Hijos del trueno

Fernando Riquelme

 

 

 

 

 

 

 

© 2012, Fernando Rodríguez Riquelme

© 2012, Ediciones Robinbook, s. l., Barcelona

Diseño de cubierta: Regina Richling

Ilustración de cubierta: iStockphoto

Diseño interior: Igor Molina Montes

ISBN: 978-84-9917-424-2

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Y Jesús formó un grupo de doce apóstoles para que

estuvieran con él y para enviarlos a predicar por el mundo

 con el poder de expulsar a los demonios.

Escogió a los doce: a Simón a quien llamó Pedro; a Santiago,

el de Zebedeo, y a Juan, el hermano de Santiago, a quienes puso por nombre Boanergues, es decir: «Hijos del trueno»...

Marcos 3: 14-17.

 

Jesús llamó a los hermanos Zebedeo: «Hijos del trueno»,

 por ser luchadores y por su carácter decidido

y ardorosamente entusiasta.

 

 

 

 

 

 

 

 

A Piluca Vega, sin la que no hubiera

sido posible escribir este libro.

A mis hijos Pati y Alex y a María Montagut.

A mis padres, Emilio y María,

a mi hermana Marisa y a Ramón Aznar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Primera parte: Madrid, abril de 2014

 

 

 

 

Capítulo 1

 

 

La noche en que lo iban a matar, Evaristo Gutiérrez Cuatro-Vientos estaba en el punto más alto de su carrera periodística. Le quedaban apenas unos minutos de vida pero ni él lo sabía ni ninguno de los que le rodeaban lo hubiera podido en absoluto sospechar al verlo caminar por la calle tan circunspecto y tan a su aire. Su pensamiento volaba hacia la culminación de sus proyectos profesionales, se sentía vencedor y con la clara conciencia de que nada ni nadie podría detenerlo. Salía de casa de Lucía, su amante desde hacía unos meses, y decidió acelerar el paso hasta su coche para no llegar tarde a su casa a cenar. Se había observado en el espejo de la pared del recibidor antes de salir y se cercioró de que no quedara ninguna señal en su rostro de la impaciencia del deseo cumplido, primero acelerado con las prisas de la excitación y, más tarde, culminado al restregar su cuerpo sobre el cuerpo de ella entre las sábanas. Luego, Lucía le besó en la boca con un beso rápido, casi de rutina, y le recomendó ir con cuidado.

La noche en que lo iban a matar, su mujer y su hijo lo esperaban en casa porque él había impuesto una norma, si no llamaba para anularlo, se cenaba a las nueve en punto. Sin excepciones. Aquella iba a ser la última excepción a su regla y ni él iba a llamar para avisar ni tampoco llegaría a tiempo para la cena. Evaristo Gutiérrez Cuatro-Vientos, el famoso locutor de radio y televisión, era un hombre ocupado y no daba jamás explicaciones a su esposa de sus horarios pero también era un personaje popular, alguien podía reconocerlo y debía ir con cuidado. Su chofer aparcaba siempre a unas tres manzanas de distancia, en el interior de un parking para no llamar la atención ni interrumpir el tráfico en un barrio tan poblado como la Latina, de calles demasiado estrechas y angostas. Inclinó la cabeza ligeramente hacia el suelo, un gesto que él odiaba especialmente y caminó decidido hacia delante.

En su fuero interno estaba muy satisfecho, la vida se portaba muy bien con él y sentía que ya le tocaba aprovecharse. Le habían prometido el cargo de portavoz de los medios de comunicación del Gobierno en cuanto subiera el nuevo Gabinete. «De hecho, me lo deben», pensó. Y era cierto. Evaristo ponía toda la carne al asador para forzar el anticipo de las elecciones y la sustitución en su partido del candidato a Presidente. Las encuestas les daban como ganadores si es que conseguían unificar las fuerzas de la derecha alrededor de un líder duro que inspirara confianza. Él apostó y, por fin parecía que iba recoger los frutos de su esfuerzo y, aunque tuviera ese cierto cosquilleo en el estómago de la mala conciencia por lo de su amante —«¡Qué carajo de mala conciencia...! Mala conciencia, ¿de qué?»—, estaba seguro de merecerse lo que el futuro y Dios le ofrecían como recompensa a su tenacidad y a su talento.

La noche en la que lo iban a matar, Evaristo Gutiérrez ni se dio cuenta de que era una de las primeras noches de abril de 2014, algo más de las ocho y media de la tarde y en su Madrid querido, la temperatura se mantenía suave, la tarde estupenda y el cielo despejado. La crisis profunda dejaba sus huellas en la población y Evaristo se cruzó con un grupo de obreros desempleados que salían de un bar y se habían agrupado en un corrillo tapando la calle. Muchos ya no cobraban subsidios y todos aquellos corros eran la semilla de movimientos subversivos contra el Poder Estatal. Los sindicatos y las asociaciones ciudadanas estaban contra aquel Gobierno que no aportaba soluciones y que tan sólo recortaba los gastos sociales y subía los impuestos. Evaristo los sorteó y lo observaron al pasar, él bajó aún más la cabeza hacia el suelo e intentó pasar desapercibido. Uno le reconoció, lo comentó en voz alta, lo señalaron y, entre unos y otros, le lanzaron una piedra desde lejos que le dio en el hombro. «Cabrón de mierda», le gritaron y parecieron perseguirle durante algunos metros. Evaristo siguió caminando sin mirar atrás, ya estaba acostumbrado a esos lances callejeros, se metió en unas viejas galerías comerciales y salió huyendo por la calle de encima. «Le alquilaré un piso a Lucía en un barrio más residencial —se dijo después del susto—, aunque no quiero que viva cerca de mi casa. ¡Eso jamás!». Insistió acelerando el paso, mirando hacia atrás y cerciorándose de que nadie le seguía, «mi familia es sagrada, ¡por Dios!».

Bajó de la acera y cruzó una calle estrecha, dobló la esquina y tuvo que desplazarse a causa de las obras de una pequeña plaza metiéndose en un callejón oscuro y solitario. Justo al entrar en él se topó con tres mujeres jóvenes que venían en silencio en sentido contrario, caras tristes, movimientos lentos y cólera contenida. Una chica rubia y delgada, otra pelirroja y de huesos grandes y, la tercera, pequeña y morena. Su cuerpo chocó de frente contra una de ellas, la de su izquierda, la morena, y se miraron a los ojos, dudaron por un instante y él intentó apartarse de ellas sin conseguirlo. Ese fue el segundo error de Evaristo en aquel día, el encontrarse con ellas en un lugar solitario junto a unas obras. El primero había sido su comentario en las noticias de la mañana, cuando criticó e insultó abiertamente a David Delgado, un chico de veinticuatro años, compañero de ellas, que había sido abatido a tiros por unos desconocidos. Su tercer y último error, a punto de realizarlo en ese momento, fue ponerse violento y sacar su pistola ante la rabia destapada de las tres mujeres.  

Evaristo Gutiérrez Cuatro-Vientos tenía cincuenta y cinco años y vivía en el ático soleado de un viejo edificio de ladrillo visto del barrio de Salamanca, uno de los exclusivos barrios que comenzaba a tener seguridad privada en sus calles. Empezaban a ser necesarios los guardias jurados privados en los barrios ricos debido al incremento de robos y hurtos y a la falta de seguridad. Eso, Evaristo Gutiérrez lo había predicho por los medios de comunicación en los que trabajaba y hasta lo habían llamado agorero y aguafiestas. Ahora, sus compañeros de partido veían que tenía razón y, como era influyente, le hacían una cara por delante y otra por detrás. Evaristo era metódico y voluntarioso, testarudo y machacón, algo rechoncho y con la cabeza pequeña en proporción al cuerpo, ojos saltones, rictus de brujo y con el orgullo de dibujar a todas horas una sonrisa cínica que él creía inteligente. Dirigía un programa semanal de televisión, otro en una emisora de radio y escribía artículos en una columna fija en el periódico más importante del Grupo Espejo de Comunicación.

Había conducido el día anterior un programa especial de televisión de cinco horas dedicado a retransmitir en directo la gran manifestación popular de protesta contra el atentado en el Hospital Materno Infantil del Gregorio Marañón que se había cobrado cientos de muertos. La situación de crisis hacía que la gente estuviera muy nerviosa. Por un lado, los movimientos de indignados acampaban intermitentemente en las ciudades, había manifestaciones, huelgas, altercados, violencia callejera e inestabilidad social. Por otro, el Gobierno apretaba las tuercas y aún se esperaban más medidas de endurecimiento de las leyes, represión de los ciudadanos y disminución de los derechos y libertades. La gente estaba indignada y la espiral de violencia iba en aumento. En ese sentido, unos días antes habían explosionado varias bombas en el Hospital Infantil del Gregorio Marañón y aún se desconocía la autoría del atentado aunque se sospechaba de grupos terroristas que luchaban contra la ineficacia del Gobierno. El ambiente estaba muy cargado y Evaristo Gutiérrez, cogiendo la bandera de la ira contra los que él creía los culpables, aún sin confirmación oficial, atacó de forma despiadada la debilidad de un Gobierno de nenazas, según dijo, la hipocresía de una oposición de pacotilla y la impasibilidad de una gente que no tenía los cojones necesarios para decir: «basta». Había que reaccionar y hacerlo ya. Desde su programa profetizaba una única solución, la llegada al poder de un partido fuerte y duro que diera la vuelta a la situación de estancamiento moral y de crisis económica por la que se pasaba. La facción más extrema del partido conservador, encabezada según él por el propio Aznar, el antiguo ex presidente del Gobierno, debía coger las riendas del país e imponerse de forma inmediata. Un giro totalitario impuesto por una ley marcial debería anular la sensación de relativismo moral y de que todo era posible por la que se pasaba.

—¿Así que es usted el cabrón de la tele? —le preguntó la chica morena con la que se había dado de bruces al girar la esquina observando hacia atrás—. ¿Acostumbra a no contrastar sus informaciones?

Evaristo Gutiérrez Cuatro-Vientos no supo de qué le estaba hablando aquella chica pequeña y cascarrabias.

—¿Recuerda a David Delgado, lo recuerda bien? —le preguntó la chica mas fuerte de las tres, la del cabello pelirrojo oscuro cogiéndole de la solapa.

—Sepa que no era un terrorista ni un maricón de mierda ni un asqueroso comunista como usted ha dicho esta mañana —le inquirió la chica rubia de su lado, una joven alta y delgada con una explosión de rabia—. Me da usted asco, señor.

David Delgado había viajado con una de ellas desde Barcelona para asistir a la manifestación pero él era de Madrid. La gente se había manifestado para mostrar su rechazo a la violencia y para forzar al Gobierno a que solucionara la situación de una manera justa y equitativa. David se tenía que quedar a dormir en casa de sus padres pero unos desconocidos que lo seguían fueron a por él y le dispararon a quemarropa en la cara. Las tres amigas venían precisamente de velar el cadáver. No podían comprender que unos individuos desalmados y sin identificar lo hubieran seguido por la calle y lo hubieran matado disparándole a sangre fría. Tampoco era comprensible que un locutor de pacotilla lo insultara en público sin saber absolutamente nada de él.

Evaristo se repuso de aquella primera embestida y las apartó de su lado.

—Yo soy periodista, no asesino —les contestó malhumorado comenzando a andar—. Tengo prisa, déjenme en paz. Su amigo sabrá lo que hizo para que lo asesinaran...

—¿Lo que hizo? —le preguntó chillando la rubia delgada—. ¿Lo que hizo? Él no hizo nada, se lo hicieron los otros, ¿comprende?

Y las tres chicas lo arrinconaron contra la pared.

—Déjenme de una vez —les suplicó Evaristo intentando desembarazarse.

Y, en esto la suerte actuó en su contra y en contra también de la vida futura de las tres chicas.

Evaristo Gutiérrez se puso nervioso. Forcejearon y se resbaló. Al caer, le dio un fuerte manotazo en la cara a la más alta y pelirroja encendiéndola aún más.

Un fuerte dolor le recorrió la columna vertebral cuando dio con su culo en el suelo.

Se oyó un crack y se asustó.

Los rostros de las tres mujeres le rodearon vigilantes sin dejarle ver el cielo de la noche.

—No os mováis y dejadme en paz de una vez —les ordenó Evaristo sacándose su pistola del bolsillo y apuntándoles temblando.

Se hizo el silencio.

Evaristo Gutiérrez tenía permiso de armas porque había recibido múltiples amenazas de muerte y su forma de ejercer el periodismo no le hacía ganar amigos. Al contrario, insultaba, amenazaba e injuriaba a todos los que consideraba sus enemigos, que era casi todo el mundo. Se consideraba liberal y demócrata y era más conservador que los conservadores y más totalitario que los fascistas. Sus discursos eran considerados por algunos como pura apología del terrorismo. Sus enemigos mantenían que si había personas que pensaran como él y políticos que actuaran según su filosofía incitando a la violencia contra los oprimidos, hasta parecía de justicia actuar como un Robin Hood defendiendo a los que él atacaba. Decían que sus discursos favorecían la confrontación y exacerbaban los ánimos en contra de los más desfavorecidos.

Se levantó apoyándose en la pared y le puso contra la boca el cañón de la pistola a la morena.

—Apártate, puta —le gritó levantando el percutor y poniendo cara de ser capaz de disparar—. Lo vais a pagar bien caro.

Fue un visto y no visto.

La chica morena que era muy ágil le pegó una patada en los cojones y Evaristo pareció tambalearse. Se enderezó como pudo sacando fuerzas de flaqueza y levantó la mano dispuesto a disparar su pistola.

Entonces fue cuando recibió el duro golpe de una gran piedra en la sien. La chica rubia y delgada se había agachado y cogió una piedra de las muchas que habían en el suelo por las obras de la plaza. La piedra se deshizo en arenisca al golpear la cabeza del susodicho y ella se quedó con la piedra en su mano mientras se iba deshaciendo.

Se le cayó la pistola pero intentó no caerse al suelo.

Entonces recibió el impacto en el cuello de otra gran piedra empujada con rabia contra él y, al desplomarse, recibió el golpe de gracia en la nuca de una piedra más estrecha y afilada que le clavaron por detrás.

Las tres mujeres observaron cómo el cadáver de Evaristo Gutiérrez Cuatro-Vientos se iba rodeando de un gran charco de sangre oscuro y granate. Se miraron las tres y respiraron profundamente, habían vengado la muerte de su amigo pero ellas habían destrozado su vida para siempre. Aquello no tenía salida. Iba a ser un secreto que las ligaría de por vida y de la que no se podrían escapar.

Salieron corriendo del callejón sin que nadie a simple vista las reconociera. Al contrario, la policía y los medios de comunicación iban a imputar esa muerte al recién formado grupo internacional: «Sons of Thunder» o Hijos del trueno, cuyo objetivo era atentar contra personas poderosas del mundo Occidental desde el silencio y el anonimato.

Los miembros de los «hijos del trueno» utilizaban Internet para conectarse entre ellos y no formaban una estructura piramidal ni jerárquica sino corpuscular e independiente. Lo formaban personas desencantadas de grupos de indignados, antiglobalización y antisistema que constataron la falta de resultados de su lucha por la justicia y los abusos de poder y no quisieron aceptar su derrota y se integraron individualmente de forma anónima en ese colectivo que actuaba enmascarado en la nube anónima de Internet.

Así fue como comenzó todo.  

 

 

 

Capítulo 2

 

 

Julia Muñoz era, de las tres amigas, la más alta y delgada. Caminaba por la calle decidida y absorta en sus cosas. «No conseguirán doblegarme», pensó, y cruzó la Gran Vía jugándose el tipo sorteando a los coches. «Voy a ser una anónima», se repitió una y otra vez, «no podrán conmigo». Eran las once de la mañana del día siguiente al altercado con Evaristo Gutiérrez y Julia Muñoz no había podido dormir en toda la noche. De hecho, ninguna de las tres pudo hacerlo. Iba al encuentro de su amigo, el periodista Sergio Carrasco, con el que había trabajado de becaria a sus órdenes en el diario El Mundo al acabar la carrera de periodismo. Habían quedado en un bar que estaba junto a un cibercafé y, después, iban a entrar juntos en el portal cibernético de los Hijos del trueno para implicarse al máximo en ese grupo. «Está decidido», pensó. «Ya no hay marcha atrás.»

Julia tenía treinta años y era de Barcelona aunque ahora estaba en Madrid por unos días para poder ir a la manifestación convocada como jornada de lucha. Todo se había truncado de pronto, su amigo David había muerto y ella era una asesina. Nadie la buscaba pero su vida había cambiado de repente. Nada iba a ser igual y ni ella era ya la misma.

Venía de Bremen, Alemania, de hacerle una entrevista en secreto a Susanne Albrecht, miembro de la segunda generación de la banda alemana de los Baader Meinhof o facción del ejército rojo. A Julia siempre le había atraído esa mujer, era hija de un afamado abogado de Hamburgo y tuvo, como ella, una infancia acomodada, estudió Sociología en la Universidad y se rebeló, como ella, contra lo establecido y la hipocresía de la moral burguesa que carcomía a la sociedad. Participó en el asesinato de su padrino, el banquero Jürgen Ponto, cuando lo intentaron secuestrar y él se resistió y fue tiroteado por los otros componentes del comando. A la justicia alemana le costó dar con ella y estuvo con una falsa identidad en Alemania del Este desde 1977 a 1990. Fue condenada en ese año tan sólo a doce años de cárcel y fue la única del grupo que salió a mitad de la condena en libertad condicional, otros se suicidaron a la vez en cárceles distintas en un acto muy sospechoso y otros aún seguían en prisión después de más de treinta años. En esos momentos trabajaba como profesora de alemán para niños inmigrantes bajo un nombre supuesto. Todo esos datos convertían a Susanne Albrecht a los ojos de Julia en un personaje muy atractivo, casi mágico y de leyenda, como un Ché Guevara femenino, que era casi una mujer extraordinaria. Le había costado mucho encontrarla y por fin lo consiguió cuando pensaba que le iba a resultar imposible. Fue varias veces a Bremen, dio con ella, primero no quiso recibirla y, tras insistir y quedarse largas horas de pie frente a la puerta de su casa, consiguió que transigiera a hablarle. Estuvieron charlando durante más de cuatro horas, dos tés, tres cervezas y un vaso de ginebra y, al final, Susanne le prohibió que publicara la entrevista. Para Julia fue como una conversación entre amigas y, en cierta manera, se sintió su cómplice y su compañera de armas.

Un hombre trajeado se giró al verla pasar. Julia se observó después en el espejo roto de un escaparate y sonrió. Su larga melena lacia y rubia llamaba la atención así como su falda corta, su cazadora ajustada de piel y su boina inclinada de tela pero Julia no estaba en ese momento para esas cosas, bastantes problemas tenía ya como para eso. Además, el sexo para ella nunca había sido un problema. Era bisexual y, si quería follar, follaba, y si se quería enamorar se enamoraba, así de sencillo. Aunque tampoco le salía siempre bien lo de estar enamorada pero eso era una cuestión distinta que no venía al caso.

Pasó frente a un ambulatorio. Una larga cola de gente vestida muy sencilla se agolpaban a la puerta de emergencia formando una fila muy larga que daba la vuelta a la manzana.

Suspiró y siguió caminando.

«Parece imposible… —pensó—, colas para alimentos, filas interminables para medicinas, subsidios que se acaban…, ¿hasta cuándo?»

Madrid estaba muy sucia, había una huelga de basureros y en las calles había restos de basura en las esquinas, contenedores rebosantes, algunos volcados sobre las aceras y papeles tirados por el suelo, bolsas de plástico reventadas, fruta madura y mal olor.

El abuelo de Julia había sido general de brigada y había luchado en la Guerra Civil al lado de Franco. Luego, el Régimen lo recompensó y ella se enteró de que habían confiscado fincas y dinero a los republicanos tras darles muerte y se había enriquecido gracias al estraperlo y al robo. Nunca se lo perdonó a su familia y ella, en cierta forma, se sentía marcada por esa vergüenza de haber vivido bien a costa de la miseria de los demás. Eso la hizo reaccionar y tuvo una juventud rebelde y agresiva. Su madre era una joven engreída y soberbia que se casó con un hombre atractivo de buena familia venida a menos, borracho y jugador y, al final, sin poder ya soportarlo lo aguantaba sólo por el qué dirán. Él fue un desgraciado toda su vida y aguantó por el dinero de la familia de su mujer que lo compró hasta su muerte. Julia amaba sobre todo a su padre que permitió que su educación fuese la rígida educación de una señorita bien de la Cataluña burguesa de la época. «¡Cómo odiaba ser una pija!» Y, además, su padre no contaba para nada, casi no hablaba y cada vez estaba más autista y cascarrabias. Ya desde muy joven, fue la hija única y rebelde de una casa de «buenas costumbres» de Barcelona que daba el escandalito de turno cada temporada para «hacerse notar». Su abuelo militar impuso sus ideas y, un buen día, la puso de patitas en la calle con escándalo y drama familiar incluido. Ella renegó públicamente de él, que mantenía a una querida muy conocida además de dar famosos discursos de moral cristiana por todas partes. Ella por rabia y por gusto y por provocar el escándalo en la sociedad de la época, se fugó con un músico marroquí, luego con una fotógrafa andaluza, con un mecánico de Pueblo Nuevo, vivió en una comuna de Vallvidrera y abortó en Londres. Cuando murieron el abuelo y su padre, Julia se reconcilió con su madre y heredó la finca de Port de la Selva y toda la riqueza de la familia. Le daba una enorme tristeza ser una «Muñoz» y encontrarse a conocidos en los lugares más insospechados.

—El mal ya está hecho —le dijo Julia a Sergio Carrasco después de pedir un café con leche al camarero—. El bautismo de sangre me ha abierto los ojos y no pienso quedarme a las puertas de nada.

Sergio acabó su cortado.

—Tranquila, ¿eh?

—Estoy decidida, Carrasco. Sólo me faltaba la excusa que ya tengo. El pistoletazo de salida ya se ha disparado y yo no me pienso permitir el seguir sin hacer nada.

Sergio tenía treinta y nueve años y era un periodista muy obstinado, pequeño, con el cabello ralo y muy hablador. Su labor en el diario El Mundo se había centrado en la realización de reportajes sobre escándalos de corrupción política y económica y, gracias a la casualidad de un caso que él resolvió, su nombre empezaba a sonar entre los profesionales de más prestigio en el ambientillo periodístico. Eso era bueno y malo a la vez. Por otro lado, a los dueños de los medios de comunicación les interesaban periodistas buenos y maleables. A los solamente buenos, sólo les daban una oportunidad de ser maleables y a Sergio Carrasco aún le tenían que poner ante esa prueba. Mientras tanto, todos alababan su labor.

—Lo hemos hablado muchas veces y también yo estoy decidido a entrar —le contestó cogiéndola del brazo. Se habían acostando juntos alguna vez cuando ella era su becaria pero enseguida lo dejaron estar. Sergio la consideraba una mujer superior a él en energía y en aplomo e iba con cuidado con ella. Ser su amigo ya era mucho—. ¿Sabes que puede ser un camino sin retorno? —le preguntó para dar a entender que ponderaba todas las variables posibles.

—No me machaques, Carrasco. Si quieres entramos juntos. Y si no, pues entro yo sola y en paz. No pienso pedirte permiso para nada.

—Bueno, me necesitas para enseñarte la web y el portal —le dijo Sergio sonriendo.

—Indignaos, Comprometeos, Reacciona, Actúa… ¿No te suenan a excusas burguesas todos esos movimientos? —le preguntó Julia sin esperar respuesta refiriéndose a los libros publicados con relación a la postura ciudadana ante la crisis—. Hacer algo significa hacerlo y nada más. Lo demás son rollos de hipócritas. ¿De qué sirve hablar y hablar? ¿Nos ha servido de algo alguna vez? El 15M, los indignados, los movimientos pacifistas, la hostia en vinagre, Carrasco. Ya está bien, hay que hacer algo de una vez.

Sergio la observó y sonrió:

—Venga, vamos —le dijo levantándose y tirando de la manga de su cazadora de piel hacia la calle.

Entraron en el cibercafé, sacaron el tíquet sin tener que dar su identificación y se sentaron frente a un ordenador lateral que no tenía a nadie al lado.

Sergio sacó un pequeño aparato del bolsillo con puerto USB y lo introdujo en la torre.

—Es para complicar la localización del lugar —le dijo a Julia.

Localizaron un portal de venta por catálogo, escogieron un producto concreto, una bicicleta, y siguieron el proceso de compra hasta el final. En lugar del número de la tarjeta de crédito, Sergio sacó un papel de su bolsillo y copió el código formado por números y letras.

—Ten, cópialo —le ordenó a Julia alargándole el papel—. Mejor apréndetelo de memoria, aunque lo van cambiando.

Tecleó el código y la pantalla les llevó a un usuario y una contraseña. Sergio los puso de memoria.

—Luego nos darán otros —le dijo a Julia.

Y entraron en la página web.

Allí se abrieron una personalidad inventada, indicando lugar y condiciones personales y el sistema les dio las contraseñas y los accesos de entrada.

—¿No tenemos que darles nuestro correo? —le preguntó Julia a Sergio inquieta por si perdían el contacto.

—No —le contestó Sergio—. Es mejor que no tengan nada de nosotros. Es la norma. Nosotros entramos y consultamos los mensajes que nos dejan y actuamos, siempre desde cibercafés públicos que no pidan identificación y con este aparatito —y le entregó uno—, durante el menor tiempo posible y procurando no repetir el lugar desde donde nos conectamos.

—Entendido.

Salieron de allí siendo miembros activos de los Hijos del trueno.

El engranaje se había puesto en marcha.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Segunda parte: Alicante, noviembre de 2011

 

 

 

 

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Todo había comenzado mucho antes, con la opulencia y el despilfarro. Todo comenzó con la especulación, el dinero fácil, la corrupción y la mala gestión política y económica. Los años de las vacas gordas habían pasado y, para algunos, ni siquiera en ese tiempo pudieron levantar cabeza. Es fácil imaginar lo que les pasó a esos miserables cuando se consolidó la crisis y quedaron del todo arrinconados. En noviembre de 2011 continuaban descubriéndose los escándalos que iban a protagonizar la caída en picado de la situación económica. Todo el dinero público iba a ir a parar a los bancos que habían gestionado mal sus créditos y se empezarían a recortar las ayudas sociales en sanidad y en educación para poder solucionar su agujero y el del Estado. De todas formas, los financieros, los políticos, los grandes empresarios y los cuñados de todos ellos, acostumbrados a gestionar las influencias a su favor, buscaban el resquicio por el que colarse y volver a sacar provecho de su posición privilegiada.

María Luisa Alarcón, la ex directora General de la Caja de Ahorros de Levante, estaba de pie, junto al taquillón del pasillo de su casa y le pesaban las piernas. Hablaba por teléfono con Adolfo Martínez Carrión, el que fuera su tutor desde que entró en el equipo gestor de la entidad financiera y no podía creer lo que estaba oyendo. La habían echado del banco y aceptó voluntariamente ser la cabeza de turco de todos aquellos altos directivos, de sus abusos económicos y de su ambición desmedida pero parecían quererse deshacer de ella y querer salvarse anteponiendo su fingida honradez a su solidaridad. Parecían ser los más intachables miembros de la comunidad mientras la hundían a ella en el más oscuro de los abismos.

Se frotó la nuca con la mano, apretándola con intensidad por detrás de su cabeza y aspiró profundamente:

—No puedo más, Adolfo... Ya sabes que no puedo más.

Se miró en el espejo que estaba sobre el taquillón y se notó cansada, agotada de tantos esfuerzos para sobreponerse. Tenía cincuenta años y parecía estar a punto de tirar la toalla. Ella no era así, jamás lo había sido, se caracterizaba por ser la luchadora incombustible de las múltiples crisis y de los fatales acontecimientos. Enviudó demasiado pronto y tuvo que levantar a su hija ella sola, dándolo todo y luchando con todas sus fuerzas contra todos. No podía permitirse fracasar ahora, debía reaccionar y rehacerse. Se observó con detalle el rostro maquillado en el espejo y se asustó de sus ojeras. Su cabello necesitaba desde luego más mechas rubias y un nuevo alisado, quizá un corte más radical y una nueva imagen. Cambiaría sus trajes chaqueta por prendas más ceñidas y ajustadas. Debía descansar, relajarse y reaccionar. Y sus ojos…, ya ni se atrevía a mirarse los ojos.

—Tienes que tener paciencia, Luisita —le aconsejó su interlocutor, el padrino de su hija, arrastrando las palabras—. Debemos dejar que el escándalo se diluya antes de intervenir en tu favor.

María Luisa Alarcón separó el teléfono de su cabeza con un gesto brusco, estaba sola en su casa y Adolfo seguía diciendo estupideces... Araceli, la asistenta, se acababa de ir y Cristina, su hija, estaba a punto de llegar del Máster de Derecho Laboral.

—No me fastidies, Adolfo. Ya no soy la joven adolescente que confiaba a ciegas en ti ni mucho menos.

Se armó de valor y rompió las formas después de decidirlo en un instante sobre la marcha:

—He estado callada hasta ahora pero puedo hablar… Debo hablar por mi hija y por mí. No soy idiota y no me dejas otra salida. Os denunciaré.

Su trayectoria profesional había sido impecable. Licenciada en Derecho y en Ciencias Empresariales, hacía más de quince años que ocupaba puestos directivos en la Caja de Ahorros. Ahora, intervenida la entidad por el Banco de España, se había descubierto un agujero de cientos de millones de euros y se le hacía responsable de la malversación de fondos. Las cajas de ahorros dependían de los partidos políticos, se concedieron a ellos mismos préstamos millonarios que no iban a devolver y se había invertido en empresas privadas o semipúblicas dependientes de ellos que estaban en la ruina por culpa de su mala gestión o de sus irregularidades.

—No saquemos las cosas de quicio que no hace la más mínima falta —le dijo Adolfo Martínez cambiando la voz y poniéndola de pronto grave—. Todos tenemos interés en que esto se arregle así que no te impacientes ni te precipites.

Adolfo Martínez Carrión era el Presidente de la entidad y, por lo tanto, su jefe más directo en el Consejo de Administración. Designado a dedo en su cargo por el mismísimo Presidente de la Generalitat Valenciana, su labor estaba a caballo entre lo económico y lo político. La regulación bancaria dejaba muchas lagunas y, contando con profesionales de categoría como la Directora General, se podían tapar agujeros y jugar con los fondos sin el más mínimo peligro. Pero llegó la crisis económica y, con ella, la escasez y la precariedad. El Sistema empezó a hacer aguas y se necesitó regenerarlo sacando los recursos de donde los hubiera. De pronto, se descubrió que allí no estaban. De pronto habían desaparecido. Una de las cajas de ahorros más importantes de la Comunidad Valenciana estaba en quiebra desde hacía mucho.

María Luisa llevaba unos días muy nerviosa y no se pudo aguantar. Todo la responsabilidad recaía sobre ella y nadie quería ni siquiera compadecerla:

—Te lo advierto, Adolfo, tengo los suficientes documentos firmados por ti para comprometerte… Os pasasteis concediendo préstamos a amigos influyentes que sabíais que no se iban a devolver.

—Te recuerdo que los decidíamos entre todos, querida. Tú también estabas en los Comités de Dirección. Todos nos beneficiamos de ello.

—De acuerdo —le contestó María Luisa sacando sus últimas fuerzas de flaqueza—. Si todos nos beneficiamos, ¿por qué sólo yo soy la que está en entredicho?

—Porque es a ti a la única que han pillado con un contrato de despido millonario. Un contrato vitalicio de por vida... Debiste ir con más cuidado y ser más cauta.

—El dinero corría a raudales, no me fastidies, Adolfo... Me pareció estúpido aceptar el despido así como así e irme de rositas.

El Estado presionó para realizar la fusión de las cajas de ahorros para que el agujero se diluyera y empezaron a rodar cabezas. Luego, a partir de un nuevo agujero se formaría Bankia, como la unión de Caja Madrid, Caja de Ahorros del Mediterráneo y otras entidades, que también generaría a su vez nuevos agujeros económicos. A Adolfo lo habían propuesto para presidir las entidades de ahorro a fusionar y no quería que nada empañara su futuro nombramiento. A ella se la querían sacar de encima y tuvo que anticiparse. María Luisa Alarcón, que no era nada tonta, se anticipó a ese despido y se preparó un contrato millonario de indemnización de por vida.

—El contrato lo firmaste tú, Adolfo.

—Pero eras tú la beneficiada. No yo.

Sobre el taquillón, junto al teléfono, estaban las dos fotografías enmarcadas en dorado representativas de su éxito profesional. La primera, de más joven, con la placa conmemorativa del premio recibido de manos de los mismísimos Presidentes Aznar y Zaplana, como la gestora más importante del Grupo Financiero gestionado por la Caja de Ahorros. Adolfo Martínez Carrión estaba junto a ellos representando a la entidad crediticia. La segunda, el día en que la nombraron Directora General con una gran fiesta y Adolfo invitó al Presidente Camps en persona como testigo de importancia. Su hija se mostró en público muy orgullosa de su madre y hasta se le escaparon unas lágrimas de emoción cuando su hija la abrazó al bajar del escenario.

—Encontraremos una solución. No te preocupes, María Luisa.

Por un momento estuvo a punto de dar marcha atrás y de pedirle disculpas. Adolfo la ayudó desde el principio de su carrera y la colocó enseguida como jefe de su equipo, la apoyó y la convirtió en el brazo derecho de sus muchos negocios corporativos. La encumbró y le pagó unos sueldos millonarios, a parte de comisiones y beneficios colaterales. Las cajas de ahorro y los bancos gestionaban muchas empresas y movían influencias económicas, empresas de informática, de recursos humanos, de mediación, compañías de seguros, de inversión, inmobiliarias y gestoras de fondos. Un sinfín de sociedades que generaban beneficios a partir de las inyecciones de dinero canalizadas a través de las inversiones bancarias. Se concedían préstamos a empresas vinculadas para luego distribuirse los beneficios generados por ellas. Si las empresas iban mal, no se devolvían los créditos y se daba la deuda como morosa, recibiendo los beneficios fiscales concedidos por el Banco de España. Si las empresas iban bien, tampoco se devolvían los préstamos y se repartían las ganancias por partida doble. Lo malo fue cuando el sistema quebró, se paralizaron los fondos y la pirámide rota se resquebrajó. Entonces todo el mundo quiso salir bien parado, se acusaron unos a otros, empezó la estampida y comenzaron a buscarse culpables.

María Luisa Alarcón estuvo a punto de dar marcha atrás en su decisión y casi le pidió disculpas. Justo hasta el momento en que Adolfo Martínez Carrión, enfadado con su actitud desagradecida, decidió no callarse más, ser duro con ella y prevenirla.  

—Te han cogido, María Luisa, esa es la realidad que has de aceptar porque no tiene remedio. Te toca sacrificarte y no puedes escapar a eso.

María Luisa volvió a respirar profundamente:

—¿Me estás pidiendo que pague por todos vosotros?

Hubo una pequeña pausa y después, Adolfo Martínez remató:

—Te ayudaremos si aceptas tu responsabilidad, es así de simple. No ha de faltarte de nada ni a ti ni a tu hija por supuesto. Hemos compartido buenos momentos y ahora te toca afrontar los malos. Lo siento de veras. Te apoyaremos en la sombra pero debes dar la cara tú sola.

Había trabajado, les había defendido y mira cómo la pagaban. Les había salvado el culo tantas veces y, ahora, ni siquiera una frase de aliento, ni siquiera una esperanza. Si estaba perdida del todo, ¿qué más podía perder?

—Tengo copia en mi caja fuerte de los documentos firmados por ti —le dijo—, los números de cuenta de los paraísos fiscales, el nombre de las empresas destinatarias de los préstamos y los políticos implicados. Espero por el bien de todos que me saques de este lío ya.

Y colgó.

Así de simple. Se armó de valor y colgó.

Un magnífico gesto el de dejar un mensaje en el aire. Una gran satisfacción personal desde luego. Como golpe de efecto había sido un buen golpe de efecto, aunque María Luisa Alarcón sabía que de nada sirve la chulería si no se negocia al final. Un farol no sirve para ganar si los otros siguen en la partida. Los conocía demasiado bien para saber que no se iban a conformar sin responder a la agresión. «Eso es impensable.» Pero no esperó que su respuesta fuera tan rápida.

Cerró los ojos y deseó que todo aquello hubiera pasado, que llegara su hija y que pudieran abrazarse, irse juntas a pasear y olvidar todo aquello lo antes posible.

Fue hasta el salón y se puso un gin tonic con hielo bien cargado de ginebra. Corrió la gran puerta corredera de cristal y salió al exterior a respirar el aire húmedo del atardecer. Estaban a finales de noviembre. Se detuvo por unos instantes en el centro de la terraza y después caminó hasta apoyarse en la barandilla. Observó las luces del paseo, las palmera y las farolas. «Una preciosa ciudad, Alicante», pensó. Se fijó en el horizonte, primero en el puerto y después en el mar. Su ático de trescientos metros cuadrados y de setecientos mil euros pagados con una hipoteca sin intereses no le servía para consolarla en ese momento. Era tan sólo un dato. Se fijó en ese mar oscurecido que la invitaba a hundirse en él. «Me perdería allí», pensó. Y aspiró profundamente.

Sintió frío y se metió en casa tiritando. Cerró la puerta cristalera y se sentó en el sofá blanco de tres plazas apoyado en la pared. En frente, una pantalla gigante de televisión y un Home Cinema recogido en una pantalla empotrada en el techo. Apoyó la copa ya vacía sobre la mesa lateral y observó la fotografía de su hija. Parecía sonreírle sólo a ella, tan alegre y vital como acostumbraba. «¿Qué haría sin ella?», se preguntó. A María Luisa se le iluminó el rostro observando a su hija pelirroja, de huesos grandes y con los veinticinco años recién cumplidos en el día de su aniversario. Una gran fiesta. Vestido de lentejuelas ajustado al cuerpo con un ligero escote y la zona de la nariz inundada de pecas, hombros rectos y una fantástica sonrisa. De anuncio de dentrífico blanqueador. Se sintió tan orgullosa de su querida niña que se había hecho mayor de golpe que hasta se olvidó por unos momentos de sí misma y de sus problemas personales. Eso es lo que su hija conseguía de ella, ser el bálsamo que aliviaba sus quemaduras. «Se la veía tan feliz ese día...», pensó. La diadema de terciopelo negro con cristales Swarovski que ella misma le regaló recogía su cabello pelirrojo hacía atrás y estaba preciosa...

De pronto llamaron al timbre de la puerta. Se sobresaltó y volvió a la realidad. Toda la realidad le cayó por encima.

«Será ella —pensó—, se debe de haber dejado las llaves en casa...»

Se levantó presurosa, con ganas de abrazar y de besar a su hija y fue hasta allí esperando abrazarla. La puerta estaba fuertemente blindada por una lámina gruesa de acero y recubierta después con madera de roble. Se apoyó en el picaporte dorado y cogió aire como si supiera que iba a enfrentarse a algo inesperado. Simplemente cogía fuerzas para mover la pesada puerta. Empujó hacía abajo la maneta y oyó el clic metálico que abrió la cerradura.

De pronto, un fuerte golpe en la cabeza. Empujaron la puerta bruscamente desde fuera y el quicio chocó contra su frente. Un fuerte dolor. Una herida sangrante. Un aturdimiento. Dos hombres entraron de repente en el recibidor y la empujaron, cerraron la puerta tras ellos y uno le pegó un fuerte puñetazo en la nariz. Fue el que llevaba guantes de piel en sus manos. La de cosas absurdas en las que se fija una persona mientras le pasan cosas importantes que deberían captar toda su atención.

—¿Dónde están los documentos? —le preguntó el del puñetazo mientras sacaba una pistola con silenciador y se la ponía en la boca—. Dímelo, zorra. ¿Dónde están?

El de los guantes de piel iba trajeado con un traje marrón y ella se fijó en su camisa blanca y en su pañuelo en el cuello. Parecía un chulo barriobajero, reloj de oro, anillo de sello y un nomeolvides grueso de plata.

—No tenemos todo el tiempo del mundo así que no te resistas, zorra de mierda.

El otro se mantenía callado. María Luisa lo observó mientras el de los guantes de piel la arrastraba hacia dentro.

—A ver, Vicente, ¿dónde tiene esta guarra la caja fuerte? ¿En que cuarto la esconde?

Vicente señaló sin hablar el fondo del piso y se dirigieron los tres por el pasillo.

María Luisa reconoció a Vicente. Iba sin su uniforme pero era desde luego él, llevaba tejanos y una cazadora. Había sido su chófer durante casi dos años y por eso seguramente no habló, para no ser reconocido. Tan sólo señaló tímidamente al fondo del pasillo con el brazo extendido. Hacía más o menos un año que lo había despedido por acercarse demasiado a su hija. A María Luisa le pareció que casi se besaban al entrar de golpe en la cocina y lo despidió fulminante. Tan sólo tonteaban pero ella no quiso que fuera a más aquella incómoda situación. Vicente estaba casado, era mayor que ella, tendría unos cuarenta años y además era el chófer, qué caramba. Él se excusó y le pidió disculpas. Su hija también. Pero ella fue implacable. Despedido. ¡A la calle! Ahora estaba allí y la tenían retenida.

Al entrar en el despacho el de los guantes de piel la agarró por el cabello y se lo estiró hacia atrás con fuerza.

—Emilio, por favor —le suplicó Vicente un tanto alterado por la situación.

Emilio García se giró hacia él y le miró con unos ojos endurecidos y bañados en sangre:

—Ni se te ocurra corregirme ni una sola vez más, ¿lo comprendes? ¿Comprendes lo que te digo, capullo?

Vicente bajó la cabeza avergonzado y miró de reojo a María Luisa.

—¿Donde está? —le preguntó Emilio a Vicente mirando hacia la pared—. ¿Donde está la maldita caja fuerte?

—Detrás del cuadro —respondió Vicente señalando el paisaje flamenco del rincón.

—Ábrela, zorra.

Emilio apartó el cuadro con fuerza y lo tiró al suelo. Luego cogió a María Luisa y le incrustó la cara contra la caja fuerte:

—O la abres o te mato.

A María Luisa todo le había pasado muy rápido. Aún creía que si cerraba y abría los ojos quizá todo aquel horror desaparecería. Sólo podía obedecer y resignarse. Obedecer y esperar a que todo aquello se acabara lo más pronto posible.

Abrió la caja y fue apartada de un fuerte empujón que la tiró al suelo.

—Vigílala —le ordenó Emilio a Vicente entregándole la pistola con silenciador.

Vicente cogió la pistola y la apuntó casi sin atreverse a mirarla a los ojos.

Emilio García metió la mano en la caja y sacó lo que había en su interior. Puso sobre la mesa del despacho un cofre lleno de joyas, lo abrió y les dio un rápido vistazo. «Es muy difícil deshacerse de las joyas sin dejar rastro —dijo en voz alta para sí—, que queden para tu hija. No las quiero». Luego destrozó un sobre con dinero y se lo guardó en el bolsillo. «Después, lo arreglamos», le dijo a Vicente. Arrojó los talonarios al suelo y inspeccionó varios documentos con rapidez. Apartó las escrituras y algunos contratos y cogió un gran sobre blanco que ponía a mano con bolígrafo azul: «Caja de Ahorros». Sacó el contenido y lo inspeccionó con detalle, pasó las hojas y la documentación con mucha atención: certificados, actas, expedientes, minutas, extractos, registros, recibos, comprobantes, facturas, resguardos, cartas, notas e informes. Todo parecía correcto.

Emilio dio un vistazo rápido a la habitación y descubrió una cartera de mano de piel marrón sobre un mueble bajo con estanterías. Fue hasta ella y la abrió. Le dio la vuelta y tiró el contenido al suelo después de darle un vistazo y cerciorarse de que no le interesaba: rotuladores, máquina de calcular, cuartillas blancas y carpetas vacías. Puso dentro el gran sobre con los documentos reseñados como: «Caja de Ahorros» y la cerró.

—Vámonos de aquí —le ordenó a Vicente.

Cogió por la nuca a María Luisa y la levantó en vilo:

—¿Ves como no era tan difícil, puta?

La empujó por el pasillo y fueron los tres hasta el salón.

—Tú sigue apuntándola, no la pierdas de vista —le gritó a Vicente.

Dejó la cartera en el suelo y fueron hasta la terraza.

María Luisa sangraba por la frente y la nariz y estaba aturdida, caminaba a trompicones siguiendo los impulsos agresivos de Emilio. Se apartó la sangre como pudo con la manga y el dorso de la mano. Se miró las piernas llenas de carreras y se desesperó.

—¿Por qué no nos vamos? —preguntó Vicente—. Ya tenemos lo que vinimos a buscar.

—¿Quieres que nos reconozca y nos acuse, capullo? ¿Estás tonto o que pasa?

—No diré nada... No diré nada —susurró María Luisa mientras Emilio empujaba la gran puerta cristalera y la abría de par en par.

La llevaron hasta la baranda metálica y la levantaron hasta sentarla en el borde de acero. Emilio le ordenó a Vicente que lo ayudara a sostenerla por los hombros.

—Me dijiste que sería un trabajo rutinario, sin violencia —le dijo Vicente a Emilio temiéndose lo peor.

—Mira que eres nenaza, Vicente. ¿No vas a ser nunca un hombre con los huevos bien puestos?

El viento le dio a María Luisa en la cara, le dolían las heridas y estaba como borracha. Todo aquello era como un nebulosa que le estuviera pasando a otra persona. No se lo podía creer y sin embargo era real, demasiado real para no ser cierto.

De pronto, su hija apareció en la puerta del salón con su sonrisa y su ánimo de siempre:

—Mamá, ya estoy en casa.

Los tres se volvieron hacia ella.

—Mamá —gritó—. ¿Qué pasa?

—Vete, Cristina. Vete —le gritó María Luisa haciendo un esfuerzo que no supo de donde salió.

Cristina se quedó como inmóvil con su chaqueta a medio quitar y su bolso en la mano.

—Vicente, ¿qué haces? ¿Qué estáis haciendo con mi madre? —le gritó al reconocerlo.

Los ojos de su hija se clavaron en ella cuando la soltaron de los hombros y la dejaron caer al vacío.

—¡Mamá! —oyó gritar María Luisa a su hija mientras perdía el equilibrio.

María Luisa cerró los ojos con la aceleración del peso de su cuerpo en caída libre y mantuvo en su cerebro la imagen de su hija gritando, hasta que un fuerte golpe en la cabeza lo borró todo.

 

 

 

 

Capítulo 4

 

 

 

 

 

 

Vicente entró en su casa y fue directo al cuarto de baño. Llegó sudoroso y Amparo, su mujer, lo vio entrar y dirigirse al lavabo y se asustó. Sabía que algo grave le pasaba y fue hasta la puerta a intentar ayudarlo:

—¿Estás bien? —le preguntó golpeando la puerta con los nudillos sin atreverse a abrirla.

Lo oyó vomitar.

Eran las doce de la noche y Juan, su hijo de doce años, ya estaba dormido. Debían cuidarlo muy de cerca por su enfermedad pero se acostó tranquilo y no se había despertado. Últimamente dormía de un tirón, había mejorado desde la operación.

Amparo oyó el ruido de la cadena y luego correr el agua del grifo. Enseguida, Vicente abrió la puerta:

—Emilio llevaba guantes y yo no —le dijo sollozando y abrazándose a sus hombros—. Estoy perdido. ¡Perdido! ¿Qué vamos a hacer ahora?

Amparo era una mujer muy entera y fuerte. A sus treinta y ocho años se sobrepuso a la enfermedad congénita de su hijo, a sus apuros económicos que les llevaron a perder la propiedad de su piso y empujaba día a día a su marido para salir juntos adelante. Aún se sentía viva y de eso estaba muy orgullosa. Los hombres aún se giraban a su paso por la calle y le decían piropos. Era rubia y voluptuosa, vestía ceñida, con falda corta, medias transparentes de color carne y le encantaba pisar fuerte por la calle y oír el ruido de sus tacones caminando por la acera.

—Tranquilízate, Vicente —le dijo cariñosa—. Explícamelo con calma. ¿Quieres una manzanilla caliente?

Vicente entró en el lavabo y volvió con la pistola con silenciador que había dejado sobre el estante.

—¿Ves? Estamos perdidos —le dijo al salir.

Amparo le hizo dejar la pistola sobre la mesa del comedor y preparó la manzanilla. Puso las dos tazas sobre la pequeña mesa de centro, se sentó en el sofá junto a él y le cogió la cabeza con sus manos.