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agradecimientos



Las fotografías incluidas como material documental en este libro proceden, en su mayoría, de la Academia de Televisión (España). También de la cadena Antena 3 TV (Atresmedia), de Tele5 (Mediaset España) y del archivo personal del abogado y diputado José María Benegas.

En la reconstrucción de las listas de debates celebrados en España he contado con la ayuda de Aroa Madera (ICE Comunicación) y de Ángeles Afuera (Cadena Ser), así como el apoyo técnico audiovisual de Belén Santiago, del Instituto de Comunicación Empresarial.

En la revisión del texto colaboraron Manuel Moreno Capa y Esclavitud Rodríguez Barcia, de Nautebook, Cristina Palomo, del ICE, la profesora María Gallego, autora de una tesis doctoral sobre debates, y Antonio Gullón, de Next IBS.

A todos ellos, mi gratitud.









anexos




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Anexo_2

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bibliografía



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debates electorales
en la época de la posverdad



Los debates electorales televisados, radiados, difundidos por redes digitales y comentados en la prensa posteriormente, además de constituir el espectáculo central de cualquier campaña, son cada vez más esenciales para la mejora de la calidad democrática en todos los comicios, de cualquier tipo.

Podría pensarse erróneamente que con la explosión de las redes sociales, incluyendo la posibilidad de manipularlas, los debates televisados en elecciones ya no son tan determinantes como antes. O que la prensa ya no es fundamental para la creación de opinión que favorezca la victoria de uno u otro candidato. Sin duda, las elecciones norteamericanas de 2016, que contra pronóstico ganó Donald Trump, aunque Hillary Clinton lo superara ampliamente en número de votos, generaron una conmoción sobre la influencia real de los distintos medios en el ecosistema informativo.

Clarificar esa confusión es realmente difícil, sobre todo por el ruido de los que ardorosamente defienden la supremacía de un medio, convencional o emergente, sobre el resto. Por más que abunde la «literatura de exclusión» que proclama que solo un medio es decisivo, resulta necesario afirmar que todo medio de comunicación es muy importante aunque, a diferencia de otros tiempos, ninguno resulta por sí solo determinante. Caducaron aquellas frases del estilo de «la prensa lo decide todo», «la televisión es lo único que vale», o, más modernamente, «las redes sociales condicionan el resultado».

Cincuenta y tres periódicos de los cincuenta y cuatro más influyentes en Estados Unidos apostaron por Hillary y, seguramente, contribuyeron a su victoria en votos, pero no fue suficiente. Los periódicos jugaron un papel fundamental en la investigación del pasado de Trump y alimentaron al resto de medios con sus revelaciones, pero eso no bastó. Sin duda, las entrevistas e informaciones en las televisiones fueron muy importantes, pero en los noticiarios principales se dedicó más tiempo a informar sobre las idas y venidas de los correos electrónicos de Clinton, según el desleal FBI, que a contrastar programas y propuestas de los candidatos. E incluso en las redes, como se ha reconocido después desde Facebook, se permitió la libre circulación de mentiras, por no decir que se estimularon, que emponzoñaron la campaña.

La primera constatación que asombra, y representa en buena parte la base del problema, es que millones de personas en el mundo se informan exclusivamente a través de redes sociales, una o varias. La creación de ese enjambre de comunidades por afinidad introduce una extraordinaria complejidad a la hora de contrastar datos para discernir veracidad de falsedad. Es la época de la posverdad, que supera incluso la vieja afirmación de que «una mentira repetida mil veces es una verdad». Hoy la apelación a las emociones y a las creencias personales influye más que los hechos objetivos. Cada grupo social o cada comunidad —a veces inmensa— suele realimentarse de lo mismo y «no sale al exterior» a comprobar si lo que le dicen, y cada uno de ellos difunde inmediatamente sin pudor ni comprobación, es verdad o no.

En la campaña electoral norteamericana de 2016 cien millones de personas leyeron repetidamente —y muchos de ellos acabaron por creer— que el papa Francisco apoyaba a Trump cuando no era cierto. O que Bill Clinton violó a una niña de trece años y muchos lo dieron por verdadero. Clinton ha acreditado su condición de mujeriego pero es mentira que violara a aquella niña. Y se sembró la duda de si Barack Obama había nacido en realidad en Kenia, de donde procedía su padre, duda que alimentó el propio Trump con insistencia. De haber sido eso cierto, Obama no hubiera podido acceder a la presidencia de Estados Unidos, como en su día le sucedió a Henry Kissinger, secretario de Estado de Richard Nixon que no pudo ser candidato por haber nacido en Alemania. Pero, aun así, aunque resultara impensable y la propia condición de presidente de Obama lo desmintiera, el bulo ensució largas semanas la campaña.

Dividido el mundo en multitud de células informativas peligrosamente incomunicadas entre sí, con una retroalimentación exclusiva de afines, los debates televisados, que acaban congregando a millones de espectadores (diez o más en España, cuarenta en México y aún más en Estados Unidos), aparecen como una de las pocas ventanas de información abiertas a todos. Unas ventanas imprescindibles para que unos y otros escuchen a su candidato con fervor pero también para que durante un par de horas puedan conocer argumentos y desmentidos del contrario. Y quizá sea esa la única oportunidad en toda la campaña. Seguramente es muy poco ante la magnitud y el riesgo de los nuevos fenómenos que estamos viviendo. Pero es algo esencial para que un muro insalvable no acabe por separar a la ciudadanía en grupos irreconciliables con graves riesgos para la convivencia.

Los debates electorales televisados, entre dos o más candidatos, por tanto, no solo no pierden influencia en las campañas, sino que cobran mayor valor porque constituyen un «espacio político abierto, generalista» en una batalla informativa tan temática y segmentada como es el nuevo escenario de confrontación electoral.

En ese nuevo escenario cambia la función de todas las herramientas electorales que parecían esenciales hasta ahora, como por ejemplo, las encuestas. Para el profesor Julián Santamaría, los propios institutos de opinión con frecuencia se dejan contaminar por el ambiente que se crea en los medios y en las redes. Pasó en Estados Unidos y en otras campañas. Por ejemplo, en España, en junio de 2016, al repetir elecciones por incapacidad de formar gobierno tras las celebradas seis meses antes, «los analistas no vieron el retroceso relativo de Unidos Podemos ni el avance del PP, porque estaban obsesionados con el sorpasso de Podemos al PSOE que finalmente no se produjo». Los medios de comunicación convencionales, las redes sociales y los propios institutos de opinión acabaron generando un clima que desembocó en un desastre reputacional; más de treinta encuestas no detectaron esos rasgos descritos por Santamaría, como el retroceso relativo de Unidos Podemos y el ascenso del PP «porque al final a los electores les importó más que por fin hubiera gobierno, que quién estaba al frente del gobierno»[1].

En esas circunstancias los debates electorales refuerzan su importancia porque no solo permiten conocer propuestas y probar la resistencia de los candidatos en situaciones de máxima tensión, sino que son un espacio en el que la búsqueda del impacto en la audiencia se impone como recurso para atraer a indecisos. Y se hace desde el convencimiento de que lo que suceda en el debate puede resolver polémicas arrastradas hasta aquel momento y orientar la campaña en los días siguientes.

Esa posibilidad de conseguir un impacto en el debate, que después multipliquen las redes sociales, acaba confundiendo a los asesores de los candidatos al preparar las intervenciones, con frecuencia más pendientes de la forma que del fondo. Hay que tratar de impactar a la audiencia, pero no a través de golpes de efecto excéntricos sino por la cercanía, la honestidad, por la sencillez y el tono didáctico de las explicaciones, por la imagen y la frescura de argumentaciones y, en definitiva, por la solvencia. Todo ello es fundamental para generar confianza y la confianza resulta determinante para persuadir al votante. Por eso en un debate, aunque sea un espectáculo televisivo, nadie lo niega, conviene distinguir entre audiencia y credibilidad. La audiencia es extensión y la credibilidad profundidad.

El candidato y su equipo tienen varios objetivos cuando se diseñan sus intervenciones en un debate, desde consolidar a los fieles a tratar de convencer a los indecisos. Pero incluso se consiguen a veces objetivos que no se habían perseguido y que, como consecuencia colateral del propio debate, resultan muy interesantes.

En una ocasión conversé con el presidente del Gobierno español Mariano Rajoy acerca de la influencia real de los debates en las campañas electorales. Se interesó por mi opinión sobre quién había ganado el cara a cara que mantuvo con el candidato socialista Alfredo Pérez Rubalcaba el 7 de noviembre de 2011 organizado por la Academia de Televisión y que tuve el honor de moderar. Yo le dije mi opinión, que ese debate lo ganaron los dos, y él me reprochó la diplomacia de mi respuesta: «Se puede hasta empatar, pero ganar los dos…». «Creo que tú ganaste sobre todo liderazgo», le dije. Me insistía en que lo tratara de tú porque hace años que nos conocemos. «Antes del debate existía la impresión de que Rubalcaba podía ganarte, aunque se te reconoce como buen parlamentario, pero él dispara muy bien los titulares. Al quedar más o menos empatados en la parte argumental, ganaste liderazgo entre los tuyos y los ajenos porque saliste bien librado del encuentro; e incluso muchos te dieron por ganador con una ligera ventaja.» Le pareció interesante mi observación, y quiso saber qué había ganado entonces Rubalcaba. «Rubalcaba ganó, a mi juicio, la reanimación de su campaña, que estaba muy decaída. A partir del cara a cara acudió más gente a sus mítines y los militantes se activaron más. Por eso pedía un segundo debate, para recuperar el pulso.»

Por tanto, están en juego la participación, los votos, el liderazgo, la activación de campañas, la clarificación de informaciones falseadas, la retroalimentación de contenidos en una campaña útil para todos los medios, descubrimiento de nuevas figuras políticas... Un debate en el momento de máxima tensión entre los principales candidatos a dirigir un país puede producir algunos de estos efectos, o incluso todos ellos. De ahí que su negociación, su organización, realización y comentario posterior, a modo de debate del debate, ocupe el epicentro de casi todas las campañas electorales.







el extraordinario interés
por los debates



No hay género político periodístico más espectacular que los debates electorales. Allí donde se celebran dejan huella, porque generan audiencias jamás logradas y un río de palabras y de tinta antes y después del gran acontecimiento. Una campaña electoral sin debate cara a cara es una confrontación político-mediática de intensidad y emoción muy disminuida. Pero hasta llegar a la celebración de un debate hay un bosque de vegetación espesa por el que hay que abrirse paso, sorteando dificultades y, con frecuencia, trampas. Solo setenta y cinco países en el mundo, una tercera parte de los existentes, han tenido la oportunidad de celebrarlos, aunque fuera de un modo discontinuo.

Esta es la cara oculta de los debates electorales, con especial énfasis en los cara a cara celebrados en España, con referencias comparativas con debates norteamericanos, franceses, mexicanos y peruanos, entre otros. El cara a cara es, sin duda, el género más arriesgado para los candidatos y el más difícil de conseguir para los periodistas.

En una época en la que se teoriza que la política no interesa a los ciudadanos y se publica alegremente que la supremacía de la televisión entre los medios está en declive, en España se celebran debates en vísperas de elecciones, en noviembre de 2011 y 2015 y en junio de 2016, y alcanzan una audiencia de doce millones de espectadores. De hecho, casi un millón más, porque la audiencia de algunas televisiones locales no se contabilizaba. Trescientas mil personas los siguieron por internet y diez mil por dispositivos móviles, tabletas, etcétera. Como ha calculado gráficamente Ricardo Vaca, la audiencia de ese debate equivaldría a llenar 140 veces el estadio Santiago Bernabéu o el Camp Nou[2].

A todo eso, tendríamos que sumar la audiencia internacional, básicamente de América, pero también de otros continentes a través de los canales internacionales de TVE y Antena 3 TV. El número de espectadores en esos canales no puede medirse, pero consta que lo siguieron las élites políticas de los países iberoamericanos y los residentes españoles expatriados en todo el mundo, especialmente los vinculados a las embajadas.

Pero además de esa explosión de audiencia televisiva, se generaron sobre el debate 815 noticias en prensa, según el departamento de Comunicación de la Academia de Televisión, a las que hay que añadir 1.260 en radio y 884 en televisión. Y el impacto en las redes sociales también fue notable: el tráfico de Twitter se multiplicó por cincuenta durante la emisión del debate, según un análisis de Barcelona Media.



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Unidades móviles de TVE desplazadas para cubrir el debate (2008).



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Prensa gráfica acreditada para cubrir el debate (2011).



A la vista de estos datos no hay duda de que estamos ante un género político de gran impacto. Del mismo modo que existen varios géneros periodísticos, tal como se enseña en las facultades de Periodismo (la noticia, el reportaje, la entrevista, la crónica, el artículo y el editorial), también podríamos decir que los géneros políticos son diversos: la declaración; el mitin, mucho más orientado a consolidar el voto y a activar a los militantes para que continúen las campañas; la rueda de prensa, últimamente en peligro, sobre todo durante las campañas electorales españolas después de 2011; y, desde luego, el debate, con sus distintos formatos.

En este libro trataremos con especial énfasis el cara a cara, porque es el debate de mayor impacto, el que genera más interés entre la ciudadanía y mayor dificultad para los políticos que participan en él. Curiosamente, el cara a cara es también el formato más difícil de interpretar para algunos periodistas y analistas. Con independencia de que todas las opiniones son respetables, por supuesto, y aunque algunas críticas pueden ser muy interesantes e instructivas, es evidente que hay una dificultad de comprensión de este formato, incluso para muchos periodistas empeñados en que solo hay debate con preguntas si las plantean analistas o los ciudadanos. Desconocen que existen distintos tipos de debate, uno con periodistas, otro con ciudadanos y un tercero, el más difícil sin duda para los candidatos, que enfrenta sin intermediarios a los aspirantes. Como dice Alan Schroeder, experto en debates y profesor de la Universidad estadounidense de Northeastern: «Un político en un debate es como un trapecista sin red: la oportunidad de ver un espectáculo o un fracaso fatal»[3].


Cada vez resulta más difícil cortar la posibilidad de realizar los debates. Con todo, Chirac lo hizo y Aznar también. Rajoy tenía a mano la posibilidad de no celebrar el debate, en noviembre de 2011, pero lo aceptó, y eso es de agradecer.

¿Qué es lo que ha sucedido en España en estos años? Que ha aumentado el número de debates, especialmente los cara a cara, en televisión y en radio. Se han celebrado en las comunidades de Galicia, Valencia, Andalucía, Aragón y en muchas otras partes, siempre en vísperas electorales.

Tras los encuentros del año 2008, José Blanco, ministro de Fomento del Gobierno de Zapatero entre abril de 2009 y diciembre de 2011, tenía la idea de introducir una ley que recogiera, además de la obligación de realizar debates, que la entidad organizadora fuera una institución sin ánimo de lucro y neutral. No creemos necesario que se deba legislar para obligar a que los partidos realicen debates en periodo electoral, más bien creemos que debe formar parte de la costumbre y de los derechos ya conquistados por la ciudadanía. José Luis Ayllón, secretario de Estado para las Relaciones con las Cortes en los gobiernos de Mariano Rajoy, también consideró esa idea y conversamos alguna vez sobre ello, pero no se llegó a concretar hasta el momento.







el debate: ¿un espectáculo?



Sin complejos, cabe reconocer que el debate tiene una parte de espectáculo, lo cual no tiene porqué ser necesariamente peyorativo. Esto es política y es televisión. Si el debate lo ven doce millones de personas, que unidos a quienes lo siguen a través de internet se convierten en trece millones, quiere decir que esto tiene un gran calado. Es algo muy significativo, porque hoy en día no se consigue reunir a doce millones de personas si no es en torno a un partido de fútbol de gran trascendencia. En España, los dos programas con más audiencia han sido los debates cara a cara, exceptuando aquella final de la Copa del Mundo del año 2010 que ganó la Selección Española. El profesor Schroeder apunta que en Estados Unidos sucede exactamente lo mismo, solo que allí el ranking de audiencias lo gana la Super Bowl.Claro que el debate tiene una parte de espectáculo y el espectáculo tiene sus reglas, su liturgia de preparación y de presentación. Lo malo es que el espectáculo pueda llegar a desfigurar la política, pero si no es así, se convierte en una forma de presentación como cualquier otra. Para Alan Schroeder, los debates «son un reality más que un espacio donde se discuten asuntos importantes para la nación»[4]. Pero eso no debe interpretarse como una desconsideración hacia la importancia política de los debates, ya que su influencia está probada en cuanto a la participación electoral, el peso sobre los resultados en las urnas y su repercusión sobre el liderazgo.

Alan Schroeder aprecia una tendencia creciente en la celebración de debates electorales a nivel mundial debida, sobre todo, a que la ciudadanía demuestra un mayor interés. Las audiencias televisivas de los debates baten récords. Son los programas más vistos con pocas excepciones, lo que desmiente la teoría de que a la ciudadanía no le interesa la política. Considera que el formato del debate acerca a los jóvenes a la política, ya que se trata de un programa que les informa, pero que también les divierte.

En todos los países en los que los debates no son una tradición hay presión de los medios para que se celebren. Con ese objetivo hace unos años fui invitado por la cadena Sky 24 Ore de Italia para participar en la Universidad Católica de Milán, en una reunión de países, donde habíamos celebrado anteriormente debates electorales. La situación en aquel momento era que Berlusconi, que había participado en dos ediciones de esos debates, los suspendió tras su llegada al poder. Se pretendía con aquella reunión presionar al todavía Primer Ministro para que aceptara un debate en las siguientes elecciones.

Debemos tener en cuenta que hay muchas personas que se informan para su decisión electoral a partir de la celebración del debate, y desde ese momento conocen mejor a los candidatos. Creo que los candidatos pueden decepcionar, tal vez entusiasmar, pero es una forma de diálogo político.

Pedro Arriola, sociólogo principal del Partido Popular, sostiene que los debates son imprescindibles sobre todo en Estados Unidos por el desconocimiento general de los candidatos. Además, permiten conocer a los aspirantes en situación de máxima tensión. Ronald Reagan así se lo dijo al periodista Jim Lehrer: «La gente tiene derecho a conocer todo lo que se pueda para comparar entre candidatos y tomar después decisiones».

Bob Dole, rival de Clinton, admite que «el debate exige gran preparación y hace a los candidatos mejores». Y el propio Clinton va más lejos: «Estoy convencido de que los debates, especialmente los tres de 1999, me ayudaron a ser mejor presidente»[5].

El debate, por tanto, aun con su componente de espectáculo, es altamente beneficioso para los candidatos y para la ciudadanía. Pero esas virtudes evidentes no garantizan en absoluto su celebración. Más bien al contrario: el camino hasta su concreción está plagado de obstáculos. De ahí que sea tan difícil acordar su celebración.