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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Marion Lennox. Todos los derechos reservados.

MÁS QUE UN JEFE, N.º 2438 - diciembre 2011

Título original: Christmas with Her Boss

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-122-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

–TODOS los vuelos han sido cancelados hasta después de Navidad, sin excepciones. Los privados también. Lo siento, señorita, pero nadie puede ir a ningún sitio.

Meg colgó el teléfono como si fuera a romperse y luego se llevó una mano al corazón porque le costaba trabajo respirar.

La puerta del despacho de su jefe estaba abierta. W. S. McMaster estaba limpiando su escritorio, guardando importantes documentos en su maletín de piel. Elegante e imposiblemente atractivo, parecía lo que era: un empresario multimillonario que siempre estaba yendo de un lado a otro.

El sitio al que debía ir en ese momento era Nueva York y ella, su ayudante personal, estaba a punto de decirle que no habría vuelos en los próximos tres días.

«Noooooooooo».

–Meg, me marcho. Dan vendrá a buscarme en cinco minutos –Josie, su secretaria, estaba quitándose los zapatos planos que usaba en la oficina para ponerse unos de tacón–. Qué bien que el día de Navidad caiga en lunes. Tengo dos días para ir de fiesta hasta la comida familiar y para entonces espero estar más o menos sobria.

Meg no dijo nada. No podía.

Josie y el resto de los empleados se marcharon, felicitando las Navidades a su paso. Sí, el día de Navidad caía en lunes ese año y era viernes por la tarde, de modo que todo el mundo se iba a casa.

Salvo Meg, cuyo trabajo consistía en solucionar todos los problemas del señor McMaster cuando estaba en Australia. El señor McMaster sólo estaba en Australia diez o doce semanas al año, le pagaba un salario estupendo y el resto del tiempo era para ella. Sí, era un trabajo fantástico y había tenido mucha suerte de encontrarlo. Pero si metía la pata…

«No, no lo pienses, concéntrate en sacar a tu jefe del país como sea».

Despidiéndose con la mano de sus compañeros, Meg volvió a levantar el teléfono.

Su jefe estaba demasiado lejos como para escuchar la conversación, aunque no había mucho que escuchar, lo mismo de siempre.

–¿Los helicópteros dependen también de los controlares aéreos? –preguntó–. Ah, muy bien. ¿Y no hay ninguna posibilidad de que la huelga se resuelva antes de Navidad? ¿No? Es que esto es vital. ¿No puede… no sé, despegar de algún sitio sin que nadie lo vea? El precio no es un problema, pagaría lo que hiciese falta. ¿Podría ir a Indonesia y tomar un vuelo desde allí…? No, lo digo en serio.

No y no y no.

Meg colgó el teléfono de nuevo, mirándolo como si fuera un traidor. Y el señor McMaster estaba en la puerta, esperando.

Parecía dispuesto a comerse el mundo, como siempre.

William McMaster, el presidente del imperio McMaster, de treinta y seis años, había nacido en una familia adinerada y parecía llevar en los genes un talento natural para ganar dinero. Durante los tres últimos años pasaba dos o tres meses en Australia, dirigiendo la sección de la empresa dedicada a abrir minas por todo el país. Iba de una reunión a otra, de un sitio a otro. Cuando estaba en Australia, Meg iba con él y por eso entendía que tuviera una ayudante diferente en cada país: porque las agotaba a todas.

En aquel momento estaba apoyado en el quicio de la puerta, con un traje de chaqueta italiano hecho a medida y una inmaculada camisa blanca recién comprada por Meg porque la lavandería del hotel había devuelto las suyas ligeramente amarillentas. El hotel en el que se alojaba era el mejor de Melbourne y tenía un gimnasio. W.S. McMaster siempre quería alojarse en un hotel que tuviera gimnasio y su cuerpo demostraba por qué. Alto, atlético, moreno y más guapo de lo que debería serlo un hombre, la miraba en aquel momento como si supiera que ocurría algo.

Pero claro que lo sabía. No se podía llegar donde había llegado él sin inteligencia e intuición y a W.S. McMaster le sobraban ambas cosas.

–¿El coche para ir al aeropuerto, señorita Jardine? –le preguntó, como si sospechara que algo iba mal.

–Hay un problema –dijo Meg, sin mirarlo. Su nuevo contrato por tres años estaba sobre la mesa, esperando que su jefe lo firmara, y lo escondió bajo el fax como si así pudiera protegerlo.

Porque quería proteger su puesto de trabajo. Mientras el señor McMaster estaba fuera del país no la necesitaba, pero en cuanto llegaba a Australia Meg estaba totalmente comprometida con él. Siete días a la semana, doce horas al día o más.

Trabajaba así todo el tiempo. Lo sabía porque estaba en contacto con sus ayudantes de Londres, Nueva York y Hong Kong. Fuera donde fuera, lo seguía una docena de personas. Aquel hombre no paraba nunca y los que iban con él tampoco podían hacerlo.

Pero ella tenía que irse a casa.

–Hay un retraso –dijo Meg por fin, intentando hacer que pareciera un mero inconveniente que podría solucionar antes de las seis. Las seis era la hora a la que el señor McMaster debía tomar el vuelo a Nueva York y a la que ella podría tomar un tren de vuelta a casa.

Él no dijo nada. Sencillamente esperó. Era un hombre de pocas palabras porque esperaba que su gente se anticipase a sus demandas.

Para eso la pagaba, pero esta vez le había fallado.

No podía contratar un avión privado ni un helicóptero. ¿Cuánto tiempo tardaría en ir en barco hasta nueva Zelanda para tomar un avión allí?, se preguntó. No, imposible, al menos una semana.

Y los hoteles estaban todos ocupados con antelación para ese fin de semana. Cuando llamó para saldar la cuenta esa mañana, el empleado ya parecía agotado.

–Menos mal que se marcha antes de lo esperado, tengo gente haciendo cola. No hay una sola habitación disponible en toda la ciudad. Hay gente ofreciéndome el doble…

–¿Va a decírmelo o no, señorita Jardine?

Meg levantó la mirada al escuchar la pregunta de su jefe. Estaba muy serio pero, para su sorpresa, no parecía enfadado; al contrario, la miraba con un brillo burlón en los ojos, como si supiera en qué aprieto estaba metida.

–Hay huelga de controladores –dijo ella por fin–. La reunión de conciliación terminó hace veinte minutos sin resultados y se han cancelado todos los vuelos.

Podía ver el aeropuerto desde la ventana del despacho del señor McMaster, en el último piso de uno de los rascacielos más lujosos de Melbourne. Desde allí se podía ver casi hasta Tasmania y normalmente había aviones despegando y aterrizando…

Pero no aquel día.

–No hay aviones –dijo él.

–Nada que vuele hasta después de Navidad. Ni siquiera hay garantías de que los haya entonces. Esto es…

–Absurdo –la interrumpió el señor McMaster–. Un avión privado…

–No hay vuelos, ni siquiera privados –dijo Meg, mirándolo a los ojos porque a él le gustaban las respuestas directas. Llevaba tres años trabajando para W.S. McMaster y sabía que no debía andarse con rodeos. A veces exigía algo que no era humanamente posible, pero cuando eso ocurría se lo decía y, sencillamente, pasaban a otra cosa.

Pero aquel día, W.S. McMaster no parecía dispuesto a pasar a otra cosa.

–Alquile un coche que me lleve a Sídney. Tomaré un avión allí.

–La huelga es nacional, señor McMaster.

–Eso es imposible. Tengo que estar en Nueva York para el día de Navidad.

Meg se preguntó quién lo esperaría allí.

Las revistas del corazón decían que era un solitario y ella sabía que era hijo único de unos padres obscenamente ricos, divorciados y a los que nunca veía. La última vez que estuvo en Londres iba con una actriz del brazo pero, según las revistas, la joven tenía el corazón roto después de su ruptura. Aunque no debía tenerlo muy roto, pensó Meg, irónica, porque ella sabía cuánto dinero había recibido durante su corta relación.

«Envíale esto a Sarah. Paga la factura del hotel de Sarah». Y ahora Sarah ya tenía otro novio rico.

¿Entonces quién lo esperaba en Nueva York?

–No va a poder marcharse hasta después de Navidad –le informó.

–¿Lo ha intentado todo?

–Todo.

Él la miró, en silencio, y Meg se dio cuenta de que ya estaba haciendo planes para pasar la Navidad en Melbourne. W.S. McMaster no perdía el tiempo lamentándose.

–Puedo trabajar desde aquí –empezó a decir, molesto pero resignado. Las personas que viajaban a menudo sabían que no siempre se podía controlar todo y no podía despedirla por eso–. Podemos aprovechar el tiempo para terminar con el asunto Berswood, que es lo más urgente.

Meg respiró profundamente. «Dilo y punto».

–Señor McMaster, todo se cierra a partir de las cinco. Estamos en Navidades y el edificio se cerrará de un momento a otro. No habrá aire acondicionado ni nadie que lo atienda. Las calles de esta zona de oficinas estarán desiertas…

–Eso es ridículo –la interrumpió él.

–No, no lo es. Y tampoco puede hacer nada con los de Berswood porque nadie en la empresa contestará al teléfono.

Lo miraba a los ojos, intentando mostrarse serena, pero estaba asustada. Aquel hombre movía millones en menos tiempo del que ella tardaba en pintarse los labios. Aunque no tenía tiempo de pintárselos cuando él estaba por allí.

–Muy bien –asintió McMaster por fin–. Entonces, usted y yo trabajaremos desde mi suite.

«Usted y yo trabajaremos desde mi suite».

Él debió notar algo en su cara porque enseguida frunció el ceño.

–¿También hay un problema en el hotel?

–Ya no hay habitaciones disponibles. Como dijo que se iría hoy, le han dado su habitación a otro cliente.

–Tendré que cambiar de hotel entonces.

Pero Meg negó con la cabeza. Iba a despedirla, seguro. Al oír rumores sobre los problemas con los controladores aéreos debería haber alargado su estancia en el hotel, pero no se había enterado de esos rumores porque estaba muy ocupada.

Había tenido que hacer las compras de Navidad a última hora. McMaster la había dejado irse a las once y como afortunadamente las tiendas estaban abiertas toda la noche, había estado comprando hasta las tres de la mañana. Pero él la despertó a las seis, exigiendo camisas nuevas. Después de solucionarlo por teléfono, Meg había vuelto a la oficina a las siete y por eso no había tenido tiempo de escuchar las noticias.

–No hay habitaciones disponibles, señor McMaster –le dijo, con toda la calma de la que era capaz–. A las ocho de la mañana empezaron los rumores sobre la huelga y los clientes del hotel decidieron alargar su estancia. Si lo hubiera sabido esta mañana… pero no lo sabía y lo siento. Están rodando una película en Melbourne y el equipo ocupa todos los hoteles de lujo de la ciudad. Y los baratos también… hasta hay gente acampada en el aeropuerto. De verdad, no hay nada –Meg vaciló un segundo–. ¿Tiene usted amigos en Melbourne? –le preguntó por fin–. Sus padres o… imagino que conocerá a alguien.

–¿Está diciendo que llame a mis padres o a algún amigo? –le preguntó él entonces, intentando contener su enfado.

–No, yo…

–No tengo intención de llamar a nadie. ¿Espera que pida que me admitan en algún sitio por caridad?

–No, claro que no…

–¿Que imponga mi presencia a alguien durante las Navidades?

–Señor McMaster…

–¿Dónde sugiere que me aloje? –la interrumpió él.

–No lo sé –tuvo que decir Meg.

–Le pago para que se encargue de todo –le recordó su jefe, mirando el reloj–. Y tiene quince minutos para hacerlo. Enviaré unos documentos a Berswood por fax para trabajar el fin de semana. Mientras tanto, encuentre algún sitio, el que sea, donde pueda trabajar en paz.

Luego se encerró en su despacho dando un portazo y, por primera vez en su vida, Meg estuvo a punto de sufrir un ataque de histeria.

Pero la histeria no la ayudaría nada. ¿Qué podía hacer?

¿Dónde podría trabajar en paz?

Podría comprar un saco de dormir para que se quedase en el despacho, pensó, angustiada. Pero en la oficina no habría aire acondicionado.

Nada, imposible, se había quedado sin trabajo.

En poco más de una hora, el tren a Tandaroit se iría sin ella. Y en la granja había un montón de heno que se echaría a perder si no se cosechaba. Tenía que irse a casa.

Meg hizo una última llamada a una agencia de viajes para ver si podía encontrar un hotel. Pero a menos que reservara en hostales de poca categoría, no había nada de nada.

Desolada, se miró las manos hasta que, quince minutos después, la puerta del despacho se abrió de nuevo.

–¿Y bien? –le espetó McMaster. Esperaba una solución y sólo había una solución posible.

–No hay hoteles.

–¿Entonces qué?

«Dilo, tienes que decirlo».

–Va a tener que alojarse en mi casa –dijo Meg por fin, intentando desesperadamente parecer tranquila, como si aquello fuera lo más normal–. Es la única solución. Tenemos una habitación para invitados con su propio cuarto de baño y acceso a Internet y estaremos encantados de alojarlo en casa estas Navidades.

Si su jefe había estado enfadado antes, ahora era peor. Era como si hubiese una granada de mano con la espoleta quitada entre ellos. ¿Cuánto tardaban en explotar esas cosas?

–Me está ofreciendo caridad –dijo por fin, como si la palabra fuese veneno.

–No, no es caridad. Me temo que es la única solución y le aseguro que no es ningún problema.

Oh, qué mentira.

¿Pero qué otra cosa podía hacer? Si aceptaba, se pasaría todas las Navidades metido en su habitación, trabajando. Afortunadamente, tenían Internet en la granja. Costaba una barbaridad, pero Scotty estaba encantado y tal vez así salvaría su puesto de trabajo.

–No quiero interrumpir las Navidades de nadie.

–No interrumpirá nada, puede quedarse en su habitación. Incluso podría llevarle la comida.

–No puedo creer que sea la única solución.

–Es la única que se me ocurre.

Daba igual lo que le ofreciera, iba a perder su trabajo, pensó. Tal vez debería presentar la renuncia antes de que la despidiese. Así podría marcharse y que él hiciera lo que quisiera esas Navidades.

Pero era un trabajo estupendo y tal vez el señor McMaster acabaría pasándolo bien. ¿No decían que en Navidad ocurrían milagros?

«Por favor, haz un milagro», pensó, incluyéndolo en su lista de deseos para Santa Claus.

–Se lo ofrezco de corazón y no será ningún problema –Meg miró su reloj, como si todo estuviera decidido–. Allí podrá trabajar y la habitación es muy agradable, con una vista estupenda. Si acepta mi oferta, el tren sale en una hora. Siento mucho que no pueda volver a casa, pero esto es lo único que puedo hacer.

W.S. McMaster estaba furioso. ¿Pero si estaba tan furioso por qué no llamaba a alguien? Debía tener conocidos en Melbourne.

–¿Su casa es grande?

–Sí, lo es.

–¿No hay niños?

–No –respondió Meg. Bueno, Scotty tenía quince años, de modo que no era un niño.

–¿Y tendré privacidad?

–Por supuesto.

–Muy bien –asintió él por fin–. Le pagaré por la habitación.

–No tiene que pagarme nada.

–Esto no es negociable –replicó McMaster.

–Muy bien, como quiera –Meg aceptó lo inevitable–. Voy a cambiarme. Podemos ir andando a la estación.

–¿Andando?

–Estamos en Navidades y el tráfico es horrible. Además, sólo son cuatro manzanas.

–¿Seguro que a su familia no le importará?

Meg se encogió de hombros.

–Imagino que les vendrá bien el dinero –contestó, sabiendo que al menos eso era verdad.

–No crea que me hace gracia este arreglo –le advirtió McMaster–. Hablaremos de esta debacle después de las fiestas.

CAPÍTULO 2

¿DÓNDE lo llevaba aquella mujer?

Tal vez debería haber prestado más atención a lo que decía, pero se había metido en el despacho a trabajar hasta que le dijo que era hora de irse. Luego habían ido caminando hasta la estación en silencio y había permanecido así mientras ella compraba los billetes porque estaba demasiado enfadado después de repasar un último informe. El fax de Berswood había llegado antes de que salieran de la oficina y acababa de encontrar un error que tendría a sus abogados ocupados durante semanas.

¿De verdad habían pensado que no se daría cuenta?

Mientras se dirigían a la estación iba planeando cómo solucionar ese error, que tal vez no había sido un accidente. Enterrarse en el trabajo siempre había sido su manera de olvidarse del mundo y no le apetecía nada tener que ir a casa de su ayudante, sin un gimnasio en el que quemar energías y echando de menos a Elinor y los niños… eso era lo que más le dolía.

Al menos tenía el contrato de Berswood para trabajar, se dijo a sí mismo. Pero cuando el tren arrancó y escuchó el anuncio por los altavoces, levantó la mirada.

¿Dónde demonios…?

Meg y él estaban separados por el pasillo, tal vez porque no había encontrado dos asientos juntos.

–¿Cuatro horas? –exclamó.

–Nosotros nos bajamos antes del final de línea. Dos horas y media.

¿Dos horas y media?

William frunció el ceño. Pero ni siquiera podía regañarla. Apenas había sitio en el asiento para él, su maletín y su ordenador y a su lado iba una mujer con dos niños pequeños, uno en brazos y otro en un cochecito. Y Meg tenía otro, a saber de quién, sobre las rodillas. Había gente por todas partes en un tren que los llevaba a saber dónde.

Iba a un sitio desconocido con su ayudante.

Que ni siquiera parecía su ayudante, pensó entonces. Había entrado en el cuarto de baño para cambiarse de ropa antes de salir de la oficina y tenía un aspecto… diferente.

Normalmente, llevaba trajes de chaqueta oscuros, blusa blanca, zapatos planos y el pelo sujeto en un moño. De hecho, nunca la había visto con un pelo fuera de su sitio. Pero en aquel momento llevaba un pantalón vaquero, zapatillas de deporte un poco gastadas y una camisa blanca sin mangas.

Lo más asombroso era que se había quitado el moño y su melena de color castaño caía en ondas sobre sus hombros. Y al cuello llevaba un colgante en forma de ángel.

Un ángel que seguramente llevaría bajo la blusa pero que nunca había visto, pensó, asombrado por la transformación. Tenía un aspecto informal, juvenil… y no le gustaba. No le gustaba estar en aquel tren y no le gustaba que su ayudante estuviera charlando con la mujer que tenía enfrente a saber de qué.

No podía controlar lo que estaba pasando y decir que no estaba acostumbrado a esa sensación era decir poco.

William McMaster era un hombre que controlaba su mundo. Sus padres eran unas personas muy frías y había aprendido desde pequeño que si protestaba por algo, las niñeras eran despedidas. De modo que no protestaba. Él prefería la continuidad, un mundo sin problemas.

Y pagaba a su ayudante precisamente para eso, para no tener problemas.