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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Olivia Gates

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A

La hija de su enemigo, N.º 2041 - mayo 2015

Título original: From Enemy’s Daugther to Expectant Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6272-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

De nuevo, despertó sobresaltado en medio de la noche. Con las mejillas mojadas, el corazón latiéndole como loco dentro del pecho y el grito por sus padres aún quemándole en la garganta.

–Levántate, Números.

La horrible voz hizo que el terror se le extendiera por todo el cuerpo. La primera vez que la escuchó se había asustado, pensando que había un extraño en su habitación, pero pronto se dio cuenta de que era aún peor. Ya no estaba en su casa sino en un sitio largo y estrecho sin ventanas ni muebles. Estaba en el suelo, helado, con las manos atadas a la espalda. Esa voz, con fuerte acento extranjero, había dicho lo mismo entonces.

Y así fue como empezó la pesadilla.

–Parece que Números quiere recibir otra paliza.

Era la voz de otro hombre. Había pensado que jamás volvería a ver a nadie más que a aquellos monstruos, que lo llamaban Números. Por eso lo habían secuestrado, porque se le daban bien los números.

Se había sentido ofendido la primera vez que dijeron eso. Él no era bueno con los números sino un prodigio matemático. Eso era lo que decían sus padres, sus profesores y todos los expertos que se habían puesto en contacto con él.

Cuando intentó corregirlos recibió la primera bofetada. Una bofetada que estuvo a punto de partirle el cuello, enviándolo contra la pared. El dolor hizo que entendiese que aquello era real. Ya no estaba a salvo, ya no estaba protegido.

Al principio, incrédulo y furioso, propuso no contarle a nadie que se habían atrevido a ponerle la mano encima si lo llevaban de vuelta a casa. Los dos hombres se habían reído, y uno le había dicho al otro que podría ser más difícil de lo que pensaban doblegar a Números.

Él había insistido en que ese no era su nombre y el hombre había vuelto a golpearlo.

Mientras estaba tumbado en el suelo, temblando de miedo, uno de ellos le había dicho lo que debía esperar a partir de aquel momento:

–No volverás a ver a tus padres y no saldrás de aquí. Ahora eres nuestro. Si haces todo lo que te pedimos, no serás castigado. Al menos, no demasiado.

Había desobedecido todas las órdenes, por mucho que lo castigasen, esperando que dejasen de hacerlo y lo enviasen de vuelta a su casa, agotados. Pero se habían vuelto más brutales. Parecían disfrutar haciéndole daño, y la esperanza de que aquella pesadilla terminase se desvanecía cada vez más.

–¿Dejamos que Números elija hoy su castigo?

Apenas podía ver la silueta de sus torturadores, con los dos ojos hinchados, y en ese momento decidió rendirse. Por fin entendió que aquella pesadilla no iba a terminar.

Sus captores nunca dejarían de golpearlo, sus padres no iban a rescatarlo y no habría ayuda de nadie. Y si era así como iba a vivir a partir de ese momento, ya no quería seguir haciéndolo.

Pero ni siquiera podía suicidarse. Lo único que había en su celda era un cuenco metálico con agua sucia y el cubo que usaba como inodoro. No había forma de escapar, salvo tal vez…

Lo había intentado todo salvo seguirles el juego. Quizá si lo hacía lo sacarían de la celda. Y entonces podría escapar.

O morir en el intento.

Uno de los gigantes le dio una patada en las costillas.

–Arriba, Números.

Apretando los dientes para contener el dolor, se levantó.

–Ah, por fin obedece.

–Vamos a ver si es verdad –el otro monstruo se acercó–. ¿Cómo te llamas, chico?

Él se tragó la bilis que le subía a la garganta.

–Números.

Recibió una bofetada, pero no tan fuerte como de costumbre. Lo castigarían de todas formas, obedeciese o no.

–¿Y por qué estás aquí?

–Porque se me dan bien los números.

–¿Y qué vas a hacer?

–Todo lo que digáis –otra bofetada hizo que le pitasen los oídos–. Cuando me digáis.

A la sucia luz que entraba por algún sitio vio que los dos hombres intercambiaban maliciosas sonrisas de satisfacción. Creían haberlo vencido, y así era, pero no pensaba vivir lo suficiente como para que disfrutasen de la victoria. Hicieron lo que él pensaba que harían, sacarlo de la celda. Demasiado débil para caminar, colgaba entre ellos, los pies descalzos y las rodillas rozando el suelo de piedra.

Apenas capaz de levantar la cabeza para comprobar dónde lo llevaban, le pareció ver unas columnas ennegrecidas y un cielo gris entre ellas. Parecía la fortaleza medieval de uno de los videojuegos que su padre le compraba, pero los muros entre las columnas eran lo bastante bajos como para saltarlos. Escapar o morir.

–Si te acercas a los muros te pegaremos una paliza que no olvidarás nunca –le advirtió uno de los captores.

De modo que incluso ese plan era imposible… pero no podía seguir así. No podría soportarlo.

Cuando estaba a punto de suplicar que lo matasen para terminar con todo, los hombres abrieron dos enormes puertas y lo lanzaron.

Cuando por fin consiguió levantar la cabeza, vio que estaban en una especie de comedor con varias filas de mesas ocupadas por chicos silenciosos que giraron la cabeza para mirarlo.

–Este gusano es el nuevo recluta. Si hace algo que no está permitido, informadnos. Os daremos un extra de comida.

Después de eso, los dos carceleros salieron y cerraron las puertas. Pero la esperanza que había sentido al ver que no estaba solo desapareció. Él sabía que los niños podían ser crueles con los más débiles, y seguramente era el más joven.

Se levantó del suelo, intentando no tocarse las doloridas costillas para no mostrar debilidad y suspiró aliviado al ver que se volvían para seguir comiendo, hablando en voz baja entre ellos.

Incluso tenían miedo de levantar la voz. Aquellos niños eran prisioneros como él.

Le llegó el olor a comida caliente, casi mareándolo, pero intentando mostrarse firme se dirigió a una de las mesas. Iba a levantar la tapa de una cacerola cuando una mano lo hizo por él.

Era un chico mayor, más alto que su padre, con la cabeza rapada y penetrantes ojos oscuros. Pero en lugar de sentirse intimidado por su estatura y su aspecto fiero, su presencia le daba cierta tranquilidad.

–Mi nombre es Fantasma. ¿Cuál es el tuyo?

Él estuvo a punto de decir su verdadero nombre, pero se mordió la lengua. Aquel chico podría estar esperando que metiese la pata para informar a los carceleros.

–Números.

–¿Esa es tu especialidad? Pero si no debes de tener más de siete años.

–Tengo ocho.

–El primer mes de encierro, o los tres primeros meses en tu caso, hacen que parezcamos más pequeños. Tienes que comer para hacerte lo más fuerte posible.

–¿Fuerte como tú?

Fantasma esbozó una sonrisa.

–Yo ya he dejado de crecer, pero estoy en ello.

El chico llenó un cuenco de algo que, comparado con la porquería que le habían dado de comer durante todo ese tiempo, olía de maravilla.

–Si tu nombre corresponde a tu habilidad siendo tan pequeño, debes de ser un prodigio.

Le gustó que aquel chico tan grande y de ojos penetrantes lo viese por lo que era y, animado, le preguntó:

–¿Cuántos años tienes?

–Quince. Llevo aquí desde los cuatro años.

Once años encerrado. De modo que lo que los carceleros le habían dicho era verdad, nunca podría escapar de allí.

Se sentaron a una de las mesas, con otros cinco chicos, todos mayores que él. Dos de ellos se apartaron para hacerle sitio mientras Fantasma lo presentaba, casi sin mover los labios para que los guardias que paseaban por el comedor no supieran que estaba hablando. Los otros chicos eran Relámpago, Huesos, Cifras, Cerebro y Comodín.

Mientras comían, le preguntaron por su vida pasada. Luego empezaron a presentarle ecuaciones, que él resolvió, por difíciles que fueran.

Cuando terminaron de comer le parecía como si conociera a aquellos chicos desde siempre, pero los guardias anunciaron el fin del almuerzo y todos se levantaron para salir del comedor. Incapaz de controlar la ansiedad, se agarró al brazo de Fantasma.

–¿Volveré a verte?

El chico le apartó la mano antes de que los guardias lo vieran.

–Intentaré que te lleven a nuestra zona.

–¿Puedes hacerlo?

–Hay cosas que se pueden hacer, si sabes cómo.

–¿Me enseñarás?

Fantasma miró a los otros chicos, y fue entonces cuando entendió que eran un equipo. Y Fantasma estaba pidiendo aprobación para que lo incluyeran en él.

Cuando uno por uno asintieron con la cabeza, en su corazón renació una esperanza que había creído muerta para siempre.

–Bienvenido a la hermandad, Números. Y al Castillo Negro –dijo Fantasma.