Prólogo

 

Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho.Declaración de Robert Schuman, 9 de mayo de 1950

 

La historia de Europa está inexorablemente unida a la fragmentación política, a las numerosas guerras, a las estrategias y negociaciones, a los secretos, a los poderes políticos.

 

Cada siglo ha estado marcado por graves conflictos que han quedado grabados en nuestra memoria colectiva y en nuestra construcción como europeos. Desencuentros que todavía nos hacen temblar como la Guerra de los Cien Años durante la Edad Media, la guerra de los Treinta Años que marcó el inicio de la Edad Moderna y periodo en el que se enmarca el texto Secretísima Instrucción que hoy tenemos entre manos, la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, o las sangrientas Guerras Mundiales en nuestro todavía reciente siglo XX.

 

Pero, al mismo tiempo, siempre surgía un grito clamoroso basado en la razón, la moral y la justicia, que esperaba encontrar en la política, no el instrumento del conflicto, sino la negociación para la paz. Pensadores como Dante Alighieri en el siglo XIII, o posteriormente el Abate St. Pierre con su Projet pour rendre la paix pérpetuelle en Europe (1713), hasta llegar al magnífico ensayo jurídico-político de Inmanuel Kant Hacia la paz perpetua en 1795, que recogía así la esperanza de generaciones enteras de pensadores europeos que convirtieron a Europa, no en un continente bélico, sino en una utopía.

 

La utopía en la que hemos ido formando nuestra ciudadanía común, nuestro espacio público compartido, con la convicción kantiana de que una paz perpetua es posible, siempre y cuando el hombre se deje guiar por su razón práctica, abandone el mecanismo de la guerra y se plantee la paz como un fin y un deber.

 

Así, se fue conformando el proyecto político de la Unión Europea, bajo la confianza mutua entre los pueblos, una constitución común europea basada fundamentalmente en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y la colaboración de los estados libres.

 

La construcción de la Unión Europea no fue un proyecto fácil, no estuvo exento de dificultades y desconfianzas, de recelos históricos, de miedos a perder soberanía y poder. Como señaló la filósofa española María Zambrano, “fácil sería demostrar que desde las Cruzadas hasta los últimos conatos de revoluciones, la historia de Europa ha estado movida por utopías, por grandes imposibles. Y, sin embargo, de esos delirios ha salido la historia efectiva. Y más aún que como realidades, bien tristes si se las mira sin dejarse deslumbrar por su gloria, conmueve por lo que tienen de monumentos funerarios de las esperanzas europeas, de las concreciones que en forma de empresas ha tomado la esperanza europea. Son sus rastros, las huellas en la arena del tiempo de su anhelo. Son las cenizas de sus sueños”.

 

En 1943, uno de los “padres de Europa”, Jean Monnet, ya señaló alguno de los ideales europeístas, “No habrá paz en Europa, si los Estados se reconstruyen sobre una base de soberanía nacional (…) Los países de Europa son demasiados pequeños para asegurar a sus pueblos la prosperidad y los avances sociales indispensables. Esto supone que los Estados de Europa se agrupen en una Federación o entidad europea que los convierta en una unidad económica común”, que supuso uno de los pilares de la Declaración de Robert Schuman, del 9 de mayo de 1950, y que se reconoce como el inicio de la Unión Europea.

 

El sueño comenzó a andar.

 

Nadie mejor que los españoles para entender lo que supuso la entrada en Europa, a raíz de la firma del Acta de Adhesión de España a las Comunidades Europeas realizada el 12 de junio de 1985, y que, en enero del 2016, acaba de cumplir 30 años de su puesta en vigor. Por fin, los españoles éramos europeos de pleno derecho, abandonábamos la época oscura de la dictadura franquista, y nos uníamos a la modernidad, a la luz de la cultura europea, al progreso tecnológico y científico, y a la búsqueda de un proyecto común basado en la justicia y la solidaridad entre pueblos.

 

La construcción de la Unión Europea tuvo otro gran aliado: el Estado de Bienestar. Fue el producto del proyecto socialdemócrata, del éxito de la política sobre la economía, de la consolidación de una cultura europea, del triunfo de la ética sobre los negocios. En definitiva, el Estado de Bienestar fue el gran logro europeo que consolidó, por fin, después de siglos de guerras y desencuentros, los inicios de una “paz perpetua”.

 

Pero, hoy, en los albores del siglo XXI, ¿podemos hablar de Europa como un sueño, como una utopía o como un proyecto político común?

 

Para los que hemos sido europeístas convencidos y utópicos, que buscábamos la construcción de una comunidad universal con derechos básicos de ciudadanía, que caminábamos hacia Europa buscando la utopía de un proyecto común, cohesionado, solidario y, sobre todo, modélico como punta de iceberg para la evolución de un mundo mejor, acabamos de perder la brújula de nuestro camino.

 

Hace mucho tiempo que venimos advirtiendo que la construcción europea no era sólo económica, que por el camino nos habíamos dejado el alma de una Europa ciudadana, que no existía sentimiento de identidad europea, que estaba fracasando el proyecto político que dio solidez y cimientos a la casa común. No sólo el pegamento que nos unía era una moneda llamada euro: ¿acaso no debía haber algo más?

 

No podemos comprender Europa sin unos derechos básicos, mínimos y universales que son los que han dado “razón de ser” a un proyecto que iba más allá de la suma de unas monedas.

 

¿Dónde estamos ahora? Nos hemos perdido en mitad de una crisis financiera, especulativa, voraz, egoísta, injusta e inmoral. Estamos ante un pulso entre el Mercado y la Política, entre los Estados y los especuladores, entre el “sálvese quien pueda” o el futuro de Europa.

 

La crisis económica nos está hundiendo, no solo económicamente, sino moral y políticamente. Europa ha renunciado a la defensa del Estado de Bienestar; impone el “austericismo” por encima de la vida de sus ciudadanos; vemos el sufrimiento de países como Grecia o el aumento espectacular de la desigualdad en España; la fragmentación de una Europa que ya no considera la solidaridad y la cohesión como parte de su proyecto común; la debilidad de los Estados nación, incapaces de sumar cohesiones, se convierte en un miedo atroz a los “otros”; la Democracia está herida de muerte cuando organismos económicos europeos imponen sus decisiones no democráticas por encima de la voluntad de los pueblos.

 

Pero, por encima de todas las dificultades aparecidas este siglo, ha sido la guerra de Siria y la huida de sus ciudadanos lo que ha provocado la parálisis de la política europea, que ha sido incapaz de ayudar a resolver el conflicto bélico y, mucho menos, a ofrecer ayuda humanitaria a las familias de refugiados sirios que huían para salvar sus vidas.

 

Cuando Kilian Cuerda me ofreció tan generosamente prologar este texto, lo primero en lo que pensé fue en la necesidad de no olvidar.

 

Somos lo que somos por los siglos que nos han precedido y, en cambio, parece que abordamos el futuro con lo puesto, sin memoria histórica, sin saber cuánto hemos sufrido para llegar hasta aquí. De repente, parece que hemos olvidado que los años de paz y prosperidad de Europa apenas cubren a una generación de europeos.

 

Cuando en 1620 se publicó Secretísima Instrucción, Europa se desangraba en el conflicto de la Guerra de los 30 años. Este texto pretendía poner en marcha una estrategia comunicativa para, aleccionando sobre los aliados y los enemigos y dando consejos de política - que revelaban los arcana de la alta política de la contienda en marcha - lograr influir en los estados de ánimo y de opinión, en una sofisticada maniobra de los servicios de inteligencia del bando imperial. Como dice Kilian Cuerda, “aparece ante nuestros ojos como uno de esos manuales de estrategia que recogen su teoría directamente de la experiencia del conflicto humano, y que plantean de manera descarnada las vías para conquistar el poder, para la victoria y para la supervivencia, en el enfrentamiento político y en la guerra”.

 

Cuatrocientos años después llega a nuestras manos, a través del historiador Kilian Cuerda, un texto original e inédito de una traducción manuscrita al castellano de Secretísima Instrucción desconocida hasta la fecha, para hacernos pensar, una vez más, sobre cómo ha sido nuestra historia conjunta europea y las encrucijadas que nuestros antepasados han ido resolviendo hasta llegar a un proyecto común.

 

Hoy, en la delicada situación en la que nos encontramos, ante una Europa que envejece, una Europa que languidece, una Europa que se desconstruye, el manuscrito original Secretísima Instrucción se desvela como una predicción ante la situación geopolítica que vive Europa. Nunca fueron tan oportunas las lecciones vividas por nuestros antepasados para que no tropecemos nuevamente, siglo tras siglo, en la misma barbarie de desencuentros y guerras sobre los que se ha fundamentado la convulsa historia europea.

 

Secretísima Instrucción se convierte, aquí y ahora, en una voz del pasado para todos los que confiamos todavía en que es posible recuperar la Europa de los derechos, de la política y de los pueblos.

 

ANA NOGUERA

Miembro del Consell Valencià de Cultura