Agradecimientos

«A todos los que me han aguantado durante el proceso de escritura de este libro.»

Axel Torres

«Gracias a todos los que me ayudaron y soportaron en este proceso. En especial a Axel (sobre todo por confiar en mí), Dominik (sobre todo por contrastar), Tomàs (por apoyarme en el tramo final) y a la schon frau (por matar los nervios). Y como no puede ser de otro modo en un primer libro: a mi familia, por ser como es y hacerme lo que soy.»

André Schön

1. Clases
particulares
(Franck)

Cuando me llamó, yo estaba cruzando la Gran Vía. La Gran Vía es una de las pocas calles que nunca cruzo si el semáforo no está en verde. En Barcelona las calles son generalmente estrechas, hay pocas calles anchas. La Gran Vía es una de ellas y muchos lo aprovechan para pisar el acelerador. Motos y coches aceleran y son pocos los milímetros que separan a los peatones de ser atropellados. Es una auténtica locura, algo desagradable, sobre todo para un alemán. Por eso camino siempre extremando la cautela, por si surge de pronto algún motor desbocado. Aquel día en la Gran Vía el hombrecillo verde empezó a parpadear y aceleré el ritmo para no acabar aplastado en medio de la calle a las dos semanas de haber aterrizado en esta ciudad.

La «locura agradable» me estaba saludando desde el otro lado en forma de periodista de fútbol. Solo de fútbol. Ni de balonmano ni de baloncesto ni de rugby ni de tenis. «Quiero leer la prensa deportiva alemana.» ¿De qué me estaba hablando este tío? «¿Quieres irte a Alemania?», le pregunté. «No, solo quiero leer la prensa alemana.» ¡Un periodista español interesado en entender nuestro fútbol! Increíble. Aunque a los españoles les pueda parecer raro, los alemanes habíamos ido desarrollando con los años un enorme complejo de inferioridad con respecto a los clubes de España, Italia, Inglaterra, incluso de Francia o de Ucrania. Siempre fuimos conscientes de que nuestro fútbol era feo y de que las excepciones simplemente confirmaban la regla. Además, fuera de Alemania, por ejemplo, nadie veía nuestra liga, y esto nos frustraba mucho, ya que nosotros disfrutábamos como locos viendo a equipos como el Manchester United, el Real Madrid, el Inter de Milán, el Barcelona, el Arsenal o el AC Milan. Solo el FC Bayern, tan menospreciado por el resto de la afición alemana —es decir, por los hinchas de los demás equipos—, se había colado con su fútbol tan efectivo como feo en el exclusivo grupito de clubes admirables. De hecho, lo único que temían los rivales era nuestra efectividad, aunque eso, poder competir, e incluso ganar siendo peores futbolistas, era también una gran fuente de orgullo.

De repente me di cuenta de que me estaba perdiendo en mis pensamientos y de que no estaba respondiendo a ese periodista que compartía apellido con un goleador que unos años antes había confirmado el complejo de los alemanes y enterrado toda esperanza de recuperación. «¿Estás ahí?», me preguntó. «¡Sí, sí! No hay problema», contesté. «Lo que ocurre es que últimamente no he seguido demasiado el fútbol. Pero te podré explicar toda la jerga futbolística sin problemas.» «¡Perfecto! ¿Cuándo te iría bien? Yo puedo todas las mañanas.»

«¡Qué mierda!», pensé. Estaba en Barcelona y la gente quería recibir clases por la mañana. ¿No se suponía que en España —o en Catalunya, o lo que fuera aquello— la gente dormía hasta tarde y empezaba a trabajar y a estudiar a las tantas? Si iba a tener que dar clases a las nueve o a las diez, se iba a encontrar con una negativa por mi parte. Al final resultó que su «mañana» eran las once, así que nos pusimos de acuerdo.

Seguí subiendo la calle Lepanto y empecé a tener sensaciones extrañas. Me puse a pensar en el año anterior. Había estado en el Camp Nou y había visto un 7-1 del Barça al Bayer Leverkusen. Messi había marcado un gol aún más imposible que la chilena de Ibrahimovic contra Inglaterra. Si tienes un equipo así en tu país, mejor dicho, en tu ciudad, ¿qué te importa el fútbol alemán? Creo que en lo más profundo de mi subconsciente se encontraba el mismo complejo que atribuía a la afición alemana.

Me senté en un banco al lado de la Sagrada Familia. Miré el agua y me lié un cigarrillo. No quería pensar en ello, pero era evidente que había sufrido un trauma. Sucedió unos cuantos años atrás e hizo que me alejara del fútbol. Y sin embargo, pese al tiempo transcurrido, el recuerdo seguía tan vivo como si hubiera sucedido pocos segundo antes.


Rusia, Siberia. A tres mil kilómetros de Moscú y a dos mil kilómetros del lago Baikal. En medio de la nada, «enamorado sin respuesta», como decían ahí, y esperando hasta las tres de la madrugada —más dos horas de diferencia en el huso horario— a que la televisión rusa emitiera el encuentro. Solo, en la habitación de la residencia estudiantil, empecé a ver el partido. La soledad me hizo entrar en internet para comunicar a mis compatriotas lo que ellos ya habían vivido y lo que yo iba a sufrir entonces. En el foro alemán ya era casi por la mañana —en realidad era bastante más pronto, pero en cualquier caso ya habían pasado varias horas desde el final del partido y la afición tomaba cafés para digerir mejor las pesadillas de la noche o pastillas contra una resaca que seguramente era más psicosomática que provocada por las cervezas ingeridas tras la derrota—.

Como si estuviera en directo, inicié un nuevo tema de discusión en el foro para comentar y compartir con cualquier alma disponible mis impresiones sobre lo que estaba ocurriendo —o había ocurrido, para ser más exactos— en el Camp Nou. Pero desgraciadamente el dolor que acabé sintiendo esa noche fue más intenso que los goles de Solskjaer y Sheringham en ese mismo escenario unos años antes. No podía creer lo que veía. ¡El Barça estaba pasándose el balón tan rápido! ¡Tan rápido! Era como si jugaran al gato y al ratón. Llegado el minuto 39 en mi visionado en diferido, y con un 3 a 0 ya a favor del Barça, uno de los usuarios me pidió que dejara de escribir. La polémica que se había generado esa noche en el foro de un periódico deportivo alemán y que representaba la opinión de la calle me pareció ridícula. «¡Ay, si hubiese jugado Lahm!», «Cómo puede el Klinsmann ese cambiar al portero un día antes del partido», «¿Christian Lell marcando a Messi? ¡¡Qué cagada!! ¿Y por qué no ha puesto a Zé Roberto sobre Messi?», «Qué vergüenza ver a Udo Lattek, ¡sí, el mismísimo Udo Lattek llorando en la tribuna!», «¡¡¡Que se vuelva a su país este hijo de su madreeeeee!!!»

Todo aquello me pareció ridículo. Solo escuché un comentario con sentido en toda la noche. A Mark Van Bommel un periodista le preguntó por qué los jugadores del Bayern no habían intentado disputarle el balón a los del Barça. Su respuesta fue: «Cuando intentábamos hacerlo, el balón ya estaba en el otro lado del campo».

Lo que durante muchos años pensé del fútbol alemán se hizo manifiesto ese día: nuestro fútbol estaba muy lejos del europeo. Y ya ni siquiera era efectivo. Su figura mágica, Jürgen Klinsmann, el destructor del establishment del fútbol alemán, el enterrador de los Jürgen Kohler y los Uli Stielike, el gran vendedor de sueños reformistas que encarnaba la esperanza del fútbol alemán, fue despedido dos semanas después. Cabeza de turco. Pobre. Lo de siempre. ¡Qué asco!

De ahí que fuera inevitable la pregunta: ¿Qué coño había ocurrido para que un reputado periodista español quisiera aprender alemán para poder leer la prensa de mi país?

2. ¡Eureka! (Axel)

Creo que estábamos en la terraza del Canigó. Sí, porque debía de ser martes, y el Mama’s cierra los martes. Y el Canigó tiene una buena terraza en medio de la Plaça Revolució, y uno se siente realmente en Barcelona en una terraza como esa. Hacía un día genial, pasaban turistas hablando lenguas modernas y el planeta Tierra parecía un lugar maravilloso.

Esto es lo que piensan los alemanes. A los alemanes les gusta Barcelona y su clima. A mí, lo siento Franck, me gusta Berlín en febrero. Me gusta el frío de Berlín, la nieve de Berlín, el café con leche caliente en una habitación espaciosa, de techo alto, de paredes antiguas y muros construidos con la intención de combatir las bajas temperaturas de la Europa que linda con Escandinavia. A mí me gusta el frío de Berlín y a ti el calor de Barcelona. Tú bailas tango y yo escucho canciones melancólicas, de un pop minimalista que a mis amigos les parece depresivo.

Aunque creo que, en realidad, a ti te gusta Barcelona porque te faltó su color en su infancia. Y a mí me gusta Berlín porque me faltó su frío. Su gris. Mi infancia tuvo pocos días grises y tanto esplendor te exigía sonreír. Te metía presión. «Ríe, ríe, pásalo bien, que hace un día espléndido y no puedes estar triste.» Los días grises me parecen más libres porque no te obligan a ser feliz.

Decía que estábamos en el Canigó. En alguno de los pocos instantes en los que uno lograba mantener su atención en la mesa propia, y no en las ajenas, y no en las conversaciones de amigas veintiochoañeras que se cuentan sus problemas emocionales, afectivos o sexuales, o todos a la vez, en uno de esos escasos momentos en los que uno no se enamoraba de cualquier rostro bello, veraniego, barcelonés, que pasara por ahí… en ese momento Franck lo dijo: «Todo cambió con Klinsmann».

Y lo más llamativo de todo era que Franck no hablaba de Alemania. No hablaba solo de la selección alemana. Hablaba también del Bayern. Hablaba de Alemania y del Bayern como procesos interconectados, como vasos comunicantes. Hablaba de esa Alemania de 2006, celebrando el tercer puesto, dándose cuenta de que el fútbol es sonrisa y es fiesta, como si se tratara de una llama que se encendió en la selección y que empezó a propagarse por todas partes, empezando por el Bayern.

«Siempre había querido escribir algo sobre ese proceso de cambio en el Bayern, pero no pensaba que Klinsmann hubiera sido clave en el Bayern. Siempre había creído que el héroe olvidado, el que cambió la mentalidad del equipo y de los hinchas, y sobre todo la manera de jugar había sido Louis Van Gaal. Siempre pensé que el Bayern de Heynckes, tan brillante y tan elogiado, había nacido a partir de los conceptos de Louis Van Gaal. De hecho, creo firmemente que el matrimonio Guardiola-Bayern es la última fase de un camino que se inició con Van Gaal», contraataqué. «No fue Van Gaal, fue Klinsmann», contestó Franck, lacónico, con la mirada perdida. «¡Pero si Klinsmann no duró ni una temporada en el Bayern! Perdieron 4 a 0 en el Camp Nou. Amo a Klinsmann, lo sabes, pero en el Bayern no funcionó… ¡El que pone a Schweinsteiger en el medio es Van Gaal! ¡El que hace debutar a Müller y a Badstuber cuando no los conocía nadie es Van Gaal! ¡El que apuesta por jugar con Robben y Ribéry juntos —todos al ataque y si nos meten tres nosotros meteremos cuatro— es Van Gaal!»

«Klinsmann no funcionó, pero es el símbolo del cambio», apuntó Franck. «Van Gaal llega como segunda apuesta de un proceso que ya se había intentado con Klinsmann. Y si se insiste en esa idea de modernidad es por todo el cambio que había provocado Klinsmann en el fútbol alemán cuando fue seleccionador en 2006.» «O sea… ¿Klinsmann como entrenador no les funciona pero buscan a otro entrenador para desarrollar la idea de Klinsmann?» «Klinsmann les hace darse cuenta de que hay que cambiar», siguió Franck, «de que hay que buscar otra mentalidad. Lo intentan con el propio Klinsmann, no funciona… Y luego van a por Van Gaal… Porque entra dentro de esa nueva mentalidad.»

La mañana barcelonesa había cobrado una nueva dimensión. Ya no importaban los rayos de sol ni la gente guapa ni la calidad de vida de un lugar como este. En mi mente solo había una idea: el papel de Klinsmann en la transformación del Bayern. ¡O más profundo aún: el papel de Klinsmann en la transformación de la mentalidad de la sociedad alemana con respecto al fútbol!

Y al final de todo ese cambio, Pep Guardiola.

3. Amanece en Múnich y Jürgen sacrifica a Oliver en la Estación Central (Franck)

Debía de ser abril. Llevábamos ya tres meses con las clases de alemán. En ese momento albergaba serias dudas sobre si mis enseñanzas acabarían sirviendo de algo. El alumno Axel se dejaba llevar constantemente por sus ganas de saberlo todo al instante, y a mí me costaba mantener el rumbo ante tanta voracidad. Estábamos sentados en una plaza. Habíamos dejado ya aquel bar donde empezamos las clases y donde habíamos celebrado el cumpleaños de Axel. A través de la puerta vi pasar a un hombre cojo con su bastón. Era el hombre que siempre estaba en el bar de antes, tomando su caña mientras desayunaba. Ese hombre parecía sentirse cómodo en medio del ruido y del griterío. El mismo ruido que yo ya no podía ignorar. Mi alemanidad me hacía detestar el ruido peninsular en un café. Fue sorprendente, porque, un tiempo después, Axel me dio la razón. El sabadellense se alemanizó y acabó por concluir: «Este café es demasiado ruidoso para aprender alemán». Axel y su sabadellenquismo me encantaban y asombraban a la vez.

El patriotismo local es la única forma de patriotismo aceptado en Alemania. Así que el carácter del barrio de Gràcia no me parecía extraño. Siempre tomábamos cafè amb llet en alguna de sus múltiples plazas. Esa doble ele me sacaba de quicio: parecía la ele suavizada del ruso, pero me daba mucha pereza hacer semejante esfuerzo en España. Con tanto sol, ¿cómo iba a esforzarme? Con tanto sol, de hecho, ¿por qué admirar al Bayern de Múnich?

Porque yo, un alemán cualquiera, era incapaz de recordar un solo partido del FC Bayern que me hubiese provocado un ataque de admiración, uno de esos ataques que tan a menudo sufría viendo el juego asociativo y los ataques perfectamente sincronizados del Barça o de Holanda. Seguía presente en mi memoria aquel momento de enero, aquel confuso momento de enero, en el que me había llamado ese hombre y me había comunicado sus extrañas motivaciones. Y sin embargo, desde entonces se había ido desarrollando poco a poco un Bayern que hasta a mí me gustaba. Y mucho.

Pero lo de Axel no era normal. Se estaba volviendo loco. El Bayern de esa temporada le alucinaba. Yo no compartía del todo esa sensación, pese a los evidentes progresos que percibía en el equipo. La derrota ante el Chelsea en la final de Múnich del año anterior me había dejado tocado. Creo que, incluso, después del partido, me inventé una especie de discurso interior para autoconvencerme de que había sido mejor perder: «Si se sacian demasiado pronto, estos jugadores recién salidos del cascarón no tendrán hambre después». Per aspera ad astra. Siempre es así en Alemania. ¿Pero estaba realmente ese Bayern en camino de marcar una época? Yo aún no estaba para nada convencido de ello, pero la admiración que Axel profesaba me hizo pensar de nuevo en mi equipo. El Bayern de los inicios del milenio había sido un desastre. Ganaba cada dos años la liga —cuando no la ganaba se montaba un escándalo—, pero nunca superaba los cuartos de final en Europa. La derrota por 0-2 en casa ante el Milan en la vuelta de 2007, después de un empate ridículo y vergonzoso conseguido exclusivamente gracias al ímpetu del exwrestler Daniel Van Buyten —que igualó las dos ventajas del Milan para acabar colocando el 2-2 en los últimos minutos de la ida—, había sido mucho más clara de lo que dejaban entrever los números. Aquel año sentí que el nombre de FC Bayern München era solo una fachada. No solo yo; toda la afición sufría esa depresión futbolística. Tenían que hacer algo si no querían terminar como el Ajax: un gran equipo a nivel nacional, pero que en suelo europeo no es capaz de ganar ni un mísero Blumenstrauß (un ramo de flores), como se dice en alemán. Ese mismo pensamiento llevó al director general de aquel entonces, Uli Hoeness, a hacer algo completamente insospechado.

Axel aseguraba que el fichaje de Louis Van Gaal había sido la clave de la transformación del Bayern. Pero estaba equivocado. Ese fue el segundo intento de Hoeness de salvar a un Bayern que vivía de rentas históricas y empezar a dar pasos en la dirección correcta, hacia un Bayern poshoenessiano. Porque el Bayern de hoy es el Bayern de Hoeness. De eso no hay duda. Qué o de quién será después solo nos lo dirá el tiempo. Estas incógnitas se intentaron despejar con el fichaje de Matthias Sammer, aunque todavía es pronto para sacar conclusiones. Sin embargo, antes de todo esto, antes de incorporar al exjugador de Dynamo Dresden y Borussia Dortmund —y ganador del Balón de Oro de 1996— como director deportivo, Uli Hoeness cometió el sacrilegio más doloroso, algo inconcebible para el aficionado del Bayern en aquella época: fichó a Jürgen Klinsmann.

Jürgen Klinsmann: exjugador de Stuttgart, Inter, Mónaco, Tottenham, Bayern, Sampdoria y de nuevo Tottenham; campeón del mundo en 1990 como jugador y tercero en el Mundial de 2006 como entrenador de Alemania. Un tercer puesto insospechado, ya que nadie esperaba alcanzar ni siquiera los octavos de final. ¿Quién podía prever un poco de luz tras los acontecimientos en Bélgica y Holanda en 2000, tras la dolorosa final del Mundial 2002 —a la que la afición alemana creía que solo se había llegado porque no se habían cruzado con ningún rival de nivel—, tras la debacle de Portugal en 2004, donde sumaron solo dos tristes puntos en la fase de grupos? En pocas palabras: Jürgen Klinsmann era el primer héroe nacional en el fútbol alemán desde el Káiser Franz Beckenbauer.

Axel me observaba con una mirada llena de asombro y penosa incredulidad cuando le dije que nadie en la hinchada del Bayern quería a Jürgen Klinsmann. «¿Por qué?», parecía decirme. En esos momentos, yo estaba frente a la cara de un hombre que conservaba lo más valioso de todo aquel que ha profesionalizado su pasión. «Klinsi», como empezaron a llamarle después del Mundial, era el futbolista que había vivido el sueño de cualquier ser humano: hacía lo que le gustaba, viajaba por todo el planeta, hablaba los idiomas de los países donde había jugado y había llegado a lo más alto del mundo del fútbol. ¿Qué podía tener la gente en su contra?

En esta historia hay varios aspectos que quedarán sin respuesta. Yo había sido un gran admirador de Klinsmann, sobre todo porque había cambiado radicalmente la cara de la selección. Fue probablemente el mejor cirujano estético de la historia. Pero flotaban voces por la red que decían que el trabajo no era de Klinsmann, sino del que luego sería su sucesor, Joachim Löw. El trabajo de Klinsmann, afirmaban, consistía únicamente en motivar al equipo.

Esa gente olvidaba el trabajo —sutil pero colosal— que suponía cambiarlo todo. Klinsmann desafió al sistema y al establishment del fútbol alemán. Su gran rival fue nada menos que ese «periódico» tan influyente llamado Bild. El caso Klinsmann versus Bild tiene sus raíces en la actitud tan schwäbisch (tan propia de la gente nacida en Suabia) de Klinsmann: cada palabra de más es hablar demasiado. Sobre todo con el Bild, cuya intención es exactamente la contraria: saberlo todo mucho antes de que ocurra. De ahí se supone que surgió su eterna enemistad. En 1989, el Bild publicó que Klinsi era homosexual. Klinsmann negó la veracidad de esa información, pero aquello le ha marcado hasta el día de hoy. En los foros futbolísticos, de algún modo, siempre surge la mención a su supuesta homosexualidad. Recientemente, de hecho, esa «sospecha» fue renovada por el agente del «gran capitán» Michael Ballack. Cuando el excentrocampista de Chelsea y Bayern perdió la capitanía de la selección alemana —y más tarde, por culpa de las lesiones, Löw dejó de convocarle—, su representante, Michael Becker, dijo que iba a sacar a la luz los trapos sucios de esa Schwulencombo (panda de maricones). Un simple rumor sobre la homosexualidad es lo peor que puede ocurrirle a un hombre del fútbol a ojos de la sociedad alemana, aunque tenga una mujer bonita y dos niños, como es el caso de Klinsmann.

Más allá de esa extendida leyenda sobre su rol secundario en la preparación del equipo y la mala imagen que tenía entre ciertos sectores de la sociedad alemana, otra razón por la que la afición del Bayern no quería a Klinsmann venía de su época como jugador del club entre 1995 y 1997, cuando se peleó repetidamente con Lothar Matthäus. Matthäus, conocido como Maulwurf (topo) e informante del Bild, publicó un libro en el que relató interioridades del vestuario. Matthäus tenía un estatus más elevado que Klinsmann, que además se mostraba distante con los ejecutivos del club. En esa temporada ganaron la Copa de la UEFA contra el Girondins de Burdeos de los jóvenes Zidane y Lizarazu. Klinsmann estableció un récord europeo con quince goles en el torneo, que solo fue superado muy recientemente por Radamel Falcao. En la Bundesliga, sin embargo, al equipo no le iba tan bien, y Matthäus apostó que Klinsmann no iba a marcar ni quince goles en todo el campeonato. Klinsmann anotó dieciséis. En la temporada siguiente marcó otros quince, ganó la liga y se fue a la Sampdoria de Génova. Esas dos temporadas dejaron a Klinsmann retratado a los ojos de la gente: quedó la imagen de un egoísta que se había enfrentado a Matthäus y que se largó para satisfacer sus ansias de aventura.

La tercera razón se llamaba Oliver Kahn. Klinsmann, seleccionador de Alemania desde 2004, optó por Jens Lehmann como portero titular para el Mundial de Alemania. Optó por Lehmann porque era mucho mejor que Kahn con la pelota en los pies. Parecerá ridículo hoy en día, con porteros como Adler, Neuer, Ter Stegen u otros, que fácilmente podrían jugar como jugadores de campo en una categoría inferior, pero en 2004 los aficionados todavía pitaban a un portero que salía del área con el balón en los pies. La hinchada del Bayern y parte de la de la selección se enfureció ante la decisión del cambio de portero. Dos meses antes del inicio del campeonato, Klinsmann se reunió con Kahn en un hotel situado en la misma Hauptbahnhof (estación central de tren) de Múnich para anunciarle que iba a ser suplente en el Mundial. Los periódicos del día siguiente sacaron el tema y lo trataron de poco menos que de sacrilegio, como si una estrella de cine hubiese matado a su pareja en el estreno de su nueva película ante los ojos de todos. El Bild parecía querer hacer algo similar con Klinsmann. Kahn fue elevado a la categoría de hombre de honor por hacer el papel de portero suplente y desearle suerte a su rival Lehmann antes de la tanda de penaltis contra Argentina.

Pero Klinsmann lo había hecho bien. No se sabe si prefería desde el inicio a Lehmann, debido a que se ajustaba más a su idea de juego, pero lo cierto es que, poco después de asumir el mando de la selección, anunció que los dos porteros competirían durante los dos años previos al Mundial por el puesto de titular y que el desenlace de la pelea estaba abierto. Cargarse a una vaca sagrada como Kahn era inaudito, pero Klinsmann se atrevió. Inesperadamente y en contra de todas las apuestas, su equipo solo fue frenado en el minuto 119 de la semifinal contra Italia con un golazo del lateral izquierdo Fabio Grosso. (Cuando le estaba contando esto a Axel, mi cara se tiñó de tristeza, y eso que ni siquiera recordé que luego Del Piero anotó un segundo tanto en el descuento de la prórroga.) Después de eso, Alemania no solo hizo las paces con Jürgen Klinsmann, sino que lo santificó. La mañana siguiente a aquella honrosa derrota, todo el país quería que siguiera. Hasta el Bild lo elogió. Pero Klinsmann dio por terminada su etapa y se retiró dejando a toda Alemania con lágrimas en los ojos.

4. Un relámpago
sacude Dortmund
(Axel)

Había pasado el verano. El Bayern se había proclamado campeón de Europa con Heynckes, culminando ese proceso que yo siempre había pensado que había nacido con Van Gaal y que Franck estaba convencido de que tenía su punto de partida en Jürgen Klinsmann. Pep Guardiola ya estaba instalado en el banquillo del Allianz Arena y de hecho lideraba la Bundesliga con tremenda autoridad. Esa misma tarde iba a enfrentarse al Borussia y yo me encontraba en un hotel en Dortmund, en una de esas salas de convenciones que uno ve en los hoteles cuando está de turista y se pregunta para qué servirán, qué se hará allí, cuán importantes serán los temas que se discutirán, qué élites sociales tendrán permitida la entrada en el largo salón con su eterna mesa, su proyector para PowerPoint, litros de café en la mesilla del final para irse sirviendo sin pudor, bebidas refrescantes para combatir la calefacción, que está a tope, y unas cortinas que no cubren completamente los cristales para que uno adivine el color del frío duro, seco, puro, helado de Dortmund. Y yo de repente era uno de ellos. Era un espectador de la carretera. Coches hacia un lado y hacia el otro, recorriendo un pedazo de Renania del Norte-Westfalia, dirigiéndose a poblaciones industriales, mineras, con tasas de paro altísimas para lo que es Alemania. Y nosotros, en el calor del hotel de Dortmund, escuchando hablar sobre la Bundesliga.

Era la segunda vez en un mes —y la segunda vez en mi vida— que había volado a Düsseldorf. A Düsseldorf, quizá porque hasta la temporada anterior al Fortuna yo no lo había visto nunca en primera, la ubicaba en el mapa de manera muy poco precisa. Había descubierto solo un año antes que se encontraba en Renania del Norte-Westfalia y que, de hecho, era la capital de aquella región superpoblada en la que convivían varios conjuntos profesionales. «Dortmund, Schalke, Leverkusen, Bochum, Colonia, Fortuna, Duisburgo, Rott-Weiss Essen, Borussia Mönchengladbach… ¿Qué tiene esta tierra para que guste tanto el fútbol y para que haya tantos equipos potentes?», le había preguntado a Jens Lehmann la noche anterior, precisamente en un restaurante de Düsseldorf. «Bueno, somos veinte millones de habitantes, supongo que es normal», me había contestado como haciéndome saber con la mirada y con el gesto que la respuesta a mi pregunta era obvia y que, por culpa de cuestiones como esa, se le estaba enfriando el pescado que tan ricamente habían preparado especialmente para él con el propósito de que pudiera seguir su dieta de futbolista retirado.

En realidad, tanto viaje seguido a Düsseldorf fue el resultado de una serie de casualidades. A mi hermano, que había vivido en Berlín y que, supongo que por influencia mía, se había hecho hincha del Union y no del Hertha, le había salido una beca en Hannover para trabajar y a la vez seguir formándose en sus estudios de procesamiento de la imagen. Habíamos quedado en que iría a verlo alguna vez e intentamos que coincidiera con algún partido del Hannover 96. Pero fue imposible. Los únicos que me iban bien por fecha tenían todas las entradas vendidas desde hacía tiempo, como el derbi histórico de la Baja Sajonia ante el Eintracht de Braunschweig —el «derbi moderno» con el Wolfsburgo se ve como algo artificial y forzado, creado con los billetes de Volkswagen, la propietaria del Wolfsburgo—. Había que buscar algo —algún partido, se entiende— cerca de Hannover, a poder ser un viernes o un lunes. Al Norte teníamos Hamburgo, pero tampoco nos cuadraba. Al Sur, dejando ya Sajonia y adentrándonos en Renania, estaba Colonia. Y un lunes se jugaba un Colonia-Union Berlin, primero contra segundo de la Bundesliga 2. Y para acabar de rematarlo, en el Colonia jugaba Román Golobart, el central —hijo del exjugador del Sabadell y el Espanyol— al que había conocido cuando estaba en el Wigan con Roberto Martínez. Así que la vida nos llevó, a mi hermano y a mí, a encontrarnos cerca de la famosa catedral de Colonia —la Kölner Dom— dos horas antes de partir hacia el RheinEnergie Stadion. El Union perdió 4-0 y tuvimos que simular que celebrábamos los goles del Colonia, ya que las entradas nos las había conseguido Román y estaban en una zona de hinchas locales. Pero la noche acabó bien y con una anécdota ciertamente curiosa: nos llevó en coche un joven delegado del equipo que, tras haber participado en la excelente película Die Welle, había decidido abandonar su carrera como actor para trabajar en el club de sus amores. «We fucked them! We absolutely destroyed them!», repetía con vehemencia, con una felicidad y una euforia incontenibles, mientras conducía hacia la ciudad deportiva, donde Román tenía su vehículo aparcado.

El Colonia, pese a estar en la segunda Bundesliga, era capaz de congregar a cuarenta mil personas en su impresionante estadio, que fue sede del Mundial 2006. La misma mañana del partido, tras aterrizar en Düsseldorf y recorrer en tren los pocos kilómetros que separan a la capital de la región de la que en realidad es su ciudad más poblada y más famosa, pasé por Leverkusen y viajé mentalmente en el tiempo, intentando comprender cómo debían de sentirse los hinchas del Colonia ante la mayor repercusión futbolística internacional actual de sus vecinos industriales. El gol de Zidane en Glasgow; la remontada ante el Espanyol de Clemente en aquella lejana Copa de la UEFA de 1988; la presencia continuada en los últimos años del Bayer 04 en la Champions League… ¡Y eso que Leverkusen no era nada! ¡Leverkusen era una sucesión de fábricas, de escuelas farmacéuticas, de viviendas para trabajadores e ingenieros químicos, de hospitales, de laboratorios! Leverkusen tenía solo una parada en el RheinExpress, y en cambio Colonia, majestuosa, catedralicia, ya había dejado atrás otras dos cuando me bajé en su estación central tras cruzar el Rin y adentrarme en la inmensidad de la metrópoli. «Es como si el Barça estuviera en Segunda y el Sabadell en la Champions», pensé. «O más bien como si el Athletic estuviera en Segunda y el Eibar jugara la Champions.»

El segundo viaje lo había organizado la propia Bundesliga. Nos había invitado a periodistas de todo el mundo al partido entre el Dortmund y el Bayern en el Signal Iduna Park. La reedición de la final de la Champions de 2013 en un partido de la liga alemana. Antes de dirigirnos al estadio, y después de visitar la ciudad deportiva del Borussia con un guía de excepción —Lars Ricken, el autor del 3-1 en la final del 97 ante la Juventus con una famosa vaselina al primer toque nada más entrar al campo—, nos encontrábamos en la sala de conferencias de aquel hotel, y la tarde caía pesada y espesa, solo rota de vez en cuando por los gritos de los hinchas que se amontonaban en el restaurante de la sala contigua y que gritaban los goles que le marcaban al Schalke 04. Nos habían dado de comer cuatro veces ya ese día, y entre que a uno le entra la morriña después de ingerir alimentos y que la temperatura invitaba a hacer una cabezadita, cada vez costaba más mantener la atención y seguir el discurso del conferenciante, que hablaba ese inglés que hablan los alemanes y que resulta más fácil de entender que el inglés que hablan los ingleses. Ojalá la vida nos hablara siempre en el inglés que hablan los alemanes. Sería todo, no sé, como contemplar la catedral de Colonia desde un Starbucks en el que el wifi es eternamente gratis mientras la camarera —rubia, simpática y contenta de que le hables en inglés y de que tu inglés tampoco sea el inglés que hablan los ingleses— te sonríe repetidamente y te hace soñar que, quién sabe, uno quizá podría vivir algún día en Colonia y ser feliz.

Estábamos, pues, al borde del adormecimiento —o al menos yo lo estaba, aunque he utilizado el plural porque luego un compañero me confesó, sin que yo sacara el tema, que se había encontrado en esa misma situación, que había hecho equilibrios en el mismo alambre que separa la cumplidora cara de «no te escucho, pero sí, sí, muy bien» y el deshonor del que cierra los ojos, abre la boca, emite ronquidos y llama la atención de todos los asistentes y, lo que es peor, del señor que le ha invitado a la conferencia—. Pero resistimos. Resistimos como el Braunschweig de visitante en los dos derbis de la Baja Sajonia de la temporada de su esperado regreso a primera. Y si resistimos, seguramente fue porque, en un determinado momento en el que estábamos a punto de tirar la toalla, el conferenciante, una autoridad de la Bundesliga, dijo lo siguiente: «De hecho, pienso que todo esto es mérito de Jürgen Klinsmann. Creo que Jürgen Klinsmann ha sido una figura muy infravalorada en el despertar del fútbol alemán».

Fue como un relámpago, una tormenta, un grito, un impacto tan grande que ahuyentó por completo la somnolencia. Estado de alerta, cabeza alta, figura erguida de repente, músculos en tensión, pulsaciones a mil. ¡¿Klinsmann?! ¡¿Ha dicho que todo fue mérito de Klinsmann?! ¡¿Él también ha dicho que todo fue mérito de Klinsmann?!

La tarde siguiente, cuando Alemania ya había vuelto a quedar demasiado lejos de mi día a día, cuando Düsseldorf Flughafen me había despedido por segunda vez en un mes, el diario Bild habló de filtraciones en el vestuario del Bayern y yo me volví a acordar de Klinsmann. Otra vez. De esa historia que Franck me había contado del Bild; de que Matthäus les filtraba información del vestuario y de los chismorreos que publicaron acerca de la supuesta homosexualidad de Klinsmann. Pero en realidad, el recuerdo de Klinsmann no estaba solo en esas calumnias. El recuerdo de Klinsmann había sobrevolado también el Signal Iduna Park la tarde anterior, cuando acudimos a disfrutar desde uno de los estadios más impresionantes del planeta, sentados en frente del «muro amarillo», de la tribuna de pie más grande del mundo, del espectáculo único que la Bundesliga nos presentaba con orgullo: los dos mejores equipos de Europa, los finalistas de Wembley, Jürgen Klopp contra Pep Guardiola, lo más evolucionado y sofisticado entre las últimas tendencias del fútbol continental. En una tarde de sábado, el globo terráqueo entero tenía los ojos puestos en Alemania. El gran partido que se jugaba ese fin de semana era el clásico moderno de la Bundesliga.

«Todo esto es mérito de Klinsmann.» La frase sonaba extraña al repetirla mentalmente en la silenciosa espera del aeropuerto. El partido había acabado 0-3. Pep se había inventado cuatro cambios tácticos para ganar el partido tras haber sido superado por la intensidad, el ritmo alto, la presión adelantada y el vértigo de Klopp en el primer tiempo. Europa estaba convencida de que no había mejor equipo que su campeón y resulta que todo era mérito de Klinsmann, que no había podido ni acabar su única temporada como entrenador en el Bayern.

Los vuelos de Lufthansa con los que abandonaba Alemania eran cada vez más dolorosos. Igual habría que instalarse en algún apartamento de Hamburgo e intentar comprenderlo todo. Pero Barcelona me esperaba y mi reducto de Alemania en casa iba a limitarse de nuevo a esas clases con Franck. Debíamos aprovechar cada minuto de esas cuatro horas semanales. Íbamos a aprender a hablar su lengua, pero también a aproximarnos a un fenómeno extraordinario que había transformado su fútbol y que aún me planteaba muchas incógnitas por resolver.