Agradecimientos

A mi hermano Alberto, por tu amor incondicional.

A mis terapeutas y maestros:

Teresa Loureiro, por acompañarme a abrir las puertas de mi corazón y abrazarme en el camino hasta encontrarlas. Haciendo terapia contigo decidí que quería ser terapeuta.

Albert Rams, por enseñarme a estar en silencio y respirar, sin asustarme… Y por la firmeza en esa mano a la que me agarré hace muchos años para que me acompañaras a salir al mundo hasta estar en paz conmigo y con mi vida. Y gracias también por acceder a escribir el prólogo de este libro.

Y Cristina Nadal, por ser un referente para mí, como mujer y como psicoterapeuta. Gracias por esa franqueza y esa sensibilidad que siempre me atraviesan el alma cuando me hablas mirándome a los ojos. Y porque tu apoyo y tu confianza en mí fueron mi primer pilar para despegar y empezar a crecer como terapeuta.

¡Qué suerte tuve al encontraros!

A Adriana Freitas, porque tu rigurosidad, tus preguntas, tu calma y tu cariño me han acompañado desde el principio hasta el final, en cada palabra de este libro. Gracias, amiga, por acompañarme en este viaje.

A Marta Andújar, por cada «esto no lo entiendo» o «¿qué quieres decir aquí?» o «¿estás segura?» o «me encanta». Me he sentido muy bien acompañada.

A todas aquellas personas que habéis leído algún pedazo de este libro y me habéis animado a seguir: Emma Rodríguez, Encarna Espuña, M.ª Columna, Carla Guzmán, Rebeca González, Gema Díaz, María Masjuan, Rosa Sánchez y Sonsoles Martín (a ti, ya sabes…, te agradezco muchas cosas más).

GRACIAS a cada una de las personas que os habéis sentado en mi consulta y habéis confiado en mí para que os acompañara durante un tramo de vuestras vidas a acercaros un poco más a vuestro corazón. Sin vosotros este libro no hubiera existido.

Y GRACIAS especialmente a aquellos que aparecéis en estas páginas, algunos pacientes y algunos terapeutas y colegas. Es necesario tener mucha valentía y una enorme generosidad al dejarme contar un trocito de vuestra experiencia para que a otros pueda servirle.

1. Cuando pienso en mi padre no siento nada

«Cuando niños, nuestra fragilidad y dependencia respecto de nuestro entorno nos doblegó, y el sufrimiento nos ha dejado en un estado de alarma automática y obsoleta. Necesitamos aprender, por lo tanto, a relajarnos ante el dolor, aceptando la realidad de nuestra experiencia y encontrando la actitud más sana posible frente a lo que nos duele o molesta. Tarde o temprano, descubriremos que tal actitud sana es una actitud amorosa. Pero saberlo no nos ahorra el proceso, pues ello es mucho más fácil de decir que de hacer: nuestro amor es, por lo general, muy delicado y soporta poco las frustraciones. Ser capaces de mantener viva la llama del amor cuando más duele es característico de la compasión, que –como hemos visto– es hermana de la sabiduría.»

CLAUDIO NARANJO,
Cosas que vengo diciendo, 2005

Vera tiene treinta y siete años y acude a terapia porque siente falta de ilusión y de motivación, desánimo y carencia de objetivos. «Me siento muy perdida –dice–, no sé adónde quiero ir ni sé lo que quiero.»

Cuando alguien llega a una primera entrevista, además de atender el motivo por el que acude, suelo preguntarle si tiene pareja o no, por la relación con sus padres, con sus hermanos (si los tiene) y, si hay tiempo, le pido que me cuente a grandes rasgos cómo fue su infancia. Si llega sufriendo mucho, lógicamente, le doy prioridad a ello, lo demás ya irá emergiendo.

Para mí es imprescindible conocer de dónde viene la persona con la que voy a empezar a trabajar, qué experiencias vitales ha tenido y si ha habido, o no, alguna especialmente traumática. A veces, en ese primer encuentro no emergen experiencias que más tarde, durante el proceso, aparecen como verdaderas «perlas» (no tanto por la belleza, sino por el valor) que dan sentido a lo que la persona puede estar viviendo o ha vivido. La terapia es imprevisible y está viva. Sabemos por dónde empezamos, pero no sabemos por dónde vamos a ir pasando. Aunque a veces como terapeuta pueda trazar «un plan de acción», he aprendido también a estar con una actitud abierta y receptiva, a dejarme sorprender, y con la seguridad que me da la confianza en que la persona que tengo delante tiene los recursos para salir de lo que le está pasando, pero no sabe ni que los tiene ni que puede.

Vera, de entrada, me cuenta que tiene pareja desde hace poco tiempo, con la que se siente muy a gusto y que no viven juntas, también me dice que estudió ingeniería y que trabaja de responsable de una tienda de moda. Esa fue su presentación.

Cuando le pregunto por sus padres, me dice: «Con mi madre tengo muy buena relación, con mi padre, pues, no lo sé, cuando pienso en él me da lo mismo…, no siento nada hacia él.

De mi infancia con mi padre he conseguido no recordar nada, como cuando se me empañan las gafas y solo veo siluetas. Como si eso no tuviera que ver conmigo.

Y, si pienso en mi madre, en cambio, recuerdo hasta los olores, el color de las baldosas, la luz que entraba por la ventana, la hora que era…».

Cuando dice que ha conseguido no recordar nada de su padre, como si de un logro se tratara, ya me está dando mucha información: hay algo que es mejor olvidar, y solo queremos olvidar lo que nos ha hecho daño, ¿por que sería un logro no recordar algo bonito?

Empiezo a sospechar que ahí hay un «temazo» (así llamo a los asuntos que van apareciendo en las sesiones y que me parecen nucleares en la vida de la persona, y que considero que es necesario abordar). En este caso, como se trata de la primera entrevista, no hago ninguna intervención al respecto.

No me está hablando de un vecino o de alguien que se encontró por la calle, me habla de su padre. ¡No sentir nada por su padre es imposible!

No sé qué pasó, pero sí que sé que la sola idea del padre o de la madre lleva implícita que son las personas que nos trajeron al mundo, las que tenían que cuidarnos, amarnos y protegernos; por lo tanto, tanto si eso se dio como si no se dio, lo que sentimos es mucho, ya sea amor u odio, agradecimiento o resentimiento, alegría o dolor, pero no sentir nada no es tan frecuente.

Digamos que es la fuerza de la vida la que pasa por encima de nuestra voluntad y de lo que pretendamos sentir. La realidad es que estamos aquí porque alguien, nuestros padres en este caso, hicieron que eso ocurriera, y eso nos vincula a ellos, emocional y biológicamente, hasta el final de nuestros días, queramos o no.

Así que, si Vera cree que no siente nada, necesitará el tiempo necesario para que eso que decidió no sentir y que quedó atrapado en algún lugar de ella vaya emergiendo, sin prisa y sin empujar. Porque, evidentemente, si ella «decidió» que su padre no le importaba, es por alguna razón, y esa razón necesita su propio ritmo y un espacio donde sienta el suficiente cobijo y seguridad para poder abrirse. Esa decisión la tomó de un modo inconsciente, por supuesto, como un mecanismo para defenderse de algo que le dolía y, seguramente, mucho. Para retirar el amor a su padre, tiene que haberle hecho mucho daño.

Vera y yo decidimos empezar a trabajar juntas.

En las primeras sesiones ella necesitaba hablar mucho, sobre su trabajo, su cansancio, sus hermanas, su madre, su novia, sus ganas de cambiarse de casa. Yo la acompañé en ello. Además de reírme mucho (es muy divertida), ha sido una manera de ir vinculándonos y de que ella se sintiera a gusto, acompañada y respetada en su necesidad de compartir.

En los primeros encuentros suelo dejar mucho espacio para que la persona diga lo que quiere decir e intervengo poco, como una manera de que vaya encontrando la comodidad y la confianza para ir relajándose y de ese modo vayamos construyendo el vínculo imprescindible para poder trabajar juntas.

Un día me dice que necesita avanzar más: «¡Genial –le contesto–. ¿Y por dónde quieres que empecemos?».

«No sé –me responde ella–. ¿Dime tú?»

Yo no suelo responder a esa pregunta, y le dije: «Piensa tú».

«No se me ocurre nada importante…».

Ahí decido intervenir: «Pues se me ocurre que me hables un poco de tu padre, solo lo nombraste el día de la entrevista y no sé nada de vuestra relación».

Su respuesta en ese momento: «¡Del puto borracho de mi puto padre no recuerdo nada!, y me alegro. ¡No quiero hablar de él, no se lo merece!».

¡Bien!, ya no es «no siento nada», ahora siente cosas. En este tiempo, sin saberlo, algo dentro de ella se ha ido aflojando, no es la desconexión del primer día, hay mucha rabia, las palabras y el tono la dejan al descubierto.

Sin embargo, si ella dice que no quiere hablar, yo lo respeto siempre. No tengo prisa ni necesidad de que lo haga, estoy segura de que sucederá; de hecho, ya ha había empezado a suceder.

En la siguiente sesión es ella misma la que menciona el tema de su padre. «Me he dado cuenta de que sí que puede ser importante», dice.

Me cuenta que lleva unos veinte años sin apenas hablarle, tan solo un «cordial» saludo cuando se ven y un adiós cuando se despiden. Que no le pregunta por él ni por sus cosas.

«Hace un año aproximadamente le dio un infarto y no me inmuté… Me habría dado lo mismo que se hubiera muerto», añade.

Pocas cosas nos hacen más daño que sentir la frialdad y la indiferencia de alguien a quien queremos, y aquí me refiero al padre, a cómo imagino que debe sentirse con esa acritud de su hija hacia él. Creo que es una de las peores acciones con que podemos castigar a otra persona y eso es lo que decidió hacerle a su padre, esa fue su venganza: ignorarlo.

Cuando algo nos duele tanto y no sabemos o no podemos gestionarlo ni expresarlo, ni encontramos el soporte emocional necesario para poder atravesarlo, buscamos la manera de seguir adelante y, en este caso, Vera bloqueó el dolor y se endureció para superarlo.

A veces, y sobre todo cuando somos niños, es mucho más manejable «no sentir» que dolernos. De esta manera nos estamos impidiendo fluir con la vida, porque fluir con la vida es darle lugar a aquello que somos en cada momento; si no, podríamos decir que estamos viviendo «a medias», y, generalmente, no nos damos cuenta.

Lo que Vera ha hecho en este caso es congelar lo que sintió hacia ese «puto borracho de su puto padre» y conseguir no sentir nada, pero de algún modo sabe que en el momento en que vaya descongelándose va a tener que gestionar el dolor que subyace debajo. Porque, no nos engañemos, el dolor siempre permanece ahí, donde lo dejamos, esperando a ser liberado.

Aquello que sentimos necesita espacio interno para ser escuchado y permiso para ser expresado. Impedirlo nos hace daño o, mejor dicho, nos hacemos daño con ello. Si vamos aprendiendo a mirarnos con ojos amorosos y a ponernos a favor de nosotros mismos, vamos a ir creando el ambiente de calidez que necesitamos para acoger nuestras heridas. Yo lo llamo convertirnos en el adulto bueno para cuidar del niño o de la niña herida que todos nosotros somos en el fondo. Y eso es algo que vamos aprendiendo en la terapia. Sentirnos acogidos, aceptados y legitimados en lo que realmente somos por otra persona, en este caso por el terapeuta, es la semilla para que aprendamos a hacer lo mismo con nosotros mismos y nos tratemos con amor y aceptación.

En una sesión Vera se preguntó en voz alta: «¿Y si resulta que mi padre bebía porque sufría?». Al verbalizarlo, rompió a llorar, al mismo tiempo se ahogaba: «Tengo miedo de explotar y que me dé un infarto» (este miedo aparece cuando llevamos tiempo aguantando mucho, como si sintiéramos una bomba a punto de explotar).

A medida que se abre a la posibilidad de que su padre podría estar sufriendo se desvela también la figura de la madre. Quizás no solo es «ella la buena y él el malo», «quizás la historia no es como yo me la he contado», dice Vera.

Al final de la sesión le propongo que escriba una carta dirigida a sus padres en la que les diga lo que necesita, sin expectativas de nada más que de expresarse y decir lo que quiera decirles.

«No voy a saber hacerlo.»

«Prueba», le respondí.

Tardó tres semanas en traer la carta. Lo que más me sorprendió fue su letra de niña, ¡increíble!

Dijo que le nació sola, sin pretenderlo. «Es la letra con la que me enseñaron a escribir. Ahora mi letra es otra, nada que ver con esta…». Le pedí permiso para publicarla y ella me sugirió que no la transcribiera, sino que la plasmara tal como ella la había escrito, con su propia letra:

Es una carta breve pero suficientemente clara, sin rodeos, para reclamar lo que necesitó en su momento. Le habría gustado saber qué pasó entre ellos, qué pasaba en realidad para que su padre no estuviera cuando se iban de vacaciones y expresa, cuando la lee en voz alta, el dolor de su ausencia (recordemos que ella decía no tener recuerdos ni sentimientos hacia él y poco a poco van emergiendo).

Mientras lee la carta observo cómo se resiste al llanto y se esfuerza para que no salga, le propongo que haga una pausa y respire…, y ahí ya no puede más y rompe a llorar. Yo me conmuevo ante ello, veo a la niña dolida y sola que Vera ha intentado esconder debajo de esa mujer fuerte, práctica y «echá p’alante». Eso es lo mejor que puede hacer por ella, hacerse cargo de esa niña, de esa soledad, de la fragilidad, de su dolor…

La vida vuelve a circular a través de ella, al darle paso a eso que no pudo llorar en su momento, porque como dice: «Me habría gustado no haber sentido de manera inconsciente que tenía que protegerme sola y callarme y esconderme, y transformarme constantemente para amoldarme a cada mal momento, y no haber podido sentir que, si me encontraba mal, alguien me iba a sostener».

Le pido permiso para acercarme y ella apoya su cabeza sobre mi hombro, entonces la abrazo con suavidad y se deja abrazar, y me abraza fuerte y llora y se deja acoger, vulnerable y preciosa…

Hace unos días Vera me cuenta que fue al cumpleaños de su sobrina y su padre salió del restaurante para sentarse en un banco mirando al mar.

«Salí y me senté a su lado. No hablamos de nada, pero nunca lo había hecho antes, en más de veinte años. Me sentía nerviosa, rara. Estuve un buen rato dudando si acercarme o no…, y al final lo hice.»

Y se le humedecieron los ojos mientras me lo contaba…

Después se levantó y me enseñó una foto que se hizo con él en ese momento.

«Quiero hacerle una copia y regalársela. ¿Qué te parece?», me preguntó.

«¿Tú quieres regalársela?»

«Sí», me respondió tímidamente.

«¡Pues entonces me parece genial!»

PALABRA DE PACIENTE

«Sigo sintiendo inseguridad y miedo en algunos momentos, pero siento que los cimientos del hogar interno ya están en mí.

Estoy aprendiendo a pasar tiempo conmigo, a cuidarme y a aceptarme, así que esa necesidad de reconocimiento externo ya no es tan fuerte, sigue estando, pero ahora ya tengo mecanismos para hallar un poco de paz en mí, aunque a veces me siga costando.»

M.