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Índice

Cubierta

El campeón prohibido

La primera vez en el ring

Tres leonas y un león

Una gran familia con un montón de animales

Diálogo con el maestro

La carnicería de la guerra y el niño héroe

El éxito arrollador del joven Johann

«¡Margarete, grita por mí!»

Campeón, pero nada de Juegos Olímpicos

Profesional y enamorado

Una victoria negada

La máscara de Johann

Fin de la carrera

Huyendo de los nazis

Sinti y soldado

En el campo de concentración

El último combate

Ilustraciones

Créditos

El campeón prohibido

Johan Trollmann (1928), fotografía de Hans Fizlaff

Este libro se basa en los testimonios de Paolo Cagna Ninchi y de Jana Pavlović.

La primera vez en el ring

En 1914, al norte de Alemania, en Hannover, un chiquillo de ocho años llamado Johann Trollmann acompaña a un amigo un año mayor que él a un entrenamiento de boxeo en el gimnasio de la escuela secundaria de su barrio. Es la primera vez que tiene la oportunidad de asistir a una exhibición como esa.

Se había peleado a puñetazos alguna vez con otros chicos de su edad, claro, y la verdad es que no le había hecho la menor gracia, entre otras cosas porque le habían propinado un puñetazo justo debajo del ojo y otro a la altura del oído, por lo que, durante todo un día, no dejó de sufrir extraños pitidos y mareos.

Durante la visita al gimnasio observa a los chicos subir a una tarima muy grande y enfrentarse con las manos cubiertas por guantes de boxeo, intentando golpearse desde la cabeza a todo el tronco. Se esquivan, girando uno alrededor del otro, y después, de repente, acribillan a golpes a su rival. Los chicos del gimnasio que asisten al combate los incitan y hacen frecuentes comentarios entre aplausos y carcajadas también, mientras que el maestro de boxeo, moviéndose muy cerca de sus dos pupilos, les lanza instrucciones sobre cómo comportarse:

—¡Tomad aire! ¡Respirad por la nariz, no por la boca! ¡Moveos con las piernas! ¡Son las piernas las que marcan la diferencia entre un buen boxeador y un paquete! ¡Quietos, otra vez desde el principio! ¡No os quedéis siempre con el brazo izquierdo extendido, cambiad de apoyo y de posición! ¡Retroceded, pero volved de inmediato a la carga! ¡No, no, sin tanto ímpetu, ligeros, como si estuvierais jugando!

Al final del entrenamiento, todos los chicos van a otra habitación donde están las duchas. Es un ritual que, evidentemente, los divierte mucho y los descarga de la tensión. Bromean, ríen a carcajadas, se toman el pelo los unos a los otros.

Cuando Johann se reúne otra vez con su amigo, exclama:

—¡Qué bonito es este deporte! Me he divertido como un loco. ¿Podría apuntarme yo también a esta escuela?

Y su amigo:

—Por supuesto, se lo preguntamos ahora mismo al entrenador.

Johann es presentado al maestro, quien le echa un vistazo mientras le coge los brazos y los palpa recorriéndoselos hasta los hombros y el cuello. Después le agarra una muñeca y le obliga a darse la vuelta, primero hacia un lado, y después girando sobre sí mismo. Luego, señalando hacia su oficina, le dice:

—Vente conmigo. También puede venir Franz, tu amigo. Mañana por la mañana habrá aquí un médico que te hará un breve reconocimiento: el corazón, los pulmones, etcétera. Aquí, además, tienes un formulario, la próxima semana tiene que venir a firmarlo tu padre.

Y a partir de ese momento la vida de Johann cambia por completo.

Al día siguiente los dos chicos, Johann Trollmann y Franz Uhlman, se reúnen en la escuela con media hora de adelanto. Pasan la breve visita del médico: todo está bien, corazón, pulmones y los distintos reflejos. Así que Uhlman acompaña a su amigo a elegir un par de pantalones cortos de competición, una camiseta y los guantes. El encargado observa los zapatos del joven novato:

—Caramba, ¿no tienes otro par un poco menos pesado? ¡Eso son botas de alpinista!

—No, lo siento. Mi hermano sí que tiene un par que se parecen a los tuyos, ¡pero seguro que no me los presta!

—Está bien, tal vez tenga yo por ahí unos más ligeros, eran de alguien que ya no viene. —Y, diciéndole eso, le tiende unos zapatos usados, pero de su mismo número. Y luego exclama—: Ya ves, la suerte empieza siempre por los pies.

Al cabo de pocos minutos la enorme sala se llena de chicos. El maestro los saluda con algunas palmadas en los hombros:

—Hoy empezaremos por darnos una buena carrera. Salimos y recorremos todo el parque hasta las orillas del Leine, después lo cruzamos por el puente y ahí ya vemos si aún os queda aliento o es mejor traeros de vuelta.

Johann tiene una sonrisa incontenible estampada en la cara. Helo aquí en el grupo de corredores, y sin darse cuenta se encuentra un poco más tarde a la cabeza, cerca del maestro, que de vez en cuando se vuelve hacia los chicos y ordena:

—Alargad la zancada y, a mi señal, dad tres vueltas sobre vosotros mismos. ¡Ahora! Reanudad la carrera, y ahora saltad, ¡así! —Y realiza amplios saltos, uno detrás de otro—. Brazos en alto, corred agitando los brazos por el aire, respirando siempre por la nariz, y ahora con los brazos hacia abajo, pasos cortos. ¡Quietos, parad! Agachaos hasta quedaros casi en cuclillas, y ahora tratad de avanzar así. Atención, otra vez en pie y volved a bajar, siempre en movimiento. Parad, ahora paso normal. —El grupo ha cruzado el puente y, llegados a ese punto, el maestro da una nueva orden—: ¡Todos sentados! Buscad un sitio cómodo. ¿Qué estás haciendo tú, en cuclillas sobre las piedras? ¿Qué eres, un faquir? ¡Allí, en la hierba! El boxeo no es un deporte de penitentes. —Pasado un cuarto de hora, todos deben volver a ponerse de pie—. Poco a poco, moveos a un lado y a otro mientras camináis. Os duelen un poco los músculos, ¿verdad? Especialmente las piernas. Masajeáoslas, que todo el mundo haga como yo. —Y diciendo eso, se frota las rodillas y las pantorrillas con energía—. Venga, vamos, ahora basta, volvemos a casa. Dentro de poco nos pondremos otra vez a correr, pero esperad hasta que os calentéis.

Johann se mueve como un exaltado. El entrenamiento le ha llenado de una alegría que nunca había sentido. Esa noche está tan excitado que no puede conciliar el sueño. Al final se queda dormido y sueña que corre y salta de nuevo. Por la mañana, a las siete ya está despierto. La cita en la escuela es dentro de tres horas.

Sale de casa casi de inmediato con un trozo de pan y queso en las manos e inmediatamente empieza a correr. Llega hasta el parque y lo cruza de nuevo hasta el puente. Después vuelta hacia atrás. Por fin ha llegado la hora de entrar al gimnasio.

—¿Qué hacemos hoy?

Franz, su amigo, le dice:

—Mira, está escrito allí, en esa tablilla de la pared. «Entrenamiento con el saco».

Y señala unos pallipponi llenos de arena que cuelgan delante de ellos. El maestro entra, todos le saludan, y luego se coloca delante de los sacos.

—Los tres primeros que golpeen aquí, los demás conmigo a las barras.

Johann trata de imitar a su amigo, que ya se ha colocado delante de los pallipponi y descarga puñetazos a un ritmo constante. Pero inmediatamente Franz le da un consejo:

—No le des tan fuerte al principio, de lo contrario al cabo de un rato sentirás que los brazos se te separan del busto.

Después de los sacos es el turno de las barras. El maestro ayuda a Johann a colgarse y luego a subir hasta arriba. Pasada media hora larga, el ejercicio cambia de pronto. Ahora se trata de echarse boca abajo en el suelo y de ponerse de pie, y luego echarse otra vez.

—¡Uno, dos, tres, cuatro!

Al acabar, Johann se toca todos los músculos del cuerpo, que parecen habérsele vuelto de madera.

—¡Caminad, todo el mundo a caminar lentamente aquí, alrededor! —Es la orden del maestro—. ¡Y, para acabar, todos a la ducha!

—¡Eh —exclama Johann metiéndose con los demás bajo el chorro de agua—, pero si está caliente! ¡Qué deporte más estupendo es el boxeo!

Pasan algunos días más, con rituales siempre diferentes. Saltar a la cuerda.

—Menos mal que he aprendido de mi hermana. ¡Hop, hop, hop!

Después levantamiento de pesas, ejercicios de gimnasia rítmica. Luego, uno detrás de otro en el cuadro sueco.

—Oye, Franz, pero ¿cuándo empezamos de nuevo a practicar boxeo?

—No te preocupes, que ya llegará.

Efectivamente, por la tarde el maestro lo llama al ring. «Quién sabe con quién me mandará boxear...».

El entrenador le ayuda a ponerse los guantes. Después le dice:

—Golpea aquí, con la derecha, contra mi mano. —Y le ofrece la palma abierta—. Sin miedo, pega con fuerza. Ahora, en esta otra mano, con la izquierda. ¡Primero en esta, después en esta otra, aumenta el ritmo! —Al cabo de un rato Johann se encuentra frente a un chico más grande que él. El maestro ordena—: ¡Tú, adelante, entrena con él! Despacio, tócalo apenas, pero no en la cara. En los hombros y en el pecho, y en los brazos también. —Y luego, dirigiéndose a Johann—: Tú también, haz lo mismo con él. Muévete sobre las piernas, venga, intentad pillaros desprevenidos y luego soltad la derecha y la izquierda. Y ahora aumentad la potencia de los golpes.

Johann se ve al instante en el suelo, sentado en la lona. Una carcajada de sus compañeros le pone inmediatamente de pie. Ahora trata él también de ir con más fuerza en sus acometidas, pero el otro le esquiva, se aparta, da tres pasos hacia atrás y luego avanza. Otro golpe, y Johann está otra vez en el suelo. El maestro le ayuda a ponerse en pie y luego le habla:

—Desde el principio, procura esquivar los golpes, nunca dejes quietas las piernas. Y, sobre todo, trata de bloquear los golpes de tu adversario, y luego sorpréndelo. A continuación, golpea. ¡Venga, prueba conmigo, para el golpe, páralo otra vez, esquiva, y ahora golpea! ¡Sin miedo, golpea! —Johann suelta un puñetazo en el pecho del maestro—. ¡Bien, estupendo, así! Y ahora adelante vosotros dos.

Johann levanta la guardia, para un golpe, el segundo también, se aparta y suelta él un puñetazo.

—¿Qué ocurre? ¡Oh, lo siento! —Su adversario ha caído al suelo. Su amigo lo aplaude.

Al día siguiente, Johann recibe una noticia que le aflige bastante. El maestro no está, ha tenido que marcharse con urgencia a Austria para participar en un congreso sobre boxeo. Estará fuera una semana por lo menos. En su lugar hay otro maestro que se presenta a los alumnos. Es más viejo, pero tiene una cara muy simpática. Les pone de inmediato a trabajar. Y otra vez Johann se encuentra encima del ring. Se nota enseguida que el nuevo maestro es uno que sabe lo que se hace. Da órdenes continuamente, y los incita a lanzarse al juego con valor. Johann está muy entusiasmado con este deporte, que en Alemania se está volviendo cada vez más popular. Parece ser que incluso el káiser es un fanático del boxeo.

Al día siguiente vuelve a empezar el colegio. Su amigo se lo recuerda.

—Es una pena —dice Johann—, siento no poder reanudar inmediatamente los entrenamientos...

—Bueno, siempre nos queda la nocturna a partir de mañana.

—¿Clases nocturnas de boxeo?

—Sí.

—¡Pues estoy tentado de no volver al colegio!

E inmediatamente Franz lo ataca:

—¿Estás loco? Ten cuidado, si no justificas tus ausencias corres el riesgo de ser suspendido, ¿y luego cómo te las apañarás con tu padre?

—¡Bah, no te preocupes, estaba bromeando! Me gusta ir al colegio, y también me gusta leer, estudiar. De todos modos, estate tranquilo que no me voy a perder las clases nocturnas. ¡Me encanta el boxeo también!

Johann se queda muy decepcionado cuando, al cabo de una semana, ve que no regresa el primer maestro. Cree que ha progresado mucho, especialmente en el ring, y está ansioso por dejarlo boquiabierto con su habilidad. Al final, después de otros tres días, vuelve por fin el primer maestro y el entrenador que lo ha sustituido durante su ausencia le da el relevo.

—He tratado bien a tus polluelos. Tengo que decirte que los has escogido con criterio, hay más de uno que sabe lo que se hace.

—¿Conque sí? ¡Pues vamos a ver hasta dónde han llegado!

De dos en dos, los pupilos suben al ring. Todos se lo toman muy en serio, esforzándose como si estuvieran en un campeonato nacional. Muchos de ellos acaban por los suelos, se levantan y derriban a sus oponentes. También le llega el turno a Johann, que en cuanto sube al ring empieza a mover los brazos y el cuerpo como un loco.

—¡Oye, tú! —grita el maestro—. ¡Calma! ¡Cada asalto dura tres minutos, no dos segundos! —Pero Johann tiene buenos pulmones, y se muestra más ágil y decidido que nunca.

—¡Enhorabuena! —dice el maestro a su sustituto—. ¿A este de dónde lo has sacado?

—De ninguna parte, estaba ya aquí.

—¡Caramba! Adelante vosotros dos, ¡como si estuvierais en un combate real!

Johann gira sobre sí mismo y comienza a atacar. Luego se cierra en defensa y de repente ataca. Su adversario acaba en la lona, y se levanta con dificultad.

El maestro ordena:

—Descansa, y tú. —Señala a otro chico mayor—: Ven aquí, sustitúyele.

El nuevo adversario de Johann es cincuenta centímetros más alto que él por lo menos, pero boxea torpemente. Su oponente cambia de posición a un ritmo inesperado, y después ataca con una izquierda-derechaizquierda rapidísima. El otro se tambalea y retrocede hacia las cuerdas. El maestro los detiene:

—Así es suficiente, gracias. Descansad, nosotros nos vamos a tomar un café. —Y diciendo esto, toma del brazo al colega que lo ha reemplazado y juntos suben hasta el piso de arriba, donde se encuentra el bar. El maestro que acaba de regresar se ha quedado de una pieza al asistir a esa breve prueba de Johann en el ring.

—¿Cómo es posible que un chiquillo de ocho años, después de solo diez días de entrenamientos, demuestre tantas cualidades todas a la vez?

—Eso es lo que me he preguntado yo también. Te aseguro que lo único que le he enseñando en estos días ha sido lo de siempre: la posición, algunos movimientos para esquivar un poco al contendiente, redoblar los golpes mientras tu adversario sigue a tiro y girar en torno a quien te ataca.

—Pero, perdona, te habrás dado cuenta tú también de que este chico exhibe una técnica de boxeo completamente fuera de lo normal. ¿De quién la ha aprendido?

—Me lo he preguntado yo también cuando le he visto derribar al suelo a un compañero con una experiencia de púgil casi profesional.

En ese momento interviene también el camarero, que les está trayendo el café:

—Disculpen que me entrometa. Están hablando del pequeño Trollmann, ¿verdad?

—Sí, estábamos hablando de sus dotes naturales para el boxeo.

—Sí. Ayer me detuve un momento para observarlo mientras estaba en el ring, y tengo que decir que ese Johann se mueve como si hubiera asistido a clases desde el primer día que salió del vientre de su madre.

El primer maestro le pregunta entonces al camarero:

—¿Tú conoces bien a ese chico?

—Sí, vive cerca de mi casa.

—¿Estás enterado de si por casualidad ha asistido a algún gimnasio de artes marciales? Qué sé yo, esa forma de boxear en la que los contendientes se dan incluso patadas...

El otro maestro replica:

—Ah, sí, lo vi practicar una vez en París, durante una exhibición de gente de Siam.

El camarero prosigue:

—De todos modos, el otro día, volviendo a casa, fui con él y con su amigo, y he descubierto que este Johann no es de origen alemán, es gitano.

—¿Quieres decir que es un sinti?

—Sí, un sinti, un gitano.

—Esa gente toca muy bien el violín —puntualiza el primer maestro— y se las arreglan para bailar moviendo arriba y abajo el arco como malabaristas.

—Ya, pero no es ese nuestro caso —dice el segundo maestro.

—¡Al contrario, es precisamente nuestro caso!

—¿A qué te refieres?

—¡Ese chico mueve las piernas y el torso exactamente como los sinti cuando bailan en sus celebraciones!

—¡Es verdad! ¡Yo también me he dado cuenta! —interviene el camarero.

—Ahora que se me viene a la cabeza —dice el segundo maestro—, he oído que, de vez en cuando, los sinti, durante las excepcionales reuniones de sus comunidades, se exhiben en enfrentamientos que se parecen a los de la gente de Siam, pero no para derribarse los unos a los otros, solo para descargar la ira y el resentimiento. En pocas palabras, fingen sacudirse de lo lindo, pero sin tocarse casi nunca, como en un baile.

—¡Qué caramba! —dice el camarero—. ¡Eso la verdad es que no lo sabía! Perdonen, que me están llamando. —Y diciendo eso se acerca a otra mesa.

—Sea como sea —prosigue el maestro—, creo que dotes como esas, en cualquier muchacho, hay que procurar que salgan a flote, o más bien cultivarlas, aunque sin exageraciones.

—¿Y qué vas a hacer? —dice el otro maestro—, ¿sacarlo del grupo y entrenarlo aparte?

—¡No, por favor! ¡Si le creas el complejo de que es diferente, estamos jodidos! Hay que dejarlo que madure él solo, y sobre todo evitar enfatizar esa extraordinaria agilidad suya y sentido del juego.

—¡Pues nada, que haya suerte! Pero, perdona, ¿cómo vas a evitar que los demás se den cuenta de que se ha convertido en tu favorito?

—Haré como en la doma de caballos.