Leyenda de la portada:

“Niño fajado, en torno a ocho meses, que muestra “sacadas las manos”. Tomado de Andrea Della Robbia. Spedale degli Innocenti, Florencia.”

El Hospital de los Inocentes fue un orfanato en la ciudad de Florencia. Se considera el primer Hospital de Expósitos especializado de Europa.

Fue diseñado por Filippo Brunelleschi en 1419. Es un ejemplo de la arquitectura del primer renacimiento italiano y aún hoy tiene alguna actividad relacionada con el fin para el que fue concebido: la infancia y juventud.

La planta baja está formada por una sucesión de amplios arcos de medio punto sobre ágiles columnas, que coronan capiteles corintios. Sobre estos aparecen unos medallones –tondi– de terracota vidriada y policromada en blanco sobre fondo azul, obra de Andrea della Robbia.

En distintos medallones, cada niño muestra un tipo de vendado, con el que el autor asigna una edad al lactante; a vendado más completo, más pequeño es el “bambino”. Les “saca las manos” del vendaje en la medida que crecen.

La imagen, extraída de uno de estos medallones, es lo que se ha tomado para ilustrar esta portada, atendiendo a su valor estético, artístico y temático.

 

 

 

 

 

 

 

 

ARI URBIAN. Mi hospicio: mi hogar y mi sino

 

© J. Pasqual Usó Broch

 

© Imagen de portada: Aurelio Candido

© Imágenes: iStock/Mehmet Hilmi Barcin; gawrav; Nikada; Tverdohlib; Rootstocks; Slonov; MDoubrava; -difa-; georgeblomfield.

 

ISBN 978-84-17003-31-9

 

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AGRADECIMIENTOS

 

Me siento en deuda con la Vida que, en un momento clave de mi juventud, me favoreció con la oportunidad de esta experiencia maravillosa con estos muchachos, y su impacto derivó en vivencias y recuerdos maestros que me influyeron decisivamente hasta el día de hoy.

Quiero expresar a mi esposa mi amor y también mi gratitud por el aliento que me prestó en todo momento. Conociendo a fondo estas particulares experiencias, las valoró positivamente y me infundió la confianza necesaria para que yo mismo creyera en el proyecto de plasmarlas por escrito.

A mis hijos Xavier, Ruth y Víctor, les debo el haber tenido que crecer oyéndome repetir estas historias una y mil veces, que en algún momento debieron creer inventadas. A Ruth quiero agradecerle el tiempo dedicado en ayuda y consejo.

 

 

 

 

 

 

 

A mi nieto Pablo Usó

 

 

 

PRESENTACIÓN

 

De las repetidas lecturas que he realizado de Ari Urbian, extraigo y resumo que: los que hemos VIVIDO aquel Hospicio... lo llegamos a revivir ¡con realismo! Los que no lo han conocido... pienso que pueden entender muy bien lo que pudo ser aquel conglomerado de seres humanos que nos describe el relato, de edades y sexos diferentes, dirigidos y cuidados directamente por unas mujeres (monjas) de buena voluntad y patrocinado por una institución de la Administración Pública de la época.

También podrán conocer los más jóvenes, y reconocer los mayores, aquella España de postguerra, pobre en todos los sentidos, en la que se coleccionaban algunas migajas humanas en “depósitos” llamados Beneficencias...

Hoy es diferente... pero igual.

Hoy es igual, pero más refinado.

Hoy es igual, pero mecanizado y sin vida.

Hoy es lo mismo, pero con psicólogos a sueldo...

Hoy siguen existiendo los Ari y Paula, pero sin vivir siquiera la niñez... la pubertad... la juventud...

Y persisten las tragedias humanas... ¡escondidas!

En la lectura de Ari Urbian me he llegado a enamorar de una Paula luchadora que conocí en su infancia, que no se dejó vencer ni ahogar en el fango humano..., planteando una dura y tenaz batalla contra los “depredadores humanos”, a costa de dejar en el camino jirones de su propia vida solo para poder VIVIR y que me deja una nostalgia y una duda por no saber de su final.

Aún más me sedujo Ariel, el protagonista y narrador. Quizás por su “debilidad” ante la vida. Primero dejándose morir vivo en el recuerdo de un amor que no pasó el trámite del amor adolescente al de la madurez y el de una pasión momentánea. En segundo lugar, por acabar viviendo en una soledad y pobreza rayana en la miseria, hasta quedar dominado y liquidado por la enfermedad...

Lo salva el “ángel” que aparece y lo cuida... ese “ángel” en forma de jovenzuela –como diría el autor– que convierte el final agridulce de Ari en apacible y DULCE...

Para deleitarse releyendo.

 

Vicente Berenguer Llopis

 

 

 

PREFACIO

 

En los años sesenta tuve la ocasión y la suerte de convivir, casi a diario y durante tres años, con los residentes de un macroestablecimiento público de Beneficencia donde vivían, poco menos que aparcados, muchos seres humanos de ambos sexos y todas las edades, con el factor común de la absoluta necesidad de ser ayudados para sobrevivir. Unos por ancianos, otros por demasiado jóvenes y otros por discapacitados o enfermos.

Mi amigo el P. Vicente Berenguer me introdujo en aquel Centro a través de la visita que realizábamos a diario a un muchacho de doce años, hospitalizado con una terrible ascitis y una fuerte ictericia provocadas por un cáncer terminal. Un gotero de dos litros de solución isotónica subcutánea perfundía en su abultado muslo. Era la forma de rehidratación en aquellos años, en los que aún no se había generalizado la técnica intravenosa.

A diario íbamos a verle, a animarle, como si la muerte no fuera con él. ¡Ánimo, Lucio! ¡Que muy pronto te pondrás bueno! Él dejaba de llorar y sonreía levemente durante unos segundos para agradecer nuestro optimismo.

Una tarde de visita encontramos, en la gran sala hospitalaria de camas corridas, la suya vacía. El colchón doblado a los pies de la cama dejaba ver el herrumbroso somier, flácido por la ausencia del ocupante. Unas bandas longitudinales con los colores nacionales de EE.UU. y España advertían de la procedencia benéfica del colchón que, no pudiendo llegar vía Plan Marshall, lo hizo en compensación por la instalación de unas bases militares. Leche en polvo, queso y mantequilla llegaban a nuestro país por ese mismo concepto.

—Hermana, ¿qué ha pasado con Lucio? —dijo D. Vicente.

—Que ya recorrió su camino —respondió resignada la monja, pero con la lógica de quien está acostumbrada a ver en su sala entrar y salir la vida y la muerte.

Nos miramos incrédulos, ante una evidencia tan inaceptable para nuestra juventud.

Un camino que acaba a los doce años y vivido en desamparo familiar... ¿es, siquiera, camino?

En cambio, siendo mayores que el muchacho, pensábamos que el nuestro acababa de iniciar su andadura y creíamos que nos quedaba mucho trecho por recorrer. De hecho, el que le esperaba a D. Vicente sería extenso, lejano y fecundo, educando en África a miles y miles de muchachos.

Me introdujo en aquel enorme complejo, del que también formaba parte el hospital y me fue mostrando las distintas estancias y los kilométricos pasillos que constituían la vida y esencia de la institución. Los patios, los comedores, las cocinas y lavaderos... Me presentó al director, al personal interno –que me miraba con curiosidad– y a las Hermanas que los atendían, ocultas bajo aquellas enormes cofias blancas almidonadas, dispuestas a emprender el vuelo al soplo de la más leve brisa. Antes de ausentarse del lugar hacia otros destinos, tuvo la precaución de darme a conocer a la gente y acercarme a sus circunstancias personales, así como a muchas de sus familias y colaboradores. Después de tres años en el orfanato, mantuve el contacto con un grupo de muchachos, que aún hoy perdura.

Desde la situación privilegiada que me dio esta cercanía, aprendí muchas cosas de ellos... y de la vida.

Tuve la oportunidad de conocer de cerca su situación: la de muchos niños de entonces y la de unos cuantos de después y, desde un principio, pensé en dejar constancia de su experiencia y, en algún caso, completar su recuerdo, aunque fuera como un pequeño esbozo de su historia, que diera comienzo en el orfanato.

En muchos años no he podido llevar a cabo este empeño. Ahora que la propia vida me regala el “tiempo” y aún no me ha abandonado la memoria del pasado, he querido narrar algunas experiencias de sus vidas y lo he intentado en forma novelada, inspirándome en dos historias reales –las de Ariel y Paula–, e incorporando en la del muchacho vivencias de otros compañeros.

Está narrada por el personaje principal en primera persona.

He cuidado de remplazar todos los nombres propios y sobrenombres, y el de algunos lugares que aparecen en esta historia, por proteger la privacidad de todos ellos. Otros han quedado en segundo plano.

Este relato está hecho desde el cariño y la gratitud a las personas e incluso a las instituciones que trata. Por ello, desde aquí, pido disculpas si alguien pudiera sentirse reconocido u ofendido en el trato o en las expresiones utilizadas, o por considerar incorrectas algunas atribuciones, pese a mi voluntad de respetar tanto la verdad como la dignidad y el anonimato.

De los lectores, solicito vuestra benevolencia para un escritor novel.

 

J. P. Usó Broch

 

 

 

1

LA CASA DE MI INFANCIA

 

 

El lugar que amamos,
ese es nuestro hogar;
un hogar que nuestros pies pueden abandonar,
pero no nuestros corazones.

 

Oliver Wenrell Holmes

 

 

La mía era una más de las muchas cajas que descansaban junto al zócalo de la pared puestas en fila. Frente a ellas estaban dispuestas las camas en perfecto orden, llenando aquel enorme dormitorio –largo y alto– de los adultos. Sobre estas cajas y entre ventanas, una sucesión de perchas sostenían los guardapolvos azules. Y cada caja, de su color, material y forma, contenía cuanto poseía en la vida su dueño. Las hacíamos servir de armario, despensa y caja fuerte. También de sagrario de los recuerdos. En ellas se podía encontrar lo más variopinto, según el nivel de “atrape” de su dueño: desde un calcetín desparejado a una peonza con su cuerda, pasando por una novela del Coyote, una foto en blanco y negro o una cajita de lata con colillas escogidas. Cada cual tenía un tesoro. Un candado protegía la intimidad de la caja y todas presentaban huellas de haber sido forzadas en distintas ocasiones; agujeros de clavos sin oficio y restos de cáncamos partidos en el borde de sus tapas indicaban la violencia soportada en sus aperturas por repetidas pérdidas de sus llaves. La mayor parte de ellas las habíamos recibido de otros compañeros que se ausentaron de la Institución por emancipación o fallecimiento y este uso repetido les daba un tacto amable y aspecto desvencijado que las llenaba de historias. Pero lo verdaderamente importante era tener una llave con que proteger de la curiosidad ajena todo nuestro patrimonio.

A mediados de los sesenta del siglo pasado, debería yo cumplir... ¿diecisiete años?

Durante mi infancia nunca supe con certeza mi edad real, hasta que la certificaron en la primera expedición de mi Documento Nacional de Identidad.

Hasta entonces fui trampeando con mi edad, con el fin de convencer a los compañeros y tutores del orfanato de que era mayor de lo que yo mismo creía. Tarea ardua la mía, con aquel cuerpecito reducido y roñoso con que la vida me había obsequiado. Esta treta, si colaba, me permitiría pasar antes al pabellón de “mayores”, lo cual debía ocurrir, normativamente al cumplir los quince años.

Erróneamente pensábamos que aquello debía ser una liberación al permitir zafarnos del cuidado y atención directa de las Hermanas y pasar a un régimen de semilibertad, al control lejano de un cabo. Este cargo, aparte de custodiar las llaves de las puertas de los compartimentos de los adultos varones, era también depositario de las órdenes funcionales de estos departamentos, de los avisos, reprimendas y pequeñas sanciones que podía imponer para reforzar su autoridad. Así lo atestiguaba su gorra de plato y su abrigo azul marino con botonadura de metal dorado.

Y en este empeño de convencer a los demás de que ya era mayor añadiéndome algún año, perdí yo mismo el conocimiento exacto de mi edad.

Por lo que averigüé, algún familiar ya emigrado –quizás quien tomó la decisión de internarnos en el orfanato a los dos hermanos–, aportó los datos de nuestra filiación para realizar esta gestión.

Eran datos extraídos del cúmulo de documentación desordenada que se generó y abandonó en los registros civil y parroquial de mi pueblo en los años de diáspora de su población, por efecto de una emigración masiva. Con los años se pudieron ordenar y trasladar a otro pueblo vecino con mejores perspectivas de que sobrevivieran.

Se me ocurre esto porque mi padre, que se dedicaba al pastoreo de ovejas, no tenía las facultades mentales suficientes para dar fechas exactas de nuestra aparición... ni para otras cosas que entrañaran el mismo grado de dificultad.

Mi madre, prima carnal de mi padre, murió en el momento de mi nacimiento, al dar a luz, en una paridera en la sierra.

Me cuentan, como hecho muy frecuente, que por esta tierra adentro despoblada había muchas parejas con vínculos de consanguinidad. Esta circunstancia, con sus consecuencias genéticas, unida a la pobreza que determinaba la austeridad de la tierra y a la depresión generalizada de la postguerra, deparaban unas situaciones familiares tan precarias que no eran pocas las familias que se veían abocadas a acogerse a la asistencia benéfica institucional, tanto para la manutención y educación de los hijos como para el cuidado de los mayores y enfermos, provocando en la familia un verdadero desgarro.

Obviamente en quienes concurrían estas circunstancias y llegaban a este extremo, les tocaba desprenderse de los elementos menos útiles para el trabajo y subsistencia del conjunto, como eran los disminuidos por algún tipo de tara física o psíquica de cualquier edad, los niños muy pequeños, los ancianos incapacitados y los enfermos. Básicamente, de estos elementos se nutría mayormente nuestra Casa y Hospital de Beneficencia.

Y por algún motivo, sin saber exactamente cuál, este pueblo, mi pueblo, al que siquiera soy capaz de recordar habitado, fue para mí motivo de peregrinación en mis años de infancia, alcanzándolo a través de senderos sin huellas de camino que el paso del tiempo se encargaba de ir cegando.

Nunca supe si alguno de aquellos muros que aún veía manteniéndose erguidos podían haber sido pared maestra de mi casa, ni si alguna de aquellas campas que ponían espacio entre los corrales hizo las veces de patio de recreo. Tampoco pude identificar lo que hubiera podido ser la escuelita. Nada de cuanto se conservaba en pie mantenía rasgos constructivos que me recordaran esta dedicación.

Abundaban los muros desmoronados, cuyos desplomes habían invadido con sus piedras terrosas las calles irregulares. Las techumbres hundidas por el agotamiento de las vigas que, aun siendo tan resistentes a la carcoma como lo son las sabinas, no lo fueron lo suficiente como para aguantar la soledad.

La iglesia, esa estructura que siempre se construía de un tamaño desproporcionado al del pueblo, como si la natalidad tuviera que ser ineludiblemente progresiva y las conversiones constantes e indefinidas, se sintió con la responsabilidad de resistir y, añosa y enorme, con unos tablones clavados en las puertas y unas telas metálicas defendiendo sus circulares ventanas románicas, prestaba la cara de su torre al cierzo dispuesta a perdurar. La única construcción que permanecía al completo en pie.

En nada de aquel lugar podía reconocer mi pasado. A nada me sentía ligado más que a aquel reguero verde por donde discurría el arroyo que, tal como bajaba por la ladera, visible con solo levantar la cabeza, se precipitaba sin solución de continuidad a cruzar el centro de la aldea ahora ruinosa.

Apenas unas estrechas márgenes vestidas de juncos y hierbas de ribera, una docena de chopos desmigados en línea y un fondo pedregoso, acogían y encauzaban aquel agua cristalina que dio vida al lugar durante años.

En aquel desolado páramo, este escaso pero constante hilillo de vida daba la sensación de mayor caudal por efecto de la irregularidad del fondo del cauce, y pozas y “cascadiñas” de distinta profundidad y altura se constituían en el instrumento del que el golpeo del agua arrancaba tonalidades distintas en una melodía sin fin.

Pensé que este pudiera ser el motivo por el que aquel torrente concentrara una cantidad de vida tan imponente.

En ningún otro lugar vivían en tal abundancia y placidez los cangrejos de río, y nadie mejor que yo conocía el arte de pescarlos a mano y a ciegas. Me bastaba palpar el bajo de las viseras que formaban algunas piedras sumergidas para dar con ellos y, tras un movimiento rápido, levantar las manos con un cangrejo en cada una para mostrarlos. Muchas veces, los pillados eran mis dedos por las pinzas del cangrejo. Entonces tocaba jurar en arameo. Duele pero, si el crustáceo se agarra, es garantía de que no escapa. El bicho había pasado al ataque: ¡César o nada!, diría sabiéndose en las tierras del Cid.

Y acababa vistiéndose de color púrpura en el aceite hirviente de alguna sartén.

Esta experiencia –los viajes a mi pueblo–, que repetí en varias ocasiones, la compartí con D. Andrés, al que tendremos oportunidad de conocer más adelante. Es el recuerdo y nexo que mantuve con mi pueblo. No tengo ninguna otra vivencia asociada a mi aldea.

De lo poco que deben haberme contado, he llegado a deducir que todas las ovejas que parieron en aquella misma tarde-noche, compartiendo “sala” con mi madre en la paridera de la sierra, tuvieron mejor suerte que ella, pues pudieron conservar su vida y la de sus crías. No así mi madre, que no pudo superar aquel trance.

También estas crías tuvieron la oportunidad de desarrollar en lo sucesivo su instinto y habilidades al olor y calor de sus madres.

En algún momento se presentó la necesidad de que alguien, en algún centro, siguiera con mi crianza y educación, y también con la de mi hermano, y a partir de aquí todo mi universo fueron mis compañeros de aventura, que me llamaban Ari –por Ariel–, y la institución de acogida.

Si pretendía encontrar allí el calor que se supone encontrar en un hogar, la complicidad entre componentes de una familia, la seguridad y la confianza que se desarrollan con la presencia de los cuidados paternos... aquella institución, siendo todo cuanto teníamos, no era el lugar ni el entorno propicio para suplir con eficacia la ausencia de la estructura familiar, por débil que esta pudiera ser. Además, “el entorno” adolecía de lo mismo que yo. Sí había, en cambio, implicación y dedicación de algunas personas entregadas al cuidado de nuestro desarrollo y de otras a responder legalmente de nuestro mantenimiento y cuidado.

Constituíamos un colectivo variopinto, unido por muchas experiencias comunes, con una convivencia muy próxima, un camino a recorrer igualmente dificultoso y un destino incierto.

Éramos muchos polizones en aquel barco. Quizás mil. Todos de origen poco afortunado y coleccionados allí por motivos distintos, pero con una enfermedad común: “la necesidad crónica” en todas sus formas; escasez de medios materiales, de recursos intelectuales o deficiencia de capacidades físicas, o varias de estas carencias a la vez que, al final, acababan irremisiblemente con las posibilidades de un ser humano para poder competir en régimen de igualdad en una sociedad diseñada para los más fuertes. Era mucha rémora para poder practicar, con la necesaria agilidad, la esgrima de la competencia.

Los más jóvenes conservábamos la esperanza de la vida naciente que nos hacía creer en un futuro, quizás desconocido pero por vivir. Teníamos que afrontarlo como fuera. En el otro lado de la vida, los ancianos no tenían dónde agarrarse, quizás por la brevedad del “cuarto acto” o porque los otros tres ya habían transcurrido con muchas penalidades y tristezas. Por lo tanto, si breve... más liviano.

En algunas ocasiones, los jóvenes encontrábamos la distracción donde querían encontrar la evasión los mayores; en el remedio de muchos ancianos. Y sin saber por qué, mimetizábamos sus acciones “autoredentoras” buscando, como ellos, el consuelo que les aportaba una botella de vino tinto, conseguido en los aledaños del internado.

El bar “Las Terrazas” se encontraba justo enfrente de la puerta de nuestro centro, al otro lado de la carretera.

Los cristales de su puerta permanecían siempre empañados por el vaho generado por el contraste entre el calor húmedo de su interior abarrotado de clientes y el gélido ambiente invernal que corta los rostros en las calles de las ciudades castellanas.

Era necesario, para ver en la oscuridad interior, achatarnos la nariz contra el cristal y protegernos de la luz lateral con las manos medio enguantadas por las mangas estiradas del guardapolvo azul. Las situábamos a ambos lados de las sienes. ¡Veíamos! El dolor era terrible si en esta maniobra llegabas a rozarte los sabañones, que en aquel tiempo poblaban con frecuencia los bordes de las orejas. De esta forma podíamos escrutar si había algún conocido a quien poder gorrearle... cualquier cosa.

A nuestro cargo, solo podíamos permitirnos semejante homenaje cuando contábamos con dos pesetas, “afanadas” con cualquier trabajillo o propina.

Y si la cantidad de la que disponíamos era algo mayor –por algún extra, probablemente realizado en la estación de trenes–, lo que solíamos pedir era un ponche. ¡Un ponche “Caballero”!... todo un lujo que podíamos compartir a sorbitos. Tenía un efecto poderoso. Nos sabía igual que un coñac, pero más azucarado. Aquel aroma y dulzor del destilado persistía en nuestras papilas y pituitarias durante un tiempo que, estirado por el recuerdo, se nos hacía eterno. Mientras, el calorcillo interior debía mitigar la “rasca” que sufríamos en el rostro, las manos y los dedos de los pies.

¡Joder, cómo sabía el ponche! Casi tenía el azúcar del licor. ¡Sí que sabía elegir D. Adrián!, el maestro hojalatero, que, para cultivar su afición, tenía tan cerca del trabajo su suministro particular.

Era de su incumbencia el formarnos en la profesión, y realizábamos las prácticas en el taller y ayudando en las propias reparaciones del centro. Su afición a este local nos permitía tenerlo localizado en cualquier emergencia.

¿Lo bueno para nosotros? La suma de los pequeños momentos que pasábamos al calor de aquel bar, mientras requeríamos de sus orientaciones.

Y aunque parecía vivir en simbiosis con el negocio del local, jamás se pagaba ninguna ronda, el cabrón.

Cuando en alguna ocasión le decíamos si se estiraba con un vino, respondía:

—Yo estoy aquí para educaros, no pretenderéis que os invite a beber. Si se entera el director, me echa.

A los que, por su edad, no les podía decir lo mismo, aconsejaba que: “quien no pueda pagarse los vicios, sencillamente, que no los tenga”.

Aquellos muchachos, entre los que me incluyo, con los estómagos siempre ávidos de algo, por vacíos o poco agasajados, aquellos niños con aquellos ojos inexpresivos –los más conscientes–, aquellos niños de pies medio desnudos con alpargatas de lona azul y suela de goma, húmedas durante el invierno y con su correspondiente agujero por el que asomaba el dedo gordo, éramos incapaces de entender lo que decía. Solo teníamos la certeza de que él sí bebería.

Digo bien. Todos los días llevábamos, muchos de los adultos, las alpargatas de lona, con lluvia y frío. Con ellas y con un guardapolvo azul íbamos a la escuela del centro, a los talleres de hojalatería y carpintería, a jugar e incluso a la calle. Esta vestimenta delataba la condición de quienes lo llevaran como “muchachos de la diputación”. Creo que el hecho de llevar este distintivo públicamente –el guardapolvo azul característico–, acababa con nuestra capacidad de autoestima y anulaba todo estímulo de crecimiento: “total, nos reconocen como hospicianos”, solía ser la muletilla y excusa para desistir, algún compañero, de cualquier esfuerzo o exigencia en el comportamiento público.

En la casa no determinaba la climatología el uso de zapatillas o zapatos. Estos se reservaban para la asistencia a la misa dominical, aunque para ello no se tuviera que salir del internado.

El rito de la distribución de zapatos marcaba el inicio del día festivo.

En un altillo se guardaban los zapatos de propiedad común. Todos eran de todos. Cada uno debía recordar el número de talla que usaba hasta que la naturaleza nos daba otra talla de pie.

Y en fila, el que sabía su número lo cantaba y se le daba el par, y el que no lo sabía, por despiste o por edad, se le estimaba la talla y con arreglo a esta se le adjudicaba el zapato. No necesariamente el mismo par del domingo anterior; podía cambiar en modelo, color y desgaste de suela y tacón, con la ventaja de que la rotación aleatoria en el uso equilibraba el desgaste: ¡podías estrenar zapato usado cada domingo!

Acabada la Santa Misa, cambio de calzado y hasta el domingo siguiente, salvo que los pequeños tuvieran que salir de paseo a la tarde por la ciudad.

En algunos niños y en muchos ancianos se percibía no sé bien si la esperanza o la ilusión de la pronta salida, que en realidad nunca se producía... por lo menos de inmediato. La cantinela de los más seniles solía ser: “el próximo domingo me lleva mi hija”, “el mes próximo vienen por mí”...

—Pero Inés... ¿qué aquí no se encuentra bien? —le soltabas a una anciana, solo por decir...

—Sí pero mis hijos me necesitan. Quieren que esté con ellos...

Recuerdo a Alonso, un compañero algo menor que yo, a quien todos los domingos su madre le decía que al domingo siguiente lo sacaba para siempre y él así nos lo repetía, haciéndonos “salivilla” durante toda la semana. Semana tras semana. Mes tras mes. Año tras año...muy al final, salió.

Era imprescindible que las metas fueran cortas –como de semana en semana–, para mantener este deseo vivo y al alcance de la mano. Por el contrario, cuanto más cortas eran en el tiempo, más veces se repetía el desengaño y, de esta forma, llegaba a abundar la desesperanza. Aunque, por suerte, siempre estaba al caer otro domingo, con la oportunidad de una nueva promesa.

Entre los ancianos, los que tenían menos luces conservaban algún tipo de esperanza. En cambio, entre los que eran capaces de observar y entender su realidad o simplemente no habían perdido la razón, solo cabía la desesperación ante tan negra perspectiva. Llegados a este punto, había quien utilizaba el recurso de pararse a reflexionar poco. El instinto de supervivencia les desarrollaba la habilidad de vegetar o distraerse con el uso de lo superficial y cotidiano.

La población del Centro abarcaba casi todo el espectro que ocupa la cronología de la vida humana en sus estamentos más desfavorecidos.

A la maternidad, antes llamada inclusa o casa general de expósitos, llegaban niños recién nacidos o muy pequeños. Aún hoy se conserva, en la parte exterior de la fachada del módulo, una doble escalerilla de subida y bajada que converge en un descansillo entre ambas, desde el que se alcanza un ventanuco con portezuela que comunica con el interior a través de un torno. Antiguamente se usaba este procedimiento cuando se quería entregar a los recién nacidos de forma anónima a la tutela y cuidados del estado, creyendo que iba a tener mayor capacidad de atención a su crianza que la que podía proporcionarle la propia familia. Era común en las “casas cuna” disponer de un torno giratorio, como el que sirve para salvar la clausura en los conventos, que permitía la comunicación y a la vez preservaba la identidad de los padres o familiares quienes, golpeando con los nudillos para advertir a la guardia, no debían separarse hasta asegurarse de que la persona responsable recogía en silencio el preciado envoltorio que guardaba su bebé.

Siempre que he pasado por esta escalerilla he mirado con recelo el tamaño de la ventanita, tan chiquitita que justo deja el espacio para pasar un bebé con sus pañales. Como si el minúsculo tamaño de este vano tuviera por misión controlar algún determinado tamaño, alguna edad, algún ropaje, poniéndole límites...

Quizás hasta mucho más tarde, a fuerza de mirarla con insistencia, no llegué a pensar en la asfixiante angustia de la madre que tuviera que utilizarla, en lo doloroso del traslado desde la aldea, hecho con miedo y jurado secreto, tanto por los propios como si se realizaba por confiado encargo.

El grueso de residentes nos repartíamos en distintos departamentos. Los niños separados en dos grupos de edad: los primeros años en la maternidad y luego en párvulos, donde ya estábamos separados por sexos. Los mayores, hombres por un lado y mujeres por otro, a cuyos departamentos íbamos accediendo los niños y niñas a medida que cumplíamos los quince años.

A partir de esta edad compartíamos dormitorios, lavabos, comedores y pasillos con los adultos, por muy adultos que fueran.

“ite misa est”,

Al mirar a los compañeros sin verlos, me quedaba con las nuevas sensaciones que estrenaba y cuyo registro aumentaba en todas las direcciones y sentidos.

A las demás niñas de siempre, que hasta ahora me pasaban desapercibidas si no era para putearlas, ahora las veía de otra forma, tenían sentido. Resulta que eran compañeras, estaban y convivían con ella. Alguna podía ser su mejor amiga, su confidente... Ella, ¿de dónde vendría si era nueva? Si estuvo siempre aquí, ¿por qué nunca la vi ni me miró en otro momento? ¿Qué historia traería consigo? Si era tan dura y triste como todas me parecían, ¿cómo era capaz de mirar con esa alegre ternura? ¿Cómo decirme tantas cosas con una mirada, que, agolpadas como las sentía, no podía comprender? ¿De dónde sacaría esa fuerza transmisora?

Entendí que no sabía nada. Todo eran preguntas y aún no había comenzado a preguntarme sobre mí mismo, sobre toda aquella efervescencia desconocida que experimentaba por una persona, tras una mirada.

Yo, que hasta ahora vivía plano y anodino, sin mayor interés por nada, que me dejaba vivir con alguna astucia para que todo fuera menos dificultoso. Realmente, todas aquellas preguntas que se suscitaban en mí partían del desconocimiento y asalto de mis propios sentimientos, de la extrañeza de aquellas sensaciones nunca experimentadas.

Después, con el tiempo, todo sería más obvio por conocido. Iría desapareciendo el misterio. Todo descubierto, explicado y aprendido y, por tanto, relativo: la adolescencia... el descubrimiento del otro sexo... ¿el amor platónico, quizás?

Cuando comenzó a moverse el personal y a salir la gente alborotando, pese a las advertencias y los siseos de los respetuosos, pelotas y “pagafantas”, busqué de cuclillas y aguzando la mirada entre las cabezas con mantilla blanca, mas no pude ver, pese a mi excitada impaciencia, aquellos ojos almendrados, que obsesivamente recordaba tras aquel visual encuentro.

Quise por fin intuir su presencia bajo una mantilla redonda que sobresalía en altura.

Recibí como respuesta un fuerte golpe diastólico en la parte alta del pecho, al tiempo que mi compañero de banco me traía a la realidad devolviéndome el moco de cristal verde con el que habíamos sobrellevado, distraídamente, una parte de la misa.

La realidad también era otra.

Ahora, después del desayuno, debíamos devolver y cambiar los zapatos por las zapatillas de lona azul y suela de goma negra que formaban parte de la estética diaria de nuestros pies.

La fiesta acababa con la misa y el desayuno. ¡Lástima que fuera tan corta y tan poca!

Me resultaba duro imaginar que aquellos pies de plata que debía tener la muchacha y hoy vestía de fiesta con calcetines blancos de perlé, calados, de pierna alta, tuvieran que convertirse mañana en pies de carne y hueso que calzaran zapatillas de algún tipo de lona, sometidos al mismo frío que los del resto de internos.

En realidad, me di cuenta de que nunca había reparado en cuál era el procedimiento de reparto del calzado festivo de las niñas. Ni siquiera cuál era el calzado que llevaban de diario.

—Cuando tenga ocasión, miraré los pies calzados de la muchacha en día laborable —me dije.