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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Michelle Smart

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La princesa rebelde, n.º 2590 - diciembre 2017

Título original: Claiming His Christmas Consequence

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-534-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

HAS HECHO bien rompiendo tu compromiso –le dijo Nathaniel Giroud en voz baja, y con un gesto de la cabeza señaló la pista de baile donde el príncipe Helios y su novia disfrutaban del baile–. Helios te habría hecho muy infeliz.

La princesa Catalina Fernández bebió de su copa de champán.

–¿Cómo puedes estar tan seguro?

–No hay química –hizo una pausa y añadió–: Nada que se parezca a lo que hay entre tú y yo.

Catalina hizo un movimiento con la barbilla antes de apartar la silla de la mesa a la que estaban sentados ellos solos, y el movimiento provocó un sensual soplo de perfume. Ojalá pudiera olerla entera.

–No podemos tener esta conversación –le contestó–. Lo que sugieres es imposible.

Él puso su mano sobre la de ella antes de que pudiera levantarse.

–¿Por qué es imposible?

–Lo sabes muy bien –deslizó la mano de debajo de la suya–. Debo reservarme para mi esposo. Mi pureza será un regalo para él.

–¿Un regalo?

El concepto era tan ridículo que casi le hizo reír, pero no era cuestión de risa. Pensó en el hermano de Catalina, heredero al trono de Monte Cleure, acostándose con mujeres por media Europa con el beneplácito de su padre, sin privarse de ninguno de los placeres hedonistas que le negaría a su hermana por el mero hecho de haber nacido mujer.

Ahora Helios la había dejado plantada, dijeran lo que dijesen para encubrirlo en el comunicado oficial de prensa, y los rumores apuntaban a que Catalina se había prometido con un duque sueco madurito. Seducirla no le planteaba a Nathaniel dilema alguno. Catalina lo deseaba. Él lo sabía y ella, también.

–Es decir, que solo eres una posesión.

La confusión enturbió sus ojos oscuros.

–¿Es eso lo que quieres decir? –continuó él–. ¿Que no puedes decidir sobre tu propio cuerpo? ¿Que solo eres un recipiente para la próxima generación?

–No es eso. Es que soy una princesa, y esta es mi vida. He nacido para ello.

–También eres una mujer.

Nathaniel se acercó un poco, rozándole un brazo, ejecutando un movimiento más para la caza.

La princesa Catalina había sido criada apartada de las demás mujeres. Que tenía clase y elegancia no hacía falta ni decirlo. Alta, de cabello negro azabache, con unos ojos de mirada sensual y del color del chocolate derretido, tenía una piel que parecía no haber visto jamás la luz del sol, de un brillo satinado y claro, como de alabastro. Aquella noche llevaba un vestido de color salmón hasta la rodilla que realzaba sus generosos senos y su pequeña cintura sin dejar al descubierto ni un centímetro más de lo necesario. Tenía el pelo recogido en un moño en lo alto de la cabeza, y todo su aspecto recordaba el glamour de los años sesenta. Era un look que solo ella podía llevar y estar tan guapa.

–Tu primera vez debería ser especial. Debería ser con un hombre que te adorara y que pudiera cuidar de ti, y no con un aristócrata de sangre fría que se limitara a cumplir con su deber.

–Yo también soy una aristócrata –replicó ella, y el mismo temblor que notaba en su delicioso cuerpo vibraba en su voz.

–Ah, pero tú eres distinta. Bajo ese gélido exterior, bulle una sangre de lava.

El duque sueco iba directo a su mesa, y Nathaniel se levantó.

–El que dicen que va a ser tu prometido viene hacia acá. Sospecho que va a pedirte que bailes con él.

Se volvió a mirar al envejecido duque.

–No es mi prometido –respiró hondo–. Todavía no.

–Entonces, nada te impide bailar conmigo –dijo él, tendiéndole la mano con la palma hacia arriba.

–Mi hermano me dijo que te mantuviera lejos de mí.

«Seguro que sí».

–¿Y siempre haces lo que te dice tu hermano?

–Sí.

–¿Quieres hacer siempre lo que te digan? –insistió en voz baja, alzando las cejas.

Ella movió mínimamente la cabeza para decir que no. El duque estaba a unos pasos de distancia. De pronto alargó la mano para tomar la de Nathaniel y se levantó con un movimiento lleno de gracia.

–Solo un baile.

Él hizo una leva inclinación.

Con un baile le bastaría, y la condujo a la pista de baile dejando al duque rascándose la cada vez más monda cabeza.

Cuando encontró un sitio, retuvo su mano en la suya, la atrajo hacia sí para rodearle la cintura y posar la mano justo por encima del borde de su vestido, directamente sobre la piel. Tenía la misma textura que la seda.

Encajaba en sus brazos a la perfección.

Se acercó un poco más a ella, lo bastante para que pudiera sentir su corazón acelerado.

–Relájate –murmuró, acariciándole la espalda–, que no muerdo.

«Pero creo que te gustaría que lo hiciera».

 

 

Durante el breve cortejo de Helios a Catalina, y su aún más corto compromiso, habían bailado juntos muchas veces, pero nunca había sentido algo así. Jamás el corazón le había latido tan rápido como en aquel momento, tanto que podía sentir su clamor contra las costillas.

El calor que había ido creciendo en sus lugares más íntimos aquel día por el influjo de la implacable atención de Nathaniel se extendía a través de sus poros, un emocionante deseo que la maravillaba y la aterraba en igual medida.

Cuánto había deseado sentirlo con Helios, pero entre ellos no había habido ninguna clase de química. Y entre el duque y ella, aún menos.

Pero la piel de la espalda se le erizaba al contacto con Nathaniel. Estaba sintiendo cada pliegue de sus manos, las yemas de los dedos, y ese anhelo, ese deseo… Dios, estaba sintiéndolo.

El baile terminó demasiado pronto y Catalina respiró hondo e hizo amago de separarse, pero él la sujetó.

–Esta noche me quedo en el palacio, y mi habitación está en la misma ala que la tuya –dijo en voz baja, y su aliento le rozó el lóbulo de la oreja.

–¿Cómo…? –respirar ya le era difícil, así que caminar…–. ¿Cómo sabes en qué ala estoy?

–Porque me he encargado de averiguarlo.

Catalina dio un paso atrás, pero él no soltó su mano.

Nathaniel tenía treinta y cinco años, y su rostro bronceado presentaba arrugas y líneas de expresión; su cuerpo, altísimo y firme, demostraba que era un hombre que disfrutaba de la vida al aire libre; su nariz, rotunda y fuerte; sus ojos, de un verde claro, brillaban como si siempre estuviera divirtiéndose, y su boca, generosa, de una sonrisa fácil que creaba un hoyuelo en su mejilla izquierda. Como colofón, un pelo castaño que llevaba bastante corto y que parecía resistirse con tenacidad al peine.

Todo él irradiaba un magnetismo que había sentido desde el mismo momento en que los presentaron, hacía ya bastantes años.

Era el único hombre que le había hecho preguntarse…

–A la una en punto estaré en tu puerta –dijo, llevándose la mano a los labios para besarle los nudillos–. Sé que tu dama de compañía ocupa la habitación de al lado, así que no llamaré. Estaré allí, pero dejaré nuestro destino en tus manos. Si no abres la puerta, me volveré a mi habitación y podrás fingir que nunca he estado allí, pero antes de que tomes la decisión, hazte esta pregunta: ¿cuándo fue la última vez que hiciste algo solo para ti misma y que no estuviese en la lista de lo que era tu deber? Eres una princesa, Catalina, pero esta noche puedo enseñarte a ser también una mujer.

Y, con esas palabras, soltó su mano, hizo una leve inclinación de cabeza y abandonó la pista de baile.

 

 

Tres semanas después

 

Burlón, el indicador le mostraba la raya rosa.

«Feliz Navidad, Catalina», parecía decirle. «Aquí tienes tu regalo sorpresa».

Toda la compostura que se había pasado veinticinco años perfeccionando había desaparecido, y lo único que podía sentir en aquel momento era un terror desatado devorándole las entrañas.

Dos minutos maravillosos en los que Nathaniel había entrado en ella por primera vez sin protección antes de retirarse y colocarse el preservativo. Dos minutos de locura.

¿Qué iba a hacer?

Las náuseas le subieron por el esófago y vomitó, pero tenía el estómago tan vacío que solo pudo echar bilis. No sabía si era el miedo lo que lo provocaba o las nuevas hormonas adueñándose de su cuerpo.

Se lavó los dientes por tercera vez aquella mañana, pero aún le quedó un sabor ácido en la lengua. Se secó la cara y se miró al espejo, intentando desesperadamente sonreír. Al cabo de seis horas iba a estar sentada a la mesa con su familia para la cena de Navidad. Tías, tíos, primos… aquellos que trabajaban en el palacio y aquellos que no. Todos estarían allí.

Respiró hondo y el aire salió a trompicones de unos pulmones que parecían haberse cerrado con la sorpresa.

Alguien llamó a la puerta de su dormitorio y eso le hizo recuperarse.

Sería Marion, su prima y dama de compañía principal. No podía confiar en ella. Marion tenía un lado taimado que no terminaba de gustarle. Al cumplir la mayoría de edad, le permitían escoger a sus propias «compañeras», un eufemismo de la Casa de Fernández para su asistente personal, y se había visto obligada a aceptarla. Contó mentalmente hasta cinco y se preparó. Ni el más mínimo gesto debía transmitir que ocurría algo.

Entró de nuevo en el dormitorio y sentándose al tocador, dijo:

–Pase.

Pero no fue Marion quien abrió la puerta, sino su hermano, Dominic. Y la cara que tenía era de todo menos festiva.

–Vaya… –dijo, cerrando la puerta–. Así que es cierto. Estás embarazada.

Menos mal que estaba sentada, o las piernas no le habrían podido sostener de pie.

Cuando la prueba de embarazo había dado positivo apenas media hora antes, supo que no iba a poder mantener el secreto durante mucho tiempo, pero esperaba disponer al menos de unos cuantos días de gracia.

Apretó los labios y asintió. No tenía sentido mentir, como tampoco lo tenía preguntarse cómo se había enterado. La intimidad era un concepto totalmente extraño a los miembros femeninos de la Casa de Fernández. Dado que no confiaba en Marion, se había visto obligada a fiarse de Aliana, prima segunda y una de sus compañeras más nuevas, y enviarla a comprar la prueba de embarazo. Aliana, con apenas dieciocho años, había salido del palacio con la excusa de una compra de Navidad de última hora y se había comprometido a guardar el secreto. Pero nada en el palacio se mantenía en secreto durante mucho tiempo, lleno como estaba de espías que recopilaban información para su padre y su hermano.

Dominic la miró de arriba abajo con una mueca crítica y a continuación, sin previo aviso, alzó la mano y le propinó una bofetada. Con fuerza.

–Feliz Navidad.

Catalina se obligó a no reaccionar. Ni siquiera se tocó la mejilla que le ardía. Una respuesta le habría dado lo que él quería.

Disfrutaba haciéndola llorar. Se alimentaba de ello.

No había vuelto a llorar delante de él desde el entierro de su madre, siete años antes. Cuánto echaba de menos su dulce voz y su bondadosa sonrisa.

Incluso deseó que Isabella estuviese allí, pero su hermana menor había escapado de las festividades navideñas de la Casa de Fernández para pasarlas con la familia de su marido.

–¿Quién es el padre?

No contestó.

–¿Has concebido virgen? Qué encantador –dijo él con una mueca odiosa–. ¿Nathaniel Giroud?

A pesar de sus esfuerzos, no pudo evitar que un mínimo temblor la sacudiera al oír mencionar su nombre.

–Así que es él.

Tal era la furia que desdibujó las facciones de su hermano que Catalina se preparó para otro golpe.

Pero lo que hizo Dominic fue agacharse, lo bastante cerca de su cara para que ella pudiera oler su rancio aliento.

–Eres una puta.

No iba a reaccionar. Hacerlo solo empeoraría las cosas. Ni siquiera pestañeó cuando su saliva le llegó a la cara.

–Ya teníamos bastante con que Helios te dejara plantada, a ti, a una princesa de sangre real, por una plebeya, y que todo el mundo se enterara, pero ¿abrirte de piernas para ese parásito de mierda…? –la malicia iluminaba su cara–. ¿Sabías que Johann estaba preparándose para pedirle a nuestro padre tu mano en matrimonio? Otra posibilidad tirada por la borda.

La bilis le iba subiendo por la garganta, amenazando con ahogarla.

–Estás acabada, ¿lo sabes? Johann no querrá cargar contigo siendo mercancía de segunda mano.

No podía respirar.

–Y Giroud, tampoco. Te ha follado para llegar hasta mí. Solo has sido un juego para él, un polvo fácil. Te dije que te mantuvieras lejos de él, y ahora tienes que pagar el precio.

Siguió mirándola con el gesto distorsionado.

–Nuestro padre querrá hablar contigo. Él decidirá lo que hay que hacer y cuáles van a ser las consecuencias.

Iba a marcharse, pero se detuvo, dio media vuelta y le propinó otra bofetada en la otra mejilla.

–Esta por desobedecerme cuando te dije que te mantuvieras lejos de Nathaniel Giroud.

Y, ajustándose la corbata, salió de allí.

Sola, Catalina cerró los ojos y respiró hondo.

Los gritos reverberaban en su cabeza y se llevó la mano al estómago, obligándose a mirarse en el espejo. Tenía unas marcas alargadas y rojas en las mejillas.

«Respira, Catalina. Respira».

Cuando Nathaniel salió de su habitación aquella mañana tres semanas atrás, había sentido un inexplicable dolor al ver cerrarse la puerta a su espalda.

No había vuelto a saber nada de él desde entonces, y tampoco lo esperaba. Los dos sabían que solo podía ser una noche.

Pero para entonces ya llevaba años sintiendo algo por él.

Amigo del príncipe Kalliakis, Nathaniel asistía con frecuencia a las mismas funciones que ella, y era una figura alta y magnética por la que siempre se había sentido atraída. Pertenecían al mismo entramado social, pero no eran amigos. Los amigos del sexo opuesto no le estaban permitidos a una princesa de la Casa de Fernández.

Hasta el día de la boda de Helios, cuando Nathaniel se había arrogado el papel de ángel guardián con ella el día que debería haber sido el de su boda, hasta entonces nunca había intercambiado con él otra cosa que no fueran palabras de cortesía.

Era un hombre intensamente celoso de su intimidad, de modo que sabía muy poco de él, aparte de que sus padres habían muerto en un accidente cuando él era un niño, que había sido criado por unos tíos y que había asistido al mismo internado que Dominic y el príncipe Kalliakis. Era dueño de una cadena de hoteles y de distintos negocios, además de ser también el propietario del Club Giroud, un club privado entre cuyos miembros se encontraban los personajes más influyentes, lo cual le había hecho llegar a ser uno de los hombres más ricos de Francia y millonario antes de los treinta años. Sociable y encantador, era un mujeriego notable y un juerguista, alguien que disfrutaba a fondo del estilo de vida que su dinero podía ofrecerle.

Pero aquel día le mostró una cara bien distinta. Se había dado cuenta de que ella se sentía vulnerable y se había empeñado en la misión de lograr que llegase al final de la boda con una sonrisa en los labios. Si su motivación había sido acabar acostándose con ella, le daba igual. Ella también había querido que lo hiciera, y aquella había sido la primera y única ocasión que se había olvidado de las precauciones y había disfrutado de un aspecto de sí misma que llevaba toda la vida reprimiendo.

Aunque ella no hubiera sido princesa, o él el plebeyo que su hermano aborrecía, nunca había esperado de él nada más que una noche. El compromiso era un concepto que le resultaba ajeno.

Pero no había logrado quitárselo de la cabeza. Cada vez que cerraba los ojos, allí estaba. Podía verlo. Saborearlo. Sentir su piel bajo las yemas de los dedos. En la intimidad de la cama volvía a revivir la noche que habían pasado juntos, proyectándola en su cabeza como si fuera una película. Cada roce. Cada caricia.

Había dado por sentado que volvería a verlo en alguna función, que la saludaría con el beso habitual y que quizás su mano se detendría un poco más de lo normal, un sutil reconocimiento del tiempo que habían pasado juntos. Había dado por sentado que podría conservar aquel secreto de ambos solo para ella durante el resto de su vida.

Desde que podía recordar, le habían dejado perfectamente claro que su virginidad era sagrada, algo que debía conservar hasta el día de su boda. Y durante veinticinco años, lo había aceptado así.

Era una princesa. Llevaba una vida de riqueza y privilegios. Representaba a la Casa de Fernández, esperaba casarse con un miembro de una familia que reforzara las conexiones culturales y el poder de la suya, y esperaban de ella que se comportara con decoro y propiedad en cualquier ocasión, y jamás había fallado. Nunca había musitado una sola palabra de queja porque su hermano pudiera hacer lo que quisiera con quien quisiera, o que el comportamiento de espíritu libre y malcriado de Isabella fuera perdonado por su hermano y su padre.

Dominic jamás le había tocado un pelo de la ropa a Isabella.

Y ella ni una sola vez en la vida había hecho algo que no fuera por el bien de la Casa de Fernández. Ni una.

Hasta que lo hizo.

Hasta que se olvidó del deber por una noche prohibida.

Y ahora iba a ser castigada por ese momento de locura durante el resto de su vida.

 

 

La Navidad era una época del año que Nathaniel detestaba. Tanta bondad fingida, la comercialización, la proximidad obligada con los llamados seres queridos. Era una época en la que no podía dejar de tener presente a todas horas que las tres personas a las que había querido con todo su corazón ya no estaban. Llevaban muertas veintiocho años. La mañana del día de Navidad, un momento que tradicionalmente se pasaba abriendo regalos y dejando tras de sí un rastro de papel de envolver arrugado, sentía tan fresca la pérdida como la primera mañana en que se despertó sin ellos.