Bibliografía

Anónima, Una mujer en Berlín, Anagrama, Barcelona, 2009.

Altner, Helmut, Berlin Dance of Death, 2002.

Bullock, Alan, Hitler, Biografías Gandesa, Barcelona/México 1964.

Caballero, José Luis, Espías y la guerra secreta. Robinbook, Barcelona, 2014.

Dollinger, Hans, Los últimos cien días, Plaza&Janés, Barcelona 1967.

Eberle, Henrik, El informe Hitler, Tusquets, 2005.

Ezquerra, Miguel, Berlín a vida o muerte, García Hispan, S.L. Granada 1999.

Gallego, Ferrán, De Munich a Auschwitz, Plaza y Janés, Barcelona, 2000.

Gran crónica de la II GuerraMundial, Selecciones del Readers Digest.

Misch, Rochus, Yo fui guardaespaldas de Hitler, Taurus, Barcelona, 2008.

Musmanno, Michael A., Los últimos testigos de Hitler, Robinbook, Barcelona, 2005.

Manzanera, Antonio, El informe Müller, Umbriel, Madrid, 2013.

Ryan, Cornelius, La última batalla, Destino, Barcelona, 1966.

Shirer, William L., Auge y caída del Tercer Reich, Luis de Caralt, Barcelona, 1962.

Tully, Andrew, La batalla de Berlín, Ediciones Grijalbo, Barcelona/México, 1964.

Créditos

© 2015, José Luis Caballero
© 2015, Redbook ediciones, s. l., Barcelona

Diseño de cubierta: Regina Richling
Maquetación: Regina Richling

ISBN: 978-84-9917-418-1

Digitalización: Vorpal. Servicios de Edición Digital

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

La batalla de Berlín fue una de las más sangrientas y despiadadas de toda la Segunda Guerra Mundial, comparable a la de Stalingrado o Iwo Jima. Desde 1941 se habían enfrentado los ejércitos de dos sistemas antagónicos, el Ejército Rojo de la URSS y la Wehrmacht del Tercer Reich, peligrosamente cercanos en sus métodos de dictadura y de represión, y Berlín fue el último acto de un drama que se inició el 16 de junio. El asalto a la capital de Reich dio la pauta de lo que iba a ser el final de la Segunda Guerra Mundial, la liquidación de Alemania como potencia hegemónica en Europa, la destrucción del poderío militar alemán que, se vería años más tarde, sentaría las bases de una nueva Europa y la reorganización del poder en el panorama mundial con el fin del imperialismo clásico, el auge de los estados socialistas y el liderazgo de Estados Unidos, aderezado todo ello por lo que se dio en llamar «la guerra fría». Para los analistas a posteriori, la guerra de 1870, la de 1914—1918 y la de 1939—1945 en realidad era una única guerra, en su evolución, enfrentando básicamente a Francia y a Alemania por el dominio de Europa y materializando la expresión del imperialismo germano, que se manifestó con la paranoica definición de lo alemán: lebendige Gemeinschaft aus Blut und Boden, ‘comunidad vital de sangre y suelo’, es decir, que allá donde viviera un alemán, era territorio alemán. De ahí las reivindicaciones agresivas de los Sudetes, Bohemia, Moravia, Austria, Memel, los países bálticos, Alsacia, Lorena, Sarre y más aún el Wohnfläche, el espacio vital en el este, expresado en Mein Kampf, necesario según ellos para colocar a su exceso de población. Todo ello aderezado por la «superioridad racial», por la existencia de una mítica «raza aria» que tenía derecho nada más y nada menos que a dominar el mundo pues en múltiples entrevistas y libros de algunos de los personajes que conocieron los enfermizos planes de Hitler hablaban sin paliativos del deseo irracional de dominar el mundo en su totalidad. Todo eso, ese nacionalismo atávico llevó adonde tenía que llevar, al corazón de Berlín al que ni rusos, ni franceses, ni británicos podían perdonar por la tragedia causada y el enfrentamiento final, cedida la capital a los más perjudicados por la soberbia alemana, a Rusia, el pueblo que más había sufrido la violencia y la barbarie. El escenario fue una magnífica ciudad, la capital de dos grandes imperios y un tercero de ficción, la ciudad del Havel y el Spree tan bien retratada por Werner Richter en su biografía de Bismarck. Por un lado las tropas soviéticas, empujadas por un deseo de venganza y de aplastar a la «bestia fascista», por el otro una variopinta fuerza nazi formada por alemanes, civiles y militares, y fascistas de toda Europa impulsados por la fanática adhesión a un líder que se escondía a 15 metros bajo tierra. Ambos regímenes eran especialistas en propaganda bélica; de un lado aquella imaginaria superioridad de la «raza» aria, identificada con Alemania y el «superhombre» de Nietszche, una imagen desarrollada por el pequeño, esmirriado y contrahecho Joseph Goebbels y del otro el mito de la «madre Rusia» acuñado por Stalin y los cuatro largos años de humillación y destrucción, por los que Ilyá Ehrenburg pedía venganza. El resultado fue una orgía de sangre y de fuego, con una resistencia violenta e inútil que despreciaba la vida de la población civil y un comportamiento de los invasores como hordas, acusadas de perpetrar violaciones y saqueos. Cientos de miles de fugitivos, heridos, ancianos, mujeres y niños, murieron masacrados porque los jerarcas nazis, en su negativa a aceptar la derrota, habían prohibido la rendición y la evacuación de civiles y consideraban traidores y reos de morir en la horca a los que simplemente hablaran de capitular.

imagen%20pagina%209.jpg

La población civil sufrió como nadie el asedio de los aliados a la capital berlinesa.

Los relatos que componen este libro se dan en dos escenarios totalmente distintos: la tremenda lucha sin cuartel en las calles y plazas de Berlín, muchas de ellas reducidas a escombros, entre edificios derruidos por los bombardeos americanos y británicos y la artillería del Ejército Rojo; y por otro lado el invulnerable búnker subterráneo donde Hitler planeaba su boda, su victoria y su muerte, mientras los jerarcas del régimen preparaban su huida o se disputaban la herencia en un delirio sin sentido. Intentamos describir esa pesadilla de odio, estupidez, terror y muerte, por medio de la vida de protagonistas conocidos o anónimos, sucesos poco conocidos, o detalles significativos de acontecimientos importantes. En resumen, un conjunto de historias conocidas o ignoradas, desdeñadas, recordadas u olvidadas, que pretende reflejar tanto el fanatismo salvaje que presidió la caída de Berlín, como la capacidad de resistencia del ser humano incluso en las peores circunstancias.

Entre el 22 de junio y el 19 de agosto de 1944 tuvo lugar la más importante ofensiva del Ejército Rojo en toda la guerra, la Operación Bagration, que expulsó a los alemanes del territorio soviético recuperando Bielorrusia, Ucrania, los países bálticos y parte del territorio polaco. En esa operación, Alemania perdió una cuarta parte de sus fuerzas armadas, lo que suponía casi 500.000 soldados y más de 3.000 tanques y vehículos blindados. El Grupo de Ejércitos Centro de la Wehrmacht casi desapareció del mapa y dejó el camino expedito para que los rusos penetraran, por un lado en territorio alemán y por otro en los países aliados de Alemania del sureste de Europa, Bulgaria, Rumania y Hungría. Menos de un año después, en la primavera de 1945, las fuerzas de los generales Zhúkov y Kóniev estaba a las puertas de Berlín. Lo que Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del Reich calificaba de «hordas asiáticas» tenía ya el camino expedito hacia la capital del Reich Milenario. No obstante, en Berlín, a pesar de los bombardeos, la vida cotidiana se intentaba seguir con la máxima normalidad posible; las tiendas se abrían, funcionaba el metro, se publicaban los periódicos (adictos al régimen, claro) y la feroz represión contra judíos o disidentes políticos era algo que no se dejaba ver en las calles. Berlín era una ciudad femenina, la mayor parte de sus hombres estaban fuera, en los frentes del Este y del Oeste. Los principios del nacionalsocialismo establecían que el lugar de la mujer estaba en el hogar y por tanto, no se las había movilizado para trabajar en las fábricas, con el consiguiente perjuicio para la producción de guerra que se ponía en manos de prisioneros y trabajadores esclavos. Mientras que en el Reino Unido más de dos millones de mujeres mantenían la producción industrial, en Alemania no llegaban ni a las 200.000 con una población semejante.

imagen%20pagina15.psd

Nombre en clave de la ofensiva en masa del Ejército Rojo sobre la Bielorrusia soviética, la Operación Bagration se desarrolló durante el verano de 1944. Fue una de las derrotas más importantes de las fuerzas alemanas de tierra durante la Segunda Guerra Mundial.

A pesar de los sistemáticos bombardeos, el 15 de abril todavía funcionaban en Berlín dieciocho centralitas telefónicas y era posible mantener conversaciones a través de las líneas en servicio, aunque los berlineses sabían positivamente que las charlas eran siempre «a tres» pues la Gestapo escuchaba permanentemente todas las conversaciones a la caza de desafectos al régimen o de tibios en la resistencia. También seguían funcionando en esas fechas algunos tranvías aunque el suministro de agua era ya irregular. Desde septiembre de 1944 habían caído en Berlín más de 70.000 toneladas de bombas británicas y norteamericanas y el Ejército Rojo se acercaba peligrosamente a Berlín. Los territorios alemanes del Este, Silesia, Pomerania, los Sudetes eran ocupados por el Ejército Rojo y su población de origen alemán huía aterrorizada hacia el oeste azuzada por la violencia de la guerra y la ocupación y también por la insidiosa propaganda del régimen nazi que había considerado siempre a los rusos o a los polacos como primitivos, inferiores y carne de esclavitud. El drama berlinés estaba servido.

zhukov.jpg

Considerado uno de los comandantes más destacados de la Segunda Guerra Mundial, Gueorgui Zhúkov participió decisivamente en la captura de Berlín.

Juegos de guerra

El propósito de la guerra no es morir por tu país, sino hacer que el otro bastardo muera por el suyo.

General George S. Patton

Desde el desastre de Stalingrado, las mentes más preclaras, incluso las alemanas, sabían que Alemania tenía perdida la guerra y que su derrota era solo cuestión de tiempo, pero ni Hitler ni sus fanáticos seguidores estaban dispuestos a reconocerlo, ni siquiera a principios de 1945 y a la paranoia de victoria siguió la de resistencia hasta el final. Una muestra de esta determinación criminal estaba en uno de los discursos de Goebbels, ministro de Propaganda: «Caballeros, dentro de cien años, se estará mostrando otra excelente película a color sobre los días terribles en los que estamos viviendo. ¿Queréis desempeñar un papel en esta película?, ¿volver a la vida en un centenar de años? Cada uno de vosotros tiene ahora la oportunidad de elegir qué papel desempeñará en la película dentro de cien años. Resistid ahora para que en un siglo los espectadores no os abucheen y silben cuando aparezcáis en la pantalla».

Las fuerzas aliadas desembarcadas en Normandía unas semanas antes de la Operación Bagration, comandadas por el general Eisenhower, se abrían paso hacia Alemania venciendo la resistencia del 25% de los ejércitos alemanes, pues el otro 75% intentaba contener a los rusos en el Este. El general Patton, después de sus victorias en el norte de África, había llevado sus blindados a Sicilia y avanzaba por la península italiana hacia el Norte con una fuerte resistencia alemana al mando del general Kesselring, una vez que el Ejército italiano había sido neutralizado tras el golpe de Estado del mariscal Badoglio. La propuesta de Winston Churchill de que las fuerzas aliadas desembarcaran en el sur, en las costas de Yugoslavia o de Grecia y no en Normandía había sido rechazada de plano por los estrategas militares y sobre todo por Stalin, pues Churchill lo había propuesto con la clara intención de evitar que la Unión Soviética se apoderara del Este de Europa. Triunfó la lógica militar y la postura del dictador soviético, que de ningún modo iba a permitir que el inmenso esfuerzo del Ejército Rojo y la población civil de Rusia se quedara sin recompensa. A toda costa, Stalin quería entrar en Berlín el primero y controlar a los países fronterizos con la Unión Soviética, un «colchón» que evitara en el futuro las agresiones alemanas. Si conseguía que sus tropas fueran las primeras en ocupar Berlín y apresar a Hitler, se cumpliría además su designio de obtener la hegemonía sobre los países del Este y dejar claro quién había ganado la guerra. También es posible, que en el fuero interno de Stalin y sus generales estuviera el deseo de ofrecer a sus soldados el botín de la capital del Reich milenario que tanto había hecho sufrir a Rusia. Mientras tanto, en el frente occidental, donde la resistencia también había sido muy dura, los aliados habían alcanzado las orillas del Rhin en marzo de 1945, demasiado lejos todavía de Berlín, aunque el general Eisenhower, personalmente, no abandonaba la opción de ser el primero en llegar a la capital alemana. No obstante la resistencia de la Wehrmacht en el frente occidental fue en aumento y las muchas bajas aliadas y la considerable distancia que aún lo separaba de la capital del Reich lo llevaron a aceptar que fueran los soviéticos los que se apuntaran ese simbólico y costoso honor. Esta decisión, que Ike consideró como un acto de cortesía hacia la URSS, tendría importantes consecuencias en la posterior Guerra Fría, pero en aquel momento era la opción más razonable, sobre todo teniendo en cuenta que gran parte del poder del Ejército alemán se concentraba en Baviera, al sur, al alcance de los norteamericanos.

Ante el «parón» de los Aliados occidentales en el Rhin, Josef Stalin escogió a sus dos mariscales más brillantes, Gueorgui Zhúkov e Iván Kóniev, para encomendarles la misión de tomar la capital alemana. Pero, astuto, retorcido y desconfiado, Stalin planeó la operación no como una colaboración entre ambos generales, sino como una carrera intentándolo cada cual por su cuenta y riesgo: Zhúkov avanzaría por el noreste al mando del Primer Ejército Bielorruso, asistido por el Segundo Ejército del general Rokossovsky, de origen polaco; y Kóniev con el Primer Ejército Ucraniano atacaría desde el Sudeste, apoyado por el Segundo y el Cuarto de Ucrania, al mando de los generales Malinowski y Yeremenko. Ambos mariscales inician así una competitiva carrera por Berlín, que les llevaría a sufrir retrasos y muchas más bajas de las previstas, incluido un incidente de lo que hoy en día se conoce como «fuego amigo».

1.%20A%20Operation%20Bagration.jpg

Amigo personal de Stalin, Iván Kóniev tuvo el honor de recibir el título de Héroe de la Unión Soviética.

El 28 de abril el Tercer Ejército Blindado de la Guardia, comandado por el general Rybalko a las órdenes de Kóniev, recibió una andanada de las fuerzas de Zhúkov que le causaron gran número de bajas. Ese mismo día, Zhúkov envió un mensaje a Kóniev, quejándose de que los tanques de éste estaban alcanzando a sus tropas. Al día siguiente Kóniev telefoneó a su rival, para reprocharle a gritos que sus tanques y aviones estaban impidiendo el avance de los ejércitos ucranianos hacia el Reichstag. Zhúkov, menos temperamental, se disculpó educadamente, aduciendo que entre el humo y el polvo de la batalla no se distinguían claramente los blancos.

Iván Kóniev había rozado la tragedia en su carrera militar cuando, en las purgas en el Ejército de 1937, estuvo a punto de ser fusilado. Se dice que fue la presión de Zhúkov, cercano a Stalin, lo que le salvó del pelotón de fusilamiento, pero el caso es que al descabezar el Ejército Rojo, Stalin se vio obligado a promocionar a mandos más jóvenes y menos comprometidos con la política de los años treinta. Ya en la Segunda Guerra Mundial, Kóniev se había distinguido en la batalla de Moscú y su ascenso fue meteórico hasta alcanzar el grado de mariscal. Finalizada la guerra Kóniev fue nombrado alto comisionado aliado en la Austria ocupada y llegó a ser Comisario del Pueblo para defensa, pero Stalin seguía desconfiando de él y le relegó a un cargo menor como jefe militar en la zona de los Cárpatos. A la muerte de Stalin en 1953 su relevancia siguió en auge y fue nombrado en 1955 jefe militar del Pacto de Varsovia y comandante en jefe de las fuerzas soviéticas en Alemania. Falleció en 1973 y como Héroe de la Unión Soviética fue enterrado en las murallas del Kremlin.

El veredicto de Dios

En la mañana del 3 de febrero de 1945, Berlín sufrió por parte de la Fuerza Aérea norteamericana uno de los más terribles bombardeos aéreos de toda la guerra. Desde noviembre de 1943, la capital alemana había estado bombardeada, durante el día por los norteamericanos y por la noche por la RAF británica. Aquel día, todavía con el Ejército Rojo lejos de Berlín, la ciudad intentaba mantener un ritmo de vida dentro de la normalidad a pesar de los bombardeos. Una de estas señales de «vida normal» dentro de los parámetros nazis, era el funcionamiento del Volksgerichtshof, Tribunal del Pueblo, un tribunal de excepción para los delitos contra el Estado que se encargaba de mandar a la horca a todo disidente, crítico o tibio en su relación con el régimen, la mayor parte de las veces sin la más mínima garantía judicial, incluso ante las draconianas leyes de la época. Presidía el Tribunal un individuo que hubiera hecho las delicias del Tribunal de Nüremberg o de los partisanos que atraparon a Mussolini, Roland Freisler, calificado desde entonces como «el peor juez de la historia». Freisler era un nazi fanático, desesperado por hacer méritos ante la dirección del Partido, histérico y cruel hasta extremos indecibles. Ese día, 3 de febrero, la sesión del Volksgerichtshof estaba dedicada al teniente Fabian von Schlabrendorff, miembro de la resistencia alemana contra el régimen nazi y acusado de participación en el atentado contra Hitler de junio del año anterior. Sabedor de que era condenado a muerte de antemano, Von Schlabrendorff se mostró altivo ante Freisler a pesar de que, según su costumbre, el juez le hizo desprenderse del cinturón para hacerle pasar por la vergüenza de que se le cayeran los pantalones en medio del juicio. Freisler recibió a gritos, como era su costumbre, al acusado al que anunció que iba a «mandar al infierno» a lo que Von Schlabrendorff replicó que estaría feliz de que Freisler le precediera. Sin embargo, aquel día un B29 norteamericano puso punto y final a la siniestra carrera del juez. Las alarmas no llegaron a tiempo para suspender la vista y permitir que todos los presentes acudieran a los refugios; un rosario de bombas cayó sobre la sala de Justicia y otros varios edificios gubernamentales. Cuando los bomberos y el personal voluntario acudieron a rescatar a los supervivientes se encontraron con el cadáver aplastado de Freisler; una de las columnas del edificio le había caído encima y aún tenía en las manos el expediente de acusación. Von Schlabrendorff salió ileso y el nuevo juez del Tribunal del Pueblo, Harry Hafner, le absolvió por falta de pruebas. Aunque Von Schlabrendorff pasó unas semanas en diferentes campos de concentración, finalmente fue liberado por los norteamericanos el día 5 de mayo.

Roland%20Freisler.jpg

Como Presidente del Tribunal Popular o Corte del Pueblo (Volksgerichtshof) de la Alemania Nazi, Roland Freisler se distinguió por ser uno de los más temidos e implacables jueces del nazismo.

El juez Roland Freisler se había destacado como una auténtica bestia, en nada equiparable a un juez, por duro que fuera. De hecho, su muerte no fue lamentada por nadie, ni siquiera por sus compañeros nazis y cuando llevaron su cadáver al hospital alguien dijo al verle: «es el veredicto de Dios». Freisler había sido capturado por los rusos en 1915 en una acción de guerra cuando era teniente en el Ejército del káiser y recluido en un campo de concentración donde le acusaban sus enemigos de haber confraternizado con los bolcheviques hasta el punto de convertirse en un ferviente comunista. Tras su regreso a Alemania prosiguió sus estudios de Derecho en Jena donde se afilió al Partido Comunista Alemán y se doctoró en 1922. Ejerció de abogado en un bufete en la ciudad de Kassel y fue elegido concejal como miembro del Bloque Socialista Popular. Al parecer, de su socialismo pro soviético pasó al socialismo nazi influido por la oratoria de Hitler y en 1925, tras su paso por algunos grupos ultranacionalistas, ingresó en el NSDAP. Declarado enemigo de la República de Weimar, ascendió a funcionario del Ministerio Prusiano de Justicia y en 1934, tras la subida al poder de Hitler, fue nombrado Ministro de Justicia del Reich y en 1942 participó en la Conferencia Wannsee, presidida por Heydrich, en la que se diseñó la «solución final» para el «problema judío».

A pesar de las reticencias hacia su persona, Hitler le nombró Presidente del Volksgerichtshof en 1942 intuyendo que su ferocidad le haría un personaje útil. Freisler ejercía de juez, jurado y fiscal, todo a la vez, saltándose todas las normas del Derecho y cuando funcionaba como fiscal, acusando violentamente, a gritos, era obvio que su personalidad como juez ya había dictado la sentencia. Al mismo tiempo que presidía el Tribunal emitía decretos que él mismo redactaba, como el llamado «Criminales juveniles precoces», pensado para condenar a muerte o trabajos forzados a jóvenes que repartían panfletos pacifistas o antinazis. Freisler dirigió personalmente los juicios contra los jóvenes estudiantes de Munich militantes de la organización conocida como la «Rosa Blanca», condenando a muerte a los hermanos Sophie y Hans Scholl, así como a Alexander Schmorell, Willi Graf y Kurt Huber miembros de la organización. Por orden expresa de Freisler esas ejecuciones fueron llevadas a cabo en la guillotina. Una decena más de jóvenes fueron condenados a cadena perpetua y trabajos forzados y enviados a campos de concentración. En total pronunció a lo largo de su carrera unas 2.500 sentencias de muerte.

Las penas de muerte dictadas por Freisler se aplicaban por «delitos» de ofensa al régimen, sintonizar la BBC en la radio o criticar las decisiones del Führer en círculos privados. Todos estos «delitos» estaban incluidos en el decreto–ley llamado «Decreto contra los parásitos nacionales» redactado por el mismo Freisler donde se incluían los agravantes de «raza», lo que quería decir que ser «ario» podía ser un agravante o un eximente, según su criterio momentáneo.

Además de la horca para ejecutar la pena de muerte, a la que fueron a parar el 90 por ciento de sus acusados, Freisler introdujo la decapitación por guillotina como método de ejecución y la humillación y el insulto en sus sesiones. No obstante la «actuación estelar» de Freisler, aparte de la de su muerte, fue sin duda su represión del atentado contra Hitler en el Wolfsschanze. Freisler instruyó las causas contra algunos de los principales conjurados como el mariscal Witzleben y el político y economista, presunto Canciller, Goerdeler donde hizo gala de su bajeza insultando y humillando a los acusados con su ya famosa iniciativa de privarles de los cinturones en los pantalones mientras declaraban de pie ante él.

Por orden expresa de Hitler no se celebraron funerales oficiales tras su muerte y fue enterrado poco menos que en secreto. La lápida que cubre su tumba en Berlín no luce su nombre e incluso sus dos hijos, Harald y Roland se cambiaron los apellidos tras su muerte.

En cuanto a Fabian von Schlabrendorff, al término de la guerra continuó los estudios de leyes que había cursado antes de la guerra y llegó a ser juez del Tribunal Supremo de la República Federal alemana. Ciertamente, no existía prueba alguna de la culpabilidad de Von Schlabrendorff en el atentado contra Hitler de Rastenburg, pero es bastante creíble que tuviera conocimiento o estuviera relacionado aunque las tortura de la Gestapo no consiguieron que confesara o delatara a sus cómplices. Su pertenencia a la resistencia antinazi era cierta desde luego y había sido la persona que colocó una bomba en el avión Cóndor que en marzo de 1943 llevaba a Hitler desde Smolensko en el frente del Este al cuartel general de Rastenburg. La bomba no llegó a estallar porque el mecanismo se congeló a causa de las bajas temperaturas pero nadie acusó a Von Schlabrendorff. Casado con una descendiente del canciller Bismark, fue padre de seis hijos y falleció en 1980.

El general insumiso

El 22 de marzo tuvo lugar en la ciudad de Zossen, a menos de 50 kilómetros al sur de Berlín, una reunión de la máxima importancia. En el cuartel general de la Wehrmacht, situado en un complejo subterráneo en la pequeña ciudad, los altos mandos del Ejército, conscientes de que el final de la guerra y la derrota era ya irreversible, luchaban todavía por salvar lo que pudiera ser salvado de Alemania y de su ejército diezmado y derrotado.

Ese día, a primera hora de la mañana, llegó al cuartel general un coche, un Mercedes negro con las insignias de la Wehrmacht en cuyo interior viajaba el coronel general Gotthard Heinrici, sentado junto al chófer como solía hacer pues no le gustaba ir en el asiento de atrás, «como una vieja dama» según decía él mismo. El asiento de atrás lo ocupaban dos oficiales, su asistente, Bilza, y su ayudante personal, el capitán Von Bila. Heinrici viajaba a Zossen cumpliendo órdenes pero absolutamente furioso contra ellas pues no había aspirado en ningún momento a la «patata caliente» con la que el Führer le acababa de obsequiar: el mando del grupo de ejércitos Vístula a cargo de la defensa de Berlín. En el cuartel general le esperaba el jefe del Estado Mayor Heinz Guderian, uno de los generales más capaces y más fieles al Führer, aunque radicalmente en contra de cómo estaba dirigiendo la guerra. Guderian, artífice del arma blindada y de la «guerra relámpago», Jefe del Estado Mayor, recibió en su despacho del OKW al veterano general Gotthard Heinrici. Heinrici, de 59 años, era el típico oficial prusiano por su ascendencia materna, pues su madre, Gisela von Rauchhaupt pertenecía a una rancia familia de militares con blasones que se remontaban al siglo XII. El padre de Heinrici, Paul, era pastor luterano cuyo ejemplo influyó en que Gotthard fuera toda su vida un hombre muy religioso. Pese a las presiones, Heinrici siempre se negó a inscribirse en el NSDAP como la mayor parte de militares prusianos, por un rechazo instintivo al histrionismo de Hitler y a la vulgaridad de los jerarcas del nazismo, «la pandilla bávara–austriaca» como le llamaban en privado. En su aspecto, Heinrici era cualquier cosa menos cuidadoso. Viajaba siempre con un solo uniforme de campaña, sin concesiones a la elegancia y su ayudante, Von Bila, perdía el tiempo intentando convencerle de que se enfundara uniformes nuevos hasta que el que llevaba se caía de puro viejo. Sus botas eran del mismo modelo que calzaba en la Primera Guerra Mundial y contra el frío usaba una chaqueta de piel de oveja tan vieja como él mismo, sin concesiones a la «elegancia» de los nuevos militares y los SS tan fanáticos del régimen.

Heinrici.jpg

El general Heinrici fue uno de los mejores tácticos defensivos de la Wehrmacht, siendo admirado por su tenacidad para detener ataques enemigos con pocos recursos.

Heinrici había servido a las órdenes de Guderian durante la Operación Barbarroja al mando del II Ejército Panzer y eso había forjado una gran amistad y admiración mutua entre los dos hombres y más aún les unía su fidelidad a Alemania y a la jerarquía militar, aunque no al nacionalsocialismo que ninguno de los dos apreciaba. Aquel día de abril, Heinrici regresaba por vez primera a Alemania desde 1943 y se mostraba sorprendido del cambio que su patria había sufrido, oprimida por el nacionalsocialismo y al mismo tiempo asediada y bombardeada por los aliados.

La entrevista de Guderian con Heinrici está recogida en el libro de John Toland Los últimos cien días donde se señala el profundo desacuerdo de Guderian con las órdenes de Hitler, lo que le llevaría poco después a ser relevado de su cargo en el OKW. Dos días antes, Guderian había conseguido que Hitler nombrara a Heinrici jefe de la Agrupación de Ejércitos Vístula, encargada de la defensa de la línea del Oder, algo que el Führer aceptó por la gran experiencia de Heinrici frente a los rusos y también como un modo de alejar del frente a Heinrich Himmler, hasta el momento a cargo del grupo de ejércitos Vístula, en cuyas aptitudes militares Hitler no confiaba en absoluto y con razón. La responsabilidad principal de la defensa civil la había delegado Hitler en un primer momento en Joseph Goebbels, como Gauleiter (gobernador) del distrito de la capital y la jefatura militar en Himmler, en tanto que comandante en jefe de todas las fuerzas armadas, los dos fanáticos hitlerianos pero sin ninguna habilidad militar. «Himmler nunca cumple una orden», se quejaba Guderian a Heinrici, «ni proporciona los necesarios informes. He dicho a Hitler que es un incompetente, y que nunca ha mandado ni un pelotón a través del río». Cediendo a la presión de Guderian, Hitler aceptó traspasar la defensa de Berlín al experto general Gotthard Heinrici, pese a que la relación entre ellos se podía calificar de odio mutuo. La primera respuesta del Führer ante la propuesta fue «no me gusta» y propuso otros nombres, pero Guderian insistió y sacó el argumento definitivo: nunca habían conseguido los rusos abrir brecha en las defensas de Heinrici.

En parte, la animadversión de Hitler hacia Heinrici venía por el hecho de que el veterano general había sido extremadamente eficaz en remediar lo mejor posible los garrafales errores en el frente ruso de Hitler y sus generales más próximos. Heinrici era un experto en retiradas, tal y como Rommel lo había sido en la guerra relámpago. En todo el frente se hizo famosa la estrategia de Heinrici de replegar a los soldados de primera línea cuando los rusos empezaban a bombardear con su artillería antes de lanzar un ataque. Las bombas caían así sobre trincheras y defensas vacías y al terminar el bombardeo, Heinrici volvía a desplegar a sus efectivos en primera línea con lo que los rusos se encontraban con los defensores al cien por cien. Su sentido del orden, de la organización y la disciplina hacía que las retiradas de la Wehrmacht en el frente del Este no resultaran huidas ante el enemigo y de ese modo salvó la vida de miles de soldados que pudieron regresar a casa. Pero la defensa de Berlín, con la idea de Hitler de luchar hasta el suicidio era otra cosa.

Las escasas, mal armadas y agotadas fuerzas de defensa que se traspasaron a Heinrici consistían en restos de la XX División de Infantería, en el Oeste; de la División Panzer Müncheberg, al Noreste; la IX de Paracaidistas, en el Norte; y la División Nordland de las Waffen SS, compuesta por fascistas de diversos países europeos, incluso españoles, defendiendo la zona del aeropuerto de Tempelhof, todas ellas bajo mínimos, además de los desarrapados reclutas de la Volkssturm: niños, ancianos, veteranos, lisiados, policías y funcionarios inexpertos, que a la postre serían los verdaderos héroes alemanes de la batalla de Berlín.

En la reunión entre Heinrici y Guderian, aquel manifestó que era imposible rechazar al Ejército Rojo, y que se imponía el deber moral de evacuar hacia el oeste a todos los militares y paisanos que le fuera posible. Zhúkov estaba a punto de lanzar su ofensiva contra Berlín, el plan de Hitler de lanzar un contraataque utilizando un único puente sobre el Oder para canalizar a cinco divisiones bajo la artillería rusa era una locura y Busse no tenía fuerzas suficientes para detener a los rusos. Las desavenencias entre Guderian, siempre discutiendo las órdenes del Führer pero absolutamente disciplinado, chocaban continuamente con el sentido común de Heinrici y su enfrentamiento culminó a finales de marzo cuando Heinrici, obedeciendo una orden de Guderian, a su vez obedeciendo a Hitler sin estar convencido, lanzó una desastrosa ofensiva contra los rusos en Küstrin. Más de ocho mil soldados alemanes cayeron muertos para nada y cuando Heinrici intentó hablar con Guderian para echarle en cara el desastre se encontró con que su jefe, comandante del OKW, había sido destituido.

Poco después, el 28 de abril, tuvo lugar un grave incidente que pudo ser aún peor. El mariscal de campo Wilhelm Keitel, comandante en jefe de las Fuerzas Alemanas y uno de los consejeros (aduladores) de Hitler, en una gira de inspección al norte de Berlín se encontró con efectivos de la 7 ª División Panzer y de la División Panzergrenadier 25 que se retiraba con una larga fila de heridos y civiles. Eran unidades mandadas por el general Manteuffel de la Agrupación Vístula a las órdenes de Heinrici, que se dirigían hacia el norte, alejándose de Berlín y contrariando la orden de Hitler de defender la ciudad hasta el último hombre. Furioso, Keitel, escoltado por elementos de las SS, localizó a Heinrici en una carretera cercana a Neubrandenburg y le ordenó acudir a verle en la localidad de Neustrelitz a unos 28 kilómetros donde a gritos lo acusó de traición, insubordinación, cobardía, y sabotaje, ordenándole que hiciera regresar esas tropas en sentido opuesto. Heinrici, sin amilanarse y enfurecido le respondió: «Mariscal Keitel, si quiere que estos hombres mueran masacrados, ¡deles usted mismo la orden de dar la vuelta!». Cuando todo parecía perdido para Heinrici surgieron del bosque cercano tres oficiales del Estado Mayor de Manteuffel. Armados con fusiles ametralladores venían con la orden expresa de detener o secuestrar a Keitel si éste intentaba algo contra Heinrici. Éste y el general Manteuffel también presente, se mantuvieron firmes y obligaron a Keitel a marcharse a pesar de sus amenazas contra Heinrici. Tras el incidente, los oficiales y soldados al mando de Manteuffel escoltaron al general Heinrici hasta Ploen (refugio del almirante Karl Döenitz y otros jefes de alto rango). A partir de ahí todo se muestra un poco confuso pues Heinrici tardó más tiempo de lo normal en llegar a Ploen, tal vez porque se le advirtió que no era buena idea presentarse ante Döenitz después de su enfrentamiento con Keitel. Éste relevó a Heinrici de su mando al día siguiente, pero cuando Heinrici llegó a Ploen Hitler ya había muerto y todo el mundo sabía que la guerra estaba a punto de acabar. Heinrici ya no fue molestado pues nadie se sintió con autoridad. El 28 de mayo, Heinrici fue detenido por soldados británicos[1] y enviado a un campo de concentración. Liberado en 1948 sin ninguna acusación se retiró a la localidad de Waiblingen done falleció el 13 de diciembre de 1971 y fue enterrado con honores militares en el cementerio de Freiburg im Breisgau.

Guderian

En la noche del 28 de marzo, tras el desastre de Küstrin, tuvo lugar una reunión en el búnker de la Cancillería que resultó de una violencia verbal inusitada, hasta el punto de que los historiadores la califican como la peor de todas las llevadas a cabo con un Adolf Hitler absolutamente fuera de sí. Según cuenta Cornelius Ryan en La última batalla, la reunión empezó de la manera más civilizada aunque con la hostilidad reprimida entre Guderian y Busse por un lado y Hitler, Keitel y Burgdorf por otro. Cuando Busse aún no había terminado su informe verbal, Hitler tuvo su primer ataque de furia y le interrumpió a gritos acusándole de fracasado, incompetente y negligente. Se despachó con insultos hacia Busse, Guderian y todo el Alto Mando. Ajeno al hecho de que el ejército alemán ya no tenía suministros suficientes ni modo de transportarlos, no atendió a las explicaciones sobre falta de munición artillera, siguiendo con sus acusaciones a gritos hasta que Guderian, herido en su orgullo, estalló también con violencia jugándose la vida y acusó al Führer de decir tonterías y le gritó: «¡Antes de acusar a las tropas fíjese en las bajas!». Los gritos de Guderian, furioso, y de Hitler absolutamente histérico atravesaban las paredes de la sala de reuniones. Llegados a ese punto, ni Keitel, ni Jodl también presente ni ningún otro de los altos mandos se atrevió a abrir la boca pues la violencia de la discusión, con las caras enrojecidas y los ojos fuera de las órbitas podía haber acabado con una lucha a puñetazos o algo peor. Para acabar de complicar el espectáculo, Guderian, fuera de sí, espetó a gritos a Hitler: «Exactamente, ¿cuándo piensa usted evacuar el ejército de Curlandia[2]?». Llegados a este punto, Jodl trató de poner fin a una situación que podía acabar con una orden de fusilamiento y tomando del brazo a Guderian le sacó de la habitación rogándole que se calmara. El comandante Freytag von Loringhoven, ayudante de Guderian, lívido de terror, se lo llevó inmediatamente pues estaba seguro de que Hitler le mandaría detener si se quedaba un momento más ante él. Con rapidez, Von Loringhoven telefoneó a Zossen, al cuartel general, para que el segundo de Guderian, el general Krebs le llamara inmediatamente hablándole de problemas urgentes en el frente para distraerle al menos diez o quince minutos. El truco funcionó y Guderian, después de atender asuntos del Estado Mayor, recuperó el control y al volver a la sala de conferencias, también Hitler se había calmado. A solas Hitler, Guderian y Keitel, el Führer, más tranquilo y frío, ordenó a Guderian que se tomara un descanso de seis semanas porque, dijo «necesita recuperar su salud» y a continuación, con demasiada amabilidad le preguntó que a dónde pensaba ir. Heinz Guderian, veterano de mil batallas, héroe de guerra, íntimo conocedor del estado nacionalsocialista y de su funcionamiento, no cayó en la trampa y no dijo cuál era su destino. No tenía ningún interés en recibir una visita de la Gestapo. En total secreto preparó su viaje a un sanatorio cerca de Munich donde descansar y tratar un auténtico problema de corazón con la sola compañía de su esposa y un pequeño grupo de ayudantes. Poco después, el sur de Baviera fue ocupado por los norteamericanos y finalizada la guerra con la rendición de Alemania, Guderian se rindió con todo su personal el día 10 de mayo. Permaneció cautivo como prisionero de guerra en las prisiones de Allendorf y Neustadt hasta junio de 1948, pero nunca fue acusado en el tribunal de Nüremberg. Tras su liberación fue admitido como consejero en la formación del nuevo ejército de la Alemania Occidental, el Bundeswehr, y murió en mayo de 1954 a los 65 años de edad en la localidad bávara de Schwangau.

1.4.%20Guderian.jpg

Considerado uno de los mejores genios militares del siglo XX, Heinz Guderian fue el artífice de la denominada Guerra relámpago.

Heinz Guderian, como Heinrici, era un general prusiano en el sentido más estricto de la palabra. Nacido en Kulm, Prusia Oriental en 1888 era vástago de una familia de rancia tradición militar y de la pequeña nobleza terrateniente prusiana. Estudió en la Academia Militar de Berlín y a su salida como teniente fue destinado al batallón que mandaba su padre, Friedrich Guderian. Terminó su formación en el Ejército en la Escuela Militar de Metz y en 1914, al estallar la guerra fue enviado al frente occidental como oficial de Inteligencia. Su análisis de los desastre militares del Marne y Verdún le llevaron primero al Estado Mayor como su miembro más joven y posteriormente a teorizar sobre una nueva arma, los carros de combate y una nueva táctica, la Blitzkrieg que superara el inmenso debacle de la guerra de trincheras. Después de la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial le fue encomendado el mando de las nuevas unidades motorizadas y a partir de 1927 se empeñó en dotar al pequeño ejército alemán de vehículos y equipos motorizados, especialmente blindados, dejando de lado las viejas tácticas de caballería y el transporte de tropas en ferrocarril. En 1931 ya escribía tratados y artículos sobre la guerra blindada y las nuevas tácticas que después recibirían el nombre de guerra relámpago. Fue él quien convenció a Hitler de la necesidad de creación de divisiones Panzer, carros blindados que cambiaron completamente el concepto de la guerra. Sus tácticas y sus Panzer disolvieron la resistencia del Ejercito polaco, de la línea Maginot francesa y del Ejército Rojo en 1941.

Su relación con el nacionalsocialismo no fue nunca de simpatía y se negó a que sus soldados participaran en la represión de la población civil en los territorios que él conquistaba, pero se regía por el principio de que el pueblo alemán había elegido a Adolf Hitler como su líder y por tanto él le debía ser siempre fiel. Y lo fue, aunque eso no implicaba que le obedeciera sin rechistar. Antes al contrario, nunca dejó de decir lo que pensaba ante el Führer.

Sargentos y generales

Si encuentras un río, primero crúzalo y después haz las preguntas.

Refrán popular ruso

El camarada sargento Serguéi Sokolov[3] cruzaba el río Spree con el agua al cuello, sosteniendo su fusil sobre la cabeza con ambos brazos. De pronto, sintió que las suelas de sus botas resbalaban en el fondo fangoso, haciéndole perder el equilibrio. Al notar que su propio peso lo impulsaba hacia atrás, arrojó el arma e intentó cogerse a unos matojos de la orilla. Pero era demasiado tarde. La fuerza de la corriente lo arrastró hacia la parte más profunda y lo sumergió por completo. Sokolov no sabía nadar. El agua cargada de barro le llenó la boca y los pulmones. Supo que se moría, que no podía respirar, que se ahogaba. Alcanzó a pensar que era una muerte muy poco heroica…«Y me hubiera muerto allí como un imbécil, de veras», explicó Sokolov en una entrevista de postguerra, «si no fuera por la intervención de Sasha». Se refería al soldado Alexander Volkov, que al ver que su sargento se hundía lo buscó a ciegas en las lodosas aguas del río. Consiguió con gran esfuerzo coger a su superior por las hombreras del uniforme para alzarlo a la superficie. Volkov lo arrastró hasta la orilla y allí ambos se besaron en los labios, según la costumbre rusa. Cruzar un río en situación de combate, el Oder, el Neisse o el Havel, era todo un desafío para los soldados a pie, cargados con gruesos uniformes, equipos y armamento muy pesado. Muchos integrantes del Ejército Rojo no fueron tan afortunados como el sargento Sokolov y sucumbieron al cruzar ríos que, en primavera bajaban muy caudalosos. El mando soviético había enviado poco antes un comunicado para ser leído a las tropas: «¡Compañeros de combate!... Ha llegado la hora de asestar el último golpe al enemigo. Tomaremos Berlín por medio de un asalto impetuoso y heroico, y será la primera vez que los combatientes rusos ocupan Berlín... ¡Por nuestra Patria soviética, adelante a ocupar Berlín!».