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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Heidi Rice

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Sin olvido, n.º 2589 - diciembre 2017

Título original: Vows They Can’t Escape

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-533-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

XANTHE CARMICHAEL entró en el vestíbulo de cristal y acero del edificio de oficinas de veintiséis pisos, en West Side Manhattan, en el que se encontraba Redmond Design Studios. El repiqueteo de sus tacones en el suelo de losas decía exactamente lo que quería que dijera:

«Cuidado, chicos, mujer desdeñada en pie de guerra».

Ahora, diez años después de que Dane Redmond la abandonara en un sórdido motel en las afueras de Boston, estaba dispuesta a poner punto final a tan catastrófica relación.

Tras dos días de intentar dilucidar cómo iba a manejar la explosiva situación que Bill Spencer, el director de su equipo de abogados, le había presentado el miércoles al mediodía, y de seis horas de vuelo desde Londres, Xanthe estaba preparada para cualquier eventualidad.

Al margen de lo que Dane Redmond hubiera podido significar para ella a la temprana edad de diecisiete años, la potencial desastrosa situación que Bill había destapado no era personal, sino profesional. Y no permitía que nada entorpeciera su negocio.

Carmichael’s, la compañía naviera de doscientos años propiedad de su familia, era lo único que le importaba en la vida. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario para proteger a la empresa y también su nuevo cargo como directora ejecutiva y accionista mayoritaria.

–Hola, soy la señora Sanders, de Londres, Inglaterra –dijo Xanthe a la recepcionista, de aspecto impecable.

Al pedirle a su secretaria que concertara la cita, le había instruido que lo hiciera utilizando ese nombre falso. Por muy segura que estuviera de sí misma, no iba a darle a Dane ninguna ventaja.

–Tengo una cita con el señor Redmond –añadió Xanthe.

La sonrisa de la recepcionista era tan impecable como su aspecto.

–Es un placer conocerla, señora Sanders –la recepcionista descolgó el auricular del teléfono–. Por favor, siéntese. Mel Mathews, la secretaria del señor Redmond, bajará enseguida para acompañarla al decimoctavo piso.

A Xanthe le latía el corazón mientras volvía a cruzar el vestíbulo bajo el modelo tamaño natural de un enorme catamarán que colgaba del techo y que, según anunciaba una placa de bronce, había hecho que Redmond Design ganara dos veces consecutivas un prestigioso trofeo de vela.

Resistió la tentación de chuparse el carmín de labios que se había aplicado durante el trayecto desde el aeropuerto JFK.

La explosiva noticia de Bill habría sido menos problemática si Dane hubiera seguido siendo el chico al que su padre había calificado desdeñosamente como «una rata de muelle sin clase y sin futuro»; sin embargo, se negaba a que el fenomenal éxito de Dane la intimidara.

Estaba allí para demostrarle con quién se la estaba jugando.

Pero mientras contemplaba el ostentoso diseño de las nuevas oficinas de Dane en el Meatpacking District, un barrio muy de moda en Nueva York, y las vistas al río Hudson, tuvo que reconocer que el meteórico éxito del negocio de Dane y su posición como uno de los principales diseñadores de barcos veleros del mundo no le sorprendía.

Dane siempre había sido inteligente y ambicioso, navegante por naturaleza, más a gusto en el mar que en tierra, motivo por el que el administrador de la finca de su padre le había contratado años atrás en los viñedos Martha’s para tareas de mantenimiento de los dos yates y un crucero de bolsillo que su padre tenía en la casa de vacaciones de la familia.

Las tareas de mantenimiento en lo que a la ingenua hija de Charles Carmichael se refería había corrido por cuenta propia.

Le temblaron los muslos al recordar aquellos dedos acariciándole la piel, pero continuó andando.

Toda esa energía y decisión le habían resultado irresistibles. Eso y la habilidad de él para hacerla enloquecer y alcanzar el orgasmo en un minuto o menos.

Xanthe dejó la cartera encima de una mesa de centro y se sentó en uno de los sillones de cuero del vestíbulo.

«Vamos, Xan, no pienses en el sexo».

Cruzó las piernas y juntó las rodillas en un intento por detener el calor que sentía en la entrepierna. Ni siquiera el poder sexual de Dane podía compensar el dolor que le había causado.

Ocultó sus perturbadores pensamientos con una tensa sonrisa mientras se le acercaba una mujer de treinta y tantos años. Agarró la cartera que contenía los documentos, se puso en pie y se alegró de que los muslos casi hubieran dejado de temblarle.

«Dane Redmond no es el único chico malo. Ya no».

 

 

Xanthe dejó atrás a la chica mala para acabar sintiéndose como un cordero a punto de ser sacrificado cinco minutos más tarde mientras la secretaria la hacía recorrer una sala repleta de gente joven trabajando delante de mesas de dibujo y ordenadores en el piso decimoctavo.

La adrenalina que había corrido por sus venas durante cuarenta y ocho horas empezó a abandonarla mientras se aproximaban a un rincón acristalado, despacho del hombre cuya silueta se perfilaba con la costa de Nueva Jersey de fondo.

El hombre de anchos hombros y estrechas caderas vestía unos elegantes pantalones grises y camisa blanca. Pero su imponente estatura y, con la camisa remangada, la vista de los músculos de sus brazos y del tatuaje que cubría su antebrazo izquierdo traicionaban al lobo que se ocultaba bajo tan cara vestimenta.

Una capa de sudor cubrió su escote bajo la camisa de seda color melocotón y el traje azul.

Las fotos de Internet no habían hecho justicia a Dane Redmond, pensó mientras se le formaba un nudo en la garganta.

Se obligó a poner un pie delante del otro cuando la secretaria llamó a la puerta del despacho y la hizo pasar.

Unos ojos azules brutales se clavaron en ella.

Momentáneamente, una chispa de reconocimiento e incredulidad suavizó los rasgos de él. Sin embargo, al momento, él tensó la mandíbula y el hoyuelo de su barbilla pareció temblar ligeramente.

¿Cómo se le había ocurrido pensar que los años, el dinero y el éxito habrían refinado, o domesticado, a Dane; o, al menos, le habrían hecho parecer menos intenso y amenazante?

Se había equivocado. Eso o acababa de atravesarla un rayo.

–Esta es la señora Sanders de…

–Déjanos, Mel –interrumpió Dane a su secretaria–. Y cierra la puerta.

La ronca orden la hizo estremecer y le recordó todas las órdenes que él le había dado en ese mismo tono de esperar obediencia ciega. Y la humillante rapidez con que ella había obedecido.

«Relájate, no te va a doler. Te lo juro».

«Ya verás, va a ser la mejor experiencia de tu vida».

«Sé cuidar de mí mismo, Xan. Eso no es negociable».

La secretaria cerró la puerta al salir.

Xanthe agarró con tal fuerza el asa de la cartera que se rompió una uña. Alzó la barbilla.

–Hola, Dane –dijo Xanthe, alegrándose de que la voz le hubiera salido relativamente clara y sin que le temblara.

No iba a permitir que una reacción física la desviara de su propósito. Habían pasado diez años.

–Hola, señora Sanders. Si has venido a comprar un barco, me temo que no va a ser posible.

Dane la miró de arriba abajo con insolencia y añadió:

–No hago tratos con niñas de papá. Y menos con una niña de papá con la que cometí la estupidez de casarme.

Capítulo 2

 

XANTHE CARMICHAEL.

Dane Redmond acababa de recibir una patada en el estómago. Y le estaba costando disimularlo lo que no estaba escrito.

Xanthe Carmichael, la chica que había invadido sus sueños y sus pesadillas, había tenido la desfachatez de presentarse en las oficinas de la empresa que había levantado de la nada como si tuviera derecho a invadir su vida una vez más después de haberle echado a patadas.

Xanthe había cambiado, ya no era la jovencita de antaño, ahora era todo traje formal y tacones altos.

Sin embargo, esos grandes ojos rasgados verde azulado de aspecto felino seguían igual. Lo mismo ocurría con su cutis y las pecas sobre la nariz que el maquillaje no había conseguido ocultar. Y ahí seguía ese exuberante cabello rojizo dorado, recogido severamente en un moño, a excepción de unas hebras que habían escapado y se habían pegado a la garganta de Xanthe.

El sonrojo de sus mejillas y el brillo de sus ojos la hacían parecer la reina de un cuento de hadas tras tragarse una cucaracha. Pero él sabía que Xanthe, con ese extraordinario cuerpo y la misma integridad que una serpiente, era mucho peor que una sirena dedicada a hechizar a los hombres hasta conseguir su destrucción.

Sin embargo, esa mujer ya no significaba nada para él. Nada. Diez años atrás, mientras yacía en la carretera de acceso a la casa de vacaciones del padre de Xanthe, en sus viñedos, con tres costillas rotas y más moratones de los que su propio padre solía hacerle cuando tenía un día malo, enfadado, humillado y dolido, se había jurado a sí mismo que ninguna mujer volvería a burlarse de él. Nunca.

–Estoy aquí porque tenemos un problema –dijo ella con un ligero temblor en los labios.

Estaba nerviosa.

–Y he venido para solucionarlo.

–¿Qué problema podemos tener? –inquirió él con voz engañosamente suave–. Hace diez años que no nos vemos y, por mi parte, no quería volver a verte jamás.

El escote de Xanthe enrojeció.

–Lo mismo digo –respondió ella con arrogancia.

Dane, cerrando las manos en dos puños, se las metió en los bolsillos del pantalón. Apenas podía controlar la ira.

¿Cómo se atrevía Xanthe a estar enfadada con él? Era él quien había sufrido durante los dos segundos que había durado su matrimonio. Y era ella quien se le había insinuado, quien le había seducido y quien le había jurado amor eterno; para después, tras la primera pelea, correr de vuelta con su papá.

Y ahora Xanthe tenía la poca vergüenza de presentarse en sus oficinas con un nombre falso y esperar de él buenos modales y que se comportara como si nada hubiera pasado.

Fuera el que fuese el problema, no quería tener nada que ver con ello. Pero iba a permitirle hablar antes de echarla de allí a patadas.

 

 

Ignorando la hostilidad de Dane, Xanthe puso la cartera en la mesa, la abrió, sacó los papeles del divorcio y los dejó sobre el escritorio.

Que Dane Redmond fuera un hombre de las cavernas no era nada nuevo, pero ella ya no era una jovencita inocente. Había sido así a los diecinueve años: taciturno, autoritario y sumamente arrogante. Diez años atrás le había resultado irresistible porque había creído que, en el fondo, lo que a ese chico le ocurría era que necesitaba amor. Y ella había estado dispuesta a darle el suyo.

Esa había sido su primera equivocación, seguida de muchas otras.

El chico vulnerable nunca había existido. El hombre de las cavernas nunca había querido lo que ella le había ofrecido.

Por suerte, aquello no se trataba de él, sino de ella. Era lo que ella quería. Era lo que ella iba a conseguir.

Porque ya no permitía que ningún hombre la intimidara: ni su padre, ni la junta directiva de Carmichael’s ni, por supuesto, un diseñador de barcos que creía que podía manejarla a su antojo solo porque en el pasado se había dejado seducir por un pene más grande de lo normal.

–El problema es que el abogado de mi padre, Augustus Greaves, no cursó los papeles de nuestro divorcio hace diez años –dijo Xanthe precipitadamente para disimular cualquier atisbo de culpabilidad. Al fin y al cabo, no era culpa suya que Greaves hubiera sido un alcohólico–. Así que, oficialmente, todavía somos marido y mujer.

Capítulo 3

 

QUÉ? ¡NO es posible que hables en serio!

De no estar tan nerviosa, Xanthe se habría echado a reír al ver la expresión de horror de Dane.

–He venido desde Londres para que firmes estos papeles con el fin de acabar con esta pesadilla lo antes posible. Y sí, hablo en serio.

Xanthe pasó las hojas del documento y se detuvo en la página en la que había que estampar las firmas, la suya ya estaba ahí.

–Una vez que firmes, el problema estará resuelto y te garantizo que no volverás a verme.

Xanthe sacó un bolígrafo de la cartera y se lo pasó a Dane.

Dane se sacó las manos de los bolsillos, pero no agarró el bolígrafo.

–¿Crees que voy a ser tan estúpido de firmar un documento sin examinarlo primero?

Xanthe disimuló un súbito ataque de pánico.

«No pierdas la calma. Sé persuasiva. No te pongas nerviosa».

Respiró hondo, una técnica que había perfeccionado durante los últimos cinco años para tratar con la junta directiva de Carmichael’s. Siempre y cuando Dane no descubriera las cláusulas del testamento de su padre, esos papeles no revelaban el verdadero motivo de su viaje. Además, no había razón para que lo descubriera, teniendo en cuenta que el testamento era válido después de cinco años de que Dane la abandonara.

Desgraciadamente, el recuerdo de ese día en el despacho de su padre, cuando el abogado le explicó las condiciones del testamento, no hizo nada por aliviar su angustia:

–A tu padre le habría gustado que te hubieras casado con uno de los candidatos que él te había sugerido. De haber sido así, te habría dejado a ti un cuarenta y cinco por ciento de las acciones de Carmichael’s y la cuota de control a tu esposo, como nuevo director ejecutivo de la empresa. Dado que en el momento de su fallecimiento dicho matrimonio no había tenido lugar, tu padre ha dejado la cuota de control en fideicomiso a la junta directiva hasta que tú completes un periodo de cinco años de prueba como directora ejecutiva de Carmichael’s. Si después de ese tiempo demuestras tu valía como directora ejecutiva, la junta directiva votará con el fin de otorgarte un seis por ciento más de las acciones de la empresa. De no ser así, podrán elegir otro director ejecutivo y dejar las acciones en fideicomiso.

Hacía una semana que se había cumplido el periodo de prueba. La junta directiva había votado en su favor. Pero había sido entonces cuando Bill había descubierto que, oficialmente, seguía casada con Dane en el momento del fallecimiento de su padre y que Dane, por lo tanto, podía reclamar la cuota de control de la empresa.

Era una ironía del destino que la falta de confianza de su padre en sus habilidades pudiera acabar dándole el cincuenta y cinco por ciento de las acciones de la empresa a un hombre por el que había sentido un profundo desprecio.

Haciendo un esfuerzo por no seguir pensando en ello, vio a Dane llamar por su teléfono móvil.

Su padre había sido un convencional aristócrata inglés convencido de que ningún hombre que no hubiera ido a Eton y a Oxford era apropiado para ella; pero la había querido y siempre había deseado lo mejor para su hija. Una vez que tuviera la firma de Dane en el documento, demostraría sin lugar a dudas su absoluta entrega a la empresa.

–¿Jack? Tengo algo que quiero que examines –Dane hizo señas a alguien a espaldas de ella mientras hablaba por teléfono. La eficiente secretaria apareció en el despacho como por arte de magia–. Mel te va a enviar unos papeles por mensajería.

Dane le dio el documento a su secretaria junto con unas anotaciones que hizo en un papel. La secretaria se marchó inmediatamente.

–Examínalo línea por línea –continuó él al teléfono–. No exactamente… Se supone que son papeles de divorcio.

La mirada que le lanzó a Xanthe la hizo sentir una súbita cólera.

–Te lo explicaré en otro momento –dijo él–. Tú asegúrate de que no haya sorpresas, como alguna reclamación oculta de dinero o algo así.

Dane cortó la comunicación y se metió el móvil en el bolsillo.

Xanthe se quedó sin habla… durante un par de segundos.

–¿Has terminado? –preguntó ella con indignación.

–No te hagas la inocente conmigo. Te conozco, sé perfectamente de lo que eres capaz.

–Eres un hijo de… –Xanthe se mordió la lengua, la ira la consumía–. ¿Por qué no voy a poder hacerme la inocente? Teniendo en cuenta que me quitaste la virginidad, te acostaste conmigo todo el verano, me dejaste embarazada, insististe en que me casara contigo y tres meses después me abandonaste.

Dane nunca le había dicho que la amaba y, durante su primera y única discusión, en ningún momento tuvo en cuenta su punto de vista. Pero lo peor había sido la ausencia de él cuando más le había necesitado.

Los recuerdos, demasiado tristes para poder olvidarlos, le produjeron náuseas: el fuerte olor a moho y a desinfectante de la habitación del motel, las grietas en el suelo de linóleo, el insoportable dolor que sentía mientras rezaba para que él contestara el teléfono…

Las mejillas de Dane enrojecieron.

–¿Que te abandoné? ¿Estás loca? –gritó él.

–Te marchaste, me dejaste sola en la habitación de ese motel y no contestaste a mis llamadas telefónicas –respondió ella a gritos también. Ya no era una chica enamorada y tímida, ahora sabía defenderse a sí misma–. ¿Cómo llamarías tú a eso?

–Estaba a trescientos kilómetros mar adentro, trabajando en un barco pesquero, eso es lo que lo llamaría. No contesté a tus llamadas telefónicas porque no hay cobertura en medio del Atlántico Norte. Y, cuando volví a la semana siguiente, descubrí que habías vuelto con tu papá porque habíamos tenido una discusión.