NO PIENSO LLORAR

 

 

 

Yolanda Salanova

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

NO PIENSO LLORAR

 

© Yolanda Salanova

 

Edita: Olelibros.com

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ISBN: 978-84-16063-01-7

 

 

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LA CASA DE LAS BARRAS VERDES

 

Era blanca, de tez casi transparente, pero sin saber muy bien por qué, se sentía negra. Tal vez porque sus vivencias, su corta experiencia y su imaginación —además de sus orígenes— estaban marcados por la negritud.

Encaramada en la mata de tamarindos, oyó su nombre: era La Bizca, llamándola. Saltando —descalza, como casi siempre— Violeta siguió a La Bizca hasta la cocina, separada de la casa principal por el jardín, un tanto salvaje, donde destacaba el macizo de jazmines. Sentadas junto a la puerta esperaban las demás criadas, alrededor del anafe donde que se calentaba el café cuyos posos leerían una vez tomado.

Mientras, la niña —Violeta contaba unos seis años— frotaba las manos en las tibias cenizas del fogón apagado a la vez que aspiraba el aroma a jengibre y ajonjolí que, invariablemente, impregnaba la estancia.

Todas eran negras salvo ella, que se sentía más identificada con las criadas que con su propia familia, de piel y costumbres blancas.

A la mortecina luz de una vela, pues ya anochecía de la forma que sucede en el trópico —pasando sin matices de la luz a la oscuridad— una de ellas, Carmelina, se montaba, entrando en una especie de trance. Violeta asistía asustada al rito, agachada, dominando el impulso de echar a correr, a lo que le ayudaba su inagotable curiosidad, que ella sabía morbosa.

Carmelina se puso en pie con las delgadas piernas separadas y tensas. Sus brazos parecían dos ramas secas desde los hombros hasta los dedos abiertos y estirados. Los ojos se asemejaban a dos blancos globos que lucharan por escapar de su cráneo.

—¡Es un espíritu, que la ha montado! — cuchicheaban las otras mujeres, refiriéndose a que estaba poseída.

La muchacha saltaba en corto sin doblar ni rodillas ni tobillos, apenas separándose del suelo; al mover la cabeza de forma alocada, formaba con su melena crespa un vertiginoso remolino al tiempo que emitía sonidos guturales y rítmicos. Las demás —también Violeta— contenían la respiración hasta que, empapada en sudor, cayó al suelo agotada

—El diablo está rondando... y cuando Cachú ronda... siempre... siempre pasa algo malo... — sentenció Carmelina con voz entrecortada.

—¡Ay, Santísimo! —Exclamó Ventura— ¡Eso es lo que le pasa a mi hijo! De noche oye una voz que le dice: cuélgate, cuélgate... debe ser Cachú; y eso que riego el bohío con agua bendita...

Una semana después Violeta se enteró que el hijo de Ventura había aparecido ahorcado: lo encontraron colgado de una mata.

—Fue Cachú, que se lo llevó...

Una tarde, Violeta le pidió a Carmelina que la peinara con dos moñitos. Quería estar buenamoza cuando la vieran sus padres, quienes regresarían por la noche de la capital. Habían pasado allí toda la semana —por negocios— y seguramente traerían dulce de leche y de cajuil.

Cuando despertó era ya de día; no había visto a sus padres y los dulces se habían acabado: sus hermanas no se habían dormido.

Se sentía extraña dentro de su familia. Quizá fuera cierto que era una bellaca o un avechucho, como tantas veces le decían; o tal vez la recogieron de la calle y no pertenecía a la familia... porque, aunque blanca como sus hermanas, era distinta: jugaba con los negros y, a escondidas, escapaba al campo y a La Hoya —la gran hondonada de humus preñada de helechos— para imaginar, igual que en la mata de tamarindos, descubrir y analizar todas las cosas que, aunque no alcanzaba a entender, tenían una peculiar explicación que ella les atribuía.

Cuando alguna vez era descubierta en una de sus escapadas, se ganaba unos correazos mientras permanecía de rodillas.

—¡No lloro y no lloro! —gritaba a cada correazo, aunque después lo hiciera a solas.

—Te va a salir el diablo, por mala. Violeta se lo creyó.

Quizás por eso tenía pesadillas; se repetían una y otra vez. Parecía increíble que su mente infantil fuese capaz de concebir imágenes tan refinadamente macabras.En el sueño — ¿en el sueño?— estaba sentada en su cama mirando por la ventana abierta. Observaba las palmeras meciéndose, sintiendo en el rostro una brisa sumamente agradable.

De pronto, surgían tras la ventana tres niñas vestidas de azul pálido. Aunque idénticas, la del centro era más alta; peinadas con melena lacia y raya al medio, de tez cetrina y grandes ojos, sonreían. Pero no era una sonrisa normal, no: era maligna. Violeta miraba sus blancos dientes, perfectos, contrastando con lo amarillento de su piel... y sus ojos, esos ojos cuya expresión se le antojaba de infinita maldad.

Entonces sabía que no sólo estaban, sino que eran muertas. Despertaba aterrada y gritaba, ¡Oh, Dios!, gritaba hasta más no poder... No, no quería volverse a dormir, sabía que si lo hacía volverían a su sueño. Un sueño que se repitió a lo largo de toda su niñez.

Buscando una explicación, lo achacó a lo mucho que le impresionó la historia de Engracia.

 

 

 

ENGRACIA

 

Engracia vivió con la abuela de Violeta, cuando ambas eran niñas, en la casa de las barras verdes. Cuando se encontraba sola —contaban— se le aparecía otra niña, de melena lacia y raya al medio, que la llamaba: ven...

Tenía miedo y lo contaba. Le sucedía en su cuarto, en el jardín, detrás de la casa cuando iba a la letrina... siempre estaba ella.

—Son imaginaciones tuyas le decían. Pero Engracia murió extrañamente, nunca se supo de qué, antes de cumplir catorce años.

—Fue la muerta, que se la llevó...

—Pasan cosas en esa casa.

Nadie se acercó en mucho tiempo a la casa de las barras verdes, donde, además de Engracia, habían muerto extrañamente varias personas; nadie, excepto Violeta.

El último que habitó en ella fue un violinista cuya hija —Gretel — tenía un ojo azul y el otro color de miel. El violinista y Gretel nunca tuvieron miedo, o nadie les contó la historia de la casa de las barras verdes.

Un día, sin previo aviso, Gretel y su padre se marcharon. Desaparecieron sin dejar rastro, aumentando la leyenda sobre la casa.

Esta quedó abandonada; poco a poco, el verdor de la maleza tropical fue arropando las barras, confundiéndose con ellas. Solamente Violeta, con morbosa curiosidad, penetraba entre los salvajes setos con la terrorífica esperanza de ver a la niña muerta que se llevó a Engracia, aunque únicamente alcanzó a escuchar lo que le parecieron gemidos o el sonido agudo de un violín.

 

 

 

PESADILLAS

 

Llegó un momento en el que Violeta no supo distinguir entre la realidad y los sueños. La fijación por la muerte llenaba sus pensamientos a pesar de producirle temor.

Cuando creía estar despierta se imaginaba a sí misma inerte, dentro de un féretro lacado, rodeada de blancas y pequeñas flores. Se veía peinada con la raya al medio, las lánguidas guedejas descansando sobre sus hombros y vestida con una túnica azul pálido. Algo la contrariaba: no alcanzaba a ver, a pesar de intentarlo, su piel oscura como la melaza de caña de azúcar, sino cerúlea.

Alrededor del ataúd oía llorar a su familia; a sus tres hermanas, con sus largos cabellos, apiñadas, sin atreverse a mirar su cadáver: La sádica satisfacción de Violeta crecía al ver en sus rostros expresiones entremezcladas de dolor y culpabilidad... ¿Por qué esa refinada sensación le proporcionaba placer?

Recordaba, mientras en sus oídos resonaba el eco de los gemidos, aquella ocasión en que la encerraron en una habitación oscura, las carcajadas de sus hermanas, mientras ella, aterrorizada, gritaba hasta que su garganta quedaba seca y dolorida en el último alarido.

—Por favor, por favor, sáquenme de aquí... nadie me quiere, nadie me quiere...