lo habían encarado como un negocio, insistiendo en pagarle tal como lo harían con cualquier otra persona que cuidara de los terrenos. Aún se sentía orgullosa de haber negociado con su padre de tal manera que éste no se había dado cuenta de que había firmado un contrato mediante el cual le pagaba menos que al último paisajista que había tenido.

Era su negocio, y haría lo que quería con él, incluido ofrecerle un descuento a la familia, aunque ésta no lo supiera. Tampoco iba a arruinarse.

Todavía.

Aunque no estaba tan segura sobre sus padres. Los últimos dos años habían sido cada vez más difíciles, al tiempo que los arreglos en el edificio de casi cien años de antigüedad se incrementaban. Decididamente tenían que dar con algo que aumentara el flujo de clientes.

Sin embargo, contratar a una persona tan inestable como Damon Hurst no era hacer algo. Era desesperación.

El sólo hecho de pensar en su nombre la hacía echar humo. Metió otra bolsa de abono en la furgoneta. Cualquiera sabía cómo había logrado engañar a sus padres para que confiaran en él. Y lo más desconcertante era el porqué. Debía tener más opciones en la ciudad, ofertas que le pagarían mucho más que lo que podían permitirse sus padres. ¿Por qué presentarse en ese pequeño punto en el mapa que era Maine?

Era un fiasco a la espera de que sucediera. El sujeto ni siquiera se había molestado en ir a ver el restaurante y conocer a las personas con las que iba a trabajar antes de aceptar el puesto. Ésa no era la conducta de un hombre a quien le importara algo el personal a sus órdenes… o sus resultados. Imposible que planeara quedarse allí mucho tiempo.

Apretando los dientes, soltó otra bolsa en la parte de atrás.

–Si no tienes cuidado, vas a romper alguna –dijo una voz detrás de ella que hizo que se sobresaltara.

Supo quién era antes de volverse.

Vestía unos vaqueros y la misma cazadora de aviador del día en que lo conoció; tenía el pelo oscuro echado hacia atrás. Aún no se había molestado en afeitarse. Incluso a la luz del sol, sus ojos se aproximaban mucho al negro.

Le dedicó otra breve mirada.

–Vaya, te levantas pronto.

Él esbozó una sonrisa fugaz.

–No hay mucha vida nocturna por aquí.

–La vida en Grace Harbor. Lamento que te decepcione.

–No he dicho que lo hiciera.

–Me siento muy aliviada –volvió a centrarse en el abono.

En esa ocasión él rió sin rodeos.

–Me agrada ver que hoy vuelves a estar en buena forma.

–Lo estoy todos los días –dijo, introduciendo en el vehículo un grupo de rododendros–. Acostúmbrate a ello.

La estudió.

–Ni siquiera voy a tocar el tema.

Ella se ruborizó y recogió otro haz de ramas de la poda del día anterior.

–¿Qué te trae aquí fuera tan temprano?