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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Shirley Kawa-Jump

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Rivales, n.º 1854 - abril 2016

Título original: The Bachelor’s Dare

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8177-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Claire Richards pasó la mano por la superficie de líneas elegantes, la deslizó sobre el frío metal. Si al menos los hombres estuvieran así de bien equipados. Y fueran así de útiles.

Era perfecta. Absolutamente perfecta. Lo único que tenía que hacer era ganar aquella bestia de catorce metros de largo. Ya se preocuparía después de llevarla por la autopista.

Se sintió pequeña a la sombra de la enorme caravana crema y burdeos de la marca Deluxe. La casa rodante tenía espacio suficiente para un dormitorio, una cocina y una sala de estar, según decía el anuncio. Una casa y un medio de trasporte al mismo tiempo. Necesitaba ambas cosas, y cuanto antes mejor. Había hecho una promesa y no le quedaba mucho tiempo para cumplirla. En realidad apenas le quedaba tiempo.

Pero salir de Mercy, un lugar de Indiana en el quinto pino, suponía algo más que cumplir una promesa. Pasara lo que pasara, Claire iba a empezar de nuevo. Había dado aviso en el salón de peluquería y belleza donde trabajaba, guardado la mayor parte de sus pertenencias en un almacén y reunido los ahorros suficientes para costear la mudanza. Cuando Claire Richards se lanzaba desde un precipicio, lo hacía sin red.

En su subconsciente una pequeña duda le dijo que cambiar de vida no sólo se basaba en la distancia física. Pero dejó a un lado esa conjetura sin darle mayor importancia.

La caravana era el billete a una nueva vida en California y a la única familia que le quedaba. Le dio una última palmada a la casa rodante y fue a apuntarse a la mesa.

–¿Es aquí donde hay que inscribirse para poder ganar la caravana?

Una animadora del Instituto de Secundaria de Mercy le pasó una tablilla con una hoja de papel y un bolígrafo. La chica era morena, llevaba un uniforme azul y blanco y unas zapatillas de deporte. De haber tenido el pelo rubio, podría haber sido Claire a esa edad.

–Se habrán apuntado un millón de personas, digo yo, y sólo participarán veinte –dijo la chica señalando un tablón donde se especificaban las reglas–. El concurso empieza el domingo. Intente estar temprano, y tráigase todas sus cosas –la animadora agachó la cabeza y empezó a limarse las uñas.

Por un momento deseó poder decirle a aquella chica que no renunciara a ir a la universidad, que no pusiera su fe en algún chico tonto que terminara trabajando en acerería sólo porque su padre y sus hermanos trabajaran allí. Que saliera de Mercy mientras aún tuviera oportunidad. Porque de otro modo seguiría allí a los veintiocho años, aún soltera, atrapada en aquella ciudad y lo bastante desesperada como para apuntarse al concurso «Sobrevive y Conduce» que el centro comercial de Mercy celebrara aquel mes de septiembre.

Deseosa de volver a sentir la libertad y la esperanza que había tenido en abundancia a los dieciocho años.

–¿Señora?

La palabra devolvió a Claire a la realidad.

–¿Señora? –repitió la chica–. ¿Desea apuntarse?

–Sí, sí –Claire garabateó su nombre en la hoja y se la pasó a la chica.

Volvió junto a la caravana y se dio una vuelta. Sólo veinte personas se disputarían el vehículo. Ya podía ir preparándose para pasar una buena temporada en la casa rodante, donde competiría con un montón de extraños o, peor aún, de gente conocida.

–No me importaría estar atrapada en una caravana con una belleza como tú –dijo una voz profunda que Claire reconoció al instante.

Era Mark Dole, hermano de Nate, Jack, Luke y Katie. Los Dole habían sido vecinos de Claire casi toda la vida. Desde que eran niños Claire y Mark se habían peleado y habían jugado como si fueran hermanos. Eran dos personas temperamentales que siempre habían sacado lo peor el uno del otro.

Claire se dio la vuelta.

–Hola, Mark.

Tenía el mismo cabello ondulado que recordaba, castaño oscuro con algunos mechones dorados, como un dios del sol. Era atlético y musculoso, aunque no demasiado corpulento, y tenía unos preciosos ojos azules que parecían traspasar a quienes miraran. Mark Dole era lo más parecido que había en Mercy a uno de esos modelos de Calvin Klein. Un hombre como él, apuesto y encantador, debería ir acompañado de una etiqueta que anunciara «peligro».

–¡Claire! No sabía que fueras tú. Pensé que…

Una de las mejores amigas de Claire, Jenny, que estaba saliendo con Nate Dole, había pensado que sería divertido juntar a Claire y a Mark. Los resultados habían sido desastrosos. Habían chocado en todo, desde la elección de una película hasta el tamaño de la bolsa de palomitas. Al final cada uno se había comprado su propia bolsa y se habían sentado separados; ella al lado de Jenny y él al lado de Nate.

–¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó Claire.

–Voy a apuntarme al concurso. Voy a aguantar más que ninguno de los demás pobres desgraciados y a ganarme esa preciosidad –le dio una palmada con aire de confianza.

Era la personificación de todos los hombres que había jurado evitar. Hombres llenos de palabras dulces y sensuales, pero a los que les faltaba sustancia y permanencia. Hombres que no sólo le partirían el corazón, sino que también se lo despedazarían.

Una de las mejores amigas de Claire, Leanne Hartford, lo había vivido después de salir con Mark durante dos meses. Se había enamorado de él, y luego él la había dejado unos días antes del baile de fin de curso. Claire nunca había olvidado ni perdonado la falta de sensibilidad con la que Mark había puesto fin a la relación.

–¿Pobres desgraciados?

–Bueno, me refiero a las demás personas que se hayan apuntado. Seguramente habrá sólo unos pocos.

–Hazte a la idea de que hay, digamos, un millón –hizo lo posible por imitar a la animadora–. Y sólo participarán los veinte primeros.

Él pestañeó.

–¿Tantos?

–Un concurso así es un acontecimiento grande en Mercy. Además, es la oportunidad perfecta para huir de la vida de una población pequeña. El que no participe, es que está loco.

Claire se había más que arriesgado, pero no se lo dijo a Mark.

Él se lo pensó un momento y entonces la miró. Esos ojos cobalto sin duda habrían acelerado los latidos del corazón de muchas mujeres, pero a Claire no la impresionaron. Los ojos no eran más que ojos, aunque tuvieran aquel color tan eléctrico.

–¿Y tú?

–Mi nombre ya está en la lista.

–Ah –asintió y señaló la caravana–. ¿Así que piensas que puedes durar más que yo?

–Lo sé.

–¿Quieres apostar?

–Claro. Veinte dólares a que me la llevo.

–Me parece justo –sonrió–. Estoy seguro de que estarás fuera el primer día.

Ella soltó un resoplido de incredulidad.

–Tú no pasarás de la primera noche. Recuerda, compartirás un cuarto de baño y un espejo.

Él se llevó la mano al corazón.

–Vaya, eso es un golpe bajo. Me preocupas, Claire.

A pesar de todo, Claire se echó reír. Si Mark tenía un don, era el de hacerle reír.

–Voy a ganarte, Mark Dole. Y después voy a marcharme de esta ciudad y a dejarte plantado en la nube de polvo que voy a levantar.

–Creo que serás tú la que te ahogues con el humo del tubo de escape –arqueó una ceja y le sonrió de medio lado–. No sabes con quién te estás metiendo.

–Ni tú. Jamás subestimes la cabezonería de una mujer.

Sobre todo la de una mujer que se jugaba casi todo. Claire se dio media vuelta dispuesta a marcharse.

–¡Claire! Te has olvidado de una cosa –le gritó Mark.

Ella se detuvo y se volvió.

–¿El qué?

Él la señaló y luego a sí mismo.

–De ti. Y de mí. Vamos a estar ahí encerrados juntos –señaló la caravana y sonrió con suficiencia–. Podría ponerse caliente la cosa.

–Sí, ya me siento algo tibia.

Él se acercó un poco más. El aroma maderado de su colonia la envolvió. En cualquier otro hubiera resultado sexy, tentador, pero en Mark…

–Ya no somos quinceañeros, sabes –le dijo él con su voz profunda–. Somos adultos, con deseos de adultos. Y teniendo en cuenta lo testarudos que somos los dos, podríamos estar dentro durante mucho tiempo. ¿No te preocupa que en un espacio tan pequeño puedas sentir… tentación?

Ella se abanicó la cara a lo Escarlata O’Hara.

–Caramba, señor Dole, debo decir que es usted la cosa más seductora que he visto en mi vida. ¿Cómo voy a poder pensar a derechas?

–Bonito. Muy bonito –retrocedió–. Veremos quién aguanta más en la caravana esta.

–Yo ya conozco la respuesta. Yo –avanzó hacia él, señalándole el pecho–. Y, recuerda, yo no juego limpio.

–Ni yo, Claire –esbozó una sonrisa–. Esto va a ser divertido.

De su mirada intensa dedujo que no se refería al tipo de diversión que habían vivido cuando tenían siete años y jugaban a la carretilla. Claire sintió un remolino de fuego en las entrañas.

Pero se le pasaría con un refresco, se dijo mientras se alejaba. Bueno, tal vez con dos.

 

 

Unos pitidos que le traspasaron el tímpano, estridentes. Y al lado de la oreja. Un ruido penetrante, repetitivo, molesto. Mark le pegó un manotazo a la mesilla de noche, buscando a tientas la fuente de aquel ruido. Se pegó en la mano contra el plástico duro, que golpeó hasta dar con el botón.

Abrió un ojo y miró los número digitales rojos; las tres de la madrugada. ¿Qué loco se levantaba tan temprano?

El concurso «Sobrevive y Conduce» empezaba ese día. Sólo los primeros veinte se montarían en la caravana. Si no salía de la cama y corría al centro comercial, perdería la oportunidad.

Se tambaleó hasta la ducha, donde no se molestó en esperar a que el agua saliera caliente. Tres minutos después estaba listo.

En su dormitorio de toda la vida, Mark encendió la luz y se vistió con unos vaqueros y una camisa. Banderines de los Colts de Indianápolis colgaban de la pared, recuerdos de las visitas al estadio con su padre. Una selección de trofeos deportivos coleccionaban telarañas sobre una estantería; imágenes doradas de los chicos jugando al fútbol, al jockey, con palos o pelotas de béisbol. Una foto de hacía cinco años de su familia, Jack, Luke, Nate, Katie, sus padres y él, descansaba sobre la cómoda. Mark la miró pero no se molestó en leer las palabras de la esquina, que en una placa de metal elogiaban a Mark Dole. Porque ninguna de ellas era cierta.

Guardó ropa suficiente para unos cuantos días en una bolsa de gimnasia, metió un desodorante, crema de afeitar, una cuchilla y pasta de dientes. También metió su ordenador portátil, un cuaderno de notas y unos cuantos lápices antes de cerrar la bolsa. Entonces se puso las zapatillas de deporte sin deshacer las lazadas y fue al dormitorio de Luke.

La habitación de su hermano gemelo contrastaba totalmente con la suya. Luke, el más organizado de los dos, había acomodado su habitación a las necesidades de un adulto. Los escasos muebles que se había llevado de su casa de California parecían encerrar todos los recuerdos de lo que antaño había sido un hogar feliz. La luz del pasillo bañaba la habitación con una luz suave que destacaba una colcha hecha a mano sobre el sillón de la esquina y una serie de fotografías en el escritorio rústico que Mary le había regalado a Luke por su cumpleaños. Las fotos captaban momentos más felices, antes de que la muerte hubiera llamado a la puerta de Luke.

Mark experimentó una opresión en el pecho. Tenía veintinueve años; demasiados para jugar a lo que había jugado en su juventud. Cuando Mary había fallecido el año pasado, había sentido, como ocurría muchas veces con los hermanos gemelos, el dolor de Luke; y de repente había entendido que echaba en falta algo muy especial. Cuando había vuelto a casa de sus padres dos semanas atrás, al cálido hogar donde siempre olía a pan recién hecho, había entendido qué era exactamente lo que le faltaba.

Un hogar. No un apartamento semivacío donde sólo había las necesidades primarias de un soltero. Tampoco una ristra de mujeres cuyos nombres había olvidado. Por primera vez en su vida, Mark quería probar lo que su hermano había saboreado. Estaba harto de la comida rápida. Deseaba un plato delicioso con guarnición completa.

Pero eso significaba sentar la cabeza, ser responsable. Y Mark ni siquiera estaba seguro de ser el tipo de hombre que pudiera llevar a casa un salario mensual.

De un modo u otro, antes de pensar en sí mismo, necesitaba devolverle la vida a Luke; o al menos la parte que Mark pudiera darle, lo cual significaba llegar al centro comercial antes de que lo hicieran diecinueve personas. Zarandeó a su hermano para despertarlo.

–¿Qué pasa? Déjame. Estoy durmiendo.

–Necesito que me lleves, o que vayas a buscar mi coche más tarde. No voy a dejarlo en el aparcamiento del centro comercial. Podría pasarse días allí.

Luke soltó una ristra de comentarios malhumorados.

–Es un Nova, Mark; nadie va a robar un cacharro de los años setenta.

–Eh, mi coche es un clásico.

Luke se dio la vuelta en la cama y se tapó la cabeza con las mantas.

–Tal vez lo sea cuando vuelva a ponerse de moda la música disco, pero en este momento es una antigualla –Luke suspiró–. Vale, iré a recogerlo más tarde.

–Gracias.

Luke se retiró las mantas de la cabeza y pestañeó varias veces.

–¿De verdad vas a intentar ganarte esa maldita caravana?

–Sí.

–¿Para qué?

–Quiero… –se calló–. Quiero una casa rodante.

No era una mentira demasiado buena, pero no le podía decir la verdad a Luke. Luke había pasado bastante aquel último año, más de lo que nadie debería sufrir. Con suerte, Mark podría solucionarlo en parte si era el último en salir de la caravana.

Y entonces tal vez pudiera centrarse en arreglar su propia vida. Aunque antes tendría que considerar por dónde empezar.

Su hermano se encogió de hombros y se tapó de nuevo.

–Despiértame cuando termine.

Mark salió por la puerta, se metió en su Nova y cruzó la ciudad. En el último año, Mercy había crecido a medida que la gente de Lawford había empezado a salir de la ciudad en busca de paz y tranquilidad. La población había aumentado en un par de miles, propiciando la apertura de un centro comercial, aunque sólo tuviera doce tiendas.

Cuando llegó Mark contó dieciocho coches aparcados en el aparcamiento principal, y un par de ellos en la zona reservada a los empleados del centro. Maldición. ¿A qué hora se había levantado esa gente? Una vez dentro vio que en el patio de piedra central habían montado una especie de campamento. Tumbonas, toallas de playa, mantas y almohadas. Y gente; diecinueve para ser más exactos. Y junto a ellos la caravana reluciente. La escena parecía sacada de un cuento de Walt Disney.

Mark se sentó en el suelo al final de la fila y apoyó los brazos en las rodillas. A su izquierda una mujer mayor estaba sentada en una de esas sillas plegables de a tres dólares la pieza. A su lado dormía un hombre arrugado y casi calvo. Ambos llevaban boinas con pompón. La mujer tejía y el marido roncaba con la boca abierta.

–Hola, hijo. Soy Millie Parsons. ¿Estás aquí para llevarte la casa rodante? –le preguntó sin perder ni un punto.

–Sí.

Dejó de tejer y una mano nudosa le dio unas palmadas en la suya.

–Buena suerte, querido –esbozó una sonrisa agradable–. Pero Lester y yo planeamos llevárnosla. Queremos ir a Florida, sabes –sonrió otra vez mostrando su dentadura postiza–. Y no pensamos perder.

Mark también le sonrió.

–Ni yo tampoco.

Su sonrisa se desvaneció, retiró la mano y continuó tejiendo. Clic, clac, clic, clac; sin duda haciendo un lazo para echárselo al cuello a cualquiera que intentara durar más que Lester y ella.

A sus espaldas se oyó una palabrota muy impropia de una señorita .

–Tengo veintiuno –dijo.

Mark se volvió y vio a Claire.

–No creo que los aparentes.

Se había recogido la melena lisa con una cola de caballo; un estilo juvenil que complementaba una piel tersa y aterciopelada. Tenía los ojos brillantes, de un tono intenso como el de las esmeraldas, y una boca generosa que jamás la había visto sin carmín rojo. Una boca que parecía pedir a gritos que la besaran; a todos los hombres excepto a Mark, que jamás había sido su tipo.

Era una de las mujeres más altas que conocía, esbelta y atlética, y dada a vestir vaqueros rosa fucsia y camisetas que nunca le cubrían el ombligo. Benditos los diseñadores que nunca pensaban en las personas que tenían el cuerpo largo. Atisbar aquel pedazo de piel blanca y sedosa podría convertirse en su pasatiempo favorito. Remataban el atuendo unas botas de tacón alto.

Claire, que no pareció apreciar su mirada lasciva, lo miró con evidente indignación.

–No he dicho que tenga veintiuno, sino que tengo el número veintiuno. Ya no podré montarme en la caravana.

–Vaya, qué fácil ha sido ganar la apuesta.

Miró a Claire, cuya expresión ceñuda se había intensificado.

–Aún no ha terminado –dijo–. Algunas de estas personas tal vez hayan venido a acompañar a los concursantes.

Dejó su maletón en el suelo y se sentó al lado de Mark.

–¿Pero qué llevas ahí? ¿Ropa para un año o para tres días?

–Prefiero venir preparada que enterarme a los dos días de que no tengo desodorante. Tal vez esté aquí más de tres días.

Mark se inclinó y le susurró al oído:

–Si quieres durar más que Lester y su chica, estos de aquí a mi lado, tal vez tengas que pasar semanas aquí. Ella tiene mucho que tejer.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Claire.

–Estoy preparada –arqueó una ceja mientras señalaba su bolsa de gimnasia–. ¿Y tú?

–Viajo ligero de equipaje.

–Entonces vete de aquí y cédeme tu puesto.

–Claire, cariño, pareces casi desesperada.

Un brillo curioso, tal vez de miedo o de preocupación, se asomó a sus ojos; pero al instante siguiente volvió a ser la Claire de siempre.

–No, tan sólo empeñada.

Metió la mano en el bolso y sacó una bolsa de caramelos; le quitó el papel a dos y se metió uno en la boca. Entonces le pasó la bolsa a Mark.

–No, gracias. Un poco temprano para tomar azúcar.

–Nunca es demasiado tarde o demasiado temprano para tomar chocolate –se metió el segundo en la boca y lo masticó despacio–. Dame tu puesto en la fila; necesito esa caravana.