Agradecimientos

En primer lugar, gracias a ti, lector, por tener este libro en tus manos y haberle dado una oportunidad. Espero de todo corazón que hayas disfrutado con las aventuras de Lara en Londres. Tomar la decisión de irse a trabajar de au pair o nanny a otro país no es fácil, pero sí que puede ser emocionante y, sobre todo, enriquecedor.

A Anna, por creer en esta historia desde el principio y haberme animado siempre a escribir lo que a mí me gusta y emociona. No sabes lo importante que has sido en mi vida.

A Miriam, por toda la paciencia que ha tenido conmigo para conseguir sacar esta historia a la luz, y por poner primero a la persona y no al trabajo.

A Judit, porque… ¿Habéis visto lo geniales que han salido Lara, Liam, Oli y Noah? En serio, tus ilustraciones siempre me maravillan, eres capaz de ver lo que hay en mi cerebro y darle forma.

A Ana, Marta, Carmen y Ana. Ellas son las verdaderas Amanda, Leah, Sara y Coral de mi propia historia como au pair. Gracias por toda la ayuda y el recibimiento que me disteis en Londres.

Y a «mis niños», Mateo y Cata. Con vosotros el tiempo pasaba volando.

ANDREA

Capítulo 1

A veces las personas tienen que huir. Simplemente tienen que hacerlo. Subirse a un avión y poner kilómetros de distancia entre su vida actual y su vida futura. Distancia entre los problemas que te ahogan y tú.

Tomarse un descanso.

Aunque sea dejando atrás todo lo que conoces, a tus amigos, a tu familia…

A veces, lo único que necesitas es empezar de cero. Y eso es lo que estaba haciendo yo en ese momento: reconstruirme piedra a piedra, paso a paso, en un nuevo lugar, en un nuevo país.

Un nuevo comienzo.

—Tienes que quitarte las gafas.

Sacudí la cabeza y me volví hacia el guardia de seguridad que se había acercado a mí. Tanto su tono de voz como su pose eran de puro aburrimiento. Lo único que le faltaba era bostezar, y se camuflaría del todo entre ese tono de apuro y pereza que tienen los aeropuertos.

Apuro, porque muchas personas van con tanta prisa que parece que ya han perdido el avión.

Pereza, porque otras tantas parece que es siempre cansadas de tener que perder el tiempo en un aeropuerto.

El guardia alzó las cejas y volvió a insistir, esta vez alzando la voz:

—Vamos.

Detrás de él vi a un chico que me miraba con los brazos cruzados en señal de impaciencia. Cuando se dio cuenta de que lo estaba observando, bufó, y yo me volví rápidamente de nuevo a la máquina. Me llevé las manos a la montura.

—Oh, perdón —me disculpé.

Tragué saliva y volví a mirar a la pantalla del escáner, con la yema de los dedos sobre el pasaporte. El señor se alejó y, segundos después, la máquina por fin decidió que la persona de la foto de mi pasaporte, efectivamente, era yo.

Las puertas se abrieron y me dejaron acceder hacia el ajetreo de pasajeros del otro lado de la aduana. Avancé con decisión a través de las salas hacia las pantallas que me indicarían el lugar en el que recoger la maleta.

De hecho, aunque estaba sola, y así me sentía también, no estaba nerviosa. Lo tenía todo controlado. Solo necesitaba salir de allí e ir a la planta inferior. Sacaría un billete. Haría transbordo a mitad de camino, algo sencillo por lo que la familia me había comentado, y en nada llegaría a mi destino.

Barnes, un barrio acomodado situado al suroeste de Londres, en la zona 2, prácticamente rozando el límite de la zona 1. Había realizado un par de llamadas por Skype con los miembros de la familia y parecían simpáticos. También tuve la oportunidad de hablar con la chica que había trabajado allí anteriormente. Se había ido casi al empezar el verano para estudiar un máster, y en la casa buscaron una nueva au pair durante el verano.

Empezaba en septiembre, justo para la vuelta al colegio.

Eran un niño y una niña. Noah, de tres años, y Olivia, de ocho. Sus padres, Jessica y Samuel Evans, trabajaban en una empresa que se dedicaba a ayudar a la gente a encontrar trabajo. Tenían una casa bonita con un pequeño jardín. Por lo que me habían enseñado, mi habitación estaría en la planta de abajo, el sótano, pero si me guiaba por las fotos, había bastante luz.

Esperé para recoger la maleta lo que me parecieron horas. Mientras tanto escribí un mensaje a la familia para avisar de que había llegado bien.

Estaba a punto de terminar el mensaje cuando alguien se me llevó por delante y mi teléfono cayó derecho al suelo. Al volverme me encontré con el mismo chico que minutos antes esperaba con impaciencia a que yo pasara el escáner del pasaporte. Estaba hablando por teléfono en un inglés perfecto, con acento y todo. Nuestras miradas coincidieron unos segundos, pero se alejó con rapidez para recoger su maleta de la cinta, que por lo visto estaba pasando justo en aquel momento delante del lugar en el que yo me había quedado parada.

Y no, ni siquiera musitó un gracias.

—Gilipollas —susurré en español, pero dudaba de que me hubiese entendido. Y si lo había hecho, mucho mejor. ¿Qué había sido de la supuesta amabilidad inglesa?

Se volvió hacia mí, y por unos segundos temí que de verdad me hubiese entendido. Podía ser bastante agresiva dentro de mi cabeza, pero de cara a los demás prefería evitar los conflictos. Te ahorras muchos problemas si solo insultas en tu cerebro.

Al final el chico se fue, y yo me agaché a recoger el móvil. No iba a dejar que un encontronazo con una persona desagradable me fastidiase el viaje. Al fin y al cabo, era muy fácil cruzarse con personas cansadas y de mal humor en un aeropuerto. Pero cuando agarré el móvil del suelo me di cuenta del desastre: se había roto la pantalla. El fondo todavía estaba iluminado, pero la pantalla tenía una raja que iba desde la parte inferior izquierda hasta la superior derecha, y de ella salían ramificaciones.

Con la rabia creciendo dentro de mí, levanté la cabeza, pero ya no había ni rastro del chico. Y yo acababa de quedarme sin pantalla en el teléfono. Más le valía que aún funcionara, porque por el momento no tenía dinero para comprar uno nuevo.

Esperé a que apareciera mi maleta con mucho menos humor que antes. Cuando llegó, la agarré y, cargada con el trolley que ya llevaba y una mochila al hombro, me arrastré hacia la estación de tren, situada bajo el aeropuerto. Avancé mucho más rápido de lo que esperaba a causa del mal humor, pero pronto observé que la mala suerte no me acompañaba. Las puertas del vagón empezaron a cerrarse en el mismo momento en el que me acercaba corriendo a ellas, con la lengua casi fuera por el esfuerzo. Pero casi como por arte de magia, una mano bloqueó las puertas y, gracias a esa intrépida acción, volvieron a abrirse y yo pude entrar en el vagón.

Una vez dentro, con el corazón medio desbocado, quise descubrir quién había sido mi salvador para darle las gracias. Y allí estaba, como si el destino quisiera reírse en mi cara, el chico que un rato antes había tirado mi teléfono móvil al suelo.

Me quedé mirándolo fijamente más tiempo del socialmente aceptado. Lo sé porque él carraspeó y desvió la mirada de mí. Tenía los ojos azules más grandes que había visto en mi vida.

Coloqué las maletas a un lado de la puerta porque todavía tenía que hacer un transbordo y tomar otro tren. Él estaba justo enfrente, no se había sentado, y yo volví a mirarlo. Que él no fuese educado no quería decir que yo tuviese que ser una idiota también.

—Gracias —dije en el mejor inglés que pude—. Por sostener la puerta.

Había estado estudiando inglés desde que tenía memoria. Nunca se me dio mal, de hecho me gustaba y sabía que me defendía perfectamente, pero nada borraría mi acento. Por eso, para no llamar la atención, me gustaba hablar lo mínimo posible.

Él se volvió hacia mí, con esos ojos azules enormes y poblados de pestañas negras.

—No hay de qué —musitó.

Sacó un teléfono móvil del bolsillo y no volvió a hablarme. Genial.

El resto del trayecto me entretuve mirando por la ventana. Aunque pasásemos a una velocidad que difuminaba el paisaje, si prestaba atención, era capaz de ver las casas, la vegetación, el cielo encapotado de Londres a pesar de que solo era principios de septiembre. Al final, terminé olvidándome del chico que tenía enfrente, que seguía observando su teléfono móvil.

El corazón me latía a mil por hora en todo momento. Tenía los nervios a flor de piel. Jamás había hecho algo tan arriesgado. Nunca me había ido de casa a vivir una aventura. Estaba fuera en el mundo, sola conmigo misma, por primera vez en la vida. En realidad me aterraba bastante, pero era lo que yo había elegido. Era lo que necesitaba.

Cuando llegó la hora de bajar del tren para cambiar a otro, faltó poco para que el chico se me llevase nuevamente por delante. Él también se bajó en esa misma estación. Recogí las maletas sin mediar palabra.

Dos minutos después descubrí que tenía que bajar y volver a subir unas escaleras, y gracias a un señor que se ofreció a ayudarme, pude hacerlo con todas las maletas, porque, en serio, ¡no había ni un maldito ascensor! E iba bastante cargada.

Agradecía el calor del vagón, porque en la calle el frío apretaba, podías notarlo incluso en el olor. Olor a otoño, a hojas secas, a lluvia a punto de caer. Y luego estaba el aire, que parecía cortarte la piel y penetrar hasta los huesos. Temí no poder soportarlo.

Cuando por fin llegué a mi parada y me las arreglé para salir con todas las maletas, me encontré allí sola, en medio de la nada, sin saber hacia dónde tirar. La gente iba y venía a mi lado, todos en su mundo, en los asuntos que los concernían.

Mientras miraba a todos lados en busca de la mujer de la familia, quien se suponía que iba a venir a buscarme, mis ojos se encontraron de nuevo con el chico del aeropuerto. Seguía mirando su teléfono móvil, por supuesto. No se fijaba en nada, mucho menos en que yo también me había bajado en esa misma estación.

Opté por sacar mi teléfono móvil y escribir a Jessica para avisarla de que ya había llegado. Diez minutos después apareció por allí.

La casa estaba, literalmente, a tres minutos en coche de la estación de tren. Si llego a saberlo, me voy andando, porque habría tardado mucho menos. Pero no iba a ponerme tiquismiquis. Primero de todo, porque eran las diez de la noche y probablemente ella también estaría cansada. Segundo, porque tendría sus razones, y me las contó de camino a la casa.

Además, casi ocupo el asiento del conductor al subirme, y ya había pasado suficiente bochorno.

—Perdona por llegar tarde, Lara —se disculpó mientras giraba el volante para meterse en una calle llena de casas altas y blancas—. Liam llamó para decir que venía a dormir justo cuando iba a salir de casa.

—¿Liam? —repetí.

Quizás fuese algún familiar. Me vendría bien para futuras referencias. Mi intención era quedarme al menos hasta el verano siguiente.

La coleta rubia de Jessica se sacudió cuando se volvió hacia mí. Sus ojos eran del mismo color dorado que su pelo, quizás un poco más marrones. Si no fuese por algunas arrugas que delataban los años que llevaba disfrutando de la vida, podría pasar perfectamente por una chica de veintitantos.

—Liam es el hijo mayor de Samuel. Está estudiando en Dublín, pero de vez en cuando viene y se queda. Se supone que debería avisar, pero no lo ha hecho. Además, esta semana estaba allí con su madre, por lo que no lo esperábamos y…

Mi cabeza dejó de escucharla, y casi ni se percató cuando terminó de aparcar frente a una de las casas altas y blancas del vecindario. Nadie me había hablado de Liam. Nadie me había dicho nada de un hijo mayor. Para mí los miembros de la familia eran cuatro: Jessica, Samuel, Olivia y Noah.

—Bueno, hemos llegado —comentó Jessica, totalmente ajena a mi desconcierto.

¿Desde cuándo había un hijo mayor? Pero no se me pasó que ella dijo «el hijo mayor de Samuel», no su hijo. En las dos sesiones de Skype que habíamos hecho, ella me había parecido más joven, pero no le había dado importancia.

Caminamos alrededor del vehículo hasta el maletero para sacar mi equipaje. La luz de la farola era muy tenue y alumbraba lo justo.

—Oli y Noah ya están durmiendo, se acuestan sobre las siete, así que no podemos hacer mucho ruido —explicó mientras llevábamos las maletas hacia la entrada de la casa—. Te habíamos dejado algo para cenar, pero con Liam aquí quizás prefieras pizza. Había hecho lubina al horno con verduras, porque intentamos dar de comer a los niños lo más sano posible, pero no tienes que comerlo si no quieres. En serio.

—Me gusta la lubina —contesté.

Lo único que quería en aquel momento era algo que llevarme a la boca.

Di un pequeño tropezón en la oscuridad. Había un juguete tirado en la entrada, una pelota de fútbol pequeña. Jessica la pateó para lanzarla lejos.

—Entre nosotras —dijo mientras bajaba la voz—, yo mataría por un buen trozo de pizza si no tuviese que dar ejemplo.

Sonreí. Parecía simpática.

Abrió la puerta de la casa y me invadió un pequeño soplo de calidez. No hice más que posar un pie en el recibidor para que me sobrara el abrigo. El suelo era de madera, y Jessica me indicó con gestos que debía dejar los zapatos en un mueble que había a la izquierda.

Las maletas se quedaron al lado, y me dolía pensar en que la ropa estaba ahí dentro arrugándose. Normalmente no tenía la habitación ordenada, pero me molestaba mucho tener que planchar la ropa limpia. Sobre todo si se arrugaba por obligaciones como tener que meterla en una maleta y facturarla en un avión.

A lo lejos se oía a dos personas discutir.

—Perdona por tener que escuchar esto, Lara —dijo Jessica, volviéndose hacia mí con los ojos muy abiertos—. A Samuel no le gusta nada que Liam aparezca sin avisar.

La seguí a través del recibidor hasta la cocina, que estaba en la primera puerta a la izquierda. Era amplia, con una isla en el centro y mucho espacio en el fogón. Una Thermomix descansaba cerca de la nevera.

¡Dios mío, era la cocina de mis sueños!

Cerca de la ventana que daba a la calle donde habíamos dejado el coche, vi las siluetas de dos personas que discutían.

Una de ellas era la de un hombre entrado en los cuarenta. En su pelo oscuro había mechones blancos. Tenía la barba recortada, y una espalda amplia cubierta por un traje. Parecía que acababa de llegar de trabajar.

—Tienes mi teléfono, tienes mi tarjeta de crédito, ¿qué te cuesta llamar antes de tomar el avión?

Sentí un leve escalofrío. A pesar del tono calmado, Samuel daba miedo. Quizás por lo alto que era.

A su lado, un chico de ojos azules miraba con grosera indiferencia por la ventana. El aburrimiento teñía su expresión, y la pose despreocupada de su cuerpo parecía enfadar cada vez más a su padre.

Los ojos del chico se apartaron del cristal para mirarnos a nosotras, seguidos de los de su padre. Y si no lo había recocido de primeras, en esta ocasión era más que obvio.

—Oh, ¡tú debes de ser Lara! —exclamó el hombre, que se acercó a mí con el brazo extendido—. Samuel, un placer.

Le estreché la mano, porque de todos modos no sabía qué más hacer. Detrás de mí estaba Jessica, quien lo besó discretamente en los labios en cuanto se separó. Yo solo tenía ojos para el chico, que me devolvía la mirada como si me retara.

¿Qué narices…?

Samuel volvió a prestarme atención.

—Y este es Liam, mi hijo mayor.

Como si fuese un demonio al que habían invocado, Liam me miró. Dio un paso hacia mí mientras alargaba un brazo que cargaba una mano llena de dedos. La tomé y sentí cómo envolvía la mía por completo mientras algo pegajoso se revolvía en mi estómago.

—Un placer —dijo él.

¿Tendría cara? Hacía menos de dos horas ese mismo chico me había roto el teléfono móvil en el aeropuerto.

Capítulo 2

La mañana del sábado me desperté de una forma muy poco habitual: con gritos. Gritos de niños que lloraban en un idioma diferente al mío: en inglés.

Parpadeé con pesadez. La habitación estaba totalmente iluminada puesto que no había persianas, y la blancura con la que estaba pintada resplandecía. Incluso la funda de mi edredón era blanca. Le daba un aspecto más luminoso a la habitación, lo cual era un acierto, porque estaba en la planta baja. Jessica había dicho que así tendría más privacidad.

No se le ocurrió que los niños gritarían y saltarían en el piso de arriba. Por un segundo temí que fuesen a tirar la lámpara.

Me moví torpemente sobre el colchón y tomé el teléfono móvil: en la pantalla rota vi que eran las nueve de la mañana. Eso significaba que en España ya eran las diez, y que probablemente tendría miles de mensajes preguntando qué tal fue el viaje. Pero no tenía ganas de contestar.

La noche anterior me había costado mucho dormir. No importaba que me hubiesen dado mi espacio, que el colchón fuese mullido o que la habitación oliese a incienso: mis ojos se quedaron abiertos como un búho hasta las tres de la madrugada. Ni siquiera necesitaba un espejo para saber que las ojeras me rodeaban los ojos, puesto que ya me picaban lo suficiente. Y para colmo, sentía la boca pastosa, como si hubiese dormido toda la noche con la boca abierta.

Con mucha pesadez conseguí levantarme de la cama. Agarré una muda, una camiseta y el primer pantalón vaquero que encontré en la maleta. No había podido deshacerla anoche por el cansancio y eso me horrorizaba. Pensaba en todas las prendas arrugadas y el tiempo que me llevaría plancharlas para que quedasen impecables. Con el neceser también en la mano, evité mirarme en el espejo del armario y salí de la habitación.

Otra cosa que tampoco pude hacer por la noche fue darme un baño. Liam, el hijo de Samuel, también tenía su habitación en la planta baja. Y anoche descubrí que, durante sus breves estancias en la casa, compartiríamos lavabo, cuando se encerró durante más de una hora en él para darse el baño que yo tanto deseaba.

Y así estaba, sumida en mis pensamientos medio adormilados, camino al baño en el pequeño pasillo de moqueta, cuando choqué contra otra persona. La ropa y el neceser que llevaba en las manos cayeron al suelo. Por fortuna yo no, y conseguí espabilarme suficiente como para mantener el equilibrio. Mis ojos se deslizaron hacia arriba, en busca de Liam. Sabía que había sido él con quien había chocado.

—Perdón —susurró.

Mira por dónde, ahora sí que se disculpaba.

Mi yo exterior, que luchaba por ser agradable y causar una buena impresión, no pudo evitar disculparse:

—No, perdón yo, todavía estoy medio dormida —musité en el mejor inglés que pude.

Tenía los rizos negros revueltos, de recién levantado, y los ojos todavía un poco cerrados por el sueño. No pude evitar fijarme en que iba por la casa sin camiseta, simplemente con unos pantalones de pijama a cuadros.

Liam asintió y sus ojos se desviaron hacia el suelo. Los seguí, y entonces fui consciente de mi ropa esparcida sobre la moqueta. De hecho, fui especialmente consciente de mis bragas, que de alguna forma habían terminado encima de todo, abiertas como si quisieran llamar la atención. Además eran unas con dibujitos de dinosaurios, del último pack que me había comprado mi madre antes de que me negara a que fuese ella quien eligiese mi ropa interior.

Me agaché a recogerlas tan rápido que una ráfaga de aire tuvo que haber golpeado su cara. Las envolví entre los pantalones y la camiseta, aunque sabía que ya era muy tarde y que las había visto.

Cuando me incorporé, Liam seguía allí plantado, frente a la puerta, mirándome.

—Tengo que usar el baño —musité, y sentí cómo me ardían las mejillas.

Lanzó una mirada fugaz hacia el bulto que tenía apretado sobre el pecho, pero finalmente se alejó sin decir nada más. Sin embargo, sentía que tenía más calor a medida que los segundos pasaban.

Tres segundos después de que se fuera hacia su habitación entré en el baño. Cerré la puerta y me apoyé contra ella, con la ropa presionada contra mi pecho.

Bragas de dinosaurios. ¿Tenían que ser bragas de dinosaurios?

Aguanté un grito de frustración y, por fin, cuando ya estaba totalmente despierta, me dispuse a darme esa ducha reparadora que llevaba esperando desde la noche anterior.

Salí de allí veinte minutos después, totalmente renovada, con ganas de comerme el mundo y el ánimo un poco más arriba. ¡Estaba en Londres! Tenía que aprovechar mi estancia allí, conocer gente, descubrir lugares, explorarlo todo… No sabía si iría con la familia o por mi cuenta, pero sí tenía claro que no me quedaría en la casa durante el fin de semana. Solía ser muy tímida, o al menos esa era la impresión que la gente tenía de mí. Pero quien me conocía sabía muy bien que en realidad mi forma de ser era una maldita locura, que nunca paraba quieta y que necesitaba hacer cosas en todo momento.

Ahora mismo necesitaba explorar, pero primero el desayuno. Un buen café para comenzar.

Con olor a limpio y el pelo húmedo, comencé a subir la escalera que me llevaba al piso de arriba. A medida que ascendía, los gritos de los niños se oían más fuerte, el olor a café era más intenso y el recuerdo de mis bragas de dinosaurios estaba más presente.

Cuando llegué a la cocina encontré la guerra del año.

Un niño rubio en pijama estaba en el suelo: Noah. Agarraba una galleta y chillaba cosas que no pude entender. Cerca de él otra niña también rubia, mayor, intentaba cantar con un micrófono de juguete rosa, aunque el aparato estaba apagado. Llevaba un tutú negro sobre un pijama de unicornios azul. A su lado, Liam tocaba la guitarra de un videojuego con los ojos fijos en la pantalla.

En el fondo de la estampa estaban Samuel y Jessica tomándose un café, como si la escena no fuese con ellos.

Pasé totalmente desapercibida por los músicos y caminé hacia los padres. Jessica me saludó con una inmensa sonrisa en cuanto me vio y palmeó una silla azul a su lado.

—Ven, ¿quieres un café? —ofreció.

Se levantó en cuanto yo me senté en la silla. Llevaba un pijama morado envidiable, porque se notaba que era suave, y que le hacía justicia a su figura. Yo ni siquiera era capaz de combinar la parte de abajo de mi pijama con la de arriba.

—¿Lo quieres con leche de soja, de almendras, normal…? —preguntó mientras se alejaba.

—Da igual—respondí con rapidez.

¿Podía haber tantos tipos de leche en una misma casa?

Volví a mirar hacia el televisor en el que una canción del Guitar Hero llegaba a su fin, pero unas manitas mojadas tocaron mi pierna y reclamaron mi atención. Cuando bajé los ojos vi a Noah a mi lado, de pie. La galleta medio deshecha en una mano apuntaba hacia mi cara.

—¿Eres Laga?

Me reí. No sabía pronunciar mi nombre, pero tampoco era la primera vez. El corrector del teléfono móvil de mis amigos me llamaba Lata.

—Sí —Asentí.

—¿Vas a llevarme a la guardería?

Fui consciente en ese momento de que Noah me estaba hablando en español.

—Claro —volví a sentir.

Samuel sonrió, y también en perfecto español, dijo:

—Mi madre era española, no sé si Jessica te lo dijo. Por eso queríamos una au pair que hablase castellano.

Tragué saliva. Jessica regresó en ese momento de la cocina, que estaba escondida tras un biombo detrás de nosotros, con un café en las manos.

—¿Todos habláis español?

Mis ojos se desviaron unos segundos hacia Liam. El día anterior le había llamado «gilipollas» en el aeropuerto, pensando que no me entendía.

Y cuando lo hice, fui consciente también de que la canción había terminado y de que Olivia y él estaban mirándome.

—Algunos un pocuito.

Me volví hacia Jessica, que dejó la taza de café sobre la mesa, frente a mí. Sonreí ante sus labios curvados y asentí.

—Bueno, Liam solo unas palabras. Su madre no quiso que aprendiese el idioma —añadió Samuel, y el tono de recelo en su voz no me pasó desapercibido—. Pero domina el irlandés, eso se lo enseñó muy bien.

Supuse que su madre sería irlandesa. Volví a mirar a Liam, que no dijo nada, ni siquiera me miró. Sus ojos se dirigieron a la chimenea de la sala, como si estuviese incómodo.

Casi podía entenderlo. Mis padres tampoco se llevaban bien.

—¿Quieres jugar? —Me volví hacia el timbre de voz agudo que me había hablado—. La próxima será de Linkin Park.

Olivia, igual que su hermano, tampoco se presentó. Lo que es más, imponía respeto. Aunque medía poco más de un metro, su coleta deshecha y el tutú negro la hacían parecer mayor. Técnicamente tenía ocho años.

Jessica tomó el relevo a mi lado.

—Imagino que Lara querrá desayunar, y después vamos a salir a enseñarle la ciudad. ¡Hoy comemos fuera!

Lo último lo dijo en tono agudo, y Noah chilló y lanzó la galleta lejos. Ella corrió a recogerla antes de que se la llevase de nuevo a la boca, y Samuel se volvió a su hijo, que estaba dejando la guitarra en el suelo junto a la chimenea.

—Liam, ¿te animas a venir?

Su respuesta me recordó a cuando mi madre me obligaba a ir a pasear con ella.

—¿Tengo opción?

El ceño de Samuel se frunció, como si lo hubiese insultado.

—¡Claro que la tienes! Ya eres universitario, no pienso obligarte a nada.

La conversación terminó cuando finalmente Jessica tiró a la basura la galleta que había caído al suelo y Noah comenzó a llorar. Todo sucedió muy rápido: Samuel se levantó con una de avena en la mano, pero el niño la rechazó. Olivia se acercó a abrazar a su hermano, quien no la apartó, y Jessica rio.

—Sabes que solo come las de dinosaurios.

Y sacó un paquete de galletas de dinosaurios. Me ruboricé al instante y, sin poder evitarlo, mis ojos corrieron hacia Liam. Él también me miraba. Y sonreía.

Quise desaparecer en ese mismo instante.

Cuando la situación por fin pasó (aunque mi vergüenza todavía no), agarré la taza de café entre las manos y evité a toda costa mirar a nadie. Jessica se había sentado a mi lado, con Noah y su galleta de dinosaurios entre las manos.

—Bueno, el Big Ben está en obras, pero podríamos subir al London Eye igualmente. ¿Te parece?

Asentí. Todo iría bien mientras no hubiese dinosaurios de por medio.

Iba a quemar esas bragas.

El viaje al centro de Londres lo hicimos en transporte público. Tenían coche, pero me dijeron que era mucho más cómodo así. Me prestaron una tarjeta azul que servía como monedero para todos los transportes: metro, autobús y tren. Nosotros estábamos en la zona 2. Primero tomamos un autobús hasta la estación más cercana y después subimos al metro.

Para mi alivio, Liam se había quedado en casa y yo viajaba sola con la familia. Los niños estaban inquietos, y Jessica no paraba de repetir que les encantaba ir en autobús.

—Olivia va en autobús escolar al colegio, y a Noah lo llevo en sillita a la guardería.

Observé que eran incapaces de mantenerse sentados y correteaban por el pasillo. No parecía que le importase a nadie, y realmente el autobús no se llenó hasta casi el final del trayecto. En el metro, sin embargo, los mantuvo más vigilados. Aun así, Olivia, la mayor, no perdía la oportunidad de ir de un lado para otro en cuanto sus padres se descuidaban.

Una mano fría agarró la mía y me volví para encontrar a Noah. Estaba de pie a su lado, ya que en el metro era complicado encontrar asiento.

—Tú eres Laga —dijo.

Sonreí y asentí. Cuando anuncié mi decisión de venir a Londres a trabajar como au pair, nadie me tomó en serio. Ni mis amigos ni mi familia. Algunas de sus frases fueron: «¿Desde cuándo te gustan los niños?», «¿Tú cuidando de alguien que no seas tú misma?», «Pero… ¡si ni siquiera sabes cocinar!».

—¿Te gusta el chocolate?

Me agaché para quedar a su altura. El metro estaba llegando a una parada y Olivia se había acercado corriendo a una puerta para ver pasar la pared a toda velocidad.

—Muchísimo.

Sus ojos se abrieron más.

—¿Y las galletas?

Mientras no sean de dinosaurios

—Mucho más.

Cuando salimos a la calle me di cuenta del calor que había estado pasando en el metro. El aire de Londres era frío y húmedo, y chocó contra mi cara sin pedir permiso. No importaba que estuviésemos a final del verano, la estación del año más calurosa. Soplaba viento del norte, cortante. Se metía a través de la fina tela de mi camisa, y eché de menos no haber agarrado una chaqueta antes de salir. El sol brillaba en lo alto, y por eso no pensé que fuese necesario.

—La vuelta la haremos en bus, no aguanto otro viaje en metro con estos —refunfuñó Samuel, y luego me lanzó una mirada de soslayo—. Así puedes echar un vistazo a toda la ciudad, aunque el viaje sea largo.

Asentí, porque no sabía qué contestar, y los seguí de cerca perdiéndome en todo cuanto veía: los edificios altos, aunque cada vez un poco menos; música que se escuchaba a los lejos; gente, más cuanto más cerca sonaba la melodía; el río Támesis…

Y después, emergiendo entre los árboles, el famoso London Eye.

—¡Subamos! —gritó Olivia, que iba de la mano de su padre.

Por primera vez desde que había puesto un pie en la ciudad, sentí que de verdad estaba en Londres.

Capítulo 3

La semana pasó rápido. Los primeros días Jessica me acompañó a la guardería de Noah para enseñarme el camino y a la parada del autobús en la que Olivia subía. Intenté hacerme al horario inglés, en el que comía pronto y rápido, generalmente un sándwich o incluso un par de barritas energéticas porque no llegaba a la salida de la guardería, y cenaba a las ocho de la noche, con los niños ya acostados, como si se tratase de un bufé libre.

En mi defensa, diré que llegaba tan cansada de todo el día que podría comer como un sumo. De hecho, empleaba gran parte de mi esfuerzo en no quitarles la cena a los niños, porque todo tenía siempre muy buena pinta y mi estómago rugía.

Noah era un encanto. Era un bebé mayor, y tenía que reprimir mis ganas de abrazarlo y besar sus mofletes regordetes. No llevaba ni una semana con la familia y ya sentía que me había encariñado demasiado con él. Me recordaba a mi hermana pequeña, y eso me hacía echarla de menos.

Y luego estaba Olivia. La traviesa, rebelde y grandiosa Olivia. Odiaba las matemáticas, pero la caligrafía se le daba de cine. Te engañaba para conseguir más kétchup y era aficionada a la natación. Iba dos días por semana a la piscina, y cada poco tiempo tenía una play date, que básicamente consistía en quedar con otro niño o niña y su niñero para ir a jugar a su casa. Yo acababa de llegar, así que necesitaba habituarme antes de poder realizar una en casa, pero notaba que ella lo estaba deseando.

Por las noches cenaba con Samuel y Jessica, lo que me ayudaba a crear lazos con ellos para que fuesen algo más que mis jefes. Además, me gustaba su conversación. Nunca se quejaban en exceso, y tampoco presumían de la lujosa vida que llevaban, al menos si la comparaba con la mía.

Por suerte estaban ellas, las chicas.

Amanda, Leah, Sara y Coral. Ellas eran un grupo de nannies y au pair que trabajaban cuidando de otros niños. Jessica me las presentó en la guardería a la que iba Noah. Eran un grupo de amigas de todas partes de España que se habían conocido allí, en Londres, y que desde el primer día me habían tratado como a una más. Como a una amiga de toda la vida. Y cuando estás lejos de casa, ese tipo de gestos se agradecen infinitamente. Tanto que nunca los olvidas.

De hecho, la primera play date que hice fue en la casa del niño que cuidaba Sara. Llevé a Noah para que jugara un rato y me quedé allí. Me invitó a salir a tomar algo ese mismo sábado para que no me quedara sola en casa.

Y ahí estaba, pensando en qué ropa ponerme para mi primera «movida» por Londres, cuando la puerta de mi habitación se abrió de repente. Por fortuna estaba vestida. Simplemente observaba el armario abierto, como si el único vestido que tenía allí fuese a multiplicarse como por arte de magia y convertirse en uno maravilloso.

Y por fortuna, se trataba de Noah, el único en la casa que podía entrar sin llamar al cuarto.

Abrió la puerta y se quedó en la entrada. Me miraba con esos inmensos ojos azules y una sonrisilla de travesura, porque sabía que los fines de semana no trabajaba y no podía molestarme. Pero sinceramente, él nunca molestaba. Ni él ni Olivia.

—Hola —saludé mientras dejaba el vestido de nuevo en el armario.

En cuanto cobrase, iría de compras con urgencia. Siempre pensaba lo mismo, pero después no compraba nada. Me ponía triste en las tiendas cuando la talla que escogía no me valía, o cuando la talla era perfecta, pero la prenda muy cara. Por eso mi armario era principalmente en tonos negros y oscuros, y casi todo prendas holgadas.

—¿Qué haces? —preguntó y se adentró un poco más.

Eché un vistazo a la habitación, principalmente a la ventana. Se abría elevando la parte de abajo hacia arriba y tenía tres posiciones: abierta entera, medio abierta con el seguro para niños y cerrada. En aquellos momentos estaba con el seguro para niños.

—Busco ropa bonita para verme guapa.

Eran las cuatro de la tarde, pero había quedado con las chicas a las cinco. En Inglaterra se salía un poco antes que en España, donde quedaba con mis amigas a las once de la noche. Y aunque todas vivíamos cerca, me fastidiaba enormemente llegar tarde. Por fortuna, con el paso de los años había mejorado muchísimo en eso de aplicar el maquillaje que más me gustaba y arreglarme el pelo, con lo que el proceso de escoger la ropa era el que más tiempo me llevaba.

Pensé en Emma, mi mejor amiga, y lo mucho que se reiría de mí. Más de una vez llegué tarde a nuestras citas y fue justo por eso. Mi corazón se encogió mientras caminaba hacia Noah para tomarlo en brazos. Ahora mismo Emma estaría preparándose para salir a alguna fiesta universitaria. El primer fin de semana que estábamos lejos la una de la otra. Con el ajetreo de la semana ni siquiera había recordado preguntarle cómo estaba. Sí que habíamos hablado, pero principalmente ella me había hecho preguntas a mí.

Me sentía de lo más egoísta.

—Tú eres guapa.

Besé a Noah en la mejilla y me senté en la cama con él en mi regazo.

—No, tú sí que lo eres.

Se rio y movió el rostro, y embadurnó toda mi cara de olor a bebé, a niño pequeño. Tenía una de esas risas que llenaba el ambiente de alegría y se contagiaba.

Cuando lo abracé más fuerte y sonreí pegó su cabeza a la mía.

—¿Mañana me llevarás también al cole? —preguntó contra mi frente.

—Mañana no, el lunes.

Se apartó y me sacó la lengua.

—¡Pues eso!

Una voz a lo lejos hizo que saltase de mi regazo.

—¡Noah, deja de molestar a Lara!

Era Samuel. Los niños tenían terminantemente prohibido ir a buscarme a mi habitación o entrar en ella, especialmente si estaba fuera de mi horario de trabajo. Obviamente, Noah se pasaba aquellas reglas por donde él quería, pero aun así sus padres seguían insistiendo.

Noah abrió la puerta de mi habitación al mismo tiempo que llegaba su padre.

Samuel tomó a su hijo en brazos, que peleaba por conseguir una galleta de dinosaurio, y me lanzó una mirada de disculpas que no hacía falta. Se preocupaban demasiado por hacerme sentir bien recibida, y eso era lo que mejor me hacía sentir.

—Cualquier cosa que necesites, no dudes en pedirla —me dijo.

Asentí.

—Claro.

Al final terminé por ponerme el vestido, principalmente porque el tiempo se me echaba encima y tenía que tomar el autobús para ir con las chicas a Camden Town. Me habían dicho que no solían salir por ahí, pero como era mi primera vez en Londres, necesitaba una inauguración a lo grande. Especialmente necesitaba conocer la zona, porque no podía ser que llevase una semana viviendo allí y todavía no hubiese ido.

Al final terminé escogiendo una «prenda salvación», una de esas que sabes que te queda bien porque te lo han dicho, y con la que te sientes segura y arreglada al mismo tiempo. En mi caso era un vestido negro con un poco de vuelo en la falda, tan usado que empezaba a descoserse a la altura de la cintura.

Nada que con unas tijeras no pudiese arreglar.

Me peiné, me maquillé, me vestí y me miré en el espejo. Entonces le sonreí a mi reflejo: perfecto.

Estás preciosa.

Una pequeña sensación de náusea me recorrió cuando aquella voz, tan conocida y lejana en ese momento, resonó en mi cabeza. La sacudí y traté de centrarme, aunque una vez que los recuerdos regresaban, era difícil sacarlos.

Respiré hondo y cerré los ojos. Al menos ya no lloraba al recordarlo. Dolía, claro. Y lo haría por mucho tiempo, pero había huido hasta Londres para poder pasar página, y eso haría.

Mierda, la palabra «huir» sonaba tan mal…

Agarré el bolso con la cartera y la tarjeta para el bus y el metro, y corrí fuera de la casa. No hizo falta que me despidiese, ya que todos estaban ocupados con sus cosas. La única cosa que me habían pedido, y que era perfectamente comprensible, era que no hiciese demasiado ruido al volver para que no despertara a los niños.

Fui hasta la parada de bus, donde había quedado con Amanda. Ella ya estaba allí. La localicé a los pocos metros. Iba vestida con una falda negra de tubo y un top plateado con tacones a juego. Por dentro me recomió la envidia. Mis plataformas y mi vestido no podían hacerle la competencia, aunque en ningún momento me lo había planteado.

Ella no se percató de mi presencia hasta que llegué a su lado. Estaba mirando la pantalla de su teléfono móvil con plena atención. Se volvió hacia mí con una sonrisa.

—¡Justo a tiempo! Según la app el autobús está a punto de llegar y las demás ya están esperando en sus paradas.

Usábamos una aplicación para saber los minutos que quedaban para cada autobús. Aunque desde nuestra zona había otros más directos, habíamos elegido uno en concreto que pasaba cerca de las casas de todas nosotras.

Asentí y me dejé caer en el pequeño banco de la parada. En realidad no estaba cansada físicamente, pero sí emocionalmente. Toda la semana había sido una montaña rusa. Echaba de menos a mi familia y a mis amigos, y al mismo tiempo me encontraba tan ocupada que no podía permitirme pensar en ellos. Al fin y al cabo, por eso había venido a Londres. Eso es lo que buscaba.

Sin embargo, por las noches, cuando los niños estaban durmiendo y me encontraba sola en la habitación, los recuerdos regresaban.

Amanda tenía razón. El autobús llegó apenas dos minutos después, por fortuna bastante vacío, y corrimos a sentarnos mientras hablábamos sobre las cosas que podíamos ver en Camden Town. Apenas eran las cinco de la tarde, pero había que llegar pronto si queríamos verlo con luz y cenar algo, pues los puestos comenzaban a cerrar demasiado temprano, o al menos tenía esa sensación al venir de un país con horarios mucho más nocturnos.

Leah y Sara se subieron en la siguiente parada, y se sentaron en los dos asientos que había delante de nosotras. Ellas también iban muy bien arregladas, lo que me hizo sentir cada vez más pequeña. Después de Camden iríamos a una discoteca. ¿Quizás debería haberme puesto algo más… brillante?

Por fortuna, cuando Coral se subió llevaba pantalones vaqueros y sandalias, lo que me hizo sentir bastante mejor.

—Tu primera noche en Londres… —comentó mientras se sentaba al otro lado del estrecho pasillo del autobús.

—¡Vamos a emborracharte! —exclamó Sara, y las demás rieron.

Con el rostro encendido miré a los demás pasajeros. Ninguno parecía molesto o curioso de que hubiera un grupo de chicas hablando en español. En aquel barrio estaban muy acostumbrados a ver au pair y nannies de diferentes países. Mientras estábamos allí también se subieron un grupo de chicas que hablaban en alemán.

Después del autobús tomamos un metro y, tras hacer trasbordo, al cabo de una hora estábamos en Camden Town. Aquello era, literalmente, otro mundo.

Nuestro vecindario era tranquilo, ordenado incluso, con muchos parques. Te hacía pensar que estabas en un pequeño pueblo en lugar de en la concurrida ciudad de Londres. Por otro lado, la calle que apareció ante mí era todo lo contrario: gente por todos lados, en aceras e incluso en medio de la carretera. Fachadas coloridas con decorativas figuras gigantes. ¡Una de ellas incluso tenía una bota del tamaño de mi cama pegada a la ventana!

Había muchísimos restaurantes, tanto cadenas conocidas como de fish and chips. También tiendas de ropa para todos los gustos, muchas de ellas con los percheros alargados en las calles.

Amanda entrelazó su brazo con el mío cuando notó que comenzaba a perderme ante tal festín para la vista.

—¡Vamos! —me gritó con ánimo.

Pasamos por el puente que tantas veces había visto y en el que estaba escrito CAMDEN TOWN en letras grandes, y finalmente llegamos a la que parecía la zona central. Había una especie de río en el que ofrecían paseos en barca. No parecía muy apetecible, pues estaba bastante sucio. Un puente lo cruzaba, también lleno de gente.

Algún puesto ya estaba cerrado, y la gente se perdía en el interior de los edificios que lo rodeaban.

Al final nos compramos unas pizzas en uno de los puestos para cenar y después fuimos a tomar unas cervezas a uno de los bares que había cerca. Conseguimos sentarnos cerca de la ventana y, cuando miré, me percaté de que el puesto de las pizzas también había cerrado.

—Bueno, Lara —empezó a decir Sara, jugueteando con la jarra de cerveza en sus manos—. ¿Qué es lo que te impulsó a venir a Londres?

¿Cómo explicarlo todo sin decir que mi vida era una mierda y que necesitaba huir de todo? No quería parecer pesimista. La gente suele alejarse de las personas negativas, y sabía que necesitaba amigas.

Me encogí de hombros y di un sorbo a la cerveza para ganar tiempo.

—Quiero mejorar el inglés antes de empezar la universidad.

Leah bajó el vaso con el líquido naranja que estaba bebiendo y me miró con los ojos abiertos.

—Espera, ¿cuántos años tienes?

Sabía a qué venía aquello. Jessica me había comentado que la mayoría de las au pair españolas de la zona tenían más de veinte años.

—Dieciocho —contesté.

—¡Qué jovencita! —exclamó Coral.

Todas asintieron, así que deduje que serían más mayores. También lo parecían.

—Yo también quería mejorar el inglés —comentó Amanda.

—Como todas —interrumpió Sara mientras le daba un codazo.

Amanda continuó como si no la hubiese escuchado.

—Y también ahorrar un poco. Me contrataron como nanny. Son muchas más horas y más trabajo, pero ganas bastante. Así, cuando vuelva a España, tendré unos ahorros que me ayudarán hasta que me centre.

Todas asintieron, y comenzaron a hablar de cuánto tiempo llevaban en Londres y hasta cuándo se quedarían. Coral era la más reciente, después de mí. Llevaba desde Navidad. El resto ya contaba con prácticamente un año de residencia. Por lo que decían, su intención era quedarse al menos un año más.

Comenzaron a hablar sobre las relaciones, y algo acerca de un chico inglés al que Sara estaba conociendo y del novio de Amanda, que la visitaría pronto. Intentaba captar cuanto podía de la conversación, no por ser cotilla, sino por unirme a ellas y sentirme integrada, cuando volví a ser su foco de atención. Fue Leah quien me preguntó:

—Por cierto, ¿ya has conocido a Liam?

Cuatro pares de ojos se volvieron hacia mí. Puede que solo hubiésemos coincidido unas pocas horas de un fin de semana, pero jamás se me olvidaría el hijo de Sam. Muy a mi pesar, asentí.

—Está buenísimo —comentó Coral, como si fuese un hecho irrefutable.

Estaba claro que lo conocían. Llevaban bastante tiempo viviendo allí. Además, eran amigas de Carolina, la chica que estuvo trabajando de au pair antes de que yo llegase. ¿Debería contarles lo que había pasado en el aeropuerto?

En eso estaba cuando Sara frunció el ceño.

—A mí me parece un antipático de mucho cuidado. Siempre con esos aires de superioridad… Además, se lleva fatal con su padre, ni siquiera sé por qué viene tanto.

—Yo creo que es por sus hermanos —murmuró Leah, apenas audible. Tenía el vaso pegado a los labios—. Para verlos.

—Da igual, podría tener una mejor actitud. ¡Acuérdate cuando coincidimos en el parque! Poco le faltó para no saludarnos.

Movía la cabeza de una a otra, atenta a la conversación. Amanda, que se dio cuenta, decidió intervenir.

—Carolina estaba hasta las narices de él. Estaba en la misma habitación que ocupas tú, y compartían planta y baño. Decía que aparecía siempre cuando se le antojaba, sin avisar. Está estudiando en Dublín, pero como hay vuelos baratos a casi todas horas, de repente aparecía una tarde y empezaban a pelear en casa.

Eso tenía sentido. El día que llegué estaban discutiendo precisamente por eso.

—Carolina decía que hasta llevaba chicas a casa aunque sabía que a Sam y a Jessica no les gustaba, por los niños —añadió después de un rato de silencio—. Lo hacía solo para molestar.

Si no me había caído bien en la primera impresión, mi opinión sobre él no estaba mejorando a medida que escuchaba los comentarios. Sin embargo, no era mi problema. Aunque compartiésemos baño y se presentara cuando le diese la gana. Estaba acostumbrada a compartirlo en casa con más personas, podía sobrevivir.

Con ignorarlo cuando estuviese por allí, me bastaba.

—Oye, Lara, ¿y cómo lo conociste?

Di un sorbo a mi bebida y abrí la boca para contar la historia. Mientras evitara a toda costa la escena de las bragas, no tenía nada que ocultar.

Además, las había tirado a la basura en la primera ocasión que tuve.