image
image

Editado por el Departamento de Publicaciones de la Universidad Externado de Colombia en agosto de 2016

CAPÍTULO I
UNA TEORÍA DE LA CIENCIA DEL DERECHO

Afirmar la posibilidad de una ciencia del derecho es algo que no va de suyo. Según algunos juristas, la naturaleza del derecho haría imposible su conocimiento objetivo y que solo pudiera abordarse por medio de un conocimiento (savoir-faire) práctico (el arte de lo bueno y de lo justo o el arte de la retórica). En opinión de otros, en cambio, el derecho admite el procedimiento científico; pero existe un desacuerdo sobre si el derecho es una ciencia (prescriptiva, en tanto que ciencia de la buena legislación, de la buena decisión, de la buena argumentación) o si solo es el objeto de una ciencia que lo describe. Los juristas positivistas pretenden que la ciencia del derecho es posible cuando se apoya en este último modelo, que es el de las ciencias naturales. Por ello tienden a proponer distinciones (sección 1) a partir de las cuales estipulan el objeto llamado derecho susceptible de ser descrito de una forma científica (sección 2).

SECCIÓN 1
DISTINCIONES

La idea misma de una teoría del derecho como parte de la filosofía del derecho cuyo objeto es posibilitar una ciencia del derecho supone clarificar las relaciones entre filosofía y ciencia, por una parte (I), y distinguir, por otra parte, la ciencia del derecho de su objeto mismo (II).

I. Filosofía y ciencia

A partir de tres cuestiones prácticas para todo jurista (A) se puede mostrar que hay dos concepciones posibles de las relaciones entre la filosofía y la ciencia, las cuales están efectivamente desarrolladas (B y C).

A. Algunos problemas ligados al conocimiento jurídico

Sin duda los juristas se hacen con frecuencia preguntas del siguiente tipo: ¿cuál comportamiento (es necesario) adoptar? ¿Qué es lo justo? ¿Qué es el derecho, o el Estado, o el contrato? Por más importantes que sean esas preguntas, ellas no pueden resolverse científicamente, pues sus respuestas no pueden considerarse ni verdaderas ni falsas.

1. El conocimiento práctico-moral

¿Es posible conocer qué es lo que debemos hacer? Una pregunta de este tipo puede recibir diversas respuestas, según el sentido en el que se la entienda.

Puedo preguntarme cuál comportamiento debo adoptar para obrar conforme a derecho. Por ejemplo, qué debo hacer si recibo un mensaje que me comunica una información que entiendo como una orden (pagar un impuesto). Puedo también preguntarme cuál vía jurídica corresponde mejor a lo que busco, es decir, cuál comportamiento debo adoptar para alcanzar un fin determinado: por ejemplo, en materia de responsabilidad médica, optar por la acción penal en lugar de la acción civil porque la carga probatoria sería más ligera. Por último, puedo preguntarme lo que debería hacer para afrontar una situación determinada que puedo evaluar de manera positiva o negativa; por ejemplo, las dificultades de circulación en una gran ciudad.

Los dos primeros sentidos evocados no tienen el mismo alcance que el último. Podría parecer evidente que las respuestas a la pregunta tomada en los dos primeros sentidos derivan del conocimiento: conocimiento de la existencia de un sistema jurídico y conocimiento de su contenido. Sin embargo, si se piensa en el adagio que dice “la ignorancia de la ley no sirve de excusa”, este permite suponer desde ahora que este conocimiento sería en realidad una presunción. Además, el conocimiento de la prescripción me permitiría eventualmente, en el primer sentido, saber lo que debería hacer para actuar de conformidad con determinado sistema jurídico, lo que no me permite responder a la pregunta ¿qué (debo) hacer?, sobre todo en aquella hipótesis en la que yo deseara al mismo tiempo obrar conforme a otros sistemas prescriptivos (morales o religiosos, por ejemplo, suponiendo que no estuviesen exentos de contradicción con el sistema jurídico considerado).

Si pensamos ahora en el segundo sentido propuesto, la apreciación del fin que busco no depende de mi conocimiento del sistema jurídico, puesto que ya puedo saber que para aligerar la carga de la prueba debo optar por la acción penal. En este caso es claro que debo querer facilitarme la carga de la prueba, aunque otras razones (como el carácter ofensor contra el médico en la acción penal) pueden hacerme preferir otros fines. Todas estas respuestas presuponen entonces un juicio de parte de quien se interroga, es decir, implican un acto de voluntad. Están condicionadas por este acto de voluntad y, por tanto, no provienen solo de un acto de conocimiento. Esas son preguntas prácticas que se le presentan tanto al ciudadano como al jurista profesional, por ejemplo a un administrador o a un juez cuando deben decidir un caso.

La cuestión, tomada en su tercer sentido, puede así mismo concernir al ciudadano que se forma su opinión. Sin embargo, tiene un significado jurídico particular, pues es la pregunta esencial de la reglamentación en sentido amplio: ¿cuál prescripción general (ley o reglamento, por ejemplo) deben adoptar las autoridades del derecho? El ejercicio de esta competencia tiene en cuenta el conocimiento de ciertos hechos, pero supone así mismo una evaluación de estos. Por eso no es tampoco el resultado de un puro acto de conocimiento: aunque puede conocerse lo que es (los hechos en cuestión), no puede conocerse de manera directa (por la experiencia o por la razón) ni indirecta (por derivación lógica a partir del conocimiento de los hechos) lo que debe ser. Esta imposibilidad lógica fue planteada por el filósofo escocés David Hume en el siglo XVIII y la que los teóricos positivistas denominan ley de Hume, esto es, la imposibilidad de derivar lógicamente una proposición prescriptiva a partir de una proposición descriptiva. La enunciación de un deber ser resulta solo de un acto de voluntad, es decir, de un juicio sobre hechos. Y para que ese juicio produzca efectos jurídicos, es necesario que se cumplan ciertas condiciones con respecto a quien juzga (la competencia jurídica): auctoritas, non veritas, facit legem (Hobbes).

Ahora bien, la ley de Hume no es aceptada por todos los que se interesan por el derecho. Algunos enfoques consideran que la cognición ética es posible, sin demostrar sin embargo en qué consiste o cómo sería. La ley de Hume delimita las dos corrientes esenciales de la filosofía del derecho: la corriente positivista, que la acepta, trata al derecho como un conjunto de normas expedidas por autoridades humanas (debe indicar cuáles actos de voluntad y de cuáles autoridades humanas se consideran pertinentes); y la corriente iusnaturalista, que no la acepta, trata al derecho como un conjunto de principios éticos que existen de manera independiente de su enunciación por las autoridades humanas (debe entonces indicar de manera especulativa cuáles son esos principios y cómo pueden descubrirse).

2. El conocimiento axiológico

¿Es posible conocer lo que es justo o injusto? Esta pregunta prolonga los cuestionamientos sobre el conocimiento ético.

Lo justo (o lo injusto, como el bien y el mal, lo bello y lo feo) constituye un valor. ¿Cómo ese valor puede ser objeto de conocimiento? Cuando decimos que tal ley o tal acción es justa (o injusta), ¿conocemos una propiedad de esta ley o de esta acción que podamos comprobar al evaluarla, o bien le atribuimos un valor a esta acción?

Con seguridad, podemos conocer los juicios de valor que ya se han realizado. Cuando, por ejemplo, comprobamos que el hecho de matar a alguien es reprimido por numerosas normas, en numerosos sistemas normativos (jurídicos, morales o religiosos), conocemos la valoración a la que se procede en esos sistemas normativos con respecto al hecho de matar. Pero también podemos conocer, al estudiar las mismas normas de los mismos sistemas, o de otros, el hecho de que matar no es siempre valorado de forma unánime como injusto (la pena de muerte, la guerra o la legítima defensa dan matices a la valoración). Comprobamos, entonces, que no es la acción en sí misma la que es justa o injusta, sino que solo lo será después de que un juicio de valor la haya declarado justa o injusta.

Así, los valores se parecen más a la expresión de preferencias, que pueden ser compartidas de manera amplia (de ahí la intersubjetividad), que a propiedades objetivas comprobables. Los valores canalizan la reacción emotiva de un sujeto con respecto a una acción. Calificamos como bueno, bello o justo lo que nos procura placer, y como malo, feo o injusto lo que nos desagrada.

Por ende, el conocimiento de los valores jamás puede ser directo. Lo único que podemos conocer son los juicios de valor. Según la teoría del derecho, se desprende que no podemos evaluar una ley o una acción en función de valores de justicia, sino solo describir los juicios de valor que han llevado a cabo las autoridades (en una ley, por ejemplo) o evaluar una acción determinada de acuerdo con los juicios adelantados por esas autoridades.

3. El conocimiento ontológico

¿Qué es el derecho, el Estado o un contrato? Solo es posible responder de manera científica a esas preguntas refiriéndose al uso de esos términos en un lenguaje determinado.

El concepto de Estado, por ejemplo, no tiene el mismo sentido en historia, en ciencia política o en teoría jurídica. El concepto de contrato reenvía tal vez a cosas diferentes en el derecho positivo francés y en el derecho romano. A partir del conocimiento de ciertas normas (el derecho romano, el derecho positivo francés), puede decirse que constituye un objeto para esas normas. Pero esto no nos proporciona una definición del objeto mismo. Cuando los juristas hablan de contrato, o de Estado, o de derecho, utilizan un concepto que han creado para dar cuenta de las normas que estudian; ellos les dan claridad, apoyándose en esos conceptos, a las palabras empleadas en la lengua del sistema normativo al que pertenecen, pero no buscan definir la esencia de una cosa que existiría de forma independiente de esas normas.

Los conceptos de derecho, de Estado, o de contrato, por ejemplo, corresponden entonces a técnicas de expresión, útiles al jurista. Es poco probable que se refieran a objetos reales de los que pueda conocerse su naturaleza.

B. La construcción clásica de la separación entre ciencia y filosofía

Los progresos históricos ligados a la toma de conciencia sobre la especificidad del conocimiento científico han generado un fenómeno de especialización de las disciplinas y de reducción del campo del saber. La ciencia, entendida como descripción de lo que es, de lo que existe, se ha dotado de protocolos de conocimiento y de validación de sus métodos y de sus resultados, en función de verdad. Deja de lado cierto número de interrogantes a los que no puede responder de acuerdo con esos protocolos.

Esos interrogantes han sido perseguidos en el campo clásico de la filosofía, metafísica o especulativa. Por otro lado, la filosofía así comprendida aporta respuestas que no pueden ser validadas en el mismo sentido, es decir, el del conocimiento objetivo.

La filosofía clásica del derecho, llamada también en ocasiones filosofía del derecho de los filósofos, aunque sea también practicada por los juristas y aunque todos los filósofos que se interesan a las cuestiones ligadas al derecho no la practiquen, se ha esforzado por construir sistemas especulativos que tienen en cuenta aquellas cuestiones que hemos considerado: cuestiones éticas y, más en particular, axiológicas u ontológicas, o ambas. Los Principios de la filosofía del derecho, de Hegel, o la Filosofía del derecho, de Michel Villey, en un género diferente, son perfectamente representativos de este proceder. Este se sitúa en las antípodas de una teoría del derecho, sin agotar la tarea filosófica.

Ello obedece a que tal concepción de una filosofía metafísica, distinta por sus ámbitos y métodos de la ciencia, fue criticada a raíz de la redefinición de las tareas propias de la filosofía propuesta por la corriente (de la filosofía) analítica.

C. La redefinición de la filosofía (analítica) como teoría de la ciencia

De acuerdo con la filosofía analítica, que apareció entre los siglos XIX y XX y que se impuso a lo largo del último siglo como una alternativa fructífera a la filosofía especulativa, la filosofía no se opone a la ciencia, sino que, por el contrario, participa de la labor científica. La teoría analítica del derecho tiene entonces como función permitir la constitución de una ciencia del derecho, y en función de ese objetivo ella puede evaluarse.

1. La filosofía analítica

La filosofía analítica propone una relación con la ciencia que no se funda en la división de campos donde correspondería a la ciencia la descripción empírica del mundo, y a la filosofía la especulación metafísica. En puridad, la filosofía analítica no busca establecer un corpus de conocimiento separado de la ciencia ni válido por fuera de toda referencia a la verdad. Pretende ser una práctica de la actividad científica, es decir, busca proporcionar herramientas, sobre todo lingüísticas o conceptuales, necesarias para la labor científica.

Esta concepción de la filosofía encuentra su origen moderno en el lógico alemán Frege (1848-1925), luego en los trabajos fundadores del matemático inglés Bertrand Russell (1872-1970) y en el filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951), aun cuando el estudio de su origen podría remontarse más atrás, por ejemplo, en algunos planteamientos kantianos. Esta filosofía se desarrolla en diversas direcciones, que van del positivismo lógico del Círculo de Viena a la filosofía del lenguaje ordinario de la Escuela de Oxford, y pueden añadirse corrientes filosóficas cercanas, como el pragmatismo estadounidense o la filosofía sueca del derecho. Esta no ha dejado de renovarse desde sus orígenes, gracias sobre todo a los trabajos de Quine (1908-2000) o de Putnam (nacido en 1926), sin renunciar a la voluntad de ser una práctica.

La filosofía analítica, al menos en su sentido original, pretende, según la expresión de Wittgenstein, decir lo que es decible y callar “aquello de lo que no se puede hablar”, esto es, de lo que no se puede hablar con proposiciones verdaderas. Entonces no concibe el conocimiento sino como algo fundado en la experiencia (principio del empirismo y test de verificación) o sobre la estructura analítica de las proposiciones (clarificación del lenguaje). Mientras que el principio del empirismo reenvía de manera prioritaria a la ciencia misma, comprendida en su sentido clásico, el trabajo analítico corresponde ante todo a la filosofía.

2. Objetivo de una teoría analítica del derecho: permitir una ciencia del derecho

Una filosofía del derecho que se apoya en un fundamento analítico, es decir, una teoría analítica del derecho, busca permitir la constitución de una doctrina jurídica como ciencia, esto es, permitir la descripción de un objeto. Se parece más a una teoría del derecho de los juristas que a una filosofía del derecho de los filósofos, pues en efecto no puede concebirse sin el vínculo con la dogmática jurídica. Constituye el metalenguaje doctrinal, es decir, un lenguaje que versa sobre el lenguaje doctrinal.

Toda teoría científica constituye de cierta manera una propuesta de interpretación del mundo. Es posible, a partir de su fundamento, formular hipótesis destinadas a ser verificadas, es decir, formular también proposiciones descriptivas de ese mundo y que pueden ser verdaderas. Una teoría del derecho es una propuesta de interpretación del derecho existente, esto es, del derecho positivo. Ella proporciona las herramientas lingüísticas y los métodos necesarios para la formulación de hipótesis verificables y, por tanto, de proposiciones de derecho que resulten verdaderas.

Es evidente que, en parte, esas herramientas dependerán del objeto que se ha de describir y, por consiguiente, del sistema de derecho positivo considerado: el derecho positivo francés o el derecho positivo inglés, por ejemplo, no necesitan exactamente las mismas herramientas conceptuales para describir el derecho de Torts y el de la responsabilidad civil. Pero, en parte, esas herramientas serán generales, es decir, conciernen al derecho positivo sin más precisión. Son las proposiciones relativas a esas herramientas y métodos las que constituyen la teoría analítica general del derecho.

3. Evaluación de una teoría del derecho

Una proposición con respecto a una teoría del derecho no puede ser ni verdadera ni falsa en el mismo sentido empleado cuando se dice que una proposición empírica es verdadera. Una proposición de la teoría del derecho y un conjunto de proposiciones, esto es, una teoría, no son verificables.

Existen muchas teorías generales del derecho disponibles, y muchas de ellas se presentan como una práctica analítica. Lo que llevaría a privilegiar una teoría sobre otra resultará de considerar dos factores: por un lado, su coherencia lógica, y por otro, su valor heurístico.

Una teoría general del derecho no puede cumplir con su programa si no está constituida sobre proposiciones lógicamente atadas las unas a las otras, es decir, cuando no es contradictoria o incoherente. Este imperativo de coherencia no supone la completitud. Es del todo posible que una teoría no permita describir todas las cuestiones que plantea su objeto. Las teorías analíticas del derecho, sean de inspiración normativista o de inspiración empírica (las llamadas teorías realistas), casi siempre son coherentes en sus principales directrices. Pero esta coherencia les impide tratar con la misma importancia aquellas cuestiones que pueden parecer de igual importancia a los ojos de quien quiere conocer el derecho. Así, una teoría normativista no tendrá lugar para una descripción jurídica de la efectividad del derecho (que reenviará al campo de la sociología), mientras que una teoría empirista no podrá tratar directamente la aplicación del derecho (al comprender la norma como producto de una interpretación).

Entre teorías igualmente coherentes e incompletas, solo las cuestiones relativas a la estrategia buscada por el sujeto pueden conducir a una preferencia. Puede tratarse de una estrategia científica: ¿permite la teoría un programa descriptivo? Lo que supone de quien la evalúa, que acepta y busca ese programa, prohibiéndose recurrir así a filosofías especulativas o prescriptivas. Ahora, ¿cuál tipo de objeto permite describir la teoría? ¿Las significaciones posibles de los actos de voluntad de algunas autoridades (significaciones prescriptivas de sus enunciados), por ejemplo, o bien las significaciones que efectivamente tienen otras autoridades y que han usado en la práctica para decidir un caso (interpretaciones hechas por ciertos jueces, o ciertas autoridades políticas o administrativas), o aun otra cosa distinta?

Esta estrategia científica no es del todo separable de una estrategia de tipo político: al hablar del derecho, ¿sobre qué pretendemos poner énfasis? ¿Sobre escogencias políticas efectuadas por las autoridades legítimas con respecto a una teoría política oficial, por ejemplo, la teoría de la separación de los poderes en un sistema político democrático (el constituyente, el legislador), aunque tales escogencias estuviesen en ocasiones desprovistas de efectos? La importancia de esta descripción está en el hecho de hacer más efectivas esas escogencias si ellas se explicitan. ¿O se pondrá énfasis en la complejidad de los fenómenos de los poderes en el sistema jurídico, por medio de la deconstrucción de las teorías políticas oficiales, mostrando cómo esas escogencias se efectúan también en lugares distintos de las sedes oficiales del poder?, por ejemplo, en los tribunales, si se supone que el juez, según la teoría oficial de la separación de los poderes, no es más que una autoridad de aplicación de la ley. Aquí, el interés de la descripción residiría en el hecho de buscar hacer más visible un poder que ha sido ocultado o minimizado.

Sería ingenuo creer que la constitución de un conocimiento objetivo, en tanto que ideal de la ciencia, no da cabida en esos campos –y solo en esos campos– a consideraciones políticamente determinadas.

II. Derecho y ciencia del derecho

La ciencia del derecho no es el derecho. Se diferencia del derecho de la misma manera como toda ciencia se diferencia de su objeto. Sin duda, este objeto no es un objeto natural, ni tampoco físico; pero otras ciencias pueden tener objetos del mismo carácter, como las ciencias sociales o las ciencias del lenguaje. El derecho se nos presenta ante todo como un lenguaje (un conjunto de proposiciones lingüísticas), por lo que es indisociable de la comprensión de una forma de comunicación.

La ciencia del derecho tiene por objeto el derecho, bajo el entendido de que lo describe. Hay entre el derecho y la ciencia del derecho una relación de la misma naturaleza que la relación que existe entre la teoría del derecho y la ciencia del derecho: una es, con respecto a la otra, un metalenguaje. El derecho es para la ciencia del derecho un lenguaje-objeto. En cambio, esas dos relaciones pueden distinguirse porque la teoría del derecho tiene (al menos una parte de ella) una dimensión prescriptiva: la prescripción de las reglas epistemológicas constitutivas de la ciencia del derecho. La ciencia del derecho, según esas reglas constitutivas, abarca solo una dimensión descriptiva del derecho.

La distinción del derecho y de la ciencia del derecho, es decir, de dos lenguajes, supone que cada uno pueda caracterizarse de manera diferente (A y B), y dicha caracterización hace que aparezcan criterios de evaluación diferentes (C). La distinción permite tomar conciencia de la importancia de una ciencia del derecho (D).

A. Características del derecho como producto de la voluntad

Las proposiciones del derecho son las prescripciones (1). Esas proposiciones expresan también valores (2), que pueden diferir en el tiempo y en el espacio. Las proposiciones del derecho traducen así las preferencias de una autoridad, pues son la expresión de una voluntad. En una teoría general del derecho positivo, las modalidades estructurales de expresión de esas preferencias son más características que su contenido material (3).

1. El derecho como conjunto de prescripciones

Existen diferentes concepciones de lo que denominamos derecho. Algunas veces se habla de reglas de conducta; otras, de un modelo para la acción. Se puede también hacer referencia a una cierta idea de justicia; a menudo se le reconoce como la expresión de cierto orden social, político o económico. Esas concepciones se proponen de manera alternativa o con frecuencia de manera articulada, reenviando a dos o más de esas concepciones o incluso a otras más. Una teoría general del derecho, por supuesto, debe indicar lo que se entiende comprendido en el objeto llamado derecho. Pero aquello no es tan importante como parece. También es importante considerar que esas concepciones obedecen por igual a la recepción de las proposiciones propiamente jurídicas, formuladas por las autoridades encargadas de su implementación y por los miembros de la respectiva sociedad; salvo que se pretenda buscar una ontología “pesada” ante la cual la labor teórica se haga impotente (cfr. supra).

Cualesquiera que sean las concepciones escogidas, todas se apoyan en la idea de que las proposiciones del derecho son prescripciones. Estas expresan algo que proviene de lo que debe ser y no de lo que existe. El vocabulario jurídico ordinario hace eco de esto. Se habla por ejemplo de obligaciones, de fuerza obligatoria, de carácter obligatorio, o de permiso, de habilitación, o incluso de derechos (en plural). Se dice que el derecho es un conjunto de derechos y de obligaciones, que resultan de proposiciones prescriptivas: el derecho es un deber ser (con frecuencia se acude al concepto de Sollen, retomándose el vocabulario de la filosofía alemana y la teoría jurídica de Kelsen). Las concepciones evocadas difieren en cuanto a la comprensión de ese debe ser (cfr. infra), pero no en cuanto al carácter de las proposiciones por medio de las cuales lo conocemos.

debe