Primera edición: Marzo 2019

 

Diseño de la colección: Valen Bailon

Corrección morfosintáctica y estilística: Editorial Vanir

De la imagen de la cubierta y la contracubierta: Adobe Stock

Del diseño de la cubierta: ©Munyx Design

Maquetación del interior: ©Munyx Design

Del texto: Antiliados

www.editorialvanir.com

De esta edición: Editorial Vanir, 2019

 

Editorial Vanir

www.editorialvanir.com

valenbailon@editorialvanir.com

Barcelona

 

ISBN: 978-84-949846-5-5

Depósito legal: B-7511-2019

 

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Agradecimientos

 

 

 

Este es el momento en el que un autor se sincera y habla con voz propia para, quizás, intentar dejar constancia de todas esas personas que le han dado ánimos para continuar con su objetivo: su sueño de escribir.

Pues bien, aquí estoy, dando las gracias a todas esas personas que han creído que mis letras les harán reír, llorar, sentir o amar. Gracias especialmente a mis lokit@s. Sois geniales, nunca me cansaré de decíroslo.

A mi hija, por supuesto. Me alegro mucho de que compartamos el mismo sentimiento hacia los libros.

No me puedo olvidar de Valen Bailon y Esme Gonzalez, por confiar en esta loca soñadora. Mil gracias.

 

Ahora, disfrutad de la lectura y dejad que La llamada de la noche os haga viajar con sus personajes.

 

Prólogo

Era imposible continuar, Amanda corría con las pocas fuerzas que le quedaban en el cuerpo tras llevar cerca de cuatro horas huyendo de su destino. La respiración se le entrecortaba con cada paso que daba, pero la desesperación por alejarse lo máximo posible de allí era lo que la motivaba a continuar.

Jamás se le había pasado por la mente que su vida daría ese giro inesperado al conocer a James dos meses antes. Y mucho menos se imaginó el secreto que la familia Lowell guardaba a ojos del mundo en los alejados e inhóspitos bosques de Alaska; pero eso no era lo que más la angustiaba.

El sudor le recorría la espalda y el frío comenzaba a ser un problema. Las temperaturas en esa latitud bajaban a pasos agigantados al anochecer. Sin embargo, gracias a la luna llena y al cielo despejado era capaz de discernir dónde debía pisar sin caerse.

Dando un paso tras otro, mientras sentía cada latido de su corazón como un martilleo constante en los tímpanos, miraba a su espalda preocupada. Sus perseguidores no cesarían en darle caza, así como los osos del lugar, pero a estos últimos no les temía tanto. Debía proseguir con la marcha o su vida acabaría antes de lo esperado.

Se adentró en una zona frondosa, apartando ramas con las palmas de las manos e intentando no hacerse daño en el proceso. Acto seguido, el ruido de pisadas la sobresaltó.

¡Estaban cerca! Debía apurarse.

 

Dos meses antes.

 

Como cada mañana, el señor Lowell, Billy, se levantó antes del amanecer para cortar leña y así encender un fuego en la chimenea de la cabaña en la que vivía con su querida familia.

Sabía que sus hijos no tardarían en levantarse, y creía que calentar el agua con la que asearse ayudaría un poco ante la dura jornada que tenían por delante. Tocaba reabastecer la pequeña despensa; el invierno estaba acechando y debían prepararse para el cambio drástico que eso supondría.

Billy amaba a su familia por encima de todas las cosas, e intentaba demostrarlo realizando pequeños gestos que su mujer, Ely, apreciaba. La decisión de alejarse del bullicio de una ciudad, por amor, había sido un acuerdo al que ambos habían llegado debido a la negativa de su clan a aceptarla como una más. No obstante, en su interior siempre recordaría el sacrificio que su amada había realizado para quedarse a su lado.

Demasiados años habían pasado desde aquello y Billy seguía alerta por lo que pudiera suceder. Debía proteger a su familia, por ese motivo no se fiaba de nadie.

Había establecido tres reglas muy sencillas que todos debían acatar: no relacionarse con desconocidos, nunca desvelar la ubicación de su hogar y, por último, pero no por ello menos importante, jamás desvelar su secreto.

Cuando nació su primogénito Matt, se propuso crear un lugar apacible y autosuficiente donde criarlo. No fue fácil; las temperaturas en invierno en esas latitudes, sin un techo en el que cobijarse, eran demasiado alarmantes. Bien es cierto que disponía de herramientas básicas para emprender su nueva vida: un hacha, una sierra, pico y pala para trabajar… Pero cavar en tierra helada era una tarea complicada incluso para él. Y pese a que tardó más de lo que imaginaba en conseguirlo, al final lo logró.

El tiempo pasó con rapidez y el resto de la manada fue creciendo. Para el siguiente verano llegó James, al que lo sucedieron, dos años más tarde, Jay y Calvin. A Billy, el parto de los gemelos le causó un temor enorme porque su mujer tuvo que alumbrar en mitad de la naturaleza sin la ayuda de un especialista. Sí, ya había pasado por ello en dos ocasiones, pero el peligro al que se exponía Ely en esa ocasión era mayor.

Sin embargo, pese a creer que perdería a su adorada esposa en el proceso, su mujer superó la agonía de las catorce horas que duró el parto, y los pequeños nacieron sanos.

Tras esa experiencia, el patriarca se mantuvo firme ante la decisión de no tener más descendencia; no imaginaba la vida sin su otra mitad. Era un sentimiento demasiado amargo como para contemplarlo. Pero el destino quiso que Amber llegase de forma inesperada, y con ella la rutina dejó de existir.

 

Volviendo al presente, el hombre aparcó los recuerdos en su memoria al entrar en la cabaña cargando la leña. La dejó caer a los pies de la chimenea y se sacudió, como si de un perro se tratase, los copos de nieve que llevaba en el pelo. Iba a encender el fuego cuando el aroma inconfundible del desayuno inundó sus fosas nasales. Cerró los ojos un instante y se deleitó del momento; sin duda alguna, su esposa era una excelente cocinera. Se apresuró en acudir a la cocina, o lo que usaban como tal, pues lamentaba no poder ofrecerle a Ely electrodomésticos modernos para facilitar su día a día, aunque ella nunca se hubiese quejado de ello.

La vida de los Lowell se asimilaba más a la de los primeros pioneros que a una familia del siglo veintiuno. Su alimentación estaba basada en lo que la naturaleza les otorgaba; su ropa, fuera de moda, la habían conseguido en el pueblo más cercano, al que Billy acudía una vez al año para abastecerse de las provisiones que en el bosque les era imposible adquirir; y el vecino más próximo que tenían vivía a unas setenta millas de distancia.

Ely sintió la presencia de su marido incluso antes de que le rodeara con ambos brazos su estrecha cintura. Depositó un beso tierno en su sien y ella sonrió llena de júbilo.

Al girarse se quedó observando a su esposo un instante; era un hombre fuerte y corpulento, lleno de energía y vitalidad. Tenía el mismo aspecto físico que cuando se habían conocido, exceptuando la barba que ahora poblaba su mandíbula cuadrada y angulosa.

—¿Te he dicho hoy cuánto te amo? —le preguntó Billy acercando sus labios a los de la mujer que idolatraba.

—Solo una vez —aseguró ella, conociendo de sobra lo siguiente que él le diría.

—Inaceptable. Te mereces más, siempre más —reconoció él antes de besarla—. Se acerca un cachorro… —anunció, alejándose con pesar.

—¡Me muero de hambre! —exclamó el muchacho para, acto seguido, sentarse a la mesa.

—Eres un pozo sin fondo, Jay. ¿Dónde están tus hermanos?

No dio tiempo a que el hijo contestase a su madre; el resto del clan Lowell entró de repente y, uno por uno, fueron depositando un beso en la mejilla de Ely.

La matriarca amaba con todo su corazón a sus hijos, pero en el fondo se sentía culpable. Sabía que en el lugar donde se encontraban jamás encontrarían a sus respectivos acompañantes de vida. ¡Y no era justo!

Se fijó en cada uno de ellos con una sonrisa en el rostro. Matt, el mayor, era una mezcla perfecta de ambos. Era alto y fuerte como su padre, pero había heredado de ella el cabello castaño y los ojos azules.

James, sin embargo, pese a ser igual de alto que su hermano, no era tan robusto; tenía un aspecto más bien atlético debido a que siempre estaba saltando y corriendo por todas partes. Poseía una mirada astuta y llena de picardía.

Los gemelos eran físicamente iguales, ambos de pelo moreno, con los ojos verdes como el padre e igual de fuertes que él. Sin embargo, existía una peculiaridad que los distinguía. Calvin tenía una mancha de nacimiento en el cuello que Jay no compartía. Eso, sin contar que sus personalidades eran muy distintas.

La pequeña Amber, siendo la más joven, era sin duda alguna la más audaz e intrépida de todos. Su hermosa melena rubia destacaba sus facciones de muñeca. Era una chica menuda que se encontraba a las puertas de convertirse en toda una mujer, y eso era un tanto incómodo para sus hermanos, dado que cada cierto tiempo realizaba preguntas a las que no estaban preparados para responder.

Justo antes de que se sentaran a la mesa de madera, la madre frunció el ceño y le echó una mirada llena de complicidad a su esposo. Puede que vivieran alejados de la civilización, pero no iba a permitir que sus hijos se comportaran bajo su techo como unos salvajes sin modales.

—Chicos —anunció Billy con voz profunda para llamar la atención de todos ellos—, debéis asearos antes de comenzar el desayuno. He ido a por leña, podéis esperar a que se caliente un poco el agua y…

—¿¡Quién se viene al río!? —articuló James sin perder tiempo.

Casi no le dio tiempo a escuchar las quejas de su hermana requiriendo que la esperase, porque eran tantas las ganas que tenía de sentir el aire golpeando su rostro, que no le dio importancia. Recorrió la distancia en menos de cinco minutos; el latido de su corazón bombeaba con fuerza con cada zancada que avanzaba. Agudizó el oído percibiendo el sonido del río y alzó el mentón en la dirección que soplaba el viento; el aroma del bosque era reparador. Llenó sus pulmones de oxígeno, dándose cuenta de que sus hermanos le pisaban los talones, y aceleró el paso. No iba a dejar que le ganasen.

Al llegar a la orilla se desprendió de la poca ropa que llevaba, y los primeros rayos del alba bañaron su torso marcando los músculos de su cuerpo. Entrando en las aguas gélidas del río, usó las manos como recipiente para mojarse el cabello. Sonrió victorioso al darse cuenta de que había sido el primero en llegar.

Las voces de sus hermanos los situaban muy cerca; por ello, aprovechó para zambullirse tranquilamente antes de que llegasen. Cuando emergió, algo llamó su atención. El curso del río arrastraba consigo algo… ¿O era a alguien?

Entrecerró los ojos y esperó a que la corriente hiciera el trabajo por él. Aguantó lo que parecía una eternidad hasta que al fin tomó la decisión de moverse. Cuando se dio cuenta de que era una persona la que estaba siendo empujada por la corriente, se sumergió sin pensarlo dos veces y nadó con ahínco.

El color rojo carmesí era lo único que lograba visualizar, la tela roja envolvía el cuerpo inerte del desconocido. Sujetándolo como pudo, lo llevó hasta la orilla, donde les esperaban Matt, Jay, Calvin y Amber.

Con cada bocanada de aire que daba, una nube de vaho se formaba a su alrededor. James era consciente de que acababa de infringir una de las normas que su padre había dictaminado al establecerse allí, pero algo en su interior le gritaba que estaba haciendo lo correcto, que debía ser de esa manera, y no pudo evitar obedecer a su instinto.

—Deberíamos avisar a papá —comentó Matt mientras observaba las inmediaciones con cautela.

No recibió respuesta alguna, la esencia inconfundible que desprendía el cuerpo era el de una mujer. James estiró el brazo y retiró hacia un lado parte de la tela que la cubría. Se quedó perplejo ante la belleza inaudita que tenía frente a él. Los labios de la joven estaban de un tono azulado preocupante y decidió actuar con rapidez.

La agarró con destreza y la pegó a su cuerpo. Ella parpadeó un instante y pudo vislumbrar el azul celeste de su mirada.

—¡¿Estás loco?! Papá te matará como la lleves a la cabaña —le reprendió su hermano mayor.

James no dudó; volteó la cabeza y gruñó, protegiendo lo que consideraba suyo.

—¡Mierda! —maldijo Calvin al entender lo que sucedía.

Mientras corría con desesperación para llegar lo antes posible a la cabaña, James apretó entre sus brazos a la muchacha. Intentó no perder la cabeza, repitiéndose una y otra vez en su interior: «Aún respira, aún respira». Se negaba a la posibilidad de perderla antes siquiera de haberla conocido.

Durante su existencia, los hermanos Lowell se habían resignado a la idea de que nunca conseguirían encontrar una pareja. Aislados, sin apenas tener contacto con nadie durante décadas, exceptuando a los suyos, creyeron que perecerían antes de que el destino les otorgara tal dicha.

Tras darle una patada a la puerta de la entrada, James entró sin contemplaciones en su hogar, llevando a la mujer lo más cerca posible de la estufa de leña rudimentaria que había construido su hermano Calvin. Frotó sus mejillas con las palmas de las manos, rogando para que respondiera.

—¿Se puede saber qué…? —irrumpió el padre en el salón, enfadado por las formas con las que su hijo había entrado. No obstante, al comprobar la postura encorvada que James mostraba protegiendo entre sus brazos a una total desconocida, se percató de inmediato de lo que acontecía—. No puede ser… —susurró.

—¡Mía! —rugió a pleno pulmón su hijo.

—¡! —gritó al entrar en la estancia Jay, consiguiendo otro gruñido por parte de su hermano, quien cada vez estaba más irreconocible.

La madre apareció al oír el alboroto que su familia estaba formando y Billy abrió los brazos para impedir que se acercase.

—Lo sé, ya me he dado cuenta. Dejémosle espacio. Id a vuestro dormitorio o salid a cazar, pero no os acerquéis a él por el momento—comunicó a sus hijos con voz contundente. Luego miró a los ojos a su esposa y le dijo—: Vamos, querida, será mejor no intervenir.

—Pero… —Ely sentía la necesidad de auxiliar a su pequeño.

—No podemos hacer nada, ¿te acuerdas del momento en el que te encontré? —Los recuerdos llegaron a la memoria de Ely y esta asintió dando un paso atrás.

Al poco de quedarse a solas con la chica, James comenzó a sentir cómo sus extremidades se iban relajando. Ya no existía ninguna amenaza. Pero ¿en qué estaba pensando? ¡Ni que su familia lo fuese! No entendía por qué estaba reaccionando de esa forma.

 

Amanda se removió al sentir la calidez que la rodeaba. Algo no le cuadraba. El agua del río estaba congelada, el invierno acababa de dar comienzo con la llegada de las primeras nieves y el hielo no tardaría en aparecer; nada tenía sentido.

Un roce en la mejilla, una caricia en su hombro y un delicado beso en el cuello…

«¡Quieto todo el mundo!», pensó, alarmada, al percatarse de que una leve brisa tocaba su piel expuesta.

Abrió los ojos de par en par y al corazón se le saltó un latido al darse cuenta de que se encontraba entre los brazos de un hombre. Bajó la mirada por su cuerpo y retuvo el aliento antes de dar un grito al darse cuenta de que se encontraba desnuda.

—¡No te acerques a mí! —exclamó, saltando de los brazos del chico al duro suelo.

Su trasero amortiguó la caída. Nerviosa, revisó lo que la rodeaba y el miedo la invadió. ¿La habían encontrado?

—No debes preocuparte, no te haré daño —le indicó él frunciendo el ceño. ¿Qué le pasaba a esa mujer?

—¡No, no, no! —gritó aterrada al ver que se aproximaba de nuevo a ella—. ¡Aléjate de mí!

James se levantó con la intención de auxiliarla; tan solo pretendía curar sus heridas y cuidar de ella.

—Te he dicho que no te haré daño —le repitió a la muchacha, extendiendo su mano con la esperanza de que aceptase.

—¡No me toques!

—¡James! —La voz profunda y autoritaria del padre se escuchó en cada rincón de la cabaña. Era una advertencia.

Soltando un gruñido, James comenzó a dar vueltas por la pequeña estancia. La lucha interna que tenía su corazón en ese instante era de tal calibre, que tardó varios segundos en bajar la mirada. Apenas advirtió la presencia de su hermano mayor, que estaba situado junto a su padre.

… —murmuró dolido, no por la reprimenda que acababa de recibir, sino más bien por la actitud que mostraba la chica hacia él.

—Lo sé, hijo, pero necesita tiempo —declaró con sabiduría. Centró su atención en la muchacha y le dijo—: Bienvenida al hogar de los Lowell, puedes llamarme Billy —Miró a su derecha—. Este es Matt, mi hijo mayor. James te encontró en el río y decidió traerte. Puede que sus métodos no sean los más ortodoxos, pero la intención es lo que cuenta.

Cuando el padre mencionó al hermano mayor, su otro hijo se puso en guardia de nuevo. Se colocó delante de la chica, tapando la visión de ambos. Estaba a nada de perder el control.

La boca de la muchacha se abrió, sin dar crédito a lo que pasaba. En parte se sentía aliviada al darse cuenta de que estaba en la casa de una familia normal. Bueno, muy normal no eran. Se habían puesto a discutir y ella seguía tal cual había llegado al mundo.

Escuchó los ruidos extraños que el chico realizaba con la garganta y decidió mantenerse quieta, abrazándose a sí misma con la intención de cubrirse los pechos con los brazos. Pero los segundos pasaban y daba la sensación de que se estuviesen olvidando de que ella estaba allí. Solo prestaban atención al demente que un rato antes la tenía entre sus brazos.

—¡¿Era necesario que me desnudaras?! —cuestionó agitada, recordándoselo.

—Era eso o morir de hipotermia —respondió el mayor, molesto por la ingratitud que mostraba la joven.

Amanda no estaba dispuesta a ofenderse por las palabras de un gorila; no era capaz de verle la cara, pero no consentiría que nadie le hablase así. Se levantó con dificultad del suelo y alzó la barbilla, altiva, harta de sentirse como una sumisa. Dio un paso al frente bajando los brazos a ambos lados de su cuerpo; si ellos no se alteraban por su condición, ella tampoco lo haría. Rodeó al chico mirándolo de reojo; tenía unos ojos verdes muy expresivos.

Se disponía a responderle a Matt cuando Ely llegó con una sonrisa en el rostro que la descuadró por completo. Se trataba de una mujer pequeña en comparación con los hombres que allí se encontraban.

—Soy la madre de estos maleducados —le dijo con voz suave, acercándose con cautela. Llevaba entre sus manos una manta y sabía que debía ser la chica quien diese el primer paso para que su hijo no se alterase más—. Toma —Le tendió la manta y añadió—: Debes de estar agotada, te he preparado algo de comer en la cocina. Tienes que recuperar las fuerzas.

La muchacha avanzó en su dirección, y retirándole la manta de las manos, se la colocó por encima de los hombros, cubriendo de ese modo su cuerpo.

—¿Dónde está mi ropa? Me marcharé en cuanto me vista —revisó con nerviosismo cada superficie, buscándola como loca.

—Secándose junto al fuego —comentó Billy.

—¡No! —negó James volviendo a bufar.

—Tú —Ely, olvidándose por un instante de lo voluble que podía ser su hijo en ese momento tan delicado, lo señaló con el dedo—. ¿Acaso no te he enseñado nada a lo largo de estos años? ¡No se trata así a una mujer!

—Mamá, pero es que ella… —La voz lastimera de James conmovió por un instante a la chica.

—¡Pero es que nada! Ahora deja que la niña descanse —le indicó.

Ella tenía sus dudas sobre aceptar la hospitalidad de la mujer, debido a que la experiencia le había enseñado a no confiar en nadie. Viendo a su alrededor el panorama que se había formado en el salón, decidió seguirla, no sin antes fulminar con la mirada tanto a Matt como a James.

Tras sentarse en una de las sillas más próximas a la puerta, esperó a que la mujer fuera la primera en hablar. Se llevó la palma de la mano a la cabeza porque le dolía. Ely tomó asiento a su lado y comenzó a limpiarle el rostro con un paño caliente. Por un segundo la nostalgia la invadió, pero se repuso con rapidez. No podía mostrar debilidad, debía tener presente su objetivo.

—Cuéntame, ¿qué te ha sucedido para terminar en el río?

—No… no lo recuerdo —mintió.

—Vaya, ¿recuerdas tu nombre?

—Soy Amanda.

—Encantada de conocerte —Sonrió.

—¿Tienen un teléfono o un vehículo para desplazarse?

Ely negó con la cabeza mientras continuaba limpiándole las heridas.

Pese a lo afectuosa que la mujer se mostraba con ella, decidió ser precavida respecto a lo que podía contar. Intentó sonsacarle la ubicación en la que se hallaban, pero solo recibió evasivas.

—No debes preocuparte por eso, aquí te cuidaremos bien —Amanda apretó los labios enfurruñada.

Necesitaba salir de allí lo antes posible, y si debía ganarse la confianza de los Lowell para conseguirlo, lo haría.

 

Los Lowell, como se denominaban a sí mismos, parecían una familia encantadora. Tanto Billy como Ely se estaban portando con amabilidad, una actitud que agradecía Amanda, teniendo en cuenta el pasado que había vivido hasta ese instante. Sin embargo, en lo único que podía pensar era en cuánto tiempo duraría esa situación. Conocía de sobra que las apariencias solían engañar y que no debía confiarse.

Después de tomarse el brebaje que Ely le había preparado para que entrase en calor, y de colocarse rápidamente un jersey y un pantalón vaquero que le había prestado para que no enfermase, mientras vigilaba que nadie entrase en la cocina, dirigió su mirada hacia el ventanal. Era cuestión de tiempo que diesen con ella, debía marcharse lo antes posible porque el riesgo era demasiado elevado. Y eso no era justo para ellos.

La mañana se le hizo cuesta arriba, ya que las preguntas que le realizaban eran demasiado difíciles de responder: «¿De dónde eres? ¿Qué te pasó? ¿Tienes familia?».

¿Cómo podía responderles sin levantar sospechas y sin ponerles en peligro? La mejor opción era mantenerse distante y no dar muchos detalles sobre su pasado, presente, o el incierto futuro que se le presentaba.

Consiguió que dejasen de insistir al comprobar que no cedía ni un ápice.

Durante ese pequeño lapso de tiempo que llevaba en el hogar de los Lowell, llegaron el resto de los hijos que le quedaba por conocer.

La hija pequeña, Amber, no dejó de parlotear describiéndole lo emocionante que era que ella estuviese allí, ya que, además, gracias a su presencia ya no se sentiría en minoría.

Le costó descubrir el truco para diferenciar a los gemelos, hasta que se fijó en la mancha de nacimiento que mostraba Calvin en el cuello, y se fijó en que Jay era el más risueño de los dos.

A diferencia de estos últimos, Matt se mostró desconfiado. Realizaba una serie de gestos con las manos que eran respondidas por el resto, por lo que intuyó que sería una especie de lenguaje de signos que solo ellos comprendían. Pero ¿para qué hablar de esa manera frente a ella? ¿Acaso escondían algo?

De vez en cuando miraba de reojo a James. Sentía curiosidad por la actitud que mostraba el chico, pues era sin duda alguna el más temperamental. Gruñía y murmuraba frases sin sentido por lo bajo, mientras se paseaba dando vueltas por la cabaña sin parar. En el fondo sabía que debía reconocerle el mérito de haberla rescatado de las gélidas aguas en las que probablemente habría perecido, pero Amanda hacía mucho tiempo que había dejado de pronunciar la palabra gracias. Por eso, primero tuvo que mentalizarse y, pasados unos minutos, inhaló con fuerza antes de hablar.

—Gracias —pronunció con dificultad—, pero debo irme —informó mostrando una sonrisa forzada al arrastrar la silla mientras se levantaba.

—¡No! —gritó James dando un paso al frente que la asustó.

El rostro del chico mostró arrepentimiento; sin embargo, eso no podía afectarla. Debía… Tenía que alejarse cuanto antes de ese lugar por el bien de todos.

—A lo que se refiere mi hijo es… —intervino la madre—. ¿A dónde vas a ir, querida?

—Depende —respondió nerviosa—, ¿cuál es el pueblo más cercano?

—Estamos demasiado alejados para permitir que te marches sola. Además, el invierno acaba de comenzar; no es conveniente que recorras tantas millas de distancia en esta época del año —Billy, pragmático como de costumbre, le expuso la realidad con franqueza.

—Pero… —quiso rebatirle ella.

—Amanda, te propongo un trato —mencionó su nombre y ese detalle consiguió su atención—. Puedes permanecer en nuestras tierras hasta que termine la temporada y luego… Bueno, luego ya veremos qué podemos hacer para ayudarte —le planteó.

Dudó qué contestarle, sopesando los pros y contras, mientras escuchaba de fondo las quejas de James. Según lo que le había comentado Amber, pocas personas conocían esa ubicación. Puede que funcionara.

—Por supuesto que debe quedarse —farfullaba el chico por lo bajo.

«¿¡Qué demonios le ocurre a ese chico!?», pensó al oírlo.

—Está bien, me quedaré un tiempo —declaró con reticencia.

Exaltada, Amber agarró de la mano a Amanda y la llevó por cada rincón de la casa. Ella se dejó guiar sin apenas protestar, ¿acaso tenía otra opción?

 

La cabaña disponía de dos plantas. Su distribución consistía en una cocina, el salón y el dormitorio de los señores Lowell, que se encontraban en la planta baja, y en el piso de arriba el resto de las habitaciones: una para Amber, otra para Matt, la tercera para James, y por último, una cuarta que compartían los gemelos. Sin embargo, «¿dónde demonios se encontraba el baño?». Desechó la primera idea que le llegó a la mente. Era cierto que hasta ese instante no había vivido con demasiadas, o más bien con ninguna comodidad, pero el hecho de imaginarse tener que salir para… bueno, para eso, era cruel, muy cruel.

Amanda dio por sentado que esa noche compartiría habitación con la muchacha, dado que fue la primera estancia que le mostró. Agotada por el alboroto y la energía que desbordaba Amber, decidió que tantear los alrededores en soledad la ayudaría a mitigar los nervios.

—No me alejaré mucho, tan solo necesito despejar la mente un poco —le indicó a la rubia.

—Será lo mejor, o James se pondrá insoportable —murmuró la chica para sí misma, logrando que la invitada solo consiguiese oír el nombre de su hermano.

Negando con la cabeza y sin comprender qué tenía que ver él en esa decisión, se acercó a la entrada y observó la capa roja con la que había llegado con cara de desagrado. Entrecerró los ojos fulminándola con la mirada; durante mucho tiempo había deseado quemarla, pero ahora era distinto.

Al notar que la pequeña Lowell la miraba con el rostro lleno de curiosidad, tomó una decisión mientras se la ponía sobre los hombros. No dejaría que una simple prenda marcase su destino.

 

Comenzó a caminar sin rumbo, con la mirada en el suelo y sumergida en sus pensamientos, cuando de repente le pareció sentir la presencia de alguien que la vigilaba. Levantó la cabeza oteando con atención su alrededor.

El aliento se le quedó atascado en la garganta cuando divisó a James a lo lejos, situado entre la arboleda. La estaba observando. Volvió la cabeza para asegurarse de que no había nadie detrás de ella. ¿Qué le pasaba a ese hombre? Daba la sensación de que la estuviera devorando. Al no ver a nadie más, Amanda tragó saliva y lo miró fijamente de nuevo.

No podía apartar la vista de él. La forma en que sus ojos la recorrían, la hacía sentir como si la estuviera acariciando. Todo lo que la rodeaba desapareció. Ya no escuchaba el sonido del viento ni percibía los murmullos de los habitantes de la cabaña charlar en la distancia. Todo su mundo se centraba en el hombre que estaba contemplándola como si fuera la única mujer de la tierra.

Había pasado tanto tiempo desde la última vez que un hombre la había mirado de esa manera, que su cuerpo se emocionó con su toque, aunque solo fuera con el de sus ojos.

Incapaz de apartar la vista de él, se dio cuenta de cómo James realizaba una exhaustiva revisión por su anatomía. Sintió que sus pechos se hinchaban y sus pezones se endurecían. Y como si de una visión se tratase, se imaginó besándole y, por consiguiente, un dolor palpitante creció en su interior.

Tuvo que apretar las piernas, juntándolas todo lo que pudo, tratando de aliviarse un poco, pero eso solo hizo que aumentase su deseo. Nunca había sido llevada a un estado de completa excitación con una simple mirada. «Si es capaz de alterarme de esta manera en la distancia, ¿qué pasaría si realmente me tocara?»

Cerró los ojos con fuerza y negó con la cabeza alejando tal disparate. Para cuando los volvió a abrir, James había desaparecido.

 

James gruñó mientras luchaba por volver a estar bajo control.

¡Ella era su elegida!

Después de tanto tiempo, después de haber llegado a la conclusión de que no habría una para él, había encontrado a su compañera. Lo supo en el instante en que la tocó en la orilla del río.

Quería exigirle que yaciera esa noche junto a él, pero su padre tenía razón, Amanda no estaba preparada y no sería justo obligarla a vincularse sin conocer nada sobre su mundo.